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Introducción

Cómo ubicarse en tiempos convulsos

Este libro expresa un proceso vivido, a modo de transición por parte de algunas trabajadoras sociales, en la última década en nuestro país. Hemos emprendido un camino de tránsito desde posiciones modernas y postulados positivistas a posturas posmodernas, posestructuralistas con propuestas de prácticas constructivistas y construccionistas. Este giro metodológico no es producto de la casualidad, sino la consecuencia de varios procesos que incitaron necesariamente un cambio.

Si reparamos en la transición epistemológica basta con analizar los últimos veinte años de la práctica de las trabajadoras sociales para, tal vez, hallar respuestas a esta metamorfosis que se está produciendo en el trabajo social. La función principal de nuestra profesión hay que encontrarla en los servicios sociales de Acción Social, con un alto nivel de responsabilidad en la gestión de las organizaciones sociales. Sin ser exhaustivos reparemos en ese periodo de la vida de los servicios sociales, de los profesionales que en ellos habitan y de sus consultantes. Veamos qué ha ocurrido para que se suscite dicha transformación.

De qué acontecimientos hablamos: económicos, sociales, jurídicos, laborales, etc. Comenzamos nuestro relato por lo que ocurría a finales de 2008 en nuestro país. Nos acostamos una noche creyendo que éramos ricos y nos despertamos sabiendo que éramos pobres. De repente nos vimos inmersos en una crisis larvada durante año y nos pilló a todos a contrapié. Ante la magnitud de esta crisis la Unión Europea tomó el rumbo de afrontarla desde una propuesta económica neoliberal, teniendo como base los recortes de los estados del bienestar, reduciendo drásticamente los déficits financieros y en consecuencia el dinero que permitía a los gobiernos mantener parte de los gastos sociales en sus países.

Mientras esto perjudicaba gravemente a los ciudadanos, se promovió por otro lado el rescate a las entidades financieras que habían sido bastante responsables de dicha crisis con sus planes de expansión de la economía, desde la irresponsabilidad de la barra libre. Esta situación llevó a los ciudadanos de los distintos países a la pérdida de trabajo, el déficit de la sanidad, de la educación, de los servicios sociales, el abandono de la vivienda, la precariedad laboral, la vuelta de los mayores a casa, el retraso de escolarización de los niños, etc. Cada día nos levantamos con algo nuevo, con alguna pérdida más de derechos, lo que derivó en una crisis social de magnitudes todavía hoy no suficientemente evaluadas.

Esta crisis social sorprendió a muchas trabajadoras sociales, se sintieron totalmente desubicadas, no solo por la novedad de la situación y su gravedad sino también porque esto se unía a la situación que hacía ya algunos años se venía denunciando acerca del malestar existente en los servicios sociales.

Por una parte, los clientes mostraban una desafección creciente hacia las instituciones que les prestaban ayuda, unida a una notable asimilación ligada también a la ausencia de mejoría en sus vidas. Todo los conducía a una animadversión creciente de los consultantes respecto de las organizaciones y de quien las representaban.

Por otra parte, existía el malestar de los profesionales de los servicios sociales, que se preguntaban qué ocurría en el periodo anterior a la crisis. Pues también les invadía hacía tiempo la ansiedad, el síndrome de Burnout y otros muchos daños emocionales, ya que de verse reconocidos como agentes de cambio en otros tiempos ahora se encontraban desprestigiados, no valorados por los usuarios y totalmente maniatados, envueltos en una trama de formularios, solicitudes, protocolos, estadísticas, atenciones marcadas y dirigidas por las instituciones, tanto en tiempos de dedicación como en los contenidos del trabajo que debían realizar.

¿Cuál era el escenario profesional que se advertía ante la maraña de la burocracia? Lo que Foucault (2000) llama espacios de control, un cierto grado de acomodación por parte de las trabajadoras sociales y un pasotismo de los usuarios. La resultante era ver como progresivamente se iban instalando, a ambos lados de la acción social, el desasosiego, la ansiedad, la agitación, etc. Por supuesto, no todos los profesionales, ni tampoco todos los usuarios, pero en general sí se percibía un aire enrarecido que estaba impregnando las instituciones del estado de bienestar y que tenía una deriva muy importante para la práctica profesional de los trabajadores sociales que les llevaba hacia un progresivo debilitamiento como técnicos de la acción social.

