Читать книгу Daguerrotipos - Juan Carlos Núñez Bustillos - Страница 13
ОглавлениеEntrevisté a Alicia Alonso en el camerino principal del teatro Degollado el 20 de mayo de 1991. Ella tenía en ese entonces poco más de setenta años de edad. La figura más admirada del mundo del ballet contemporáneo en ese momento, prima ballerina assoluta, coreógrafa y creadora de un movimiento artístico, de un estilo balletístico para Latinoamérica, actuaba en Guadalajara y habíamos acudido a verla prácticamente todos los del gremio de la danza en nuestra ciudad.
Tantos años seguí de cerca su trayectoria en el ballet, su ideología comprometida y valiente, su perfil tan nuestro, tan latino, que en ese momento, al estar frente a ella, temí romper la magia con una inútil pregunta, pues jamás —yo lo sabía bien— tendría la medida para interrogar a un espíritu grande como el de la Alonso. Sin embargo, su amabilidad y actitud generosa me animó, y fue así como tuve la oportunidad de conversar unos momentos con ella en el intermedio de la función del Ballet de Cuba, esa noche, en el teatro Degollado.
Ella había bailado ya en la primera parte de la presentación de ese día, interpretando, en una espléndida coreografía clásica, al personaje de la reina Dido del relato de la Eneida, de Virgilio. Ahí estaba ella, en medio del escenario —la acababa yo de ver— como una llamarada roja y poderosa, con esa fuerza suya, extraordinaria, alimentada por la evocación del mito de la despechada reina de Cartago que habría de inmolarse en la pira funeraria, después de clavarse en el pecho la espada de Eneas. Aún vistiendo el corto traje de ligeros velos rojos, Alicia descansaba ahora, sentada frente al espejo en su camerino. Volvería a salir hasta el final del programa, en un cierre espectacular, con una coreografía neoclásica llamada Diva, dedicada a María Callas (in memoriam). Así que yo debía aprovechar ese corto tiempo del que disponía para intentar conversar con ella sin abrumarla demasiado.
Alicia Alonso había aceptado la entrevista cuando supo, por su asistente personal con quien yo había hablado previamente, que además de periodista yo formaba parte del Ballet de Bellas Artes de Jalisco, y que conocía y admiraba toda su trayectoria. ¡Cómo iba a negarme unos minutos de conversación!
Cuando ingresé a su camerino, ella se retocaba el maquillaje, dejando caer el polvo en golpecitos de esponja sobre su rostro frente al espejo, y me miró a través de él, clavando sus ojos, acentuados por el negro del delineador, en el agua–plata del espejo.
“Sigue siendo hermosa a pesar de su avanzada edad”, pensé, admirándola. Pero, ahora que lo reflexiono, más que hermosa, Alicia Alonso es y será siempre una presencia que rebasa lo puramente corpóreo. Su espíritu sobrepasa su menuda figura y le brota con vigor por los ojos.
Ella continuó maquillándose —noté que lo hacía casi mecánicamente, sin fijar demasiado la mirada— levantando la ceja derecha y acomodándose el turbante que le ocultaba todo el cabello, dejando su frente amplia al descubierto —la frente despejada es elemental en la presentación de una bailarina de ballet clásico. Sobre el tocador del camerino había todo tipo de afeites de teatro, y a un lado, en lo alto, colgando de un gancho de madera, sus zapatillas de ballet, las que se había retirado para relajar por unos momentos sus pies desnudos y recios, como garras de pájaro.
Estar frente a aquella mujer, menuda y frágil, y al mismo tiempo enérgica y fuerte, deja sin palabras a cualquiera, y yo no fui la excepción en los primeros momentos de la entrevista. Debía aprovechar el escaso tiempo que ella me había concedido y así lo hice. Empezamos a conversar.
Ella, antes de hablar sobre sí misma, se refirió al movimiento de la danza en Jalisco en estos términos: “Veo que aquí, en Guadalajara, se está desarrollando mucho movimiento en el ballet, y que se ha despertado un gran gusto por este arte. Nosotros estamos mandando profesores de Cuba para que junto con los profesores de aquí, podamos estar más unidos que nunca”. Luego me habló de su largo nombre de pila: Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo, que ella abrevió, sencillamente, por Alicia Alonso, al casarse, a los quince años, con Fernando Alonso.
