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I. REVUELTA EN TENOCHTITLÁN


Lago de Texcoco, 24 de junio de 1520


1


—¿Qué más se sabe, mensajero?

—Desde que salimos de Tenochtitlán, a Alvarado no dejan de matarle hombres. Los mexicas han atacado el palacio con una furia hasta ahora desconocida. Solo cuando han sabido de nuestra victoria sobre Narváez, han cesado de acosarle.

Así lo había contado también en Zempoala Xicomecóatl, el Cacique Gordo, al que habían liberado entre muestras del mayor afecto. Allí se les unieron más indios totonacas, que se sumaron a la tropa de Cortés, reforzada desde su victoria sobre Narváez con los más de mil españoles que este traía para prenderle.

A alguno de los hombres no le había sido fácil, una vez ganada la batalla, devolver las armas a los mismos que venían para ejecutarlos como traidores. La mayoría protestaba y solo las mejores razones de Cortés consiguieron convencerlos.

El buen comportamiento desde entonces de los narvaecinos parecía dar la razón al extremeño, quien, una vez enterrados los muertos y habiendo dejado a Narváez preso, volvió a ponerse en marcha con la mayor premura camino a Tenochtitlán.

Si los caciques de los alrededores de Zempoala, nada más saber de su victoria, le enviaron dos mil indios de guerra, a su paso por Tezcuzco, en cambio, no salió nadie a recibirlos. Pero Cortés no perdió el tiempo en represalias y por fin, el día de San Juan su pequeño ejército cruzó la larga calzada que atravesaba la laguna, entre chinampas abandonadas, entrando en la gran capital.

—Raro es —comentó, viéndola también desierta.

Y dio orden de avanzar con cautela.

En las puertas de Tenochtitlán, por lo general repletas de gente, no había ni un alma.

Lo único que se oía era la pisada de los infantes, los cascos de los caballos, las ruedas de los falconetes que arrastraban con gruesas sogas, las voces de los capitanes. Por las calles no se veían ni indios principales ni gente del común. A uno y otro lado, solo había edificios despoblados. Las canoas brillaban por su ausencia.

—Parece una ciudad muerta —dijo Juan Velázquez receloso, cabalgando junto al padre Olmedo.

El cielo se cubría.

Una suave llovizna refrescaba los rostros y labios de unos hombres que, sedientos tras la marcha, abrían las bocas al aire para recibir el agua.

—Que no se relaje nadie —dijo Cortés.

Desde las azoteas, muchos ojos medio escondidos los espiaban.

De cuando en cuando, un osado, apostado a un lado de la calzada, observaba, inmóvil, el paso de los barbudos.

Era mediodía.


2


Seis meses atrás habían hecho el mismo trayecto en olor de multitud. Entonces los tenochcas se agolpaban en las calles y las azoteas para descubrir a las gentes llegadas de donde nacía el sol.

Hoy estaban encerrados en sus casas los que quedaban. Cuando empezaron a llamar a las puertas entendieron que muchos habían abandonado la ciudad y se refugiaban en otras poblaciones vecinas de la laguna o estaban dispersos por el campo.

—Esto me da muy mala espina —dijo Sandoval.

Cortés callaba. Hasta aquí, toda su energía la había concentrado en vencer a Narváez. Lo consiguió, luchando como si fuera la última batalla. Desde entonces todo parecía casi un añadido, y le costaba reubicarse.

Tras ordenar que se mantuvieran alertas, cruzaron las dos grandes plazas de Tenochtitlán y bordearon el centro ceremonial. Pese a que en los templos los braseros seguían ardiendo en lo alto, todo lo encontraron vacío. Los barbudos mostraban extrañeza. Los que ya conocían el lugar, por verlo desierto; los de Narváez, maravillados por la arquitectura.

—¡Mirad en lo alto!

El adoratorio del Templo Mayor, muy ennegrecido por el fuego, probaba, como dijera el mensajero de Alvarado, que allí se había guerreado. Junto a los braseros que apenas soltaban humo, había una piedra reluciente de sangre. Y al pie de la escalinata se veían cuerpos decapitados en medio de grandísimas manchas de sangre seca que no provenía del sacrificio. Mucha matanza había habido.

Por sus ropajes, los hombres sacrificados parecían tlaxcaltecas.

Cortés, en medio de la calma de mal agüero, mantuvo su vista en lo más alto del gran cu. No estaba la cruz de madera que había puesto antes de partir, cuando, quizá irritado por las noticias de la llegada de Narváez, lleno de rabia y armado con una barra de hierro, se había liado a golpetazos con la imagen de Huitzilopochtli.

—¡Todos preparados para cualquier eventualidad!

La Malinche lo tradujo para los capitanes tlaxcaltecas, que a su vez transmitieron la orden a sus guerreros. Las voces resonaron como un eco en el silencio de la calle.

Pasaron junto a la cancha desierta del juego de pelota (también allí había manchas de sangre seca en el suelo) e hicieron un alto para apartar de la calzada una barrera hecha de maderas, piedras y arena en medio de la calle.

Más allá, ante el palacio, no se apreciaban signos de vida.

Un soldado se acercó a la puerta y llamó varias veces con la gruesa aldaba. Solo entonces se pudieron oír voces dentro.

Al cabo, asomaron las cabezas de los vigías en la azotea. Empezaron a vocear y los de dentro salieron al patio para abrir las puertas atrancadas entre gritos de júbilo.

—¡Ha vuelto Cortés! ¡Ha vuelto el capitán Cortés!

La lluvia seguía cayendo mansamente.

Llovía mucho, cuando se acercaba el verano, en Tenochtitlán. Toda la laguna permanecía cubierta por una capa de nubes que agrisaban tanto el paisaje como el ánimo.


3


En el patio, la gente de Alvarado cogió los caballos y los fueron lle­vando a las caballerizas mientras Tonatiuh, como alcalde en funciones, se aprestaba a besar las manos a Cortés y a entregarle las llaves de la fortaleza, como exigía el ritual.

Los hombres se acercaron a los recién llegados entre abrazos y sonrisas aliviadas y miraban con extrañeza a los de Narváez. El tiempo iba escampando de nuevo.

Los indios que traían se reencontraban con los tlaxcaltecas que quedaron al mando de Alvarado.

Poco a poco se iban poniendo unos a otros al corriente de todo.

