Читать книгу ¡Haz felices a tus bacterias! 2ª edición - Josep Maria Subirà - Страница 10

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Capítulo 1

La visita

“Todas las enfermedades entran por la boca.”

Proverbio chino

La consulta del Dr. Bosch estaba siempre llena. La verdad que no me extraña. Estar con alguien que te escuchara, te mirara a los ojos y te hiciera sentir que pasase lo que pasase todo estaría bien no era fácil de encontrar. Y menos entre los médicos “del seguro” (vaya, los que pertenecen al Servicio Sanitario de Salud Pública). Y el Dr. Bosch era una de esas raras avis.

Cuando llegué, al ver lo abarrotada que estaba la consulta, deduje que tenía para un buen rato. Así que empecé a repasar de nuevo los resultados de las pruebas que hacía unos días me había hecho. Aprovechando que tengo una mutua privada, le pedí a un médico de familia, amigo de mi mujer, si podía hacerme el favor de hacerme la petición de las pruebas para poderle dar la sorpresa al Dr. Bosch. Daba gusto leerlo. Ningún análisis tenía ni asteriscos ni resultados marcados en negrita, que es así como aparecen cuando tienes alguna alteración ¡Que diferente a los resultados del año anterior! Con esta sensación en mi cuerpo, decidí aprovechar para entornar los ojos y concentrarme en mi respiración, sintiendo como el aire entraba fresquito y salía calorcito por mi nariz. Eso lo leí en un diario que lo recomendaba un cura chino que era cristiano y taoísta a la vez17. Y cuando exhalaba lo hacía de manera relajada, practicando lo que se denomina Coherencia Cardíaca, uno de los ejercicios que aprendí durante este último año y que me puedo llevar a cualquier sitio, ya que la respiración siempre va conmigo (¡si no, malo!).

Mientras estaba en este estado semi–meditativo, me vino a la cabeza todo el proceso que había provocado el cambio en mis hábitos: tras unos resultados analíticos desastrosos (sobrepeso, tensión elevada, taquicardia –que el corazón late más deprisa de lo normal–, azúcar elevado, colesterol elevado, triglicéridos elevados y una importante obstrucción de mis arterias, según indicaba mi angiografía), mi médico, en ese momento, no pudo por menos que exclamar:

–¡Es usted una bomba de relojería! En cualquier momento puede tener un susto. Y es demasiado joven.

Por entonces yo pesaba ciento siete kilos y medía ciento ochenta centímetros, y vistos los resultados analíticos, el Dr. Bosch se vio obligado a recomendarme lo que habitualmente se recomienda en estos casos: ejercicio, más frutas y verduras, eliminar el consumo de sal y alcohol, y por supuesto la ingesta de pastillas para la tensión arterial y otras pastillas para bajar el colesterol y los triglicéridos; las famosas estatinas18. Y como no, me espetó un:

¡STOP TABACO!

Tenía 46 años y la verdad que lo de cuidarme no fue nunca mi fuerte: de ejercicio poco y fumaba un paquete de cigarrillos al día. Y eso de comer verduritas y salir a correr como los conejos….¡Que no tú! ¡Qué pereza! Además, mi trabajo en el departamento de relaciones internacionales en el ayuntamiento de mi ciudad me obligaba a viajar a menudo por todo el mundo y claro, ya se sabe lo que ocurre cuando uno tiene que viajar: las comidas son un momento crítico. Y por supuesto, el desorden horario continuo tampoco ayudaba.

No era una labor que me gustara en exceso, pero en mí casa siempre me habían dicho lo importante que es tener un trabajo seguro. Y lo que se decía en casa, iba a misa, claro. Mis padres eran de esa generación de ordeno y mando. Sobre todo mi padre. Era en extremo autoritario, lo que suele conformar un carácter tímido e inseguro. Y eso, a menudo, provoca que por miedo a sentirse agredido, uno pueda tener una respuesta habitualmente iracunda ante el mundo, como forma de autodefensa, lo que genera un exceso de tensión interna que después puede tener graves consecuencias para nuestra salud, cosa que aprendería más tarde. Movido por esas circunstancias, decidí presentarme como funcionario. Y como memoria nunca me faltó, me fue fácil ganar aquella plaza.