Me contó que nació en La Habana, Cuba, el 21 de diciembre de 1920, de padres españoles. Me narró también cómo desde pequeña se inició en la danza, y me habló de su debut en el teatro de La Habana; de su compromiso con la revolución; de su fe en el pueblo cubano, y de sus ideales. Recordó también la fundación de la Compañía de Ballet Clásico de Cuba, al frente de la cual se encuentra desde 1959, y de cómo fue surgiendo la escuela de ballet cubano, más allá del patrón europeo, creando una nueva técnica.
Me sorprendió la claridad de su palabra y su capacidad de síntesis, aprovechando con habilidad los escasos minutos con los que contábamos. Seguramente habría repetido tantas veces esas respuestas en diversas entrevistas a lo largo de su vida. Sin embargo, lo hacía con naturalidad, como si la entrevistaran por primera vez.
Me contó, emocionada, sobre la reciente coreografía Poema del amor y del mar, de Alberto Méndez, que interpretó en España al lado del bailarín ruso Rudolph Nureyev, “apenas el año pasado” (Palacio de la Misericordia de Palma de Mallorca, el 31 de julio de 1990), dijo, en la que participó también la soprano Victoria de los Ángeles. (Me quedé sin aliento al imaginar el privilegio de contemplar juntas a estas tres gigantescas figuras de la ópera y el ballet: Alonso, Nureyev y De los Ángeles.)
Ella siguió hablando. Yo trataba de no interrumpirla ni con la respiración; la dejaba hablar, que ella dijese lo que quería decir, mientras yo escuchaba el runrún tranquilizador del casete y de cuando en cuando miraba la ventanita de mi grabadora, para asegurarme de que la cinta siguiese corriendo; no fuera a suceder que el azar me jugara una mala pasada.
El tiempo no se detenía y yo sabía que en cualquier momento entraría su asistente para ayudarla a prepararse para la siguiente coreografía —como de hecho sucedió. Al verla entrar, Alicia dijo, para concluir la entrevista: “Nunca dejaré la danza... tengo tanto aún por realizar, que no me alcanzaría la vida”. Y dando por concluida la charla, con toda amabilidad, se dispuso a vestirse para su siguiente caracterización. Yo murmuré un precipitado: “¡Gracias, maestra Alonso!”
Ella se puso de pie y movió las manos en el aire, como buscando algo; su auxiliar la tomó del brazo para ayudarla. La edad le pesaba, y parecía aprisionarle el cuerpo. En ese momento me di cuenta, con estupor, de que Alicia Alonso... ¡casi no veía! Quedé impactada.
Salí del camerino caminando despacio, preguntándome: ¿Cómo es que logra esta mujer desplazarse extraordinariamente en el escenario con la ligereza de la danza, si no puede ver y difícilmente camina por sí sola?
Unos minutos permanecí entre las cortinas laterales de grueso terciopelo del teatro. Tenía que verla de nuevo; mirarla entrar a escena.
La orquesta había iniciado los primeros acordes de la partitura.
Miré al escenario a través de los pliegues del pesado cortinaje y vi en el foro, del lado izquierdo, un piano de cola blanco y las manos del pianista moviéndose como peces saltando sobre el teclado. Iniciaba la original coreografía dedicada a María Callas, que se estrenaba en Guadalajara, y que Alicia protagonizaría.
Entonces la vi.
Caminaba torpemente a tientas, en la penumbra de bambalinas, con un chal de lana cubriéndole la espalda, mientras su asistente la tomaba del brazo y la conducía hasta el borde mismo del escenario, allí, donde una línea delgadísima separaba la luminosidad de la escena de la sombra de la realidad. Ella se quedó allí unos instantes, respiró profundo... y se dispuso a entrar.
Lo que a continuación sucedió fue algo tan extraordinario, tan fantástico, que yo misma, por momentos, dudo del prodigio que presencié.
Como si no tuviese edad, como quien se despoja de los años como de un manto pesado y bromoso, la Alonso arrojó el chal que la cubría y saltó al escenario.
Al conjuro de la música inició su danza y empezó a deslizarse en puntas, en cortos bourrées, suaves, ligeros, casi ensayando el movimiento, con una exquisitez digna de una libélula, hasta colocarse al lado del piano. Ahí se detuvo. Luego, hizo descansar su mano izquierda, blanca, blanquísima, sobre el instrumento, mientras con la otra dibujaba arabescos que salían de su corazón y continuaban en el aire hasta elevarse a la altura de su boca, para luego alcanzar el cielo. Sus dedos largos se movían como si cantara. No, corrijo: sus dedos largos cantaban. Sus manos interpretaban, como la Callas, magníficamente, arias de ópera: Casta Diva, Caro Nome, Un bel di... no importa qué. Verla cantar con las manos junto al piano, observarla jugar con el torso, doblarse, contraer los hombros, abrir luego el pecho, girar la cabeza... extender los brazos..., fue un alarde de expresividad creativa.