Cortés quiso una relación completa y detallada, y Alvarado, que ya se abalanzaba hacia él para abrazarlo, se contuvo porque aparecía Moctezuma. El tlatoani salía al patio con su séquito, ansioso como el que más por hablar con Cortés. Los españoles se apartaron.

—¡Malinche! —exclamó con una efusividad inusitada—. ¡Todos hemos oído de tu victoria! ¡Mucho me alegro de ello!

Si cuando se encontraron por primera vez era Cortés quien buscaba abrazar a Moctezuma, esta vez fue al revés. Mucho había sucedido en los meses transcurridos desde entonces y Cortés sabía que Moctezuma le había ofrecido aposento, alimento y regalos a Narváez. El tlatoani jugaba sus bazas.

—Apartaos, alteza —se deshizo del abrazo con frialdad—. No vengo con el ánimo comunicativo.

A Moctezuma se le congeló la sonrisa e hizo un intento de hablar con Marina. Los dos intercambiaron frases secas. Cortés ni se dignó a mirarlos. Ante tamaño desaire, el tlatoani dio orden a su séquito de volver con él al interior del palacio, camino de sus aposentos.

Eso complació a Alvarado.

Según se iba Moctezuma, Cortés ignoró la expresión de reproche de sus capitanes.

El extremeño se mostraba ensoberbecido por su reciente victoria, y puso su mirada en Alvarado, que, con esa cabeza que le sacaba, se inclinó para abrazarlo con una ruidosa carcajada.

—¡Capitán Cortés!

Cortés permitió el abrazo.

Sus íntimos hacían un corro a su alrededor. Destacaba Jerónimo, con su largo cabello trenzado a lo indio y sus orejas horadadas por pendientes. Alvarado, con la coraza manchada de sangre, volvió a abrazarle y lo sacudió con su fuerza de gigante.

—¡Cuánto me alegro de veros!


4


Alvarado se justificaba en medio de un corro que incluía a los indios de Zempoala que entendían algo de castellano.

Contó que todo había empezado a ir mal nada más partir Cortés.

—A los tenochcas no les gustó que colocásemos la imagen de Nuestra Señora y la cruz en lo alto del Templo Mayor. Que además destruyeses a sus ídolos tenía a los sacerdotes alborotados. Se sabía que llegaban navíos con muchos españoles enemigos nuestros y el ánimo no era bueno… Hacía tiempo que los caciques buscaban ocasión de rebelarse…

Alvarado estaba poco acostumbrado a que el de Medellín no despejase el ceño.

—Mi lengua y nuestros indios, que rondaban por los templos, nos pusieron al tanto de que, como quedábamos pocos, habían decidido matarnos. Eso lo confirmó también alguno de los criados, a los que interrogué yo mismo…

El interrogatorio consistía en poner a uno de los indios contra la pared y aplicarle brasas en el estómago mientras Tonatio, rojo de ira, le gritaba que confesase. El primero murió, pero los otros confesaron todo lo que se les sugería y más. Eso sin contar con que el lengua tenía tendencia a decir lo que los barbudos quisieran oír.

—Esa noche empezaron a sonar los tambores del gran cu. Una turba destruyó los barcos que construíamos en el embarcadero. No queda nada. Había mucha antorcha encendida y sabíamos, por los sirvientes de Moctezuma, que estaban sacrificando muchachos a Huichilobos, y vos habíais ordenado muy claramente que cesase todo eso.

Alvarado buscaba su aprobación, pero el de Medellín seguía sin pronunciarse. Los capitanes oían la lamentable explicación. Alvarado, alto y grandote como era, pese a sacarle una cabeza, parecía encogerse delante de Cortés. En el patio algunos hombres se acercaban al pozo y saciaban su sed con sus cazos de campaña.

—El caso es que al final decidimos aplicar la táctica que nos ha servido siempre: atacar nosotros primero.

—¿A quién y dónde?

—Sabíamos que los caciques rebeldes estaban en lo alto del gran cu —Alvarado volvió la cabeza. El Templo Mayor asomaba, hacia el este, por encima de los demás cúes— con los papas, bailando y preparándose para los sacrificios…

Cuando llegaron, la fiesta se hallaba en su apogeo.

En el centro de la explanada, al pie de la pirámide, los músicos se afanaban con sus flautas. Varios cientos de bailarines de ambos sexos se movían en círculos siguiendo el ritmo con las manos entrelazadas. Cerca de tres mil personas arrimadas a las paredes o sentadas en el suelo contemplaban la tlanahua, la danza del abrazo.

A una señal de Alvarado, un soldado se acercó a uno de los músicos y le cercenó las manos de un espadazo. A continuación, los barbudos se lanzaron sobre el gentío y comenzó la carnicería que intentaba justificar Alvarado con torpeza.

—Matamos a todos los que pudimos. Tanto abajo como en lo alto del cu…

Eso explicaba las enormes manchas en la explanada del centro ceremonial. Los cuerpos habían sido retirados desde entonces, pero las manchas de sangre quedaban.

—Tengo entendido que os pidieron licencia para celebrar el rito y los bailes. De modo que, si entiendo bien, lo que ha sucedido es que, después de otorgar el permiso, os presentasteis en el gran cu y os dedicasteis a matar a todo el que se os puso por delante.

Los ojos de Cortés brillaron de ira contenida.


5


—¡Ellos eran miles! ¡Era la única manera de vencerlos! ¡Tomarlos desprevenidos! ¡Sabíamos que sus caciques los excitaban contra nosotros! —se exaltó Alvarado. Y en tono más contenido, casi lastimoso, añadió—: Amedrentarlos era la única manera de garantizar nuestra seguridad.

—Es evidente que no dio los resultados deseados.

—¡A los indios los enardeció la matanza! A partir de ahí no pararon de sonar tambores y nos hicieron la guerra. Rodearon el palacio y nos flecharon… De no haberse sabido de tu victoria, no habrían parado hasta matarnos.

En realidad, el asedio finalizó cuando Moctezuma se asomó a la azotea a hablar a los atacantes. Sus palabras convencieron a su pueblo, acostumbrado a obedecerle, de retirarse a cierta distancia del palacio. A partir de ese momento cambiaron de táctica. Levantaron barricadas esperando que la sed y el hambre forzaran a los teules a capitular. El asalto se transformó en sitio.

—Pues parece que has errado de medio a medio. Esta acción ha sido un tremendo desatino.

Los ojos de Cortés, tan vivos y de expresión alegre por lo general, se fijaron con dureza en Alvarado, que con toda su envergadura humillaba la cabeza.