En aquel momento, el ayuntamiento estaba viviendo las consecuencias de la crisis económica del país, y claro, había que buscar empresas inversionistas que apostaran por nuestra ciudad. Eso hizo que los viajes fueran cada vez más habituales, y con menos tiempo. Tenía que llegar al lugar, hacer las reuniones correspondientes, volver al hotel, pasar el informe y regresar.

Y en casa, en medio de ese año de locura laboral, las cosas no funcionaban muy bien. Bueno, de hecho, simplemente no funcionaban. Después de diez años de noviazgo y cinco de matrimonio, Raquel, mi pareja y amor de toda la vida decidió dejarme y llevarse a nuestros dos hijos.

Por supuesto, tras el juicio, como suele ocurrir, el juez dictaminó que debía dejar el hogar conyugal. Y como es bien sabido, si una mudanza en condiciones normales es considerada como algo muy estresante, ya ni te imaginas en medio de esas condiciones (afortunadamente, la separación, dentro de lo difícil, fue bastante amistosa). No culpo a mi ex, la verdad. Había mostrado mucha paciencia conmigo el último año: mis ausencias eran cada vez más habituales por el trabajo, y cuando estaba en casa, muchas noches, al poco rato de llegar, ya me iba para salir con los compañeros de la oficina de copas y distender el crispado ambiente que últimamente se había creado.

En la oficina, llevábamos años en el departamento sin nuevas incorporaciones, los sueldos congelados y las cargas de trabajo aumentaban a diario. A la hora de comer, bajábamos a un establecimiento de comida rápida donde por muy poco dinero tenías cerveza, hamburguesa y patatas fritas. Y así podíamos volver corriendo a nuestro “amado” quehacer laboral.

A pesar de la advertencia de mi médico, yo seguí haciendo “vida normal”. ¿Por qué cambiar? Me compré las pastillas que me había recetado y punto. Además, lo único que necesitaba era no pensar tanto. ¿Y cuál es la mejor forma de evitar reflexionar sobre lo que a uno le ocurre? Pues, ¡qué grandes amigos son el alcohol, el tabaco y, cuando había la ocasión, las mujeres!

Una mañana, al levantarme, noté un ligero vahído en la cabeza. Pero como casi siempre, la noche anterior había cumplido con mi compromiso de “no pensar” y me había metido en la cama a las dos de la madrugada.

Al llegar a la oficina, me senté en mi silla, abrí el ordenador y de golpe sentí como mi brazo izquierdo caía desplomado perpendicularmente a mi cuerpo al tiempo que, de repente, vi como un halo alrededor de mis ojos y noté una sensación muy extraña, de embotamiento. En ese momento, pasaba por mi lado un compañero. Intenté llamarlo, pero de mi boca no salía ninguna palabra y percibí como por mi mejilla izquierda caía baba. Pasado un tiempo que no sabría decir, la compañera con la que compartía espacio y que habitualmente se sentaba ante mí, tras llegar a su mesa y ver mi estado, se acercó y me preguntó si me encontraba bien. Yo recuerdo que intentaba comunicarme pero mi cuerpo y mi cerebro se habían desconectado completamente. Ese es el último recuerdo que tengo de la oficina.

Cuando volví a ser consciente de mi mismo, me encontraba en una cama de hospital con un suero en mi brazo izquierdo y una mascarilla de oxígeno en la cara. De pie, ante mí, se encontraba mi compañera, la que me había atendido en la oficina.

Ella me explicó que tras perder el conocimiento, llamaron a la ambulancia y me trajeron al hospital en el que me diagnosticaron un Accidente Vascular Cerebral o también conocido como ictus. Parecía ser que mis arterias cerebrales estaban muy obstruidas, lo que, según me dijeron, los médicos denominan isquemia, que es cuando la sangre no pasa bien por estar llenas de colesterol. Mi estado era muy delicado. Yo estaba muy cansado, y la verdad, me importaba todo un pito: mi trabajo no me gustaba, mi mujer me había dejado, casi no tenía amigos, excepto los compañeros de la oficina (si es que los podía considerar amigos), y mi cuerpo era una bola deforme. Además, en muy poco tiempo, se me había empezado a caer el pelo y se me estaba poniendo cada vez más blanco.

