Читать книгу Daguerrotipos - Juan Carlos Núñez Bustillos - Страница 17

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Frente a un tablero de ajedrez, esa mañana de junio de 1998 nos encontramos Juan José Arreola y esta servidora en su departamento de la colonia Providencia con la intención de conversar y registrar sus palabras para uno más de nuestros programas: Perfiles, serie de entrevistas y producciones a mi cargo en el Sistema Jalisciense de Radio y Televisión.

Arreola, sumamente motivado por la partida ajedrecística, más que por la entrevista, en un momento dado, tomando una pieza con su mano muy blanca y venosa, con entusiasmo, dice:

—Voy a hacer una jugada que puede ser objetable, Yolanda, alfil 4 alfil... ahora tú.

—Bien, maestro, pero antes, yo quiero aprovechar este momento para compartirlo con el público y decirles que una partida con Juan José Arreola es siempre profundamente enriquecedora, y que realmente estoy jugando con un experto ajedrecista, sin posibilidades de triunfo para mí. Soy sólo una aprendiz de ajedrecista que valora la oportunidad de jugar con usted, porque ello significa un aprendizaje constante. Ésa es la razón por la que hemos querido iniciar este programa de una forma un tanto diferente, para conocer a un Juan José Arreola también diferente. Maestro, yo le agradezco enormemente que nos permita acceder a su casa y tomar un poco de su tiempo para este programa.

—¡No, hombre!, pues muy contento de hacerlo, Yolanda, y con respecto a lo de aprendiz, te diré que todos somos aprendices en la vida, y más que nada en el ajedrez, que, como espejo de la vida, nos pone siempre en plan de aprendices. Porque ni el campeón del mundo, aunque pudiera tener ahora apenas unos treinta años o tal vez menos, la edad de nada sirve, porque el aprendizaje se da en cada partida, cada día, cada ocasión. Cuando uno se encuentra de pronto con una movida, con una jugada que se sale un poco de lo normal, haz de cuenta, Yolanda, que el mundo giró, y... ¿dónde están los recursos que yo tengo para esto? Y ya me hizo el adversario una jugada, una variante que me tocó aprender.

El juego continuó frente al tablero. Yo podía percibir claramente el estado vibrante del maestro Arreola mientras jugaba, y apreciar, con admiración, la intensidad detrás de cada movimiento de las piezas. Fue el ajedrez, desde luego, el pretexto para la charla que hoy les comparto.

Arreola había colocado su alfil en una situación amenazante para mí, y aunque sabía que este movimiento era sencillamente un recurso para abrir nuestro programa, y que la partida tal vez no terminaría, le dije:

—Maestro, me mortifica ese alfil. Vamos a tratar de salvar esa amenaza, así, en forma fácil, podríamos ir por el enroque, aunque...

—Tienes razón, tienes razón. Para poder enrocarte tienes que evitar la toma de la diagonal por el alfil, y aquí está uno de los pequeños secretos del porqué puse el alfil aquí. Conste que es una partida un tanto irracional, en estos momentos, frente a las cámaras. Pero ¡qué bueno!, para que sea más viva. El alfil aquí, ya te das cuenta del porqué lo puse, hasta yo mismo lo hice automáticamente. Es una movida automática, alfil 4 alfil o alfil 5 caballo, la hice aquí y estoy ocupando ya la diagonal del enroque. Entonces, ahorita es imposible para ti hacer el enroque hasta que logres anular la posición del alfil, que logres interrumpir la línea o correr al alfil...

—De momento no puedo hacerlo, maestro Arreola, con este otro movimiento... Le toca a usted mover.

—Sí, sí, me toca mover, yo estoy tranquilo ahí... Muevo, desarrollo, caballo 3 alfil.

—Fíjese, maestro, que yo recuerdo un cuento suyo, espléndido, que me contó durante una de nuestras primeras entrevistas: “El rey negro”.