—¡Hemos defendido la posición durante un mes, capitán! ¡Hemos estado a punto de morir todos nosotros, visto el gran número de guerreros que pretendían quemar el palacio!

»De no ser por el tiro de los falconetes, que destrozó a muchos indios, no salimos vivos. Sin este pozo abierto en el patio, habríamos muerto de sed. Y menos mal que antes de irte ordenaste traer de Tlaxcala maíz, guajolotes y alimentos para las tropas…

En el interior del palacio, soldados y capitanes se distribuían por los aposentos.

—O sea, que esto era el gran recibimiento que nos esperaba —dijo Andrés de Duero.

Cortés volvió la cabeza. Durante unos años habían sido los dos secretarios de Diego Velázquez. Andrés de Duero, pequeño, cuerdo, callado, escribía bien. Pero Cortés le llevaba ventaja en ser latino, en haber estudiado leyes en Salamanca. Además, decía gracias y era más dado a comunicar. Que antes hubieran sido pares no facilitaba su relación.

—¿Hay alguien que quiera decir algo más?

—Quiero recordaros que nos asegurasteis que en Tenochtitlán nos recibirían con grandes muestras de cariño y presentes de oro.

Había enfado y decepción a partes iguales entre los hombres de Narváez. Alguno incluso se atrevió a murmurar a espaldas de Cortés. Pero la situación era demasiado grave para perder el tiempo con recriminaciones. Aparte de que, si algo había aprendido en sus años de mando el de Medellín, era que intentar sujetar las lenguas maledicentes es como querer poner puertas al campo.

—Todo lo que dije se cumplirá cuando restablezcamos la situación. Y ahora, id a instalaros con los demás.


6


Ya ni siquiera aparecían por palacio los criados cargados de alimentos que antes eran habituales. Durante su ausencia, la mayoría de los servidores de Moctezuma habían sido ejecutados por traición o habían huido. Los únicos que quedaban estaban prisioneros junto con algunos caciques cercanos a Moctezuma, encadenados en una de las estancias.

Preocupado, Cortés envió a algunos soldados a requisar provisiones en el mercado de Tlatelolco.

Por desgracia, los hombres regresaron con las manos vacías: en la plaza no quedaban comerciantes. Estaba totalmente desierta. Igual que la mayoría de las casas de los alrededores.

Mientras Cortés descansaba bebiendo un xocolatl con Marina en una mesa baja, se le acercaron dos servidores a transmitir un mensaje de Moctezuma. El tlatoani pedía verle en privado.

—Que espere el muy perro, que ni siquiera nos da de comer.

Eso no gustó a los capitanes.

Juan Velázquez, que andaba preparando su lecho cerca, observó:

—Señor capitán, temple su humor y recupere la magnanimidad. Piense que de no haber intervenido Moctezuma, como dice Alvarado, no estaría vivo para contarlo ningún español en Tenochtitlán. No olvide vuestra merced que aplacó a los tenochcas, cuando los papas les decían que, aprovechando que luchábamos con Narváez, debían matarlos a todos.

—¡Qué cortesía merece un perro que se conchaba secretamente con Narváez a mis espaldas!

Era la primera vez que Cortés se mostraba tan vengativo. Los afanes de la guerra hacían que sus nervios, hasta entonces de hierro, se resintiesen.

—Solo os digo lo que me parece el mejor consejo. No olvide vuestra merced que la soberbia, como dice la Biblia, es preludio de ruina. Piense que de no haber sido por la aparición de Narváez, de quien Moctezuma esperaba que os venciera, se habrían rebelado antes. Lo que está ocurriendo iba a ocurrir tarde o temprano. Ningún pueblo se entrega sin resistencia.

Los dos cortesanos de Moctezuma, que habían entendido perfectamente el sentido de estas palabras, fueron a contárselo a su señor. A Cortés no le importó.

—¡Que sepa de mi enojo ese indio! Mejor. Que le digan que o abre el mercado mañana mismo o que se atenga a las consecuencias. Díselo, Marina.


7


La Malinche volvió al rato: Moctezuma enviaba a decir que le resultaba imposible cumplir los deseos de Cortés, dado que su condición de prisionero le impedía desde hacía meses abandonar el palacio.

Si se quería reanudar la actividad del mercado, lo que correspondía era liberar a alguno de los caciques prisioneros, que saliera a hablar con el pueblo y se encargase de ello.

—Está ofendido y no conseguirás nada de él en esas condiciones.

A aquellos caciques los habían apresado en su día como represalia por lo sucedido en Veracruz junto con los jefes responsables, a quienes Moctezuma mandó traer a su presencia y a quienes se quemó en público, a modo de advertencia. La medida había producido el efecto contrario y había preparado la ciudad para la rebelión.

Tras considerar las palabras de su capitán, Cortés ordenó liberar a Cuitláhuac, hermano de Moctezuma y en tiempos señor de Iztapalapa.

Resultó ser un tremendo error: en cuanto el prisionero salió de Tenochtitlán, no tardó ni una hora en aparecer un soldado mal herido. Venía a la carrera de Tacuba, uno de los pueblos de la laguna donde se guardaban las indias que Moctezuma había entregado en su día a los españoles, entre ellas sus hijas.

—¡Está Tacuba llena de hombre en pie de guerra! ¡Vienen por la calzada gritando contra nosotros!

—¿Y la hija de Moctezuma? ¿Y el resto de las mujeres?

Al soldado le temblaba la voz.

—Me las quitaron. A todas… Me dieron heridas. Me tenían ya asido para meterme en una canoa, cuando logré soltarme…

Frente a su vida, las hijas de Moctezuma parecían poca cosa.

La Malinche no dijo nada, pero su mirada lo decía todo…

Cortés se volvió al capitán más cercano.

—Ve tú, Ordaz, con cuatrocientos soldados a Tacuba. Llévate ballesteros y escopeteros. Y procura pacificarlos sin guerrear lo más rápidamente posible.

Ordaz, que era tartaja y más de letras que de palabras, asintió en silencio. Salió de la estancia. Ya se levantaban voces por el edificio. Muchos recién llegados que contaban con descansar y se echaban en sus lechos tuvieron que prepararse para la lucha.

Ordaz salió a la calle con sus soldados.

Al traspasar la puerta vio que por la calzada de Tacuba llegaban centenares de tenochcas, lanza en ristre. En ese momento sonó, desde lo alto del Templo Mayor, el tambor del gran cu, con su tañido grave y fúnebre.


