Читать книгу Trabajo social para tiempos convulsos - José Vicente Pérez Cosín - Страница 9

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1 Buscando una nueva senda en momentos volátiles

La base sobre la que construir una nueva mirada resulta siempre compleja, por supuesto nunca lineal y continuamente sujeta a las necesidades sentidas por los implicados que se encuentran afectados por las dudas sobre cómo reciben una práctica o cómo la llevan a cabo. A esto hay que añadir, en el caso de los profesionales, la necesidad de una elemental identificación con los nuevos postulados.

En la búsqueda de todos estos elementos para la discusión se hacía necesario que todos los involucrados se reconocieran en esta nueva perspectiva. Creamos una iniciativa, a modo de espacio común, por la que observar los rasgos de proximidad y las diferencias entre el trabajo social y la práctica narrativa. De este modo los participantes generaron una confluencia para someter a su consideración las premisas que permitan gestionar un nuevo enfoque de trabajo social. Nuestro objetivo es intentar describir los diferentes factores que apoyaron nuestra elección y que ayudan en la construcción identitaria de un nuevo perfil profesional sustentado en un nuevo enfoque de práctica, que genere un nivel de satisfacción de la práctica profesional y que lleve en consecuencia un mejor bienestar a los consultantes. Ponemos la mirada en aquello que más nos identifica, que no es otra cuestión que nuestra orientación hacia la intervención.

Iniciamos esta tarea haciendo una inmersión por completo en los territorios de la práctica narrativa,1 partimos del significado del término. En el anterior punto hemos aportado la definición que nos ofrecía el profesor Tomm en White y Epston (1993), o mejor dicho, cómo ve él lo que sus creadores hacen. Pero en una práctica donde el lenguaje cobra un sentido tan trascendental es necesario perfilar más, así que vamos a ver otras contribuciones a la definición de PN que nos aporten una fotografía con más matices y claves sobre las que operar una alternativa para la práctica del trabajo social.

La visión que dan los propios fundadores de la PN es muy parecida, si bien ellos enfatizan la gestión que se hace del poder, cuestión capital en todo su enfoque y que tendremos tiempo de desarrollar. De este modo describen ellos su modelo de trabajo:

Partimos del supuesto de que las personas experimentan problemas, por los que frecuentemente acuden a consulta, cuando las narrativas con las que [historizan] su experiencia y/o las que otros utilizan para [historiar]2 no representan suficientemente su experiencia real; y que, en esas circunstancias, su experiencia tendrá aspectos muy significativos contrapuestos a estas narrativas dominantes [...] (White y Epston, 1993: 14-15).

O como la define White (2002: 261), que la orienta hacia la emancipación psicológica y la formula como «un enfoque liberador que ayuda a las personas a cuestionar y superar las fuerzas de la represión del modo que puedan llegar a ser quienes realmente son, de modo que puedan identificar su autenticidad y dar a esto una expresión verdadera».

Otra aproximación la encontramos en M. White (1994: 39). En ella el autor argumenta que

las personas que vienen a consulta tienen una historia que contar, un mapa que mostrar. Suelen estar perturbadas, confundidas, preocupadas y sentirse derrotadas. Sus historias están saturadas del problema, pero son, para ellas, reales y representan adecuadamente lo que recuerdan y lo que están experimentando. Esta historia saturada del problema merece ser respetada y creída. Pero hay otras historias.

En esta descripción se centra el autor en el estado emocional de las personas con las que abordamos la intervención. Partiendo de estas primeras aproximaciones al enfoque de PN intentaremos exponer los indicios que se observan, en nuestra opinión, de vecindad entre la PN y el trabajo social e identificaremos esas relaciones, esas conexiones que se identifican tanto con este enfoque y que inclinan a interrogarnos sobre la posibilidad de desarrollar un modelo de trabajo social desde las prácticas narrativas en ámbitos públicos o en ONG de carácter social, y que favorezcan el debate entre las profesionales.

Consideramos que son varios los rasgos comunes del trabajo social y de la PN, pues observamos que comparten varios elementos de su identidad. La antropóloga M. Carman (2006) plantea, con referencia a la temática de las identidades, que estas no se inventan en el vacío, sino que se encuentran ancladas en experiencias previas significativas. Por ello buscaremos dichas similitudes partiendo de la visión del trabajo social más sociogénica y familiogénica de los trastornos mentales, el uso consciente del proceso de relación de ayuda, la visión acerca del cambio del cliente, el trabajo comunitario y el trabajo social feminista, los escenarios de supervisión, el trabajo con las familias, etc.

1. Otras esferas para la práctica social

Una vez aclarada cuál es la apuesta de la profesión y hacia dónde se genera el debate en el trabajo social, este se realiza en el paradigma de la posmodernidad3 y desde el posestructuralismo, pues se considera que es la respuesta más adecuada a las demandas que están recibiendo por parte de las personas que les consultan acerca de sus vidas, pero también es donde se ofrece al profesional un espacio de trabajo en horizontalidad, algo de lo que carecen ahora y lo que vienen propugnando algunos de ellos. Friedman considera que este paradigma genera profesionales (figura 1).

Además, la posmodernidad ve las experiencias de la realidad o el significado que le damos a nuestras vivencias, que se construyen a través de interacciones con otras personas y que no dependen solo de cuestiones individuales. Todo ello nos lleva a pensar que desde este paradigma se da una adecuada respuesta a los dilemas de los usuarios y los trabajadores sociales (TS) tal y como hemos presentado anteriormente. Ahora bien, ¿por qué la práctica narrativa y no otro modelo dentro del paradigma de la posmodernidad? La respuesta la situamos en dos planos fundamentales: el primero y según sus fundadores es que la PN es «posestructuralista», y respecto al segundo, adoptando una postura posestructuralista, White (2002: 32-37) propone que en la intervención no es muy útil pensar en términos de profundo y superficial, y prefiere hablar de descripciones ricas, densas o gruesas y descripciones frágiles, simples o delgadas (Ryle4 en Geertz, 1973: 20-24).


Figura 1. Características de los profesionales posmodernos.

Fuente: elaboración propia adaptado de Friedman (1996: 450-451).

Una historia «densa»5 (en el relato de nuestros clientes) está llena de detalles, se conecta con otras y, sobre todo, proviene de las personas para quienes esa historia es relevante. Una historia «delgada» (la elaborada por un profesional) generalmente proviene de observadores de fuera, no de las personas que la están viviendo, y difícilmente tiene lugar para la complejidad y las contradicciones de su experiencia. Cuanto más «densa» sea una historia más posibilidades abrirá para la persona que la vive.

Esta postura se acerca más a lo que estamos buscando para un cambio de práctica en trabajo social, ya que las descripciones estructuralistas de la experiencia humana parten de la idea de que existen estructuras subyacentes que no podemos observar, solo podemos ver sus manifestaciones externas o superficiales (White, 2002).

Ducan, Hubble y Miller (2003) plantean que la práctica positivista imposibilita el cambio, pues las etiquetas diagnósticas definen un marco de expectativas que limita dicho cambio. Para Hardy Schaefer (2014), la idea clave en el trabajo clínico, que a nuestro parecer puede hacerse extensiva a cualquier tipo de práctica social, es la acomodación.6 Es decir, en primer plano, adecuar la intervención al usuario, considerando sus recursos, motivaciones y la alianza esperada.

Schaefer establece las diferencias entre prácticas de corte tradicional en psicoterapia y prácticas posestructuralistas.

TABLA 1 Diferencias en las prácticas tradicionales y posestructuralistas

Criterios Práctica estructuralista Práctica posestructuralista
Importancia de la teoría Imprescindible la teórica Prescindible la teórica
Proceso clínico Proceso guiado por la teoría Guía ejercida por el profesional Conversación guía el proceso Guía ejercida por el cliente
Profesional/cliente Experto/inexperto (intervención) Colaborador/experto (alianza)
Lenguaje Representativo de la realidad Uso como descripción Constitutivo de la realidad Uso como construcción
Esencia/construcción Pauta (individuo o familia) (necesidad de diagnóstico) Construcción y deconstrucción permanente (sin diagnóstico)
Queja o problema Anomalía estructural y déficit Relato restrictivo y monológico
Cambio Reestructuración Posibilidades previstas Apertura del relato Posibilidades no previstas
Práctica Intervención técnica Recorrido anticipado Conversación clínica Recorrido emergente

Fuente: Hardy Schaefer (2014).

Y el segundo plano, viene determinado por la semejanza en modelos de intervención entre las prácticas narrativas y el trabajo social, así como en procesos de construcción de las disciplinas. Podemos encontrar varios de estos elementos, pero aquí solo señalaremos algunos de ellos, es decir, aquellos que han sido objeto del acercamiento a esta práctica.

