Читать книгу Conquistadores de lo imposible - Jose Angel Manas - Страница 7
ОглавлениеEL TIEMPO DE LOS PRESAGIOS
Año 1519 d. C.
Ya iba esclareciendo la noche sobre la Sacsayhuamán, elevada en lo alto del cerro al noroeste de Cuzco. La ciudad arrancaba en las faldas de aquella imponente fortaleza, orgullo de sus habitantes. De tan juntos que estaban sus gigantescos sillares, no cabía ni la punta de un cuchillo entre ellos. Las murallas se extendían en tres barreras escalonadas, dando a un altiplano, de no ser por la Sacsayhuamán, fácilmente atacable.
Cada una de esas barreras, de más de doscientas brazas de largo, tenía forma de media luna y terminaba y se juntaba con los propios muros de la ciudad. Los cierres de las cercas que daban acceso a las terrazas escalonadas eran varios enormes bloques de piedra levadizos, de forma trapezoidal, cada cual con su propio nombre: Tiu Puncu, Acahuana Puncu, Huiracocha Puncu. El cómo habían podido transportarse semejantes moles hasta allí era un misterio que se perdía en la noche de los tiempos.
En la parte superior de las terrazas se levantaban tres torreones unidos por laberínticos pasadizos subterráneos en los que hasta sus guardianes se perdían, y recurrían a un ovillo de cuerda que ataban a la puerta y desenrollaban y enrollaban para guiarse. El inca Garcilaso de la Vega, muchos años más tarde, jugaría, de niño, entre sus ruinas.
Al pie de la Sacsayhuamán, se extendía la ciudad, atravesada por dos arroyos, con edificios de piedra pulida y tejados de paja. Los barrios de Cuzco respondían a las diferentes naciones del imperio —cada vez que se conquistaban nuevas tierras se creaba para sus habitantes un barrio que ocupaba un lugar equivalente en la ciudad al que esos nuevos territorios tenían en el imperio con respecto a sus vecinos—, siempre en torno a la gran plaza, la Huacaypata, el corazón de Cuzco.
Esa plaza y otra más pequeña pegada a ella, al otro lado del arroyo, la Cusipata, empezaron a llenarse durante aquella madrugada, antes del amanecer: estaba a punto de celebrarse el Inti Raymi, la pascua del Sol, en pleno solsticio de junio. Hoy veneraban a su único dios, Inti, en reconocimiento a su condición de padre del primer Inca, Manco Cápac, y de la pimera coya, Mama Ocllo Huaco.
Era la festividad más importante del año y estaban presentes todos los personajes del imperio: jefes militares, sacerdotes, la nobleza cuzqueña y los curacas, los señores de las provincias, que viajaban a Cuzco para la solemnidad. Nadie dejaba de acudir. Y si no podía, por edad o enfermedad, enviaba a sus hijos o a algún pariente que lo representara.
Iban con sus mejores galas. Unos, con mantas largas chapadas de oro. Otros, cubiertos de pieles de animales de los que se preciaban de descender, o con máscaras pavorosas tras las cuales se escondían o hacían burla para asustar a los conocidos.
A los señores cuzqueños se les reconocía por las orejas perforadas con grandes pendientes de oro que las dilataban con su peso. Todos, orejones cuzqueños, curacas venidos de las provincias y siervos, iban tocados con bandas de colores adornadas a menudo de plumas, que identificaban a las tribus.
Por fin, a poco de amanecer, salió de su palacio Huayna Cápac. Lo acompañaban decenas de parientes. Juntos se dirigieron al ushnu, la plataforma sagrada elevada en mitad de la Huacaypata.
Al frente marchaba, precedido por las antorchas, el veterano Inca. Era la única ceremonia en la que ejercía de sumo sacerdote.
Huayna Cápac frisaba la sesentena. Grandes pendientes dorados estiraban sus orejas, y la mascapaicha, la borla imperial, símbolo de su poder, le cruzaba la frente.
Todos se habían preparado para las celebraciones con un ayuno riguroso de tres días en los que nadie tomaba sino maíz crudo y agua. Durante ese tiempo no se encendía fuego en todo Cuzco y los hombres se abstenían de yacer con sus mujeres.
Ya la noche anterior los sacerdotes habían sacrificado carneros con que alimentar a los asistentes y las vírgenes del Sol habían amasado multitud de panecillos redondos de maíz, los zancu, del tamaño de una manzana, para la familia del Inca; las demás mujeres los preparaban para los millares de personas que esperaban a que saliese el sol repartidos por las dos plazas.
Una brisa andina hacía encogerse a todo el mundo en sus mantas.
El gentío miraba en silencio hacia el oriente por donde paulatinamente aclaraba el cielo por encima del Caricancha, el templo del Sol.