8


Había muchos guerreros en las azoteas y avanzando por las calzadas al son de las trompetillas y los tambores de guerra, y no tardaron en cargar contra los barbudos que salían.

En esa primera arremetida, ocho soldados fueron muertos.

—¡Santiago, Santiago! ¡Aguantad, que ahora llegan a rescatarnos! ¡Volvemos al cuartel de manera ordenada, señores!

Otro soldado cayó atravesado por una flecha en la cara.

Mientras los españoles volvían a entrar en el patio, donde ya se les abrían las gruesas puertas, se vio que llegaban más escuadrones por la calzada de Tacuba.

Muchos irrumpían también en el centro ceremonial. Los papas, saliendo no se sabía de dónde, subían a los adoratorios. Las calles de Tenochtitlán rebosaban de guerreros enardecidos que se animaban unos a otros, entre gritos y golpes en el pecho. Eran tantos y estaban por doquier y todos pintados de guerra, que algunos de los hombres de Narváez, menos curtidos que los de Cortés, lividecieron bajo sus barbas.

—Vamos a morir…

Uno miraba fascinado a la muchedumbre que se les echaba encima.

Se organizaron en el patio, mientras llovían las primeras lanzas y flechas. Los que podían se protegían con sus rodelas. Los arcabuceros y ballesteros aprovecharon que las puertas seguían abiertas para disparar. Dado lo compacto de la multitud, todos los disparos dieron en el blanco. Pero los atacantes eran tantos que apenas se notó.

A trancas y barrancas, los de Ordaz acabaron entrando. Las puertas se cerraron. Se distribuyeron por el interior del edificio y la azotea. Allí había un falconete que, antes de que los accesos se hubieran clausurado del todo, disparó con gran estruendo, haciendo pleno impacto en la muchedumbre. Pero tampoco se dispersó nadie.

—¡Son demasiados! —exclamó Alvarado, ya al frente de sus hombres en lo alto del muro. Aquella era la guerra que llevaba días librando. Tenía los ojos desencajados—. ¡¿Veis a lo que me refería?! —dijo, viendo a Cortés a su lado—. Llevamos jornadas soportando ataques como este. Ya no tienen miedo de enfrentarse a nosotros.

»Yo creía que se habían dispersado, pero sencillamente han querido esperar a que vosotros entrarais en palacio. Dicen que se ha puesto al frente Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma al que liberasteis, capitán —añadió, consciente de señalar el error—. Lo acaban de elegir su sucesor a toda prisa.

Fuera se oían los insultos que les lanzaban los tenochcas, provocándolos. Los mexicas les gritaban en náhuatl que eran como mujeres. Les agradecían haber liberado a Cuitláhuac.

A Cortés el desánimo se le reflejó el rostro. Sentía, por primera vez, que la situación lo superaba…

Pero se sobrepuso y empezó a dar órdenes. Gritó a Juan Velázquez y a los hombres que tenía más cerca que protegieran con barricadas los huecos en las fachadas.

Mientras tanto, fuera seguían los insultos.

Las antorchas volaban por encima de los muros y caían en el patio.

—¡Nos quieren quemar vivos! —gritó Andrés de Duero.

—¡Dios está de nuestra parte! ¡Empieza a llover!

Y era cierto: empezaba a llover, y con fuerza.

—¡Cargad y disparad a quienes se encaramen por los muros!


9


Durante horas, los escuadrones de tenochcas intentaron incendiar el palacio y quemar a unos teules que, por suerte para ellos, estaban bien atrincherados. Los arcabuceros disparaban por encima de los muros a los intrépidos que se encaramaban. Sus cuerpos caían las más veces fuera, algunas dentro.

Los atacantes empezaron a cansarse y los españoles respiraron. Para entonces el patio tenía la mitad de las losas destrozadas o levantadas de tanta pedrea. Se veían centenares de flechas y lanzas y cadáveres que se retiraban cuando era posible, para amontonarlos en el jardín o dentro. Al anochecer, los sitiados aprovecharon para curar a los heridos y reforzar puertas. Procuraban evitar, cuando salían a un espacio abierto, los proyectiles que llovían desde las azoteas vecinas.

Por fin, Cortés decidió hacer una salida. La idea era abrirse paso con un par de tiros, escopetas y ballestas. Sin embargo, los mexicas eran tantos que al cabo de pocos metros tuvieron que dar la vuelta y retroceder.

—¡Es inútil! —se lamentó Cristóbal de Olid, sudoroso, la coraza cubierta de sangre—. Les matamos treinta o cuarenta en cada arremetida, pero no se apartan. Están como poseídos. Son avispas enfurecidas.

Los tenochcas, enardecidos por el tambor del gran cu, que tañía con fuerza, y por los gritos de sus capitanes, estaban dispuestos a vencer o morir. Querían librarse de una vez por todas de los invasores que habían profanado sus ídolos, aprisionado a Moctezuma y colocado una cruz en lo alto del Templo Mayor.

En el debate que mantuvieron Cortés y sus capitanes, todos concluyeron que lo más eficaz sería incendiar Tenochtitlán.

Lo intentaron esa misma tarde, aprovechando que cesaba la lluvia. Por desgracia para ellos, las casas estaban separadas por anchos canales de trazado ortogonal y el fuego no se propagaba. Para pasar de un bloque de edificios a otro había que cruzar por encima del agua a través de un puente levadizo de madera, y cada vez que lo intentaban les caía una lluvia de flechazos desde las casas vecinas.

—Yo, que he combatido en las guerras de Italia, os puedo decir que como luchan estos salvajes no he visto luchar a nadie… Ni a franceses ni a italianos, ni siquiera a los turcos —dijo uno de los capitanes de Narváez.

Como en el patio seguía la lluvia de flechas, Cortés ordenó atrincherarse dentro del palacio. Hubo gritos jubilosos de los miles de mexicas que los rodeaban. Los tambores y trompetillas redoblaron.


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Dos larguísimos días se mantuvo el asedio y la lluvia. Durante ese tiempo los españoles construyeron en el patio unas torres que protegieran cada cual a veinticinco hombres, con huecos y troneras para tiros, arcabuces y las ballestas. El plan era servirse de ellas y de varios hombres a caballo para hacer arremetidas y librar el camino.