Comenzaremos por mencionar que, por ejemplo, la narrativa y el trabajo social, además de trabajar con las personas y con las familias, también trabajan con la comunidad, hecho que no encontramos en las otras prácticas posmodernas, o al menos con la riqueza de experiencias que aparecen en la narrativa ni con el despliegue de técnicas de registro, como: el árbol de la vida, el equipo de tu vida, las cartas, etc. Otra similitud que nos aproxima a las prácticas narrativas es la visión de género, ya que para ellos es fundamental; de hecho, la práctica narrativa lo plantea como elemento filosófico de su intervención: se cuestiona los efectos del poder sobre las vidas y las relaciones. En el caso del trabajo social ha generado incluso un modelo de práctica; esto tampoco ocurre en las otras prácticas posmodernas.

Y por último la práctica clínica como generadora del conocimiento. En trabajo social la intervención también es fuente de conocimiento, ambos son saberes aplicados, al contrario que otras disciplinas, que se plantean un análisis o que elaboran propuestas pero sin un compromiso claro con los clientes por el cambio. En el caso que nos ocupa, la práctica, la acción es fundamental, siendo lo que les da sentido a nuestros saberes.

El trabajo social es una profesión de ayuda cuyo objetivo es atender a las personas que atraviesan situaciones difíciles, que van desde la desorientación o desinformación a la marginación o a la exclusión social (Lázaro, Rubio, Juárez, Martín, Paniagua, 2007), y en ambas disciplinas el elemento determinante es la intervención. La PN rechaza la idea de encuadrarse en la posmodernidad, ya que hay al menos una contradicción fundamental, que no es otra cuestión que este paradigma fija sus bases en el relativismo, lo que implica un cuestionamiento de todos los presupuestos y que puede llegar al relativismo extremo (si bien adopta el criterio de la posmodernidad en cuanto al cuestionamiento del estructuralismo de la modernidad).

Por su parte, la práctica posestructuralista cuestiona estas verdades del conocimiento experto y analiza cómo se han producido estos significantes como referentes de nuestra cultura. Ello invita a abandonar la búsqueda de fundamentos, los diagnósticos y la postura del experto. Esta propuesta es más asumible por el trabajo social, pues como profesionales de la acción social la toma de postura debe ser consustancial a nuestra práctica.

Por último, por si estos argumentos no fueran suficientes, queremos señalar que la posición narrativa es política y ética, algo que se plantea también desde el trabajo social. Ideas como el perfeccionismo, la influencia de la pobreza, la marginación social, el machismo, etc., históricamente se han abordado desde el trabajo social y las vemos también reflejadas en las prácticas narrativas. Estos cuatro paralelismos son los que nos han llevado a plantearnos una propuesta de modelo de prácticas narrativas en trabajo social, con elementos suficientes para enriquecer la discusión sobre su viabilidad como alternativa de práctica. Pasemos a ver algunas de las referencias que acabamos de mencionar con más detalle.

2. La práctica clínica, territorio para la construcción de conocimiento

La pregunta que nos formulamos en este punto es cómo llegamos aquí, o mejor dicho, cómo se construyó este modelo. Seguramente a través de un proceso reflexivo, que en este caso pasaría por la práctica clínica llevada a cabo por sus fundadores durante varias décadas, más los interrogantes que se suscitaron de dicha intervención y la inquietud de buscar respuestas, y como colofón una postura profesional que rechaza las pretensiones de verdad de los discursos dominantes.

La evolución de la PN se ha generado al igual que otros postulados, que son el producto final de un proceso en donde se crea una corriente entre la teoría y la práctica. Pero aquí ha de entenderse teoría como sinónimo de práctica reflexionada, de experiencia previa teorizada. La experiencia sin teoría es ciega, pero la teoría sin experiencia es un juego intelectual, diría Immanuel Kant (1724-1804). La PN ha seguido el mismo camino que su predecesora, la modalidad de terapia familiar sistémica, considerada un paradigma científico desde la segunda mitad del siglo XX. Es decir, trabajar (práctica), cuestionarse dicho trabajo y elaborar alternativas que mejoren la vida de sus consultantes (teoría).

Este proceso reflexivo White lo consideraba esencial para generar un debate que favoreciera una mejor práctica. En una entrevista concedida a un medio local de información preguntado sobre su trayectoria profesional, él ya describía dicho proceso de ida y vuelta que era el resultado de su propio interrogatorio acerca de lo mejor para sus clientes. La inmediatez sobre el resultado de la intervención profesional es la que multiplica el debate interno, la reflexión y el posible cambio de visión del profesional, sobre la conveniencia o no de una actuación u otra, así como la búsqueda de otras alternativas, la generación de nuevo conocimiento, etc.; el bucle debía ser constante. En sus propias palabras, lo definía de la siguiente manera «[...] hacer mi propia interpretación de esas ideas, en lugar de simplemente aceptar las interpretaciones de los fundadores de estas escuelas» (White, 2002: 15-16).

El autor Pérez Soto refiriéndose a la construcción de la psicología como disciplina comenta que

En la ciencia lo que impera realmente es más bien una diversidad de programas de investigación que establecen no solo qué se entiende por objeto y problemática propia de la disciplina, sino, también, qué tipo de preguntas y qué tipo de procedimientos son aceptables, qué tipos de respuestas se consideran legítimas, qué debe considerarse como «realidades básicas», a partir de las cuales construir las respuestas a problemas concretos (Pérez Soto, 2009: 51-64).

Esta misma idea se puede adaptar según nuestro criterio a cualquier conocimiento, y en el caso que nos ocupa lo observaremos en la práctica narrativa o el trabajo social.

Centrándonos ahora en el enfoque narrativo, analicemos cómo se ha ido gestando su reflexión, en qué espacio profesional se ha producido. A nuestro entender, este no es otro que la práctica clínica, lugar de encuentro de muchas disciplinas, en donde se ha propiciado el debate, la multidisciplinariedad, la crítica, etc. Un espacio donde generar e interrogarse acerca de cómo es mejor un tipo de intervención u otra, una zona de trabajo donde han confluido conocimientos como la psiquiatría, la antropología, la biología, la psicología, la pedagogía, etc.

Y también encontramos el trabajo social, el casework,7 que ha dado nombres muy ilustres a la práctica clínica y ha aportado elementos a la reflexión y al análisis de lo que se ha dado en conocer como terapia familiar sistémica, base de grandes modelos de intervención terapéutica, fuente de la que han bebido en las últimas décadas muchas disciplinas. De hecho no podemos comprender lo que significa la PN si no hacemos un pequeño viaje por la evolución de este conocimiento.

Este ejercicio práctico ha generado un flujo constante de intercambios de propuestas de intervención que han enriquecido de forma sustancial todos los saberes sobre los que se fundó; la retroalimentación constante entre teoría y práctica ha propiciado una viveza única a este saber. Este lugar de encuentro que es el trabajo terapéutico, el trabajo social clínico lo entiende desde los intersticios, es decir, desde los espacios vacíos que genera el sufrimiento en la vida cotidiana. «El trabajo social clínico actúa desde la cotidianidad, desde conversaciones aparentemente inocuas y hasta banales, pero que van acercándose a las personas con respeto y firmeza» (Roscoe, Carson y Madoc-Jones, 2011). De hecho,

pueden trabajar en su despacho, con citas previas fijadas, o pueden trabajar desde el encuentro casual en un barrio, en un territorio compartido. Cuando el trabajador social clínico, conversa, tiene un modelo teórico, con incidencias micro y macro, que enfoca una luz particular sobre las necesidades, dificultades, problemas o conflictos (Cardona y Campos, 2009),

y sobre el sufrimiento psicosocial (Ituarte, 1992).

Pero bajemos ahora a intentar conocer todo el entramado que la práctica clínica con familias desarrolló en los últimos cincuenta años y cómo ha forjado muchos marcos interpretativos y operativos. Describamos, pues, esta reflexión que desencadenó la construcción de la PN. Su inicio lo situaremos con el cuestionamiento de un relato alternativo al imperante originado en los años cincuenta sobre la práctica psiquiátrica psicoanalítica y conductista de aquellos años en los hospitales psiquiátricos, con escasos resultados, especialmente en enfermos esquizofrénicos. En aquel entonces varios países occidentales habían comenzado a mejorar la vida de la población psiquiátrica hospitalizada. Esta situación dio paso a que varios gobiernos impulsaran estudios dirigidos a encontrar nuevos tratamientos. En ellos se comienza a vislumbrar la relevancia de la familia del esquizofrénico para su tratamiento. Es en ese contexto donde comienza a generarse la terapia familiar.