—“El rey negro”, sí, trata de ajedrez, pero también de una situación amorosa y el cuento viene a ser autobiográfico, porque “El rey negro” es el final de una experiencia, de una aventura, de una relación amorosa, y narra el drama en forma de partida de ajedrez. Da la casualidad de que el adversario es el galán que en la vida real me quita a la dama, y en la partida de ajedrez, con un sadismo extraordinario, va desarrollando el juego de manera en que quedo yo sin nada que mover, ¡nada! Y llego finalmente a una posición de mate alfil y caballo.

—El final del cuento es estrujante, cuando cae el rey negro del tablero y rueda por el piso...

—¡Ah, sí! Cae de la mesa. Y el joven, muy galante, lo levanta y lo vuelve a poner sobre el tablero para darse el gusto de darle mate. Yo, en realidad, debí de haber abandonado la partida, pero en ese momento estoy tan atarantado que no se me ocurre ya decir “que esto cese”, sino que él, mi adversario, se esmera en que siga, para tener la satisfacción de llegar al mate.

—¿Así que usted cree, maestro, que la vida es como una partida de ajedrez?

—¡Sí, mucho! Por eso el ajedrez, a lo largo de la historia, ha sido siempre una fuente de ejemplos para la vida real. No te imaginas, Yolanda, la cantidad de libros que se han escrito sobre la vida humana basados en el ajedrez. Cada peón representa, si no una clase social, sí un oficio dentro de una clase social trabajadora.

—Un gremio...

—Un gremio, sí. Un peón es un miembro del gremio. Por ejemplo, los tejedores, los leñadores, los labradores, en fin, cada peón representa un oficio para dar la idea de la sociedad. Vienen luego los caballos, los alfiles, las torres y, claro, el rey y la dama, los entes superiores. El caballo podía ser el caballero, el señor feudal.

—Me llama la atención cuando usted dice que todo puede ir bien, pero que de pronto, como en la vida, hay situaciones inesperadas...

—Se detiene el tiempo y se detiene la vida. Y una casilla del tablero se vuelve el centro del mundo. De ahí hice una frase, que viene en uno de mis libros, que dice: “La presión ejercida sobre una casilla, se propaga en toda la superficie del tablero”. Es que hay ocasiones en que una casilla es toda la partida. Por ejemplo, un peón que no hay que permitir que siga en esa casilla, hay que atacarlo, incluso sacrificando otra pieza por el peón, con tal de que desaparezca de ahí; porque de lo contrario se va a convertir en una pesadilla, va a ser un peón que va a coronar y a llegar a dama, y esto es tremendo.

—Maestro, uno de los objetivos de la grabación que hoy realizamos es acercarnos al hombre, al ser humano, más allá del escritor que todos conocemos, que, claro, es inseparable, pero, ¿qué le parece si dejamos unos momentos la partida —porque además, usted es capaz de darme el mate tranquilamente— y...

—¡Ojalá y se pudiera! —ríe el maestro Arreola.

—Fácilmente lo haría usted, por supuesto, y nos platica un poco de su infancia, queremos conocer cómo fue aquel niño, allá en Zapotlán.

—Bueno, mira, fue de una riqueza particular, y al mismo tiempo fui un niño angustiado. Tuve una infancia como la de mis hermanos y mis primos, que parecía privilegiada, por las familias de las que procedíamos: personas trabajadoras del campo, de la carpintería, de la herrería, y de la mecánica de precisión. Todo esto nos permitió tener mil oportunidades de juego, de distracciones. La escuela se abría y se cerraba cada jueves y domingo, porque nos tocó a las personas de mi generación una etapa muy difícil de la educación en México. Calles estaba dispuesto a que la educación fuera oficial, en contra de las escuelas religiosas, católicas, y cerraba las escuelas continuamente. Sólo quedaban abiertas las escuelas oficiales, que empezaban a constituirse ya en serio. Entonces no tenían personal, no tenían buenos maestros. Y en ese tiempo coincidió un hecho no fortuito, sino complejo: la moda. Fue la primera ocasión en que de veras hubo minifalda. Apenas en estas épocas, de la absoluta y total minifalda, se ha vuelto a repetir el fenómeno desde mil novecientos veintitantos, 1924 o 1925, cuando empezó la minifalda, y era sencillamente una cosa terrorífica. Sobre todo para los niños, no nos dejaban salir a la calle “para que no viéramos esos espectáculos”.