—¡Venid, que os vamos a sacrificar a Huitzilopochtli! ¡Os vamos a arrancar los corazones y ofrecérselos con vuestros vicios a nuestros dioses! —gritaban desde fuera voces a las que ya apenas prestaban atención—. ¡Hace dos días que no echamos de comer a los ocelotes, para que tengan hambre cuando les arrojemos vuestros despojos!

También deseaban que les devolvieran a Moctezuma. Si lo hacían, prometían que les respetarían la vida. Pero eso no engañaba a los capitanes. «Nos quieren ver muertos a todos. Nos matarán aunque entreguemos al Moctezuma. No os hagáis ilusiones», dijo Alvarado a un grupo de hombres que dudaba.

Cortés supervisó la construcción de las torres y los carpinteros se afanaban en el patio con materiales extraídos del mobiliario de palacio y los árboles del jardín. Poco a poco iban creciendo los ingenios mientras los hombres se relevaban en la vigilancia y por la noche dormían en turnos de dos horas.

Pronto se dieron cuenta de que los mexicas habían convertido el cercano templo de Yopico en un puesto de mando estratégico desde donde Cuitláhuac y sus jefes podían vigilarlos y dirigir los ataques contra su palacio. Al amanecer del tercer día, decidieron salir con las torres, bien pertrechados de tiros y arcabuces para destruir el puesto de mando en lo alto del templo.

Esa jornada llovía como nunca.

—Es como si Dios hubiera abierto las compuertas del cielo —dijo alguien.


11


Al abrirse las puertas de palacio y dar los de a caballo la primera arremetida mientras se lanzaban ballestazos y arcabuzazos desde el interior de las torres de madera, los mexicas vacilaron y los dejaron avanzar unos metros. Pero cuando volvió a sonar con renovada potencia el tambor del gran cu, a sus espaldas, hubo gran griterío y todos atacaron a los ingenios.

Entre disparo y disparo, los de a caballo insistieron en sus arremetidas. Los mexicas los hostigaban desde las azoteas y desde las barricadas de la calle. Cuando veían a un caballo herido, esperaban hasta que resbalase y los mataban a lanzazos y mazazos.

—Ya nos conocen —murmuró Alvarado.

El avance era penoso. Cuando por fin llegaron a la explanada cerca del Templo Mayor, allí la progresión resultó más sencilla porque los indios cedían y preferían esperarlos en las azoteas cercanas para atacarlos desde arriba. Aquello les permitió alcanzar el templo donde, abandonando las torres al pie de las escalinatas, empezaron a subir por las gradas.

Los hombres de Cuitláhuac embestían sin orden ni concierto y resultaba fácil defenderse desde las gradas superiores. Pero por lo mismo también se hacía difícil atacar los escalones de esa zona elevada. Además, los caballos se resbalaban en las baldosas, pulidas y mojadas por la lluvia, y como los de las gradas altas les cerraban el paso, no conseguían subir los tiros; resultó muy difícil alcanzar lo alto del cu, aunque por fin, dejando por las escalinatas un reguero de sangre y muerte, lo lograron.

Durante todo el ataque, Cortés se mantuvo al frente de los barbudos y era cosa de verle cubierto de sangre, subir por las escalinatas, pasando por encima de los muertos, para llegar donde habían colocado la cruz en su día, en un rincón del adoratorio ocupado ahora por una estatua de Nipe Tótem, el dios desollado, y ayudar a colocar otra nueva en medio del vocerío de la batalla.

Los tlaxcaltecas, que odiaban a los mexicas por los muchos de su raza que habían sacrificado a sus dioses, prendieron fuego a las imágenes de Huitzilopochtli y Tezcaputa en el interior del templo. «¡Estos son vuestros ídolos mentirosos! ¡Vedlos arder!», exclamó Sandoval. ¡Qué hermosas eran las rojizas lenguas que lamían las imágenes! Y se agachó para volcar un brasero, ayudado por varios hombres.

Un indio de Zempoala destrozó con su macana la piel de serpiente del mayor de los tambores.

Tocó volver a bajar, con los mexicas hostigándolos ya según pasaban de nuevo junto al templo circular de Quetzalcóatl y la cancha de pelota. Pese a todo, lograron cruzar las calles y regresar al palacio de Axayácatl, ya sin torres ni caballos, dejando atrás una veintena de muertos y una multitud de heridos.

—Pero más muertos les hemos hecho a ellos —dijo Cortés, según cerraban las maltrechas puertas del palacio.


12


Los sitiadores habían aprovechado la salida de los españoles para, con troncos de árbol, abrir brechas en algunos muros que se venían abajo, con su cal y canto desmoronándose y dejando el aire lleno de un polvo espeso e irrespirable.

—¡Hay que cerrar los boquetes cuanto antes! —dijo Sandoval.

Una parte de los hombres descansó lo que quedaba de noche y los demás la pasaron cavando tumbas para los muertos en los jardines del palacio y taponando con piedra los agujeros en las paredes del muro exterior.

La suerte quiso que los mexicas no atacasen esa noche. Hasta que asomó el sol no empezaron a oírse otra vez los tambores y las trompetillas. Los braseros en lo alto de los cúes estaban de nuevo encendidos.

Los papas los observaban desde la parte delantera de los adoratorios.

—Saben que cada vez somos menos. Están dispuestos a acabar de una vez por todas con nosotros. ¿Qué hacemos, capitán? —dijo Alvarado, que desde el pretil de la azotea veía cómo los cercaban por doquier.

A todo esto, los hombres de Narváez estaban al borde de la insubordinación, y Cortés, al cabo, salió de su ensimismamiento y ordenó ir a buscar a Moctezuma.

—Que se dirija a su pueblo. Que se asome a la azotea y les diga que cesen la guerra y nos iremos. Todavía es su emperador. Le harán caso.

Pero Moctezuma permanecía con los suyos en sus aposentos y, enfurecido contra Cortés, se negaba a colaborar. A más de ello, le hizo entender a Marina que no deseaba escuchar ninguna de las falsas promesas de Malinche.

—No, no y no.

La negativa era categórica.

Por suerte, un poco de persuasión y otro poco de amenazas (la especialidad de Cortés) consiguieron hacerle cambiar de parecer. Las buenas palabras las puso el padre Olmedo, que era quien hablaba con Moctezuma sobre cuestiones de fe, y las amenazas, concernientes a toda su familia, se las repartieron entre Cristóbal de Olid y la Malinche.