Para explicar esto, en el marco de unas jornadas sobre formación en terapia familiar en la ciudad de Valencia en la década de los ochenta, el psiquiatra y psicoterapeuta Ricardo Sanz (2006) afirmaba que la terapia sistémica responde al intento de los profesionales de dar una respuesta más ajustada a los problemas de sus clientes y sobre todo para aquellos casos en los que no se ofrecían respuestas adecuadas a los problemas de los clientes o no les reducían su malestar.

La ruptura con otros modelos anteriores –especialmente el psicoanálisis, que contaba con una larga tradición en la aproximación intrapsíquica– llevará a tener que replantearse todo lo establecido hasta el momento, desde quién es ahora el cliente (individuo o familia), el tipo de relación, etc. Sin duda, en la década de los sesenta estos planteamientos suponen una auténtica renovación del ejercicio de la terapia, y dan a luz a diferentes corrientes, técnicas e instrumentos generados por aquellos insatisfechos con los modelos predominantes de la época. Esta visión queda fielmente reflejada en la siguiente ilustración.

La figura 2 describe la visión de Sanz, que argumenta que el inicio del trabajo sistémico con familias es un conglomerado de técnicas y formas de trabajo desde diferentes postulados, siendo el casework social uno de ellos. Esta suerte de instrumentos técnicos impone una forma de mirar diferente, ya que la fuerza de la reflexión es la que crea conocimiento, la técnica solo los aplica. La acción de una técnica dura solo su ejecución, mientras que la acción de una profesión trasciende los hechos, si esta produce modificaciones en la realidad que aborda (Kisnerman, 1985).


Figura 2. Bases del trabajo con familias

Fuente: R. Sanz Pons. Universidad de Valencia, 2006.

Esta advertencia se une a otras, como la reflexión que encontramos en los años cincuenta de Milton Erickson,8 que avisaba sobre aquellos procesos terapéuticos donde el cliente era lo suficientemente prescindible para el tratamiento de su patología, resultando central su queja y sintomatología para el desarrollo de una terapia (O’Hanlon, 1993). Parecía necesario, pues, pasar de una amalgama de instrumentos técnicos a gestionar la terapia desde un proceso donde el cliente no fuera prescindible. Como iremos viendo con el tiempo y debido al inconformismo de los profesionales pasó a estructurarse en torno a dos grandes modelos, el comunicacionalismo y el modelo estructural (Linares, 1997).

En estos inicios la situación del cliente y su problema eran enmarcados por el terapeuta dentro de su propio modelo epistemológico. De tal modo que todo lo que el cliente pudiera expresar de sí mismo era traducido por el profesional como un elemento más que confirmaba el diagnóstico y a la vez su propia teoría del problema. Este trabajo terapéutico llevaba al camino de la imposibilidad del cambio en el cliente, situación que Erickson se explica desde los problemas que el terapeuta debe sortear a la hora de hacer terapia y no como un fenómeno que se entiende desde el cliente. Algunos psicoterapeutas explicaban esta situación atribuyendo al cliente una resistencia al cambio (Gómez y Gómez, 1994).

Desde esta situación, Erickson promovía la flexibilidad, la singularidad y la individualidad. La genialidad de su trabajo se encuentra en la utilización de los recursos interiores, considerándolos únicos de cada persona, para encarar creativamente los problemas de la vida de todos los días. Su intervención variaba con cada paciente. Subrayaba la originalidad de cada individuo, que, motivado por necesidades personales y defensas idiosincráticas, requería maneras originales de abordaje en vez de estilos ortodoxos, poco imaginativos y doctrinarios. Esto supone un proceso de terapia a la «medida del cliente». Subraya así la singularidad de los procesos terapéuticos desde la particularidad de cada cliente. Así pues, cada terapia debe ser diferente debido a que cada cliente ha tenido experiencias, contextos, recursos y desafíos desiguales.

A pesar de estos cuestionamientos, podemos decir que los primeros pasos en terapia familiar se encaminan hacia el estudio del plano pragmático de la comunicación, es decir, hacia las secuencias interaccionales de conductas y su relación con la sintomatología. Los profesionales de esta primera etapa están influidos por la teoría general de sistemas y la cibernética, y motivados en parte por la ruptura con otros modelos antecesores, que contaban con una larga tradición en la aproximación intrapsíquica.

Posteriormente, se trabajó intensamente en investigar cómo es que las personas cambian y cómo es que los problemas persisten en el tiempo. Ahora, las propuestas terapéuticas sistémicas centraron su mirada en las formas en que los clientes desarrollan patrones rígidos de relación con la situación que los aqueja, especialmente desde las soluciones con las que intentaban resolver sus problemas (Prochaska, 1998; Watzlawick, 2000). El trabajo sistémico continúa preguntándose cómo dar respuestas más ajustadas a los problemas que les presentan sus clientes; ello va generando constantes avances en la manera de ver los problemas, en cómo acercarnos a ellos, cómo interrogar sobre ellos, etc. Se van incorporando nuevos objetivos, como la visión del cliente y del terapeuta como socios, la adaptación a una aproximación constructivista del significado, la atención centrada en la narrativa o la forma del relato relativa al significado.

Se comienza a cuestionar las intervenciones prolongadas y, paralelamente, el deseo de elaborar procesos más breves que consideren los recursos experienciales del cliente como útiles y necesarios para el proceso terapéutico, se desarrolla una terapia centrada en soluciones (De Shazer, 1988). Esta puso el acento en una mayor efectividad de la terapia, y para ello era importante en el setting clínico hablar y destacar aquellas situaciones en las que el problema original no estaba presente. En estas intervenciones el profesional está llamado a facilitar la identificación de las excepciones del problema, a partir de esquemas conversacionales que permitan al mismo tiempo identificar o descubrir aquellas soluciones exitosas o, incluso, darse cuenta de que el problema descrito no ha impactado de la misma forma en todas las áreas de su vida. En resumen, había espacios en la experiencia vital en que el problema no existía o no había contaminado aún importantes espacios de la vida de la persona.

Las siguientes generaciones de terapeutas familiares, sin embargo, concederán mayor importancia a la exploración del significado, el discurso narrativo y los procesos de cambio ligados a la identidad. Aunque la evolución constructivista no es lineal ni aglutina al conjunto de las propuestas teóricas surgidas, gran parte de los terapeutas sistémicos (sobre todo en EE. UU. y el norte de Europa) cambian su foco de interés hacia los procesos mentales relegados antaño a la caja negra. Así la definición de terapia evoluciona y se concibe como un proceso epistemológico en el que la (re) construcción del conocimiento en un contexto relacional constituye el eje del cambio.

Desde este punto de vista renovado, el síntoma ya no se considera solo como una expresión de la estructura y los patrones de interacción familiar, sino que además se atribuye un papel crucial a la mitología familiar, entendida como una red de narrativas compartidas que alberga las creencias, afectos, legados, rituales y polaridades semánticas respecto a los cuales cada miembro es a su vez agente (contribuye a su construcción) y receptor (se posiciona y es influido por ellas) (Dallos, 1996, 2006; Linares, 1996; Linares y Campo, 2000; Ugazio, 1998). Esta nueva tendencia se caracteriza por un interés creciente en la construcción social del conocimiento y la realidad, la trabajadora social y terapeuta L. Hoffman (1985; 1988a) define este cambio como un movimiento pendular porque estas premisas epistemológicas ya están en las formulaciones originales sobre el modelo ecológico de la mente de Bateson, quien impulsa definitivamente el nacimiento del modelo sistémico.

En aquel momento, el estudio de la intersubjetividad y los procesos de construcción del significado implicado en la experiencia relacional cobran vital importancia. Se cuestiona la noción de autoridad del terapeuta. Este es incluido como una voz más dentro de la red de discursos vinculados al problema. Lo observado no es independiente del observador. El trabajo de Andersen (1994) sobre el equipo reflexivo es un punto de referencia fundamental de esta línea evolutiva al incorporar al espacio terapéutico una multiplicidad reverberante de visiones. Muchos otros autores desarrollan su trabajo bajo el influjo de la nueva forma de entender el cambio del modelo sistémico desarrollando recursos conversacionales de gran trascendencia (Anderson y Goolishian, 1988; 1990).

De especial interés en el plano conversacional es el desarrollo de la entrevista circular del grupo de Milán (Selvini, 1990) por su precisa forma de dibujar secuencias interaccionales coloreadas de matices de significado relacional. La conversación entre los interlocutores del contexto terapéutico (y también el extraterapéutico) adquiere suma importancia, se enriquece con el uso de nuevas metáforas de cambio dotando el flujo conversacional de una carga significativa de connotaciones semánticas. El lenguaje adquiere un protagonismo insólito y se le confiere un poder constitutivo.