—¡Vaya!, ¿tuvo una educación muy rígida entonces, maestro Arreola?

—Sí, eso sí, muy rígida. Pero lo curioso es que yo no me quejo de esa educación rígida, sino, lo que lamento en realidad es que no haya sido todavía más rígida, porque para una persona como yo y otros contemporáneos míos, pues se necesitaba una auténtica rigidez, una educación casi dentro de un cuadro militar, porque si no, nos desbalagábamos. Como estaba la revolución cristera durante esos años, y se vivían ecos de la revolución grande, pues sencillamente todos estábamos como influidos por la violencia revolucionaria y la rebeldía. Yo mismo, en un momento dado, después de padecer una enfermedad muy larga que me debilitó extraordinariamente el cerebro, pero que al mismo tiempo me lo dejó capaz de una lucidez llevada al extremo, te estoy hablando de cuando yo tenía ocho años de edad, o tal vez antes de los ocho años, entre los seis y los siete, yo padecí el suplicio de la lucidez, porque yo deliraba de tal modo que los sueños los veía con los ojos abiertos, el cuarto se me llenaba de imágenes y de figuras en movimiento. Entonces, esa niñez tan patológica no podía ser la de un niño feliz. Yo veo que mi hermano mayor, ligeramente mayor que yo, mis primos, llevaban vidas de niños realmente felices, porque todas sus circunstancias eran las de los niños que podemos llamar “normales”. Yo era un niño enfermizo, atacado por la imaginación.

—Usted es miembro de una familia numerosa... y me decía, sin embargo, que a su padre le gustaban los libros y que desde niño tuvo contacto con los libros...

—Eso es cierto, completamente. Y, naturalmente, mi papá nos enseñó a tratar bien a los libros, a respetarlos. Los libros eran bellos, y entonces, como nos enseñaron continuamente a no maltratar las cosas, ni los juguetes ni los libros de la escuela, todo lo teníamos bien cuidado. Cuando nos regalaban un libro de cuentos bonito, posiblemente un cuadernito de cuento, que los había hermosamente impresos, ya sabía uno que los libros eran para tratarse muy bien. Y ese buen trato a los libros y el goce que nos producían marcó mi infancia. Leíamos mucho mis hermanas mayores Elena y Cristina, mi hermano Rafael y yo. La casa fue el lugar en donde más aprendimos a leer, por mis hermanas mayores y por mis padres. Resulta que mi madre era muy sensible, pero tenía poca instrucción, y sin embargo se le quedó grabado lo poco que leyó en su niñez, en su adolescencia y en su juventud, y ella nos hablaba de Romeo y Julieta, ella leyó no el drama de Shakespeare sino como una especie de leyenda, anterior o contemporánea, basada en la novela de Shakespeare. Sí vivimos en una atmósfera que no puedo llamar “libresca” porque eso da otra idea, pero sí en una atmósfera en donde se amaban los libros y se sacaba de los libros el material para la vida misma, porque todo nos lo aprendíamos de memoria.

—Maestro Arreola, la memorización, desde la infancia, le da a usted la música, el ritmo de la palabra, y el amor a la literatura…

—A mí me entró la literatura por la melodía, sí, la frase, ya sea en verso o en prosa, pero siempre armoniosa...

—¿Recuerda algo que especialmente se haya grabado en su memoria?

—¡Cómo no, cómo no! —y empieza Arreola a declamar:

Hay en la peña de Temaca un Cristo.

Yo, que su rara perfección he visto,

jurar puedo

que lo pintó Dios mismo con su dedo.

Hasta ahí ese pasaje poético, ¿verdad? y lo mismo en prosa:

El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña.