Al fondo, del lado derecho del escenario, un grupo de figuras, moviéndose en perfecta sincronía, ejecutaba la danza coral, enmarcando la escena protagonizada por la Callas–Alonso.
La coreografía transcurría, dolorosa y dramática, como fue la vida de María Callas. Poco a poco su danza empezó a envolver el escenario. Nunca vigorosa, pero sí profunda e intensa.
Llegó el momento del pas de deux y Alicia ya no tenía edad. La danza había encarnado en ella, convocada por su mística y su pasión; ella danzaba entre los brazos de su partenaire, quien apoyaba sus giros, la tomaba por la cintura, la elevaba, en un juego estético de vuelos y misterios. Ella misma, Alicia... era la danza. Y hasta en los silencios de la música bailaba su espíritu ensanchado.
Llegó la escena del sacrificio, momento culminante de la coreografía. Como María Callas, quien sacrificó su canto por retener a su desleal amante, ofrendándole todo, incluso su carrera, a aquel amor que la destruyó y la llevó a la muerte, Alicia Alonso también realizó en escena su simbólica ofrenda final: tirada en la mitad del escenario, se retira una zapatilla, la toma con ambas manos, y, mirando hacia la figura masculina de pie frente a ella, se la entrega; es el momento de la renuncia final. Pero él, Onassis–bailarín, lejos de tomar la zapatilla, símbolo de su sacrificio, la desprecia, y con manifiesto desdén mira a la figura yaciente en escena... da un salto y... la abandona.
Instantes dolorosos de una coreografía intensa, representando la tortuosa vida de la Callas hasta su dramático final. Un homenaje de una gran diva, la Alonso, a otra gran diva, la Callas. El público, conmovido, guardaba un silencio denso en la sala ante la grave profundidad de la escena.
Mientras la veía danzar, profundamente conmovida, pensé en otra heroína del ballet, también traicionada por su amor: la joven aldeana Giselle, quien, ante el engaño de Albrecht se volvió loca de dolor. Murió de decepción y... regresó, por amor, de la misma tumba para defender, a pesar de todo, a su amado. Esa “Giselle” que Alicia Alonso interpretó como nadie jamás lo ha hecho en la historia del ballet, junto a Nureyev, papel que la colocó en la cúspide del ballet internacional de su tiempo.
Pensé también en Aura, el misterioso personaje de la novela de Carlos Fuentes, convocada por la anciana Consuelo, quien por la alquimia del amor y la pasión logra encarnar de nuevo su juventud.
Y pensé en “Alicia”... en Alicia Alonso, sí, a la que vi transformarse fantásticamente frente a mí, convocando su fuerza de una manera misteriosa, mágica... por amor al ballet.
“¡Qué no harías por mantenerte eternamente joven!”, escribió Carlos Fuentes en su entrañable novela Aura. Entonces pensé: “Alicia Alonso no envejecerá jamás. Su fuente de vida es el ballet, es la danza, y ha dicho que jamás se retirará. ¡Cómo podría retirarse, si la danza es ella misma!”
La volví a ver años después, en diciembre de 2002, cuando la Universidad de Guadalajara le otorgó el doctorado honoris causa en el Paraninfo de esta casa de estudios. Ahí estaba ella, sobriamente vestida con un traje color champagne y su ya clásico turbante, lentes oscuros, y sus manos... esas manos blanquísimas, que por momentos colocaba estéticamente bajo su barbilla levantada, de bailarina, mientras el orador hablaba de su brillante carrera balletística. Ella y la bailarina, inseparables ya.
Era Alicia Alonso, “la sin edad”.
Era Aura, era Giselle, era Alicia... era la mujer que encarnará siempre, una y otra vez, en un instante, en el eterno segundo en que dura, suspendido en el aire, un grand jeté: la eterna juventud.
La miré de lejos. No me atreví en esa ocasión a acercarme. No quise hacerlo. Los mitos deben mirarse y admirarse así, desde lejos. Hay territorios que son sólo de ellos, y en ellos se encuentran sin tiempo... suspendidos en el misterio.