Muchas de las propuestas teóricas subscriben la idea de que es en el lenguaje donde reside el centro de poder. A través de él puede generarse un contexto de libertad en el que proyectar futuros alternativos, explorar bifurcaciones y sus implicaciones, y multiplicar las posibilidades vitales de las personas y familias que consultan por un problema. Las posturas más radicales cuestionan incluso la noción de «sistema», al que definen como un subproducto del poder constitutivo del lenguaje.

Es en este punto que el foco sobre la narrativa y los procesos en la construcción de significado, vehiculizados por el lenguaje y la interacción social, así como la concepción del profesional como un coconstructor de alternativas liberadoras, aúna las posturas de una parte significativa de los representantes del modelo sistémico de finales de la década de los ochenta y principio de los años noventa. En efecto, es en la década de los noventa cuando las terapias centradas en las narrativas empiezan a imponerse y extenderse rápidamente. La influencia del construccionismo social propuesto por K. Gergen (1985) será transcendental y en los terapeutas sistémicos inspira la creación de modelos basados en la metáfora del texto. A los profesionales de la intervención clínica con familias la práctica les ha conducido a bucear en territorios hasta ahora no explorados o insuficientemente explorados en las intervenciones clínicas.

Este sistema de trabajo práctica-teoría/teoría-práctica, esta retroalimentación constante, generó en cada momento una postura profesional o rol característico en cada etapa. Hasta ahora hemos realizado algunas indicaciones de cómo era esa postura, pero me gustaría marcar con claridad las diferencias de cada momento, pues es determinante para comprender la evolución de la práctica sistémica y cómo este proceso fue concluyente para llegar a la práctica narrativa. La postura profesional y la gestión que se hace de ella es un rasgo muy identitario de la PN. Al comienzo de este tipo de prácticas, el punto de mira se pone en lo que no cambia, lo que se queda igual y es problemático: el síntoma y las interacciones familiares en su entorno. La idea es que hay una función del síntoma que será mantener el equilibrio de la familia (la homeostasis). El terapeuta, como agente externo, tiene la tarea de desbalancear el equilibrio «malsano» a través de alianzas terapéuticas para conseguir que el síntoma se vuelva innecesario.

En la siguiente etapa el foco se reorienta hacia aspectos de cambio: cómo interactúa el profesional con las familias para provocar un cambio en los síntomas y disfuncionalidades presentadas. La observación se dirige a las redundancias y esto conduce a la formulación de una hipótesis sobre el funcionamiento familiar, y al diseño de una estrategia que dé como resultado la modificación de las reglas que no resultan útiles para el adecuado funcionamiento. La terapia se centra en la solución del problema presentado, y en el aquí y ahora, cambiando la «clase de soluciones intentadas». El éxito de la terapia consiste en provocar un salto cualitativo de un sistema de reglas a otro, y el terapeuta es el facilitador o agente de este cambio.

En los modelos multidimensionales, la visión de la familia y de los síntomas es entendida como un sistema complejo en interacción con el contexto, y se solicita ayuda al definir un aspecto de su convivencia como problema. Disponen de recursos estructurales, cognitivos, emocionales y comportamentales para ajustarse a las demandas del cambio. El proceso de cambio se dirige a: priorizar el síntoma por el cual la familia pide ayuda como primera fase y, después, ampliar el foco hacia otros aspectos de la interacción familiar y de la pareja conyugal, si así se requiere. Las técnicas de intervención son de procedencia estructural, estratégica, construccionista, psicoeducativa y analítica, según el síntoma y la fase del tratamiento, con un pragmatismo funcional orientado a la investigación. El rol del terapeuta es activo, se entiende como parte de un sistema creado a propósito (Stanton y Gardini, 1988; Gammer, 1995).

En las últimas etapas el plan de trabajo se ejecuta desde una perspectiva no patológica que pretende: evitar, culpar o clasificar a los individuos o las familias; apreciar y respetar la realidad y la individualidad de cada cliente; utilizar una metáfora narrativa, y ser colaborativos en el proceso terapéutico y ser públicos o transparentes respecto a sus sesgos y a la información que poseen. Se adopta la posición de no conocimiento y se busca en los elementos del relato, o en los elementos ausentes, aquello que permita establecer un giro en el curso que están presentando los acontecimientos.

La posición del profesional narrativo es descentrada, pero influyente (White, 2002), no se le visualiza como experto, sino como un facilitador de la conversación, como un maestro, o una maestra, en el arte de la conversación. El profesional es un acompañante/testigo con la responsabilidad de asegurar una atmósfera de curiosidad y respeto, y cuya misión es descubrir, junto con la persona, cuál es la vida que quiere vivir y cómo llegar a vivirla. No se acepta ninguna invitación a ser el experto en la vida de las personas, sino que da prioridad a las ideas y recursos personales.

Para este profesional narrativo un desenlace aceptable de la consulta será la «identificación o generación de relatos alternativos que les permitan llevar a cabo nuevos significados y que traigan consigo logros apetecidos, nuevos significados que las personas experimentan como más satisfactorios, útiles y abiertos a múltiples finales» (White y Epston, 1993). Consideramos que, de esta incesante discusión generada en el quehacer de la práctica clínica, se puede constatar que dicho espacio fue creador indudable de conocimiento, de producción de técnicas e instrumentos, de enfoques, de nuevas perspectivas, etc. Sin lugar a dudas, la inquietud profesional supuso un acicate, pero también dos cuestiones que a nuestro modo de ver fueron determinantes.

La primera, la multiplicidad de saberes desde diferentes conocimientos, con profesionales que miraban la realidad desde varios ángulos a la vez, donde este trabajo multidisciplinar y transversal generaba una permanente riqueza a la intervención clínica. Un segundo elemento que también valoramos como esencial es el planteamiento de intervenciones más cortas, sin llegar a ser lo que posteriormente se conocieron como terapias breves, pero intervenciones que no significaban un plan de vida como antes encarnaba entrar en una intervención clínica de carácter psicoanalista. Ese acortar los periodos de intervención alentaba la necesidad de dar respuesta antes y con ello se estimulaba la explosión de nuevos conocimientos.

La suposición que hemos planteado en este mundo de la práctica clínica fue que este espacio propició el suficiente debate para que surgiera la práctica narrativa. Esta suposición aparece en varios textos de autores que al hablar de sus intervenciones terapéuticas cuentan sus anécdotas sobre cómo fue su progresión personal en la práctica clínica, cómo a partir de dicho trabajo se crearon sinergias que los cambiaron.

Epston (1980) comenta que durante la Reunión Inaugural de Terapia Familiar Australiana le sucedió un hecho fortuito, que la programación de sus respectivos talleres a la misma hora les impulsó a unir esfuerzos y la conclusión fue que se convirtió en responder recíprocamente a las respuestas del otro:

Mi trabajo comenzó a fusionarse con el de Michael White. Un aspecto del trabajo de White que hice mío es el concepto de la externalización del problema que puede resumirse en considerar que la persona no es el problema, el problema es el problema. Esto me permitió adoptar una posición racional y práctica en la terapia. Este concepto me liberó de las restricciones que me imponían algunas prácticas dominantes que, según comprobé, me alejaban de la familia. Una vez más, esto determina una posición de intercambio entre iguales.

Estimé que esto era un saludable antídoto contra mi experiencia práctica de posgrado en la psiquiatría infantil ortodoxa: contra su carácter pseudocientífico, su compromiso con aquello que Foucault (1999) llama la mirada, y contra la manera en que dicha psiquiatría dividía el sujeto observador del objeto observado y suprimía los conocimientos innatos (Epston, 1994).

La anécdota ilustra las constantes interacciones que el mundo de la práctica clínica genera, podemos ver que el cambio de paradigma al que se adhiere la PN se produce en el fragor del trabajo cotidiano, dándose una similitud entre lo acaecido con el psicoanálisis y la terapia sistémica, y que comentábamos al inicio de este capítulo. Es decir, la búsqueda de mejores respuestas para con las familias ha generado un nuevo enfoque que pretende ser más respetuoso, dando a su vez un cuerpo de conocimiento distinto, pues sus fundamentos son diferentes, tal y como se verá reflejado en el capítulo dos, donde abordamos los fundamentos del modelo de la PN.