Los efectos de todo esto es que nos encontramos con un panorama desolador, pero lo importante es responder las siguientes cuestiones: ¿cómo afrontar estos nuevos escenarios de pobreza?, ¿cómo se planteó su gestión la población, y los profesionales de la acción social?, ¿qué hacer en estos nuevos tiempos VICA?,1 ¿cómo volver a tiempos RUPT,2 si es que hay que volver?

Descubrimos con admiración la adquisición de la mayoría de edad de nuestros clientes/usuarios,3 que ya no requieren de alguien que los tutele sino que saben conquistar su espacio. Los consultantes de los servicios sociales comenzaron a movilizarse en todo el Estado, por todos los rincones del país hay asambleas con propuestas de cómo, si no atajar la crisis –ya que excede sus posibilidades–, mejorar sus vidas. Son tiempos volátiles pero se asumen con fuerza: aparecen las mareas blancas, los jubilados pidiendo una mejor vida, las mujeres reclamando su sitio, etc. Dejan de ser pasivos y comienzan a desarrollar lo que los profesionales narrativos indican como de la agencia personal, el fortalecimiento de su nuevo relato, dejan de ser perdedores para ser actores de un relato de resistencia de afrontamiento de su realidad desde la esperanza, más orientado a la acción que a la descripción que hacen otros de sus vidas.

En este proceso, ¿dónde se sitúan las profesionales del trabajo social? Al acercarnos a las trabajadoras sociales observamos que, por un lado, hay un colectivo de profesionales que se han adaptado a esta situación, de alejamiento de los usuarios, pero hay otras muchas que son muy críticas y rechazan el inmovilismo buscando alternativas que las sitúen nuevamente cerca de las personas, próximas a su sufrimiento, deseando colaborar con ellos, y saben que para este tiempo nuevo necesitan otros marcos de referencia. Es ahí donde nuestro relato comienza, donde veremos cómo comienza a surgir el debate, cómo aparecen vías nuevas de intervención para recuperar no solo la autoestima profesional, que también, sino sobre todo nuestro papel como dinamizadores de cambios sociales. A partir de estos nuevos posicionamientos veremos cómo evoluciona un camino hacia la ruptura epistemológica, cómo se adopta un cambio de paradigma que implica volver a estar al lado de las personas, donde ellas sean el centro de nuestra práctica, donde esta se muestre en términos de oportunidades y donde nuestro rol sea el de un habilitador de sus capacidades.

Con estos presupuestos, los trabajadores sociales debemos actuar, intervenir, no quedarnos en la descripción de los acontecimientos o como meros gestores de recursos. Siguiendo a De Robertis (1988) en nuestra práctica, hablar de intervención equivale a querer actuar, intervenir en un asunto quiere decir tomar parte voluntariamente, hacer de mediador, interponer su autoridad. Lo que nos hace poner de relieve la voluntad consciente de modificar, por su acción, la situación del ciudadano.

Ahora es el momento de entender por práctica en trabajo social la visión que hizo la Federación Internacional de Trabajadores Sociales y la Asociación Internacional de Escuelas de Trabajo Social (AIETS) en el año 2014 que presentó una nueva definición del trabajo social a nivel internacional, revisando los nuevos marcos de referencia del trabajo de los profesionales, analizando los nuevos retos a los que se enfrentan y teniendo como prioritario el trabajo con las personas que llegan a consulta. Así, teniendo en cuenta estas premisas, se habla de que:4

El Trabajo Social es una profesión basada en la práctica y una disciplina académica que promueve el cambio y el desarrollo local, la cohesión social, y el fortalecimiento y la liberación de las personas. Los principios de la justicia social, los derechos humanos, la responsabilidad colectiva y el respeto a la diversidad son fundamentales para el trabajo social. Respaldada por las teorías del trabajo social, las ciencias sociales, las humanidades y los conocimientos indígenas, el trabajo social involucra a las personas y las estructuras para hacer frente a desafíos de la vida y aumentar el bienestar (FITS y AIETS, 2014: 1).

En España las trabajadoras sociales comienzan a hacer suya esta definición, que va más allá de una mera conceptualización, para pasar a ser unos principios inspiradores de nuestra práctica. Teniendo en cuenta estas conjeturas, queda claro que los trabajadores sociales apuestan por no quedarse al margen de la situación de sus clientes, que, para intervenir y promover el cambio y el desarrollo local, la cohesión social, etc. debemos utilizar procedimientos estructurados –métodos– que permitan conseguir nuestros objetivos. Cuando los tiempos cambian se hace necesario ajustarse a la realidad social que es variada, compleja y difícil de comprender.