El resultado fue que al llegar la mañana un Moctezuma hosco y resignado, revestido con las insignias imperiales y el fantástico penacho con el que le vieron por primera vez (¡cómo había cambiado su consideración del personaje desde entonces!), subió con paso lento los escalones que conducían a la azotea. Había escampado y lo acompañaban Cortés y un pelotón de rodeleros.

Al ver a su antiguo señor en la azotea, se hizo el silencio entre la multitud. Era ya de día. La quietud se extendió de edificio en edificio. Los tambores de guerra cesaron.

Consciente de su dignidad, Moctezuma se encaró con el sol, que asomaba a lo lejos por detrás de los grandes templos del centro ceremonial. Lo rodeaban varios caciques y criados que le cubrían con un pequeño palio, para protegerlo de la lluvia.

Sobre el cielo de Tenochtitlán permanecían vestigios del humo negro del incendio del gran cu. Desde lo alto de las pirámides, observaban los papas.

Poco a poco las terrazas de otros edificios y las calles entre ellos se iban llenando de guerreros adornados con pinturas que aguardaban expectantes las palabras del tlatoani.

Moctezuma aspiró el aire de la mañana con fuerza.

Con voz clara y potente gritó a los hombres que se acercaban con sus macanas y lanzas:

—¡Escuchadme, pueblo de Tenochtitlán, y llevad mis palabras a mi hermano Cuitláhuac! ¡No estoy preso! ¡Durante todos estos meses he permanecido con los teules, en espera de que construyeran sus casas flotantes para regresar a su país!


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—¡Vivo entre ellos por mi voluntad y puedo dejar el palacio de mi padre Axayácatl e irme con vosotros cuando me plazca! ¡Cesad el combate, que ninguna razón tenéis para luchar, cuando los teules prometen abandonar Tenochtitlán! ¡Con ello quedaremos todos satisfechos! ¡Dejad la guerra, hijos míos, y Malinche y Tonatiuh abandonarán nuestra ciudad y nuestra tierra, tal y como esperáis!

Entre quienes se aproximaban a los pies del palacio, los caciques ordenaban a los hombres callar. La lluvia de piedras había cesado. Mientras Moctezuma alzaba la voz, un puñado de jefes en la azotea más cercana hablaba entre sí en susurros.

Por fin, cuatro hombres principales salieron de detrás de una de las barricadas.

Se destacaron delante de los escuadrones en la calle, se acercaron a los muros de palacio y uno, un guerrero que les era familiar, empezó a hablar.

—¡Oh, nuestro gran señor, cómo nos pesa todo vuestro mal y el daño que se ha hecho a tus hijos y parientes! ¡Pero sabe que los mexicas ya han levantado a tu hermano Cuitláhuac por tlatoani! ¡Tus palabras no aprovechan para que cese esta guerra!

»¡Huitzilopochtli ha hablado y dice que no les dejará salir a ninguno con vida! ¡Dile a Malinche que todos los teules van a morir! ¡Demasiado tiempo les hemos permitido vivir en paz entre nosotros! ¡Sus pecados son grandes!

Cortés, junto a Moctezuma, se volvió hacia Marina.

—¿Quién es?

—Cuitláhuac, señor de Iztapalapa… Vos mismo lo liberasteis.

A Cortés se le torció el gesto. Aquel hombre formaba parte de los principales a los que había encadenado cuando se supo del descalabro de Veracruz. Pensar que lo había tenido en sus manos, cargado de grillos, le hizo sentirse irritado consigo mismo.

Era de los que más inquina había demostrado hacia los españoles. Siempre silencioso. Negándose a hablar con ellos. En un tlatocán mantenido por Moctezuma nada más saber del desembarco de los españoles, Cuitláhuac fue el único en oponerse a quienes querían recibir en paz a los teules: «Mi parecer es, gran señor, que no metas en casa a quien de ella quiere echarte».

Cortés había mandado liberarlo. Siendo hermanos, pensaba que el mantener a Moctezuma prisionero lo contendría. Sin embargo, había subestimado su ira y sus capitanes le reprochaban su error.

—Dile que cese la guerra.

Marina alzó la voz al traducirlo.

Con su timbre agudo, lanzó sus palabras. La respuesta fue inmediata.

—¡No es posible!

A Cuitláhuac se le notaba, en la cara pintada, la satisfacción. Tenía los ojos encendidos por el odio. Era un hombre más fuerte que Moctezuma, decidido y consciente de que llegaba su momento.

—¡Hemos prometido a nuestros dioses no dejar de guerrear hasta que todos los teules estén muertos! ¡Por eso rogamos cada día a Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que guarde a mi hermano Moctezuma libre y sano, y nos perdone!

De pronto apareció otro hombre que alguien dijo era Cuauhtémoc, un joven de veintipocos años, sobrino de Moctezuma, bien proporcionado y de tez algo más clara, que según las complicadas normas de sucesión mexica estaba llamado a ser su heredero. Para hacerse ver bien de los suyos, se destacó de entre un grupo y, antes de que Moctezuma hablase de nuevo, gritó con rabia:

—¡Calla, bellaco afeminado, nacido para tejer y no para ser tlatoani! ¡No nos engañas, Moctezuma! ¡Esos perros barbados que tanto amas te tienen preso desde hace demasiado, y tú eres un guajolote que ni siquiera intentas liberarte! ¡Hablar como hablas solo es posible si yacen contigo y te tienen por su manceba!

Tendió su arco y, aunque su flecha no le alcanzó, otras la siguieron y las piedras se sucedieron de tal manera que mientras los principales tenochcas se retiraban, de entre sus filas surgió una nueva catarata de proyectiles.

Los españoles cubrieron a Moctezuma con sus rodelas, pero no con la suficiente presteza: le golpearon tres piedras y una en la cabeza hizo que el penacho cayese al suelo.


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—¡Ponedlo a resguardo!

Los barbudos arrastraron al tlatoani hacia el interior. Un sirviente que intentaba coger el penacho a punto estuvo de morir.

Cortés se abrió paso entre el grupo que protegía a Moctezuma…

El tlatoani tenía el cráneo ensangrentado, la piel amoratada y abultada allí donde le había golpeado la piedra.

—¿Es grave?

Impresionaba verlo sin penacho, con el cuero cabelludo lleno de sangre, conmocionado por el golpe. Había perdido toda su dignidad y ahora era un hombre agotado y humillado, que intentaba ponerse en pie rechazando su ayuda. Lo acompañaron sus caciques de vuelta a su aposento.