Virginia Satir inició la fecunda participación de trabajadores sociales en el campo de la clínica, con un estilo personal y carismático, dirigiendo numerosos seminarios de formación y publicando uno de los primeros libros sobre terapia de familia, Terapia familiar paso a paso (1964; 1988). Es una experta reconocida tanto por los compañeros clínicos como dentro de la intervención en trabajo social. También encontraremos aquí a Lynn Hoffman (1992), autora de varios libros. Gracias a su longevidad ha podido recoger los aspectos más generales en su libro de fundamentos de la terapia de familia, que se centra en los problemas de la familia, y ofrecer una información enciclopédica sobre las corrientes conservadoras de la terapia familiar, así como aportaciones nuevas e iconoclastas, hasta elaborar más recientemente textos desde marcos de la terapia colaborativa, etc. También De Shazer (1988), creador de las terapias centradas en soluciones y autor de técnicas tan importantes para el trabajo posmoderno como las excepciones a las reglas, las escalas o la pregunta milagro.

Todos estos elementos son relevantes hoy en día para el trabajo con las personas, tanto desde una vertiente de práctica clínica como desde un espacio de práctica social. Son muchos los profesionales desde las dos orillas de la práctica que vienen gestionando alguna de las técnicas creadas por estos autores.

En el cuadro que adjuntamos podemos comprobar la representación amplia y variada que el trabajo social ha aportado a la práctica clínica, desde diferentes posicionamientos y formas de entender la relación y en las distintas etapas de lo que entendemos por terapia familiar. Sus propuestas de trabajo siempre fueron más próximas a las familias, abordando una práctica desde sus aspectos más relacionales, de manera menos patológica y mucho más de ayuda. Circunstancia que deriva, seguramente, de la tradición y la formación como trabajadores sociales.

Como se desprende de la tabla 2, la participación en esta evolución del casework social es significativa, y no solo hemos mantenido la cuota inicial con la que se inició la terapia familiar (tal y como aparece en el gráfico 2) sino que además hemos incrementado el corpus teórico con importantes publicaciones que dieron un impulso a la práctica clínica; básicamente la participación terapéutica de la profesión se ha producido en casi todas las corrientes. A esto hay que unir que son varios los compañeros que desarrollaron sobre todo en la narrativa nuevos modelos, tal es el caso de S. De Shazer con las terapias breves centradas en soluciones o en las PN con M. White y D. Epston. Sin lugar a dudas, la práctica clínica ha sido fuente de crecimiento para muchas disciplinas, incluido el trabajo social. Veamos ahora cómo este espacio de confluencia ha impactado en nuestra disciplina.

La aportación del antiguo casework (trabajo social de caso) viene desde la década de los sesenta. Una de las figuras emblemáticas del trabajo social es Gordon Hamilton (1967; 1984), que aludía a los problemas con los que el trabajador social se encuentra, que en muchas ocasiones pasan por trastornos, frustraciones y traumas que surgen de la vida familiar, y los profesionales tienen que tratar con estas desviaciones. Para muchas personas los psiquiatras no son accesibles, ni procuran este tipo de tratamiento. Los trabajadores sociales tratan constantemente con personas que, al proyectar sus problemas en factores sociales o en otras personas, no buscan inicialmente ayuda porque no reconocen su autoimplicación. Esta situación hace inevitable que los trabajadores sociales se preparen para el trabajo clínico (G. Hamilton, 1974; 1984: 26-50). Un rasgo importante de esta influencia viene determinado por nuestra forma de acercarnos a la realidad social.

TABLA 2 Representantes de las distintas corrientes en terapia familiar


Fuente: elaboración propia, adaptado de Von Schlippe y Schwitzer (2003), Nardone y Portelli (2006) y Cardona (2012).

Para Barker (1995; en NASW, 2005: 9), «El Trabajo Social Clínico es la aplicación profesional de los métodos y teorías del Trabajo Social al diagnóstico, tratamiento y prevención de disfunciones psicosociales, incluyendo desórdenes emocionales, mentales y conductuales». En este sentido, la NASW9 argumenta que el trabajo social clínico tiene un enfoque primario sobre el bienestar mental, emocional y conductual de individuos, parejas, familias y grupos. Se centra en un acercamiento holístico a la psicoterapia y a la relación del cliente con su medio ambiente. El trabajo social clínico ve la relación del cliente con su medio ambiente como esencial para la planificación de un tratamiento. Y, en consecuencia, los trabajadores sociales a menudo son los primeros en diagnosticar y tratar a personas con desórdenes mentales y varias perturbaciones emocionales conductuales. El trabajo social clínico se caracteriza por la versatilidad de sus profesionales y la variedad de sus funciones.

Sobre estas cuestiones son muchos los profesionales del trabajo social que se han posicionado al respecto, pues son muchos también los que desarrollan su profesión en este ámbito de la intervención clínica. Tal es el caso de la trabajadora social clínica Amaia Ituarte (2012: 196), quien expresa así la relación terapéutica entre cliente y profesional:

un proceso psicoterapéutico que, por medio de la relación entre un trabajador social y un cliente (individuo, pareja, familia, grupo) y a través de un análisis y profundización de sus sentimientos, emociones, vivencias, dificultades y de la manera en que todo ello se manifiesta en sus relaciones interpersonales en diferentes contextos significativos, trata de ayudar a las personas a afrontar sus conflictos psicosociales, superar su malestar psicosocial y lograr unas relaciones interpersonales más satisfactorias, utilizando para ello tanto las propias capacidades del cliente como los recursos del contexto social.

Todo esto ha suscitado un debate acerca de las competencias que las trabajadoras sociales deben tener. Aportamos aquí la visión de la doctora y asistente social clínica10 Martha Chescheir (1984), quien nos ofrece su punto de vista sobre cuáles son las áreas de competencia del trabajador social clínico.

TABLA 3 Áreas de competencia del trabajador social clínico

Áreas de competencia del trabajador social Finalidades del trabajador social clínico según Martha Chescheir
1. Trabajo con personas en el contexto de su situación social Establecer un equilibrio entre las necesidades personales y las oportunidades que ofrece la vida. Lograr un ajuste entre lo que le conviene al individuo y lo que le conviene al sistema social. Relacionar a las personas con los recursos y comenzar en cualquier extremo del medio continuo psicosocial, ya sea con la persona o con el sistema social. Ayudar a personas de todas las clases y condiciones para que se adapten a situaciones realistas, y cómo cambiar estas condiciones sociales para adecuarlas a las necesidades de las personas.
2. Trabajo con la familia como medio de ayuda Evitar una desintegración familiar como reconstituir familias desintegradas. Intervención en familias en momentos de crisis. Trabajar en sus propios hogares cuando es necesario, para así ayudar a movilizar recursos internos y externos para mejorar y conservar el funcionamiento familiar. La terapia familiar y el asesoramiento matrimonial también le competen al trabajador social, pero no están limitados solamente a estos modelos en particular.
3. Trabajo de terapia con grupos en actividades cuyas tareas estén relacionadas Concebir y utilizar dinámicas del proceso grupal para conservar y mejorar el funcionamiento social. El conocimiento de la dinámica de grupos se traduce en una buena comprensión del contexto organizacional y le permite al trabajador social buscar cambios en marcos institucionales. Los grupos de terapia y socialización ayudan a rehabilitar a personas con dificultades de relaciones interpersonales y que carecen de habilidades sociales.
4. Trabajo con organizaciones y sistemas sociales para mejorar situaciones sociales Comprenden la importancia de sistemas de apoyo naturales y son presentados a los clientes a medida que los necesitan. Como defensores de los pobres y de los grupos minoritarios, los profesionales clínicos a menudo se encuentran en determinadas situaciones sociales defendiendo a personas que no pueden hacerlo por sí mismas. Cuando las organizaciones e instituciones dejan de funcionar en beneficio de las personas. Crear un medio que custodie y cuide, donde las personas puedan expresar su preocupación por los demás y trabajar juntos por el bien común. Promover cambios en los sistemas para humanizar las condiciones sociales.
5. Trabajo con personas que se enfrentan a crisis de situación o de maduración Ayudar en toda clase de crisis. Estas pueden ser de situación o de maduración. Las primeras son aquellas en que se produce un trauma físico o una pérdida aguda (personas significativas). Pueden ayudar a las personas a recuperar su fuerza anterior, y en algunos casos incluso mejoran su nivel general de funcionamiento social.
Las segundas crisis, que también se llaman de transición de vida (niñez, adolescencia, adultez y senectud), producen crecimiento pero la forma en que una persona los aborda es el resultado de múltiples factores, incluyendo la organización intrasíquica individual, los patrones de interacción familiar y la presencia o ausencia de sistemas de apoyo naturales.

Fuente: Martha Chescheir (1984).

Destacamos, en este sentido, que el proceso de ayuda que ejerce el trabajador social clínico es siempre intencional, ya que responde a determinados ejes o prioridades de su acción. Andolfi (1985: 31) propone que el trabajador social, cuando se transforma en terapeuta, debe abandonar los viejos paradigmas que hacen suponer la terapia como un proceso de curación. Según sus ideas «el trabajador social debe entrar a formar parte del sistema familiar con su bagaje técnico de experiencias, pero también con su personalidad, su fantasía, su sentido del humor, su capacidad para participar en las emociones de los demás, renunciando al atavío mágico y falso del curador».