En ese proceso de cuestionamiento comenzaron a abrirse paso algunas preguntas, como dónde buscar alternativas: ¿hay alternativas? Y si las hay ¿son viables en nuestro contexto político-social? Aquí situamos el inicio del debate profesional, por nuestra parte hemos recogido a través de un estudio distintos momentos del proceso de reflexión de los diferentes agentes sociales implicados en la acción social, haciendo especial hincapié en los trabajadores sociales, como principales actores del desarrollo del estado del bienestar en nuestro país y objeto principal de nuestra deliberación en el texto.

Analizamos algunos aspectos de la acción profesional y cómo las prácticas alternativas se hacen viables desde los nuevos postulados. Examinamos de qué manera los trabajadores sociales están orientando su trabajo.

Ofrecemos el análisis construccionista y posestructuralista de la viabilidad de esas prácticas en contextos públicos, base fundamental del desarrollo de nuestro estado del bienestar. En concreto, el estudio se centra en las prácticas narrativas, por ser un enfoque de prácticas posmodernas, en el paradigma de la complejidad, que ofrece al trabajo social una base sólida para construir un nuevo modelo de intervención social, siendo esta una alternativa metodológica muy valorada por los profesionales. Desde este paradigma se plantean distintas opciones, prestando especial atención a la analogía del texto y al pensamiento de Foucault sobre el ejercicio del poder (1988), cuestión esta que representa la base principal del inicio de la reflexión por parte de los profesionales de la acción social. Por lo tanto, esta vía parece dar muchas claves a los interrogantes que se vienen produciendo en el contexto profesional.

De este cambio de pensamiento se destaca una postura que parte de la atribución del profesional como un observador objetivo de sus clientes, que posee un conocimiento técnico sobre la naturaleza humana o sobre las dificultades del usuario. De este modo se marca una jerarquía, pues el profesional «sabe más» que el cliente, lo que genera todo un contexto del déficit, en el que las intervenciones modernas parten generalmente de un diagnóstico que determina la intervención que se ha de seguir y sus objetivos. El profesional, desde este punto de vista, es el único que sabe qué pasos seguir y diseña las intervenciones o estrategias para lograr las metas, por lo general propuestas por él. Por supuesto, es el profesional quien decide cuándo terminar la intervención, salvo cuando las personas dejan de acudir a las citas. Aquí, en el paradigma de la racionalidad moderna, la intervención que en general se tiene es una visión basada en una cadena de ciertos supuestos o conceptos fundamentales, es decir, en la existencia de una realidad separada del observador, susceptible de ser conocida de manera objetiva.

Ahora, tal y como veremos, estos profesionales se dirigen hacia una visión posmoderna que implica una corriente crítica en la academia, que cuestione la naturaleza del conocimiento, y hacia un movimiento filosófico que postule que el conocimiento está construido socialmente a través del lenguaje. No podemos tener representación directa del mundo, solo podemos conocerlo a través de nuestra experiencia de él, y será en ella en la que fijemos nosotros y nuestros consultantes la atención. H. Anderson (2006; 1999) habla del significado que damos a los eventos y vivencias, no al conocimiento científico. El profesional se aleja de las distinciones jerárquicas y desarrolla una práctica más igualitaria, en la que el lenguaje ocupará un lugar central, pues en la crítica posmoderna este más que representar la realidad la constituye.

Es decir, las palabras que utilizamos no solo «reflejan» o expresan lo que pensamos o sentimos, sino que le dan forma en gran medida a nuestras ideas y al significado de nuestras experiencias (Anderson, 1999). La autora cree en la capacidad de la conversación profesional para liberar historias no tomadas en cuenta, en las que se trabaje para suprimir la exigencia del diagnóstico del déficit, y desarrollar y sostener construcciones alternativas en la «práctica»; en las que la transparencia sea la base de la intervención, y en las que se admitan las propias limitaciones y se den prácticas de reciprocidad, entendiendo que la intervención es un proceso bidireccional porque ayuda a mejorar el trabajo y la vida personal.