—Está más que enfermo —dijo Cristóbal de Olid—. Le han matado su orgullo. Su propio hermano y su pueblo acaban de renegar de él en público. Eso es peor que la muerte.

Moctezuma era la baza más importante que les quedaba y Cortés soltó una exclamación de ira, en medio del silencio de los presentes. Entre los guardias de Moctezuma, algunos contestaban fuera de sí a los insultos que seguían llegando de la calle.

—Y ahora preparaos porque, si muere, ninguno de los presentes saldremos vivos de Tenochtitlán —dijo Alvarado.


II. HACIA LA NOCHE TRISTE


Palacio de Axayácatl, 28 de junio de 1520


1


Las palabras de Alvarado resultaron proféticas: aunque las heridas no eran de gravedad, entre el desánimo de ver que su pueblo se volvía contra él y el sentirse despreciado por Cortés, Moctezuma se fue apagando.

La agonía duró tres días.

En uno de sus raros momentos de lucidez, el tlatoani llamó a Malinche para comunicarle sus últimas voluntades. Mirándolo con ojos opacos, le suplicó que velase por sus hijos. En especial su hijo Chimalpopoca y tres niñas de corta edad, sus joyas más preciadas. En sus últimos instantes parecía reconciliado con su destino.

—No te apenes por mí, Malinche. Morir es tan sencillo como nacer. Según el padre Olmedo, lo dice en vuestro libro sagrado… La vida es una ráfaga de viento… Las nubes se disipan y desaparecen…

Aquello emocionó a Cortés, quien murmuró unas palabras de asentimiento para confortar el ánimo de su antiguo enemigo.

Los españoles estaban alteradísimos. Muchos se lamentaban, conscientes de que con Moctezuma se perdía toda posibilidad de salvarse. El propio Cortés se revolvió contra el padre Olmedo. Le reprochó no haber sabido convertirle a la fe verdadera…

El arrebato era tan tremendamente injusto, que el mercedario se mostró dolido.

—No creí que pudiese llegar a morir de esas heridas…Tantos meses aguantando, y ahora…

—Era un indio débil. No estaba hecho a la dureza de la guerra. Hacía años que vivía en la comodidad. Y el cautiverio lo ablandó más.

Sonaba con fuerza el tambor del gran cu. Un estruendoso griterío acompañó nuevas rociadas de flechas sobre el palacio de Axayácatl. Todos se refugiaron en el interior y Cortés se dirigió, seguido de Juan Velázquez, a la parte del recinto ocupada por Moctezuma. Allí los servidores y los notables que lo acompañaban en su cautiverio lloraban desconsolados.

Cortés se volvió hacia uno de los papas que formaban parte del séquito.

—Tú, acércate… Ahora vas a salir ahí fuera y pedir que te lleven ante ese Cuitláhuac al que han alzado por señor. Le dirás que Moctezuma ha muerto. Explícale que murió por las piedras que le lanzaron los suyos cuando les hablaba desde la azotea.

El hombre no apartaba la vista del cadáver. Este permanecía tendido sobre la estera que servía de lecho en el suelo del aposento. Los criados y las mujeres lloraban otra vez.

—Les dirás que murió por heridas de los suyos y que a nosotros nos pesa más que nadie. Que les entregamos el cuerpo para que lo honren con la ceremonia que corresponde… Diles que el deseo de Moctezuma fue que nombrase sucesor a Chimalpopoca, su hijo más querido, que está con nosotros. Esa fue su última voluntad.

Chimalpopoca era de los jóvenes que acompañaban a Moctezuma, sin hablar nunca con los barbudos. Una presencia muda que no había dejado de llorar durante su agonía. Al oír a Marina decir su nombre, dirigió hacia ella unos ojos llenos de lágrimas y cogió la mano fría de su padre. Sollozaba como un chiquillo y Cortés no pudo evitar sentir por él cierto desprecio.

—Pero si, como parece, han elegido como tlatoani a ese Cuitláhuac al que nosotros pusimos en libertad no hace mucho, lo aceptaremos siempre que nos dejen salir de la ciudad en paz. Si hay paz, no morirá nadie. Si no, quemaremos sus casas y de Tenochtitlán no quedará piedra sobre piedra, ¿lo has entendido?

El papa asintió e hizo una última reverencia tocando el suelo con la mano. Salió sin darle nunca la espalda al cadáver del tlatoani.

—¡Espera!


2


Tanto Chimalpopoca como los demás notables que habían sufrido cautiverio con Moctezuma miraron a Cortés expectantes.

—Lo he pensado mejor. Diles que entre los seis que están aquí cojan el cuerpo. Que acompañen al papa y expliquen lo sucedido. Es un gesto de paz. Que sirva para acabar con la guerra.

Marina se dirigió a los señores tenochcas, que, limpiándose las lágrimas, se incorporaron. Solo quedó Chimalpopoca arrodillado junto a Moctezuma. Todos seguían desorientados. Nadie sabía cuál sería su suerte. Reprobados por los suyos y despreciados por los barbudos, para quienes ya no eran útiles, parecían marionetas a las que les hubieran cortado los hilos. Hombres de voluntad y moral quebradas y asustados.

Los cautivos miraron primero a Cortés, luego al papa que desde el vano de la puerta decía algo en su idioma. Se acercaron al lecho a coger el cuerpo entre todos y, ante el llanto de Chimalpopoca, que también se puso en pie, lo portaron en la misma estera que le había servido de lecho, lo cubrieron con una de sus mantas coloridas y siguieron al papa que se abría camino entre los teules.

Resultaba raro ver el cuerpo inerte de un rey tan poderoso y temido portado de aquella forma por seis indios principales. Cortés esperó unos momentos antes de subir a la azotea y desde lo alto los vio cruzar el patio. Los españoles desatrancaron el gran portalón y, al oírse el chirriar de los goznes, los gritos de fuera cesaron. Enmudeció el tambor y se hizo un silencio relativo alrededor del palacio de Axayácatl.

Pronto, algunas voces sobresalieron y Cortés se atrevió a asomar la cabeza por encima del pretil: el papa, con los seis porteadores, salía a la calle con el tlatoani muerto. Al poco solo se oían los gritos del sacerdote de pelo largo y trenzado que precedía a los demás elevándose entre los escuadrones mudos.

El sol poniente teñía de rosa una franja de cielo en el horizonte.