El horizonte se iba volviendo rosa…
Al asomar los primeros rayos, millares de súbditos congregados en la Huacaypata y la Cusipata se acuclillaron con los brazos abiertos, las manos alzadas delante del rostro, y dieron besos al aire en señal de reverencia, al tiempo que entonaban cánticos en tono creciente.
En lo alto del ushnu, a espaldas de Huayna Cápac aguardaban los de su sangre, por orden de edad y dignidad.
El viejo Inca se puso en pie. Mientras sus súbditos permanecían en cuclillas, tomó dos grandes vasos de oro llenos del brebaje ceremonial. Como primogénito del Sol, alzó el vaso de su mano derecha en dirección a la luz y pronunció las palabras en quechua que pronto repetirían al unísono las dos plazas:
—¡Oh, gran Sol, te adoramos!
Huayna Cápac derramó el líquido en una tinaja de oro de la que salía un caño hasta el templo del Sol, el Coricancha: era la manera de convidar a Inti. Tomó un trago del otro vaso y se lo pasó a los familiares de sangre real más cercanos, que, empezando por su esposa, fueron cada cual dando un pequeño sorbo mientras en la Huacaypata los cuzqueños y en la Cusipata los curacas hacían lo propio.
A continuación, siguiendo a Huayna Cápac, tomaron todos el camino que salía hacia el norte, en dirección al Coricancha. Al llegar a doscientos pasos se descalzaron todos salvo el Inca, que lo hizo a la puerta del templo. Llevaban como ofrendas sus vasos dorados.
El Inca penetró en el edificio y adoró al dios Sol. Detrás entraron los orejones, que le imitaron en su adoración. Los curacas quedaron fuera del Coricancha, ya que al no ser de sangre real tenían prohibido entrar.
Mientras el Inca permanecía en el interior, los sacerdotes salieron a recibir las ofrendas de los curacas que esperaban a las puertas en orden riguroso de antigüedad, establecida esta en función de cuando habían sido reducidos por el imperio. Las ofrendas eran sus vasos y estatuillas de animales que traían de sus tierras, labrados en oro y plata.
Para entonces estaban en el patio del Coricancha los primeros animales para el sacrificio.
El Inca los dispuso mirando hacia el oriente, y tres o cuatro hombres asieron a un cordero y lo sujetaron para que el sacerdote le abriese el costado izquierdo y le sacase el corazón y los pulmones.
Al hacerlo, corrió un rumor por entre los presentes: el cordero, asustado, había logrado soltarse.
Era un mal augurio y, pese a que pudo ser reducido, cuando le arrancaron sus órganos con las manos, como mandaba la tradición, no salieron enteros.
El sacerdote ató el cañón del despojo y apretó los pulmones con las manos para ver si se hinchaban con el aire que todavía había en ellos: cuanto más se hinchaban mejor era el augurio…
El anciano no parecía contento. La inquietud se expandió por el patio y, cuando llegó la voz, también por la plaza.
El anciano, encarándose al Inca, se sintió obligado a proclamar:
—¡Inti, nuestro padre está enojado por alguna falta o descuido que hemos cometido!
Se sucedían murmullos entre los orejones.
Ese año corrían noticias sobre la aparición, por el norte, de gentes extrañas venidas de allende los mares, y algunos vaticinaban que le arrebatarían su imperio al Inca. El propio Huayna Cápac se mostraba preocupado.
Tras el sacrificio, el sacerdote cogió un brazalete grande parecido a los que llevaba el Inca en la muñeca. Ese brazalete tenía por medallón un vaso cóncavo, como media naranja, muy bruñido, que alzó contra el sol para que los rayos que se reflejaban en el vaso cayeran sobre unas mechas de algodón dispuestas a sus pies, prendiéndolas.
Cuando las llamas se avivaron —luego el fuego sería trasladado a la casa de las vírgenes del Sol, donde se guardaría todo el año hasta el siguiente Inti Raymi—, el sacerdote echó en ellas el corazón del cordero.
Satisfecho con el resultado, se volvió hacia Huayna Cápac:
—Los dioses te dicen que no hagas nuevas conquistas, y que vivas en calma y quietud a la espera de lo que pueda venir por la mar…
El sol ya iluminaba todo Cuzco y calentaba las calles, cuando un estremecimiento recorrió la multitud de la plaza. Todos alzaron la vista.
En lo alto apareció un águila real. La perseguían cinco o seis cernícalos y otros tantos halconcillos. Las aves más pequeñas se alternaban a la hora de atacar con sus picos.
Se veía que el águila no aguantaría mucho.
Al cabo, el ave herida se dejó caer en medio del patio, justo entre los hijos de Huayna Cápac. Huáscar, el primogénito, se agachó para examinarla.
Estaba llena de sarna, casi pelada de plumas. Viéndolo, Huáscar llamó a uno de sus sirvientes para que trajera agua y se la hiciera beber.