El debate, la discusión, al igual que otros muchos procesos de estudio, de deliberación de alternativas, se inició disperso y amplio, pero fue dirigiéndose hacia unas prácticas más horizontales entre profesionales y consultantes, tal y como vinimos observando. De entre las distintas vías, el análisis se orientó hacia unas prácticas de mérito literario, como les gusta llamar a sus creadores, White y Epston. Es decir, el camino de transición conduce hacia postulados de intervención posmodernos y posestructuralistas, lo que implica el enfoque de prácticas narrativas, unas «prácticas» donde

el método de trabajo social parte de la herencia secular (los relatos), para que los individuos encuentren alternativas mejores para sus vidas. Por medio de «reescribir» la vida de manera más funcional, a partir de entender la analogía de la práctica como un proceso de «contar» y/o «volver a contar» las vidas y las experiencias de las personas que se presentan con problemas, al evidenciar eventos significados seleccionados contribuyen de forma muy concreta a la co-creación de narraciones nuevas y liberadoras (White y Epston, 1993: 12).

Ni la visión posmoderna ni la posestructuralista se han prodigado mucho en el estudio de la práctica social en nuestro país, y tal vez es ahora más que nunca necesario aportar una visión despatologizante de los demandantes de los servicios sociales que facilite una práctica social en la que se reconozcan sus capacidades, sus habilidades, y en la que se les devuelva a las personas la confianza perdida en ellos mismos. Es el momento en el que los profesionales deben gestionar un perfil en el que se desarrollen «prácticas de descentramiento»,5 donde se lleven a cabo conversaciones que destaquen y afiancen la relación profesional que la «persona» tiene y ha tenido en su vida.

La configuración de una nueva metodología es compleja por todo lo que implica, tanto en la construcción y sistematización del método como en la adaptación de los consultantes, los profesionales y las organizaciones. Afortunadamente, el trabajo social tiene una tradición en sus modelos de intervención basados en disciplinas con abordajes de carácter clínico y el traslado de sus modelos del ámbito privado (como suelen ser los terapéuticos) al ámbito público y a la acción social. Si a esto unimos que la práctica narrativa tiene fundamentos y técnicas muy cercanas al trabajo social, como la visión de la intervención como una conversación entre consultante y consultado (más otros elementos que más adelante veremos que nos ayudan a identificarnos más con este enfoque), consideramos, al igual que un gran número de profesionales, que la narrativa puede ser un buen instrumento de acercar la posmodernidad al trabajo social.

Hasta ahora este camino en nuestro contexto lo habían iniciado algunos académicos y algunas profesionales, pero en el último lustro se han sumado muchos más, tanto en el ámbito universitario como en la práctica social; la transición ya no es una quimera de unas pocas, comienza a ser ya una amplia realidad que implica a consultantes que ven otras prácticas, a profesionales que generan otras intervenciones y a docentes que exponen otros postulados a sus discentes. Es tiempo del salto más general a otra epistemología que cambie la manera de entender el problema, que cree en las personas una identidad distinta que las convierta en su «agencia personal», que los profesionales y las instituciones dejen a un lado las «verdades normalizadoras», como decía M. Foucault (2000), para buscar la insurrección de los conocimientos subyugados.

Es decir, nos dirigimos a alejarnos de la racionalidad y abrazar la incertidumbre, se cree que la teoría no debe generar una práctica autoritaria ni concluyente, que las respuestas, si se hallan, será en perspectivas múltiples, como los descritos con las experiencias y las demandas que surgen en la práctica cotidiana, y para conseguirlo es preciso que se realice un trabajo constante de reflexión, lo que se ha dado en denominar una práctica reflexiva (Glazer, 1974).

Los interrogantes acerca de cómo vienen desarrollando su labor los profesionales que trabajan en la acción social y sobre todo a nivel clínico comenzó a nivel mundial hace ya algunas décadas. Son múltiples las voces que iniciaron un proceso de cuestionamiento de este tipo de prácticas y comienzan a alzarse orientaciones o formas nuevas de relacionarse con los consultantes. La mayoría de ellas surgen del mundo de la relación terapéutica, como la del noruego Tom Andersen, que en su obra de 1991 The Reflecting Team. Dialogues and Dialogues about Dialogues nos muestra una forma original de trabajar con las familias, donde cuestiona la relación entre consultante y profesional, cambiando la posición de los equipos terapéuticos. También surgen controversias sobre las cuestiones de género en la intervención social, tal y como proponen las trabajadoras sociales australianas y recogen K. Healy o C. Weedon, desde Gran Bretaña, y que constataremos que hoy es unos de los ejes principales de análisis de cualquier práctica social. Con otros argumentos, pero igualmente generando discusión, encontramos a H. Anderson y H. Goolishisan, quienes enfatizan la naturaleza relacional del conocimiento y la naturaleza generadora del lenguaje. O como M. White y D. Epston, quienes analizan las relaciones de poder y cómo la identidad no es algo fijo, sino que está en constante creación y revisión dentro de una red de relaciones y conversaciones con otras personas.