Es el principio más o menos alterado de La canción de Rolando. En los libros venían leyendas y cuentos basados en textos clásicos a veces tan antiguos como La canción de Rolando. Entonces venía la magia de los nombres: El nombre de la espada, “Durandal”, el compañero, “Oliveros”... y así. Nos envolvía un aura de leyenda, y todos empezábamos a escribir, a tratar de juntar unas palabras con otras y a tratar de decir algo en las composiciones. Esto es importante porque hay que recordarlo, siempre se olvida y hasta yo mismo lo llego a olvidar: hay que darnos cuenta de que en los años veinte, en un pueblo, no teníamos diversiones organizadas, allá de vez en cuando que llegaba un circo o una compañía de variedades, ¡pero era tan raro!, pasaban dos o tres años y, cuando la revolución cristera, pues durante cinco o seis años no iba ninguna compañía de teatro. ¡Nada! Entonces no había cine, el cine era un espectáculo prohibido. Aunque existía una sala de cine, tenía muchísimas dificultades para funcionar durante la revolución, más bien la cerraban. ¡Cuándo llegaban las películas! Era impredecible. Los trenes, a veces nomás no llegaban en toda la semana. Tenían que hacerse acarreos, hablamos de mulas y de carretones tirados por yuntas de bueyes. Me tocó todavía un mundo muy anterior al mundo real, que era el mundo de los años veinte. Aquí en Guadalajara, la primera vez que vine y ya hasta cuando vine a trabajar en el año 34, Guadalajara era una ciudad de mesones. Lo que rifaba en Guadalajara eran los grandes mesones donde llegaban los arrieros con sus recuas de mulas, y de burros fuertes. Eran camineros, venían a comprar mercancía para llevarla a todas las regiones no aledañas sino bastante lejanas. Desde Guadalajara se iban a llevar cosas a Tapalpa, mercancías a Autlán, que no era todavía un centro de distribución importante. Zapotlán ya lo era desde el siglo pasado. Por eso tuvimos también la “arriería”, y los arrieros llevaban continuamente las novedades de otros lugares, las mercancías, las frutas, los dulces. La feria de Zapotlán ahora ya no es más que una feria de “probadita”. Ahora que quise intentar las memorias, estoy desilusionado porque habiendo registrado mucho, en realidad fue más lo que se me olvidó decir que lo que pude registrar, y claro, ya no tengo tiempo porque la vida es imposible que me lo pueda dar. Me refiero al tiempo realmente necesario para contar las cosas si no por orden, por lo menos con ilación y sin olvidos. Me olvidé, nada menos en el primer tomito de mis memorias, de mi primera comunión, que es un hecho fundamental en mi vida...

—¡Cómo, maestro!

—No, pues fue tremendo...

—A ver si lo recuperamos ahora, en este programa...

—Bueno, en el programa sí se puede recuperar. Lo diré brevemente, pero fue una tragedia realmente. El hecho más importante de la infancia, en un pueblo, en una familia como la nuestra (familias como las nuestras; siempre hay que recordar que venimos de dos familias, la paterna y la materna), entonces, mi primera comunión fue un drama, porque yo no me resolvía a afrontar, a enfrentarme al hecho dramático, como podría decir, la palabra muy posterior, traumático de la confesión. Yo me sentía el niño más pecador, más pecaminoso del pueblo, precisamente por la imaginación. Duraron tiempo preparándome para la primera comunión, me llevó mi papá con un sacerdote que había sido compañero suyo en el colegio para que me ayudara, compañero maestro.

—¿Qué edad tenía usted?

—Yo he de haber tenido alrededor de unos siete u ocho años. Estaba ya lleno de culpas intolerablemente pesadas, difíciles, vergonzosas de comunicar. La comunión se llevaría a cabo en un templo que era la capilla de un hospital, la capilla del Hospital de San Vicente. El Hospital de San Vicente, por azares —iba a decir de la geografía—, por azares del preurbanismo, estaba ubicado contra esquina del rastro municipal, así es que era una cosa tremenda, porque en ese rastro los habitantes eran aéreos: los zopilotes, que volaban a todas horas por el rastro y por el hospital. Los enfermos estaban, pues, la mayoría en el suelo porque no había para equipar camas...

