Читать книгу Conquistadores de lo imposible - Jose Angel Manas - Страница 11
ОглавлениеVilla de Roa, otoño de 1517
El cardenal Cisneros yacía en cama, junto al brasero, cubierto por una manta. La estancia, pese a la riqueza del palacio, era tan austera como la celda de un convento. Cuando entró el padre Las Casas, desde la penumbra, Cisneros, con voz apagada, indicó al camarero mayor que los dejase solos.
La puerta se cerró…
El cardenal hizo señas al recién llegado de que ocupase una silla junto al lecho. En ella se sentaban últimamente quienes le traían negocios de Estado.
—¿Ya estáis de vuelta, mi buen Bartolomé?
El cardenal apenas toleraba la luz. Había ordenado tener los postigos echados y Las Casas percibió con nitidez el olor de la enfermedad y la muerte.
—Ya estoy de regreso en la madre patria, eminencia, aunque más parece madrastra, por cómo nos trata a algunos. Y vos, eminencia, ¿cómo estáis?
—¿Acaso no es aparente?
Según se decía en los salones de aquel palacio, al moribundo le quedaban días de vida. Estaban cerca de Aranda de Duero, donde la corte llevaba una semana. El cardenal viajaba a Valladolid, para recibir al nuevo rey, cuando la enfermedad lo había obligado a detenerse.
Con un esfuerzo, sonrió al visitante.
—Mal… O bien, según se mire. Preparado, en todo caso, para emprender el viaje. Ya no tardaré en encontrarme con nuestro Señor allá arriba… —Su esquelético dedo señaló hacia el alto techo artesonado. La madera oscura embellecía la estancia.
—Tenemos todavía tantas cosas que tratar, eminencia…
—Tarde llegáis, fray Bartolomé. Pero contadme, ¿qué noticias traéis de las Indias? ¿Se pudo solucionar todo?
—No, eminencia.
—¿Cómo es eso? —El rostro del regente se contrajo en una mueca de dolor. Sus ojos claros se fijaron en su visitante. La voluntad le insuflaba nueva vida—. ¿No eran suficientes los documentos que envié? ¿No fueron claros e inteligibles?
—Más claro, agua.
—¿Entonces?
—Son los españoles, eminencia. Cuando recibieron vuestras órdenes, las entendieron como quisieron. Las distorsionaron como se corrompe la voz en una taberna ruidosa. Los españoles son demonios vociferantes…
—No, fray Bartolomé. Son hombres. Solo hombres —el cardenal pugnaba por interesarse por los asuntos terrenales. Su mano huesuda asomaba por encima de la manta. Hizo un gesto tembloroso antes de volver a posarse—. Pero explicadme. ¿No liberaron a los indios? ¿No entendieron que el Nuevo Mundo, por su propia juventud, puede tener aún arreglo con los remedios necesarios?
—A los indios los liberaron en un principio, eminencia. Pero enseguida los encomenderos, que son bichos que obedecen menos a la razón que al palo, se ganaron a los padres jerónimos que enviasteis a gobernar las islas.
»Ya sabéis que el mundo es un mercado donde unos compran y otros son comprados. Entre halagos y amenazas les hicieron ver que resulta imposible cambiar las cosas. ¡Como si no existiera la mudanza en el mundo! Argumentan que sin indios se vendría abajo la sociedad. Han conseguido acogerse a la cláusula mínima de los documentos, aquello que dice «si no se pudiera, entonces…».
Dos años atrás, Las Casas había convivido durante meses con Cisneros y su corte en Madrid. Allí pudo tratar la cuestión de los indios en profundidad y consiguió que se enmendasen las leyes de Burgos. Era imprescindible remediar la situación de las colonias.
—Ah, los seres humanos, qué empecinados siempre en el mal —murmuró el cardenal, entristecido—. Pasan los siglos y el corazón del hombre permanece inmutable… Nada es nuevo en este mundo, lo dice el Eclesiastés.
—Aun así, aunque no fuese más que por un solo justo, el mundo merecería ser creado. Por eso, eminencia, necesitaba veros.
—¿Para que os otorgue mayores poderes?
El cardenal respiraba con dificultad. Era como un viejo fuelle. Cada palabra le costaba.
—Es demasiado tarde, fray Bartolomé. Ya veis cómo estoy… No puedo retener mucho el aliento. El cuerpo me falla. Y el rey Carlos viene de camino… Se dice que ha desembarcado en Villaviciosa, y avanza camino de Valladolid… Pero no acaba de llegar. Yo le previne de mi estado, le urgí a apresurar el paso. Y ya veis…
—Pero eso es algo monstruoso, eminencia.
—¡Los hombres, fray Bartolomé! No les conviene llegar demasiado pronto, porque si acaso muero antes eso facilitará las cosas. El tiempo que yo pensaba pasar con el rey, orientándolo en los asuntos del reino, ejerciendo de necesario tutor, ya no es posible… Sus consejeros, como extranjeros que son, sin duda lo prefieren así… Y mal hacen, porque errar en el consejo de los príncipes es errar contra toda la especie…
—Estoy indignado.
—Yo ya no llegaré… La ingratitud florece rápido en esta corte… Y todo lo que he hecho se olvidará muy pronto…
Cisneros había luchado por que se respetasen los derechos de Carlos y no se transmitiera el poder a Fernando, su hermano menor, como pretendía el rey Católico. Encariñado con él, y en vista de que Carlos se criaba en Flandes, mientras que Fernando se educaba como infante español, el aragonés había considerado si no convendría coronar a su nieto más pequeño.
El regente de Castilla manifestó su más firme oposición: romper las reglas de la sucesión podría generar una guerra civil entre carlistas y fernandistas. No era momento de un nuevo conflicto fratricida.
—En fin, lo importante, conmigo o sin mí, es que Castilla tiene rey legítimo. Fray Bartolomé, es a él a quien debéis dirigiros. Id a Valladolid… Yo más no puedo hacer. Pero el nuevo rey es joven y de carácter noble, y seguro que el relato de todo lo sucedido en las Indias lo conmoverá… y velará por tomar los remedios necesarios.
—Así lo haré, eminencia —murmuró el padre Las Casas.
Y se inclinó para besarle la mano.