En nuestro contexto, las trabajadoras sociales inician este proceso años después que en otros espacios geográficos y lingüísticos. Seguramente porque en nuestro país el desarrollo del estado del bienestar es más tardío y, como consecuencia, la saturación del funcionamiento del sistema se generará después. Sin duda, las preguntas que se hacen los profesionales del trabajo social en España son parecidas a las que estos otros profesionales tuvieron en su día.

Recoger el desasosiego podía ser sencillo, pero desde el principio nos planteamos que no solo se trataba de describir la situación, sino que dado el grado de descontento existente teníamos que ir más allá y orientar posibles alternativas, desde las que iniciar la coconstrucción de un espacio generador de alternativas y donde se puedan recoger las distintas inquietudes y sensibilidades y darles forma.

A partir de estas ideas, dos cuestiones: la posible alternativa tenía que venir de postulados posmodernos y posestructuralistas que orientaran una práctica más igualitaria y de respeto, y para nosotros esta se situaba en las prácticas narrativas; y debía darse un compromiso formativo con las profesionales que implicaba un proceso de discusión sobre el análisis de la formación que permita una valoración que nos ayude a encontrar vías de solución.

Tenemos así una primera aproximación a ese tipo de prácticas que se proponen como modelo vehicular sobre el cual construir un nuevo enfoque de un trabajo social posmoderno. Para ese recorrido seguiremos otro proceso de reflexión, rastreando los pasos iniciados en su día por los padres de las prácticas narrativas, Michael White y David Epston, que llevaban ya algunos años trabajando como terapeutas e investigando sobre las familias cuando, después de varios artículos y otra serie de trabajos conjuntos, se decidieron a publicar Medios narrativos para fines terapéuticos (1993). Esta obra es la concreción de varios años ejerciendo e indagando en nuevas vías de abordaje de los conflictos en los individuos y las familias. White y Epston consideran que este tipo de terapias son «contraprácticas», en contraposición a las prácticas culturales que convierten en objetos a las personas y sus cuerpos. Estas «contraprácticas abren espacios en los que las personas pueden reescribirse o reconstituirse a sí mismas, a los demás y a sus relaciones, según guiones y conocimientos alternativos» (White y Epston, 1993: 78-86).

Destacamos con especial atención la analogía del texto y el pensamiento de Foucault. La descripción saturada por el problema que las personas realicen sobre sus vidas será el inicio para buscar relatos alternativos, para huir del relato dominante de la vida familiar. Por medio de una técnica novedosa como la «externalización», que según sus autores es «un abordaje terapéutico que insta a las personas a cosificar y, a veces, a personificar, los problemas que oprimen. En este proceso, el problema se convierte en una entidad separada, externa por tanto a las personas o a la relación a la que se atribuía» (White y Epston, 1993: 53).

Estas son parte de las bases con las que White y Epston configuraron su modelo terapéutico. Nosotros hablamos de práctica narrativa, tal y como sus creadores rebautizaron su enfoque, pero antes de adentrarnos de lleno en este modelo nos gustaría hacer algunas precisiones terminológicas, como qué se entiende por narrativa y qué entienden White y Epston por práctica. Comenzaremos por la conceptualización de narrativa:

La narrativa es un esquema a través del cual los seres humanos brindan sentido a su experiencia de temporalidad y a su actividad personal. El significado narrativo añade a la vida una noción de finalidad y convierte las acciones cotidianas en episodios discretos. Es el marco sobre el que se comprenden los eventos pasados y se proyectan los futuros. Es el principal esquema por medio del cual la vida del ser humano cobra sentido (Polkinghorne, 1988: 11).