—Como de pesadilla para un niño...

—Sí, muy doloroso, por impresionante. Me acuerdo que, ya habiéndome confesado, y ya yendo a dos cuadras del hospital tuve que devolverme, nos devolvimos, porque me había acordado de dos o tres pecados más, tenía que irlos a decir. Todavía a la mañana siguiente me quedaron pecados pendientes. Pero aquí viene el hecho grave: el hecho grave fue que amanecimos para la primera comunión, la debimos de haber hecho juntos mi hermano Rafael y yo. Nos prepararon bien, nos vistieron de marineritos, pero yo había estado enfermo, había tenido un largo padecimiento —tres enfermedades juntas, duré como tres meses en la cama— y no podía ni caminar bien de tan delgado que quedé. Y uno de los pasatiempos de enfermo, de los pocos que me dejaban tener como golosinas, eran unas galletitas que se llamaban “perla”. Eran unas galletitas chiquitas, con figuritas, como de florecitas, había unas de forma como de trébol de cuatro hojas, muy sencillitas. Entonces mi mamá estaba preparándose para ir a la primera comunión, en su tocador, y había una persona que la estaba ayudando a peinarse. Y en ese momento yo, que andaba dando mucha lata, mi mamá me regañaba: “¡Ya ponte en paz! ¿Así te estás preparando para comulgar?” “¡Voy a ir con el padre!” “Pues sí tienes que ir antes de comulgar para que te vuelva a confesar”. Pero en eso me hallé yo una galletita, la partí, pero así, nomás la cuarta parte de la galleta, un pedacito pequeño, y mi madre que me ve comerla y, nunca se me olvida, que se fue deslizando hacia un lado del sillón en el que se encontraba, ¡se desmayó!

—¡Claro, no podría comulgar!

Yo en ese momento intentaba contener la risa, imaginando la situación y ante el dramatismo con el que el maestro Arreola recordaba este episodio. Lo miraba, y él mismo ya no sabía si reír o llorar ante ese recuerdo. Y continuó su relato:

—Entonces tuve que hacer el papel del comulgante, pero en plan de “convidado de piedra”, porque el que comulgó fue mi hermano. Yo con mi vela en la mano, ¡y nada!, no pude comulgar, no había manera. ¡Entonces, ese fracaso fue tan terrible! Mi madre, ¡cómo me iba a perdonar semejante cosa! ¡Mi padrino de comunión quedó en ridículo ahí, con el comulgante inepto! Entonces, Yolanda, pues yo sufrí de niño, vejaciones sin límites, y todo esto fue como un castigo ya sobre mi conciencia de por sí tan recargada. Hubo que dejar pasar como ocho o quince días y ya hice mi primera comunión, pero sin pompa ni ceremonia.

—Y el niño Juan José Arreola, durante mucho tiempo llevó a cuestas la pesada carga de sus remordimientos y de su culpa. Sin embargo, a lo largo de toda una vida, ¿cuál es el concepto de Dios que tiene Juan José Arreola?

—A pesar de todo el racionalismo que me haya invadido —aunque yo no sea un racionalista, yo soy una criatura irracional—, pero sí, el racionalismo se abre paso a través de los libros de historia, de filosofía, de la religión misma, en fin, con un sinnúmero de adquisición de conocimientos, voluntaria e involuntaria, en la vida misma… de todas maneras sigue habiendo, digamos, el Dios original de la infancia que no ha desaparecido de mí para nada. Dios juez que convive con otra entidad ya muy compuesta por tantas tradiciones teológicas y teístas. Entonces, eso ya es un mundo casi imposible de manejar, la idea de la sucesión de dioses que puedo tener en la memoria. Y el Dios más personal que pudiera yo demostrar, sería un Dios que resultaría otra vez en mi vida, herético, porque sería un Dios primo motore, y en ese sentido aristotélico; pero también sería el Dios que se invierte en su creación, el Dios sería la cápsula original del desarrollo, lo que ahora se concibe como explosión original. Sería entonces la manifestación de Dios de carácter casi explosivo en el cosmos, en cuerpos celestes; concretamente, la elección —eso sí lo sigo creyendo, dentro de todo mi racionalismo— de la tierra como hábitat del espíritu. Por más que me lo digan, y me hablen, y me lo repitan sobre mundos habitados, o subrayen que el cosmos es gigantesco para que un cuerpo celeste tan mínimo como la tierra, que apenas podemos llamar celeste, nos albergue, pero así es. Existe, claro, un espacio inconcebible para nosotros por su dimensión y su eternidad.