—No servirá de nada… —dijo un orejón—. Morirá en cuestión de horas.
* * *
Casi simultáneamente, millares de leguas al norte, en otra gran ciudad del continente, la majestuosa Tenochtitlán, en mitad del lago Texcoco, hacía varias semanas que una espiga de fuego se levantaba en el horizonte, como si sangrara el cielo; ardía desde la medianoche hasta el amanecer, y solo desaparecía al levantarse el sol.
Desde el principio, entre los moradores de Tenochtitlán se multiplicaban los comentarios. Se decía que había ardido el templo de Huitzilopochtli con sus columnas, y eso pese a que llegó mucha gente a apagar el fuego con cántaros de agua.
Por eso llamaba el huey tlatoani Moctezuma a sus sacerdotes, sus papas.
Todos discutían sobre los presagios, que se repetían desde que unos hombres barbudos ocupaban las islas hacia el este.
—El mes pasado fue herido por un rayo un templo de Xiuhtecuhtli en el barrio de Tlacateco. No se oyó el trueno —dijo el papa más anciano—. Y la semana pasada, un fuego surgido del poniente se dividió en tres y fue derecho a donde sale el sol, como si fuera una brasa. Iba cayendo como una lluvia de chispas, con una cola larga…
»Y ayer por la tarde, en el lago hirvió el agua y el viento la alborotó. Se levantó hasta que llegó a las casas y las anegó.
Eso Moctezuma lo sabía: quienes trabajaban en las granjas acuáticas, las chinampas, habían encontrado un pájaro ceniciento, una suerte de grulla. Se lo trajeron a la misma Casa de lo Negro donde ahora se hallaba. El animal tenía en su mollera una especie de rodaja de huso que, a modo de espejo, reflejaba el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma lo miró, lo que vio allí fueron unos extraños hombres en la lontananza que venían deprisa, dando empellones, guerreando con lanzas…
Por ello, quería conocer la opinión de sus papas.
—No solo es Tenochtitlán. Llegan noticias de que también en Tlaxcala cada mañana se ve una claridad que sale del oriente antes de que se levante el sol, como una niebla blanca que sube hasta el cielo. Y se eleva un remolino de polvo desde encima de la sierra Matlalcueye y asciende tan alto que parece llegar al cielo.
»Necesito saber si todo esto tiene que ver con los hombres barbudos, los hijos de Quetzalcóatl, que recientemente han pasado de las islas al Mayab1.
Mientras los papas permanecían en silencio, se oyó a lo lejos la voz de una mujer sollozando lastimosamente:
—¡Hijitos, pues ya tenemos que irnos lejos! Hijitos, ¿adónde os llevaré?
¿Era un nuevo presagio?
Los papas se miraron incomodados. Hacía ya tres lustros que llegaban a los pueblos costeros noticias de extranjeros que, aparecidos en grandes casas de madera, mataban o sometían a los habitantes de las islas. Muchos las abandonaban y huían hacia el oeste, expandiendo, según pasaban noticias, aciagas.
También hacia el sur empezaba a saberse que por las junglas de la costa se desplazaban hombres barbudos con cascos plateados y truenos de hierro, cruzaban ríos y ciénagas, montes y sierras, por donde guerreaban con las tribus…
Y fue en una de estas orillas, en el extremo sur del golfo, cuando al interrogar los extranjeros a un cacique este mencionó el gran imperio del Inca que existía más al sur, bajando por el mar.
—¿Eso es seguro?
—Es el imperio de los Incas —se afirmó el cacique—, que veneran al Sol y construyen en piedra grandes edificios y calzadas. Mis hombres navegan costa abajo y se encuentran con gentes suyas, que van en balsas tan grandes como las vuestras.
El jefe de los barbudos, con ojos brillantes de interés, se volvió hacia su gente y el cacique entendió, por lo que se le traducía, que se alegraba de saber que existía un imperio tan grande y que bajaría navegando, en cuanto llegaran más casas de madera, en busca de la ciudad del Inca.
Sabedor de la importancia de la noticia, el cacique envió un mensajero hacia el sur…
Quería avisar a Huayna Cápac de la aparición de aquellos extranjeros tan interesados en las perlas y el oro, que en sus grandes casas de madera habían surgido de la selva y costeado el mar, acompañados de sus feroces perros.
—Advertid a Huayna Cápac que vienen de un lugar cuyo rey, según dicen, es más poderoso que el Inca y prometen visitarle pronto.
Así habían llegado a Cuzco las primeras noticias de los extranjeros. Y desde entonces, Huayna Cápac sospechaba que la profecía que decía que solo doce Incas reinarían sobre la tierra y que los expulsarían gentes venidas del mar, era cierta.
Pues él, Huayna Cápac, era el undécimo de su linaje.
1 Nombre que daban los mayas al Yucatán.