—Dice que Moctezuma ha muerto por culpa de ellos y que los dioses los castigarán a todos —tradujo Marina—. Pide que lo lleven ante Cuitláhuac.

Ahora surgía una gran algarabía: esta vez ya no eran gritos de guerra, sino aullidos de dolor al saber que el cadáver de Moctezuma circulaba entre ellos. Pero los gritos de dolor se vieron sobrepasados por otros de repulsa hacia el muerto: lo trataban de perro vendido a los teules y traidor que había recibido su merecido.

Unos instantes después el bramido de la multitud precedió una rociada todavía más espesa de flechas y piedras. Hubo gran repiqueteo, ruido de tejas rotas, algarabía.

—¿Qué dicen ahora?

Cortés se apresuraba a ponerse a cubierto, tras el muro de la terraza.


3


—«Ahora pagaréis la muerte de nuestro tlatoani y el deshonor de nuestros dioses. Las paces que nos enviáis a pedir, salid y veréis cómo las concertamos…».

En el interior del palacio, los barbudos eran sombras en la oscuridad. Al caer la noche evitaban encender hogueras, por no facilitar la visibilidad a los sitiadores. Hacía días que el único fuego en el lugar era el de las antorchas que de vez en cuando les lanzaban desde fuera para que no pudieran dormir ni descansar.

—Dicen que ya tienen elegido nuevo tlatoani y que Cuitláhuac no será de corazón tan flaco como Moctezuma. «A mí no me engañará Malinche con palabras». Que del enterramiento no os cuidéis los teules, sino de vuestras vidas. Que van a sacrificar a todos los teules y a los tlaxcalas traidores que los acompañan y les van a arrancar el corazón para dárselo a Huitzilopochtli.

—Por lo menos no esconden sus intenciones…

Los capitanes, Sandoval, Alvarado, Cristóbal de Olid, Juan Velázquez y Ordaz, callaban. Todos tenían la espada desnuda, pendientes de la arremetida inminente.

—Dicen que cuando se ponga el sol no quedará ninguno de vosotros. Y que Moctezuma será vengado.

—¡Señor capitán! —exclamó un soldado, entrando en la estancia—. ¡Intentan saltar los muros!

Fuera, en el patio, muchos mexicas con sus pinturas de guerra escalaban los muros, empuñando sus lanzas. Los primeros arcabuceros enristraron sus armas.

—¡Fuego!

Entre descarga y descarga, los capitanes se pusieron al frente de quienes se encaraban con los guerreros que conseguían saltar el patio. Una nueva rociada de flechas y piedras desde las azoteas aledañas los hizo alzar los brazos para protegerse.

Cayeron los primeros heridos. Dentro se oían voces gritando que los asaltantes entraban por los agujeros abiertos en los muros… Otra vez llovían flechas incendiarias. Algunas prendían en las maderas de los muros y los barracones de los tlaxcaltecas.

Los hombres de Cuitláhuac echaban toda la carne sobre el asador. Viendo la desesperación en todos los rostros, Cortés comprendió que no aguantarían otras veinticuatro horas, y cuando repelieron la tentativa y tuvo cerca a sus capitanes les indicó que iban a abandonar el palacio antes de que ardiese con ellos dentro.

Todos lo miraron con escepticismo.

—Iremos hacia el oeste, donde las casas están más juntas. De ahí saldremos a la calzada de Tacuba. Los jinetes, que abran camino, aunque les maten los caballos. Hay que matar a muchos, que entiendan que venderemos caras nuestras vidas.

Fue una salida desesperada y no sirvió de nada porque, aunque quemaron veinte casas y avanzaron bien, las muchas bajas los obligaron a regresar y no se tomó ningún puente: estaban todos quebrados o levantados, impidiendo el paso. Los mexicas tenían puestas albarradas y barreras allí donde podían cargar los caballos.

Otra vez de vuelta, rezaron delante de la cruz y el padre Olmedo se paseó de unos a otros dándoles la absolución.


4


Cada hora menguaban las fuerzas de los sitiados y crecían las de sus enemigos. Ya solo cabía desesperarse al oír que el tañido del tambor del Templo Mayor anunciaba la reanudación de los ataques. Con pólvora escasa, sin comida ni agua, y viendo que las paces propuestas al enviar el cadáver de Moctezuma no eran aceptadas, Cortés decidió hacer una nueva intentona, esta vez con nocturnidad.

—Enviaremos un mensajero a pedir que nos dejen ir en paz dentro de ocho días, con nuestro oro. Así no se esperarán que intentemos nada… Y ya que no quieren celebrar funerales por Moctezuma, les daremos muertos para llorar toda la semana.

Los capitanes asintieron cada vez más sombríos. Ya ninguno dormía. Era un milagro que siguieran con vida y se congregaron en torno al altar.

Arrodillados ante el padre Olmedo, con Cortés y Alvarado al frente, con armas, corazas y cascos puestos, sin soltar la espada, ensangrentados y sudorosos y casi enloquecidos por la falta de sueño, algunos con ojos desorbitados, los barbudos le rezaron a esa misma Virgen María que había amparado a Cristóbal Colón. ¡Cómo crece el sentimiento religioso cuando ronda la muerte!

Hasta las hijas de Moctezuma recién bautizadas se unieron al rito.

Al cabo, Cortés juntó a los hombres y les pidió que reunieran las tablas y vigas más grandes y recias que hubiera en palacio y solicitó a un grupo de doscientos tlaxcaltecas que las transportaran y las tendieran allí donde fuera necesario, y que guardaran el paso hasta que cruzase el último hombre.

—Se pasará en turnos de cuarenta y a los porteadores los guardarán ciento cincuenta soldados.

A otro grupo de españoles les encargó los falconetes. A Gonzalo de Sandoval y Diego de Ordaz les indicó que irían en vanguardia, con cien castellanos y veinte jinetes, abriendo el camino. Y a Pedro de Alvarado y Juan Velázquez les encomendaba cerrar la retaguardia con sesenta jinetes.

En el centro de la formación iría él mismo con los demás capitanes, los tlaxcaltecas y totonacas restantes. Treinta soldados y trescientos indios protegerían a la Malinche; a doña Luisa, la hija de un cacique tlaxcala que había casado con Alvarado; a Catalina, la hija del Cacique Gordo, que era la más simpática y fea de todas las indias, y por supuesto a la familia de Moctezuma y a los servidores que seguían con ellos.

Conquistadores de lo imposible

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