Para Quiroz y Peña (1998: 14-25), haciendo un análisis de los modelos teóricos del servicio social propuesto por Ana María Campanini y Francesco Luppi, nos dicen:

Como consideración de carácter general debemos admitir que por ser el Trabajo Social una disciplina que se ocupa de un campo tan complejo como lo social; se encuentra frecuentemente sometido a cambios, fluctuaciones y, a veces a transformaciones rápidas e imprevistas. Además, las Ciencias Sociales y de la conducta, entre ellas profesiones dedicadas a la ayuda, la terapia y la psicoterapia, sufren procesos de aceleración de tal magnitud, que exigen una adecuación continua de las claves de lectura de los fenómenos que trata. Entre este contexto, la aparición de nuevas teorías o corrientes de pensamiento psicoterapéutico, han dibujado tendencias definitivas en el Trabajo Social Clínico, en su evolución y desarrollo.

Como hemos visto en este espacio de confluencia que ha sido y es la práctica clínica, las prácticas narrativas ha crecido en un espacio nada ajeno al trabajo social, y, como miembros de este, también ha ayudado a la generación de la narrativa, al igual que la antropología, la biología, la pedagogía u otras disciplinas. Es cierto que los creadores de este enfoque no sitúan el trabajo social como fuente de inspiración para crear su andamiaje, pero en nuestra humilde opinión sin la mirada de los trabajadores sociales seguramente tampoco se entenderían las prácticas narrativas. Un breve repaso a nuestros orígenes nos puede apuntar algún dato acerca de tal afirmación. Para argumentar este punto tomaremos prestado algunos enunciados del prólogo de la obra de M. Richmond (1917-1922), El caso social individual. El diagnóstico social, que hace M. Gaviria (1996) en él, y en el que nos acerca a la figura de nuestra pionera. También desgrana algunas de las premisas fundamentales del trabajo social, y es aquí donde observamos rasgos que sostienen nuestra argumentación.

Dice Gaviria que Richmond era darwinista, el trabajo social para ella era «conseguir la adaptación de los clientes a un mundo y a una sociedad que se iría reformando progresivamente». Entonces era totalmente revolucionario decir que para trabajar los casos sociales había que comprender, sin prisas y a fondo, a la persona o familia, no solo en su momento actual, sino en toda su historia anterior (Gaviria, 1996: 13-16; en Richmond, 1996). Gaviria nos informa de cómo Mary Richmond «aborrece el burocratismo, entonces llamado oficialismo. Colabora con los sindicatos para lograr la prohibición del trabajo infantil. Se adelanta 40 años a Foucault, al denunciar la perversidad de las grandes instituciones y proponer la desinstitucionalización, todavía hoy no terminada» (Gaviria, 1996: 13-16; en Richmond, 1996).

El último de los enunciados que tomamos de Gaviria al hablar de Mary Richmond es aquel que atribuye a la autora al señalar que «hay que adaptar no solo las personas a la sociedad, sino la sociedad a las personas» (Gaviria, 1996: 13-16; en Richmond, 1996). A lo largo de todo el prólogo el autor intenta que veamos la actualidad de los pensamientos de la pionera, y cómo también muchos de sus enunciados siguen todavía en plena actualidad. Haremos un último intento para mostrar nuestra contribución a la construcción de las prácticas narrativas o al menos unos rasgos de proximidad entre ambas disciplinas, para ello haremos referencia a los consejos técnicos que Mary E. Richmond daba a las trabajadoras sociales de principios del siglo XX y que Gaviria recupera en su prólogo (Gaviria, 1996: 13-16; en Richmond, 1996) (tabla 4).

Estos consejos son una parte de nuestros orígenes más remotos, pero no solo en ellos encontramos referencias cercanas a la propuesta metodológica por la que estamos apostando, pues a lo largo de nuestra historia como profesión y como disciplina son muchos los autores que nos dirigen hacia intervenciones que se ajustan bastante a la propuesta narrativa. Otro ejemplo lo tenemos en Helen Perlman (1960), cuyas aportaciones siguen hoy vigentes y que planteaba que «nadie conoce mejor el problema por dentro y por fuera mejor que el cliente y, por otra parte, si hay que ayudarle a trabajar en ello, tiene que ser ajustándose a su concepción del mismo» (Perlman, 1965: 152).

TABLA 4 Consejos técnicos de Mary E. Richmond para los trabajadores sociales

Poner el énfasis en lo normal, no en lo patológico. Evitar la rigidez mental del profesional. Ir con la verdad por delante.
Hablar mucho e intensamente y amistosamente a intervalos frecuentes con los clientes. Buscar los aspectos positivos de la relación del trabajo de casos. Estimular el cambio de aires del cliente alejándolo de sus tensiones y conflictos.
Estar disponible a las llamadas de emergencia. Saber ver los avances por escondidos y pequeños que sean, en el caso de que estos se produzcan. Considerar a las personas desde la honestidad, el afecto, la simpatía, la pulcritud, la puntualidad, la responsabilidad, la estabilidad.
Confiar en los clientes, lo que ayuda al éxito. Emplear el acompaña miento y la paciencia.

Fuente: elaboración propia adaptado de Richmond (1996).

No queremos extendernos más porque las referencias son considerables, pero pensamos que estas dos menciones tan significativas pueden ser lo suficientemente indicativas para considerar que según estas similitudes podemos establecer que vemos factible la construcción de un modelo de trabajo social en la narrativa, en contextos públicos de ámbito generalista y de atención directa. Esto será objeto de otro apartado más adelante, en concreto al contemplar los escenarios de la práctica narrativa, al desarrollar nuestra propuesta.

3. El trabajo social comunitario, y la seducción de las prácticas narrativas con colectivos

El relato de nuestra profesión se encuentra plagado de intervenciones para resolver los conflictos de los colectivos, objeto de nuestra intervención, desarrollando una modalidad y unas técnicas de aplicación, para remediar los problemas de la comunidad. La historia que hemos ido construyendo los trabajadores sociales a lo largo de los últimos cien años, partiendo desde las primeras actuaciones comunitarias, las «residencias sociales» (settlements) implantadas en los barrios obreros, que podríamos catalogarlos como los antecedentes directos de los actuales centros sociales, pasando por la introducción de los métodos de trabajo social de grupo y de desarrollo y organización comunitarios que fue realizada por Naciones Unidas durante la década de los años cincuenta, nos muestran una larga práctica donde aparecen nombres y definiciones diferentes, tales como: residencias sociales, animación de grupos, organización y desarrollo comunitario, trabajo social en grupos, desarrollo social, acción global, desarrollo social local, etc.

En nuestro entorno más cercano dichos métodos pasan a formar parte del programa especial de servicio social de Naciones Unidas para Europa, este programa planteaba como objetivos principales: Difundir las técnicas modernas del trabajo social con vistas a la formación y al perfeccionamiento de los trabajadores sociales y orientar la política social europea hacia la solución de los problemas que afectan a los individuos, a las familias y las comunidades. En 1955 la ONU publicó un folleto sobre el progreso social por el desarrollo comunitario. Esta publicación y la realización de varios seminarios de carácter internacional pondrán al desarrollo y la organización comunitaria en el centro del debate mundial acerca de la gestión, el avance, y el progreso de los pueblos. Será en 1962 cuando se incorpore a la docencia de los trabajadores sociales la enseñanza de los tres métodos de trabajo social, es decir:

• El trabajo social de casos,

• el trabajo social de grupo y

• el trabajo social comunitario.

Así, de lo que se desprende de lo descrito hasta ahora podemos decir que tanto la acción como la formación acompañan al trabajo social comunitario, pero también el compromiso profesional explicitado a través de los distintos códigos deontológicos.

Las evidencias se encuentran al analizar los documentos profesionales, como los elaborados por la FITS, La ética del trabajo social: principios y criterios, aprobado en 1994, y el Código de ética, aprobado en 1996 por la Asociación Nacional de Trabajadores Sociales de Estados Unidos y revisado en 2008. O también la declaración de la Agenda Global del Trabajo Social y Desarrollo Social: Compromiso para la Acción, aprobada en marzo de (2012) por la FITS, la AEITS y el Consejo Internacional de Bienes Sociales (CIBS), que fija los retos más importantes a los que debe enfrentarse el trabajo social en el presente. En esta serie de documentos se establecen los códigos éticos, pero también las competencias, y es ahí donde queda reflejado el ámbito del trabajo social comunitario.