En este estado triste y depresivo vino a verme mi ex. Ella es enfermera de ese hospital, por eso la dejaron entrar con mis dos pequeños. Cuando vi a mi hijo con cara de susto y a mi hija llorando, algo se removió dentro de mí y me dije: “no les puedo hacer esto a mis hijos. No se merecen un padre así”.

Recordando este amargo episodio de mi vida, escuché como el Dr. Bosch decía mi nombre, devolviéndome al momento presente:

–¡Jordi Valls!

–¡Servidora! (me encanta esta expresión y por eso siempre que puedo la uso cuando alguien me llama por mi nombre).

–¡Jordi, chico, pero que buen aspecto!

–¡Qué le parece, doctor!

–¡Me pinchan y no me sacan sangre!

–¡Traiga una aguja y lo probamos! –bromeé–.

–De todas maneras, le esperaba hace seis meses. Ya sabe que su estado requería un seguimiento más exhaustivo. Pero bueno, ¡pase! Pase para adentro y cuénteme…

La consulta era la típica consulta de un médico de la Seguridad Social. Una mesa con su ordenador (¡que no falte el ordenador, que no somos nadie sin él hoy en día!), un par de sillas para el paciente y su posible acompañante, una camilla, el esfigmomanómetro (el aparato para tomar la tensión) en la pared junto a la camilla, un negatoscopio (el aparato para ver las radiografías, aunque hoy en día cada vez se usa menos ya que las reciben por ordenador y las ven en pantalla y luego te las dan en CD) y un armario con todo tipo de material para curas.

El doctor Bosch, con su típico fonendoscopio azul oscuro de campana y membrana colgando del cuello (un clásico pero excelente Littmann©) se sentó en su sitio, se puso sus gafas de pasta de color azul y se puso a mirar la pantalla de su ordenador mientras manejaba el teclado buscando mi historial. Y cuando ya lo tenía, me pidió que le pasara las pruebas que tenía en mi mano.

–Vaaaaaamos a ver….. –me dijo–.

A medida que iba leyendo los resultados, observé cómo sus cejas se elevaban en señal de satisfacción.

–Vaya, vaya, vaya,…. Vamos a la báscula por favor –me pidió.

–¡Encantado doctor! –le contesté con una sonrisa socarrona–.

–Setenta y siete kilos. Ha adelgazado treinta kilos en un año, no está nada mal, no. Ahora vamos a ver la tensión arterial.

Me senté en la camilla, apoyé mi espalda en la pared y el doctor Bosch me colocó la banda de tela que se pone en el brazo para tomar la tensión arterial. El médico se puso las olivas del arco metálico de su fonendoscopio en las orejas y la membrana del mismo en el codo de mi brazo izquierdo donde había puesto el brazalete. Empecé a notar la típica sensación de cómo el brazo se oprime cuando se va apretando la pera del “esfigno” tras lo cual sentí como esa presión disminuía a medida que el médico controlaba la salida de aire abriendo la llave de la pera infladora.

Mientras sentía como mi brazo se liberaba de la presión del brazalete, observaba también la misma expresión en el Dr. Bosch que la que había visto hacía un momento mientras leía los resultados de mis análisis.

–Sus niveles de azúcar, triglicéridos y colesterol son completamente normales, su tensión arterial está también completamente normalizada, y la última angiografía indica que sus arterias están libres de sustancias grasas. Veo que me ha hecho caso.

–Mmmmmm…. Pueeeessss…., en algunas cosas sí y otras no…. –le dije con mirada de niño travieso–.

–¿Perdón? –me dijo el Dr. Bosch, mirándome por encima de sus gafas y con cara de incredulidad

–No, si perdonado está doctor… ¡Hahahahaha!

–¿Entonces?

–Bueno, a veces, las casualidades, como el maestro, aparecen cuando el alumno está preparado.

Al oír esta respuesta, mi médico aún quedo más perplejo.

–A ver, a ver, creo que me tiene que contar algunas cosas –contestó mi galeno.

–¡Encantado! ¡Cuando usted quiera!

–Mire Jordi, ya sabe como tengo la consulta, pero si le parece, no sé como lo tiene hoy para comer y me cuenta. Es el único momento que tengo para mí y me gustaría saber qué ha hecho. Porque todo lo que sea mejorar la calidad de vida de mis pacientes me interesa.