El concepto de «práctica» es más complejo, pues no queda claro el momento en el que se decidió comenzar a hablar de prácticas. Y si bien hay autores que continúan hablando de terapia narrativa, White y Epston optaron en su texto por este término, se interrogan sobre su utilización y se pronuncian al respecto con las siguientes expresiones:

Creemos que «terapia» es un término inadecuado para describir el trabajo que aquí se examina. El Penguin Macquarie Dictionary describe la terapia como «tratamiento de enfermedad, desorden, defecto, etc., por medio de medicinas o procesos curativos». En nuestro trabajo, no entendemos los problemas en términos de enfermedad, y no creemos hacer nada que pueda relacionarse con una curación (White y Epston, 1993: 30-31).

El vocablo prácticas lo emplean los profesionales narrativos siempre que hablan de trabajo con colectivos, con comunidades, pero también encontramos otros profesionales que hablan de conversaciones terapéuticas. Es decir, no hay un acuerdo sobre el término que se debe emplear cuando hablamos de trabajo narrativo. Por nuestra parte, nos identificamos con el concepto de práctica narrativa, siguiendo la propuesta de la FITS, pues consideramos que de este modo no imponemos un elemento de poder, cuestión esta capital para los creadores de las prácticas narrativas, al margen de que también lo consideramos más adecuado y cercano al trabajo social.

Si le ponemos fecha a la narrativa, diremos que el desarrollo de las teorías y técnicas basadas en ella se producen a partir de la década de 1980 con los trabajos de White y Epston. Estos autores plantearon un sistema de trabajo que, partiendo de esta herencia secular (los relatos), hiciera que los individuos encontraran alternativas mejores para sus vidas. Según K. Tomm, proponen

«reescribir» la vida de manera más funcional, plantean la analogía de la terapia como un proceso de «contar» y/o «volver a contar» las vidas y las experiencias de las personas que se presentan con problemas, al documentar eventos y significados seleccionados contribuyen de forma muy concreta a la co-creación de narraciones nuevas y liberadoras (White y Epston, 1993: 12).

Es a partir de estos presupuestos del mundo narrativo, de la posmodernidad, del posestructuralismo y de otros que iremos viendo cuando damos por iniciado el proceso sobre el que profesionales y docentes plantearon construir la alternativa de práctica en trabajo social.

Con las profesionales de la acción social empezamos un proceso de acompañamiento desde un trabajo social moderno hacia otra orientación de corte posmoderno y posestructuralista. Convenimos que un buen proceso de reflexión pasaba sin lugar a dudas por un mirar hacia el interior, es decir, buscar en nuestras raíces como profesión aquellos elementos sobre los que asentar un nuevo sistema de trabajo. Para proseguir con una buena formación sobre el enfoque narrativo, asentada en una buena revisión y análisis documental acerca de los distintos saberes sobre los que se ha nutrido la práctica narrativa, era necesaria, además, una investigación detallada que nos diera las claves tanto de la situación problema como de las posibles alternativas.

Presentamos a continuación el recorrido por el que anduvimos en ese acompañamiento a profesionales y docentes, comenzando por exponer todos los aportes epistemológicos y metodológicos que contribuyeron a enriquecer la discusión entre los profesionales.

1. Tiempos identificados como de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad.

2. Ese paradigma se denomina RUPT (por las palabras en inglés rapid, unpredictable, paradoxical y tangled). En español podemos traducirlo como «rápido», «impredecible», «paradójico» y «entrelazado». Más orientado a la acción que a la descripción (Magellan Horth, 2019).

3. Utilizamos indistintamente los términos cliente, usuario, asistido, consultante, demandante o persona en función del marco de referencia en el que nos encontremos, del país en que estemos situados y del período del que hablemos. No obstante, el término utilizado preferentemente por la narrativa es el de persona, para evitar su patologización y así no reproducir el dualismo de sujeto/objeto que domina la conformación de las relaciones de nuestra cultura.

4. La Federación Internacional de Trabajo Social y la Asociación Internacional de Escuelas de Trabajo Social (AIETS) ha presentado la nueva definición de trabajo social a nivel internacional en la Conferencia Mundial sobre Trabajo Social, Educación y Desarrollo Social 2014, celebrada en Melbourne (Australia) del 9 al 12 de julio. En adelante utilizaremos su acrónimo (FITS).

5. Prácticas de descentramiento plantea la relación entre el profesional y la persona que busca ayuda. White se basa en tres tipos de práctica: remembrar, transparencia y prácticas de reciprocidad. Profundizaremos más en posteriores capítulos.

Trabajo social para tiempos convulsos

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