De lo expuesto podemos inferir que el trabajo social comunitario tiene una amplia tradición. Los profesionales del trabajo social llevamos décadas mirando a los pueblos y compartiendo con ellos su destino. Un ejemplo de este compromiso se refleja en el código deontológico profesional (de ámbito nacional) de 1999, donde aparece una referencia explícita al compromiso con este trabajo; así, en el capítulo II, que habla de los principios generales de la profesión, en su artículo ocho expresa:

Los trabajadores sociales tienen la responsabilidad de dedicar sus conocimientos y técnicas, de forma objetiva y disciplinada, a ayudar a los individuos, grupos y comunidades y sociedades en su desarrollo y en la resolución de los conflictos personales y/o sociales y sus consecuencias.

Más recientemente, en el código deontológico del trabajo social aprobado en 2012 vemos ampliadas las referencias al trabajo social comunitario. Será en los principios generales descritos en el capítulo dos, donde habla de la aplicación de los principios generales de la profesión; en su punto uno dice: «Respeto activo a la persona, al grupo, o a la comunidad como centro de toda intervención profesional», y en el punto diez sobre la «Justicia social con la sociedad en general y con las personas con las que se trabaja, dedicando su ejercicio profesional a ayudar a los individuos, grupos y comunidades en su desarrollo y a facilitar la resolución de conflictos personales y/o sociales y sus consecuencias». Continuamos señalando aspectos significativos del trabajo social comunitario.

Otra aproximación a la conceptualización es la que nos aportan desde el colegio de Diplomados en Trabajo Social y Asistentes Sociales de Barcelona, donde ven que el «Trabajo social de comunidad consiste en incidir en los procesos de cohesión de la comunidad para que pueda hacer frente a los problemas y participar en la organización y gestión de los servicios» (Sitjà, 1988: 49). Esta definición tiene como elemento identificativo esencialmente la cuestión de la cohesión para hacer frente a los problemas y para la organización de servicios. Básicamente es una definición donde la comunidad es vista como un objeto. Veamos otras que nos aporten miradas más amplias.


Figura 3. Objetivos de trabajo social comunitario según autores

Fuente: elaboración propia adaptado de Twelvetrees (1988), De Robertis y Pascal (1994), Carballeda (2002) y Alonso (2004).

Esta clasificación que hemos seleccionado es de autores de referencia en el trabajo comunitario y de distintas épocas, lo hemos hecho con la pretensión de cotejar los objetivos que marcan estos autores para el trabajo social comunitario y desde aquí poder visualizar mejor si existen nexos con la narrativa. Comenzaremos con el papel que se le supone al trabajador social. Si nos acercamos de forma breve a los distintos roles que el trabajador social comunitario puede desempeñar, vemos que según corrientes y autores van desde el que los posiciona como «agentes de cambio», el que los ve como una «relación técnico-político», quien los ve con «roles de acción», como roles profesionales, con funciones de guía, capacitador experto y terapeuta social.

En las dos últimas décadas estamos asistiendo a unas nuevas miradas de ver y entender el trabajo social comunitario, como es la propuesta de conceptualización de Barbero (2003: 427), que señala la dimensión del trabajador social de «pretender orientar el abordaje de situaciones colectivas, mediante la organización y la acción asociativa. Se trata de un abordaje que se enfrenta a la tarea de construir (crear) y mantener (sostener) un grupo en torno a la elaboración y la aplicación de proyectos de desarrollo social». O la más reciente proposición de comprender el trabajo social comunitario que desarrollan J. V. Peréz-Cosín y A. J. Méndez López (2017: 56), quienes plantean el autodesarrollo comunitario en los procesos de transformación comunitaria, entendiendo:

el acercamiento a la comunidad desde un posicionamiento multidimensional y sistémico, contextualizándola y atendiendo a su vez dimensiones que mediatizan los problemas a investigar, a la luz de un marco interdisciplinario comprometido con la acción y con el cambio dignificado, donde se permita la libre expresión de las construcciones colectivas de los sujetos investigados.

Podemos continuar profundizando en las distintas tipologías y modelos del trabajo social comunitario, pero pensamos que los mostrados son suficientes para ejemplificar nuestro compromiso como profesión con el trabajo comunitario e identificar sus objetivos. Desde nuestro punto de vista, algunos de ellos nos resultan difíciles de ejecutar por falta de instrumentos operativos para el trabajo con las personas en la comunidad; creemos que la PN nos los puede facilitar.

Este breve repaso por algunas conceptualizaciones ha puesto de manifiesto que en el trabajo social comunitario existe una preocupación por la situación de las personas, sus emociones, sus angustias, sus afectos, etc., no solo por el crecimiento de la comunidad y su desarrollo. El trabajo social comunitario viene recogiendo dicha preocupación y así se refleja, por ejemplo, en el objetivo de De Robertis y Pascal (1994), que enuncian como la reconstrucción de la identidad, reconociendo diferencias y especificidades, o cuando Twelvetrees (1992) lo expresa como la forma de: «Ayudar a las personas para que trabajen colaborando en adquirir la confianza y las habilidades necesarias para afrontar los problemas». A través de los distintos códigos deontológicos del trabajo social, recordemos aquí lo que se pone de manifiesto en el de 2012, donde aparece con claridad la preocupación por la persona en la comunidad, las alarmas de carácter individual y cómo se pueden abordar colectivamente. Creemos que la PN da una buena respuesta a todas estas cuestiones.

Sobre todo, hay varios elementos totalmente singulares del trabajo narrativo con colectivos que nos sedujeron para apostar por dicho método de práctica de intervención, en ellos se aprecia estas herramientas y especialmente una metodología que nos facilite el pleno cumplimiento de los objetivos del trabajo social comunitario. Pasamos a describir este enfoque y luego concretaremos dichos aspectos.

Para describir este enfoque del trabajo narrativo necesitamos conocer los conceptos fundamentales. El primero de ellos viene de la mano del profesor K. Tomm (1994), de la Universidad de Calgary. Al hacer referencia a los territorios nuevos que aporta la narrativa nos habla de dos: a) «la externalización del problema» y b) cómo se puede usar la palabra escrita en la intervención. En el primer territorio, la exploración profunda de esta cuestión llevará a White y Epston (1993) a plantearse elementos de la identidad de las personas que llegan a consulta. Relativo a esta cuestión, dice Martin Payne que

la terapia narrativa asume que los factores sociales, políticos y culturales afectan a la vida de las personas y, sobre todo, que las relaciones de poder son endémicas en las sociedades occidentales [...] Por consiguiente, examinar las paradojas del poder social puede ayudar a las personas a liberarse de la culpa y la autocensura (Payne, 2012: 28).

Y en esa liberación conformar una identidad diferente.

La identidad narrativa, desde la perspectiva construccionista social, se construye dentro de la vida social, de manera que no es posesión del individuo sino de las relaciones, producto de intercambios sociales. Según Gergen (2007: 175), la identidad narrativa no es un evento repentino y misterioso, sino el resultado sensato de una historia de vida sobre la que, sin embargo, se pueden hacer múltiples construcciones a lo largo de la vida, porque «cuanto más capaces seamos de construir y reconstruir nuestra autonarración, seremos más ampliamente capaces de sostener relaciones efectivas».

Se considera la identidad una manifestación relacional: identidad y alteridad tienen una parte común y están en relación dialéctica. La identidad, entonces, es el resultado de interacciones negociadas en las cuales se pone en juego el reconocimiento (Taylor, 1996). Comprendida de esta forma, la identidad supone tres niveles de análisis: el reconocimiento de sí mismo, el reconocimiento hacia otros y el reconocimiento de otros hacia nosotros.

La PN plantea que las personas conviven con «definiciones problemáticas de sí mismos» y, a través de ella, se buscará deconstruir11 dichos discursos (White y Epston, 1993). Es decir, facilitar que los participantes relaten historias de sí mismos con discursos preferidos de descripciones de historias positivas en las cuales son competentes, actúan con confianza, reconocen sus talentos y habilidades, hacen uso de su capacidad, etc.

La práctica narrativa colectiva (PNC)12 se sustenta en la teoría y práctica de la PN, y se utiliza como un medio o herramienta para describir y analizar la identidad narrativa de los participantes. Una metodología de apoyo psicosocial para trabajo con grupos vulnerables, basada en las fortalezas personales, que ha sido utilizada en diversos contextos y situaciones. Consiste, básicamente, en el uso de metáforas dirigidas a trabajar aspectos de la vida de las personas. El uso de metáforas y de preguntas cuidadosamente formuladas invita a los participantes a contar historias acerca de sus vidas, de maneras que los hacen más fuertes y con más esperanza acerca del futuro. Esta herramienta ha reportado un efecto positivo significativo en las vidas de las comunidades donde se desarrollaron.