–¡Venga! ¡Será un placer! Además hoy me pedí el día libre.

–Jordi, ¿qué te parece si nos tuteamos? Me sentiría más cómodo. Por favor, llámame Toni.

–¡Vale Toni! ¡Perfecto! Conozco un restaurante vegetariano muy cerca. ¿A qué hora quedamos?

–Mira, como no sé a qué hora acabaré exactamente, ¿te parece que nos demos los teléfonos y cuando salga te aviso?

–¡Genial!

Tras darnos los teléfonos, salí de la abarrotada consulta de mi médico de cabecera para dirigirme a un parque que había cerca. Me puse los auriculares y me dispuse a escuchar música celta que me ayudaba a relajarme y a reconectar con mi mismo y mi esencia.

Ya en el parque, empecé a caminar y a sentir el olor de los árboles, de la tierra húmeda por la lluvia que había caído el día antes y a sentir el calor del típico sol de febrero en mi rostro, que tan agradable resulta en esos días de invierno.

Tras un rato de deambular por el parque vi un banco al que le daba el sol y decidí sentarme a disfrutar del momento presente. Y es que tal como había aprendido hacía poco, “el pasado no existe, el futuro es un misterio y el presente es un regalo. Por eso le llamamos presente”. La frase la había escuchado en la película Kung Fu Panda…pero bueno, para el caso….

Estando así sentado, sonó el sonido de flecha que tenía en el móvil como indicador de entrada de un mensaje. Al mirarlo, vi un mensaje de Toni, quien me decía que ya había terminado. A lo que le contesté con un emoticono de un puño con el dedo hacia arriba y le dije que esperase en la salida de la consulta que llegaba en cinco minutos.

Al llegar a la puerta del Centro de Asistencia Primaria, el Dr. Bosch ya estaba esperándome mientras miraba la pantalla de su teléfono.

–¡Hola Toni! ¿Vamos?

–Buenas ¡Vamos!

Empezamos a caminar y en la primera calle a nuestra derecha giramos y continuamos hasta la siguiente esquina en la que había un pequeño restaurante. Era un restaurante con cristalera exterior desde la que podías ver a la gente comiendo desde fuera. Había una docena de mesas y al entrar, una diligente y joven camarera nos invitó a sentarnos en una mesa que quedaba junto a la ventana.

Tras sentarnos, la camarera nos trajo la carta al momento y la empezamos a leer con interés.

En la carta había menú con tres platos de primero, tres de segundo y tres postres, con pan y bebida incluidos. Después de mirar las opciones, Toni me preguntó:

–Bueno Jordi, tu eres el experto. ¿Qué recomiendas?

–Mira, te diré lo que alguien me dijo hace ahora casi un año: “¡Haz felices a tus bacterias!”.

–¿Perdón?

–Sí Toni, de las primeras cosas que aprendí fue que si queremos recuperar nuestra salud, cuando vamos a comer, una de las cosas que debemos pensar es qué les vamos a dar a nuestras bacterias. Lo que se conoce como la microbiota intestinal, que seguro has oído.

–La verdad es que sí, que cada vez estoy oyendo más sobre la importancia de cuidar a nuestras bacterias, pero hasta ahora no había conocido a nadie que me mostrara los efectos de ese cuidado como lo he visto en ti –me dijo mi aún sorprendido médico–.

–Mira, si te parece, escojo por ti y te cuento.

–Me parece una genial idea, Jordi.

Ese día como primeros había una crema de calabaza, sopa de miso o ensalada de aguacate, de segundos espinacas con garbanzos, arroz al estilo chino con lentejas y curry o torta de hortalizas.

–¿Te apetece una crema de calabaza y una torta de hortalizas?

–Me parece perfecto Jordi.

–La torta te gustará, ya verás. Es como una tortilla de patatas pero sin huevo y sin patatas.

–¿Cómo? –me preguntó mi sorprendido médico–.

–Sí, está hecha con trigo sarraceno, un pseudocereal sin gluten, con alcachofas e hinojo. La hacen muy buena. ¡Te encantará!

–¡Hecho!