Queremos señalar que, mientras que las prácticas narrativas se generaron inicialmente dentro de sociedades industriales urbanas como respuesta alternativa a la sociedad moderna, las prácticas narrativas colectivas han surgido en el diálogo y en la colaboración con las comunidades y los profesionales externos provenientes de las sociedades industriales.

La realidad es que los profesionales narrativos que trabajan con colectivos guardan un respeto exquisito al acercarse y al trabajar con dichas comunidades, no irrumpen en ellas, intentan ser invitados, etc. Con respecto a estas ideas, los autores Chimpén y Dumitrascu (2013) argumentan que se fundamentan en el respeto a la idiosincrasia y a las creencias de cada comunidad y fomentan el rescate de sus habilidades y conocimientos específicos para enfrentarse a las dificultades sin juzgar por raza, creencias, formas de vida, etc., y sin imposiciones de ningún tipo.

La consideración para con las personas se administra con especial cuidado, el trabajo desde el que compartir saberes es consustancial a la PNC, basada en los principios y en los fundamentos de la PN. El hecho de acercarse a las comunidades se plantea con un cuidado exquisito, no se hace de forma abrupta; la idea es que sea la propia comunidad quien plantee una invitación a los profesionales con los que quiere trabajar.

Uno de los máximos representantes de la PNC es David Denborough, profesional del Dulwich Center Adelaida (Australia), que nos propone algunas ideas que han dado sentido a estas prácticas, y también marca los principios de estas, basados en las ideas de los fundadores de la PN White y Epston. Lo hemos representado en la siguiente ilustración:


Figura 4. Ideas y Principios que dan sentido a las PNC

Fuente: elaboración propia, adaptado de David Denborough (2008).

De hecho, la práctica narrativa colectiva ha tomado forma a través de la pregunta: «¿Cómo podemos responder a historias de sufrimiento social en maneras en las cuales no solo se alivie el sufrimiento individual, sino que también mantengan y sostengan acción social local para responder a injusticias más amplias, violencia y abusos en nuestros múltiples contextos?» (Denborough, 2008: 11). Todo esto nos lleva a modos específicos narrativos de trabajar con comunidades, que implica capacitar a las personas para hablar a través de nosotros y no solo a nosotros. Es necesario deconstruir el lenguaje de poder de la ciencia para desarrollar habilidades de doble escucha que harán posible el desarrollo de testimonios de doble historia. Estos serían testimonios que incluyen tanto la historia de los efectos del trauma como la historia de resistencia, reclamo, curación y honra.

El término doble escucha se refiere al proceso en que el profesional logra poner atención en lo implícito del relato de la persona. Esto se realiza a través de White, basándose en lo que J. Derrida denominó «lo ausente pero implícito», que contempla que toda descripción está provista de valores, ideas y creencias, que es necesario recobrar cuando lo explícito en el contenido es el relato saturado del problema, sufrimiento y dolor (White, 2002). Podemos visualizar en la siguiente figura esta idea de trabajo de los profesionales, el cual consistirá en acostumbrar nuestros oídos a no oír constantemente el relato de déficit de los usuarios, sino aprender a escuchar la otra historia, la de resistencia, para así poder generar relatos de esperanza evitando la repetición del trauma, lo que White denomina la retraumatización.


Figura 5. Relatos de doble historia

Fuente: elaboración propia, adaptado de M. White (2003). D. Denborough, Universidad de Valencia, 2013.

Los autores Chimpén, Dumitrascu y Montesano afirman que

además de la doble escucha, las PNC se interesan en fomentar la contribución de la persona a la comunidad. [...] siendo fundamental focalizar la atención de los patrones del lenguaje, las interacciones y las intenciones colectivas, así como las individuales, con la idea de entretejer la historia de la persona con la de su comunidad (2014: 46).

Al inicio de este primer capítulo, al referirnos a los espacios que compartimos la narrativa y el trabajo social en la práctica comunitaria, señalamos que la educación popular era un rasgo identitario de ambas disciplinas. Los postulados de Freire llegaron al trabajo social desde el movimiento de reconceptualización en la década de los setenta, donde hace su aparición el enfoque crítico del trabajo social.

Con la pedagogía del oprimido abordada por Freire, el enfoque crítico encuentra concepciones que recobran el sentido del ser humano en el rol del Trabajador Social, se centra ya no en la adaptación del individuo al sistema estructurante, sino al cambio de las relaciones para lograr la igualdad y la libertad del individuo. [...] Los retos para el Trabajador Social se extienden a nivel reflexivo, y aquella función instrumental propuesta desde el modelo tradicional pierde vigencia, ya que su función no se puede realizar a través de estándares pensados desde lugares externos a la práctica (Carmen y Guevara, 2015: 314-315).

Por su parte, la narrativa ve en Freire una explicación plausible a su concepción del trabajo con las comunidades. Así, la PN comparte con la pedagógica de Freire las ideas del constructivismo social. Desde la narrativa se señalará que el consultante aprende a comprender el mundo en su interacción con él, siendo su aprendizaje más duradero, ya que propicia la reflexión y la crítica y se ubica en una horizontalidad de las relaciones humanas que implica el diálogo. Se pretende una suerte de reencuentro de los seres humanos con su dignidad de creadores, recuperando sus relatos como participantes activos en la cultura que los conforma.

Visto lo expuesto, ¿debemos concluir que estamos hablando de que la PNC y el trabajo social comunitario son lo mismo? La respuesta es no, pero sí que tenemos un parentesco evidente y este puede llevarnos definitivamente a un maridaje en el cual el trabajo social pueda posicionar su práctica definitivamente en una práctica posmoderna, incorporando una nueva visión de esa reflexión que ya planteábamos en los años de la reconceptualización, pero sumándole aspectos como la emocionalidad y las múltiples voces, como deconstruir prácticas de poder y de saber, como recuperar las historias no dominantes de las personas, etc. Todas esas nuevas maneras de ver y entender la relación con los consultantes.

Para concluir este apartado quisiéramos remarcar algunos de los aspectos que identifican la práctica narrativa con colectivos y comunidades, mostrando esquemáticamente los aspectos o principios básicos del trabajo de las prácticas narrativas con colectivos y comunidades, estos son:


Figura 6. Aspectos relevantes de la PNC

Fuente: elaboración propia, adaptado de D. Denborough (Universitat de València, 2013).

Como se aprecia, están interesados en lo que les pasa a las poblaciones, con una construcción de un andamiaje de la práctica desde un lenguaje horizontal, procurando ser respetuosos con esas comunidades, respetando su identidad y contribuyendo a la elaboración de historias alternativas más fructíferas para su desarrollo. Este espacio, como hemos ido identificando, es compartido por el trabajo social comunitario. Aventuramos que esta confluencia, al igual que las anteriores, genera un debate y ayuda en la formación de un nuevo modelo de trabajo social.

También abriéndonos a nuevas formas, como la propuesta para los registros que hace la narrativa, con esa idea suya de contradocumentos, siendo capaces de agregar esos saberes que nos enriquecen como profesión y como disciplina. Hablemos, pues, de esos nuevos registros que propone la narrativa, de cómo su empleo contribuye al desarrollo de la «agencia personal», objetivo de la PN, y de su incidencia en el trabajo con las familias, así como con el ejercicio de la PN con colectivos y comunidades, generando un rico caudal de instrumentos de apoyo a estas prácticas colectivas y cómo este caudal de materiales también puede pasar a formar parte de los objetivos del trabajo social comunitario.

En la literatura sobre prácticas narrativas, los documentos han sido utilizados con el objeto de «reclutar» una audiencia participante para hacer circular las historias preferidas y los conocimientos alternativos. Este proceso constituye lo que Foucault (1980) denominó «insurrección de los conocimientos subyugados». Entre las ideas para reclutar audiencias y poner en circulación las historias preferidas se encuentran cartas, certificados, diplomas, declaraciones y manifiestos, que constituyen un cuerpo de literatura viva y creativa en constante crecimiento.

Todos ellos se usan para generar una rica descripción de la historia alternativa de la vida de la persona, de la familia y/o de la comunidad. Estas prácticas narrativas en ambientes comunitarios buscan dar respuesta a los efectos adversos de las personas que han vivido y sobrevivido a experiencias de trauma (Denborough, 2006; 2008). White y Epston (1993: 50-51) se apoyan en las ideas de Stubbs, (1980) acerca de la tradición escrita y el tiempo sobre el «concepto de que el tiempo es lineal y por tanto requiere la capacidad de registrar secuencias de hechos», siendo la escritura el instrumento ideal para proporcionar tal registro.

Introducen en la intervención el lenguaje escrito, haciendo suyas la visión de Chafe (1985) de

Trabajo social para tiempos convulsos

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