–Y para beber, veo que tienen kéfir de agua con tres sabores: de uva, manzana o pera. ¿Te parece un kéfir de pera?

–¿Kéfir de agua de pera?

–¡Buff! Tengo tanto que contarte…

Tras pedir nuestro menú a nuestra camarera, Toni estaba impaciente.

–Bueno Jordi, empieza a contarme todo esto. ¿Qué pasó hace un año para que ahora estés así de estupendo?

–Mira, la verdad que todo fue producto de la casualidad, …o no….

Le conté todo mi proceso: mi situación personal, mi situación laboral y el incidente que acabó conmigo en el hospital.

–Sí, bueno, no me extraña que acabaras así, Jordi. Ya te dije que eras un bomba de relojería –me regañó mi médico.

–¡No te enfaaaades! –le dije sonriendo–. Cuando salí del hospital, como puedes comprender, me encontraba muy preocupado y deprimido. Pero también sabía que había llegado el momento de hacer cambios en mi vida. Estando de baja tras el alta hospitalaria, una mañana, para salir un rato de casa, me fui a una terraza para tomarme un agua a la vez que tomaba un poco el sol. ¡Se habían acabado las cervezas y el tabaco, ahora sí! Pero no sabía por dónde empezar a hacer cambios en mi vida. Para distraerme, le pedí al camarero si me podía traer un diario, y como la mayoría de las personas, tengo la costumbre de empezar por el final, donde gran cantidad de diarios hoy en día llevan una entrevista. Ese día entrevistaban a un conocido gastroenterólogo que mencionaba la importancia de las bacterias para nuestra salud. De repente, no sé por qué, tuve la corazonada de que no estaba leyendo aquello por casualidad. Pagué mi consumición y me fui corriendo a casa. Me senté delante del ordenador y empecé a buscar en youtube vídeos de ese especialista para ver y escuchar todo lo que estos pequeños seres podían hacer por mí y a los que, según parecía, estaba tratando tan mal desde hacía tantos años.

–Sí, me suena haber leído esa entrevista que mencionas –interrumpió Toni.

–Bueno. Pues como que me encanta profundizar en las cosas, decidí que aprendería todo lo que pudiera sobre estos extraordinarios seres que habitan en nuestro interior y ver cómo nos podíamos ayudar unos a otros. De hecho, el cuerpo humano siempre me ha parecido algo increíble con unas capacidades que no podemos llegar a imaginar. En mis viajes por trabajo, sobre todo en países orientales, he tenido conversaciones muy interesantes sobre sus costumbres y el modo que tienen de ver el mundo y la salud. Y la verdad es que la búsqueda ha tenido sus frutos, tal y como puedes ver, y tengo muchas ganas de compartirlo con quien me quiera escuchar.

–¡Yo te quiero escuchar Jordi! –volvió a interrumpir Toni.

La camarera nos trajo las bebidas. Estaban muy fresquitas. La joven nos explicó que el kéfir de agua lo hacían ellos con el método de doble fermentación, lo que aumentaba la gasificación, ya que esta segunda fermentación la hacían con los tres tipos de zumos diferentes que habíamos visto en la carta (uva, manzana o pera). Cuando Toni lo probó, no pudo evitar esbozar una sonrisa y sorprenderse con el agradable sabor dulzón y la sensación de cosquillitas que sentía por las burbujas del producto.

–Veo que te gusta –le dije–.

–¡Es sorprendente!

–Además, es todo pura vida –no pude evitar contestarle–. Estamos acostumbrados a comer alimentos siempre “muertos”. Pero esta bebida, el kéfir de agua, es un probiótico, una bebida llena de microorganismos vivitos y coleando que enriquecen nuestro sistema digestivo. Pero ya te cuento más adelante sobre ello.

–Bueno, como te decía –continué–, empecé a pensar cómo podría aprender más cosas sobre el mundo microbiano, y la primera persona que me vino a la cabeza fue una vieja amiga: Marta Camps.

17 Sanchis, Ima. ¡Viva la Pepa! La contra. La Vanguardia. 26 de junio 2004. Barcelona.

18 Las estatinas se utilizan para bloquear una sustancia en el hígado para evitar que forme colesterol

¡Haz felices a tus bacterias! 2ª edición

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