Un tono de espiritualidad, arrastrada desde la infancia, lo habita. Y para cerrar este momento del programa, Arreola toma de su estante un libro empastado en cuero café, lo abre y leyendo, cita: “Él hizo mi lengua como cortante espada. Él me guarda a la sombra de su mano. Hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba” (Isaías, cap. 49).

El programa televisivo Perfiles, que finalmente realizamos en dos partes por la exuberancia de la palabra del maestro, nos permitió conocer a un Arreola volcado en reflexión profunda y crítica sobre su vida, sus opciones, sus decisiones, las cuales, a la luz de los años, juzgaba ahora con una mayor autocrítica. Debo decir que, en estos últimos cinco años de su vida, él había abandonado ya actitudes teatrales a las que recurrió en su juventud, para mantener en su conversación un tono sereno, siempre honesto y en ocasiones hasta confesional.

No es el lugar ni el momento de dar cuenta, en este libro, de la totalidad de nuestras largas conversaciones, porque ello ocuparía todas las páginas de este volumen —y tal vez de otro más. Quiero destacar, sin embargo, el hecho de que antes de esta grabación del programa Perfiles ya teníamos muchos meses, Arreola y esta servidora, de charlas, entrevistas y partidas de ajedrez. Me parece muy importante dar cuenta, con base en la fecha de publicación de este libro, a propósito del xxx aniversario del programa A las nueve con usted... de cómo fue que Arreola se convirtió en colaborador de nuestro programa.

Durante una de mis visitas a Ciudad Guzmán, al conducir por la autopista Guadalajara–Colima, disfrutando de los campos verdes de alfalfa retoñada, del saludo discreto del volcán de Colima con eventuales fumarolas en forma de nimbos y mirando deslizarse a mi izquierda, con rítmico sonido metálico, el rojo marrón del tren de carga, paralelo a la carretera, se me ocurrió una nueva sección para el programa. Hablaríamos de ajedrez y se llamaría “Desde la torre del rey la dama escucha...”. Y, claro, Arreola tendría la palabra.

A mi regreso a Guadalajara preparé mi propuesta por escrito, argumentando muy bien los objetivos del proyecto, la periodicidad y los detalles necesarios para el planteamiento. A la primera oportunidad, esa misma semana, visité llena de entusiasmo al maestro Arreola. Ya me esperaba en la salita de su departamento. Luego de saludarlo, le entregué el legajo, una carpeta que contenía unas diez hojas escritas. La tomó, me miró, y le dije: “Es una invitación a que colabore conmigo, maestro Arreola, en ajedrez”. Echó una rápida mirada a los papeles, ojeó sólo el título del proyecto y me regresó los textos sin siquiera leerlos. Luego me dijo: “No, Yolanda, no tengo tiempo de leer... no quiero saber nada de papeles”. Mi desilusión fue enorme, como se podrán imaginar. Pero sólo duró unos segundos porque, inmediatamente, Arreola añadió con gran entusiasmo: “¿Cuándo empezamos?”

Así fue como Juan José Arreola se convirtió en colaborador de nuestro programa, semana a semana. Bauticé la sección como “Desde la torre del rey, la dama escucha...” porque, para facilitar su participación, yo iría cada semana a su casa a conversar con él sobre ajedrez, y de ahí saldría su colaboración, tanto para la radio como para el periódico El Informador.

Así fue como iniciamos nuestras charlas.

Durante las primeras sesiones, Arreola, agudo alfil de la palabra, lo mismo hablaba de la estrategia que se da entre dos ejércitos para defender a su rey en el tablero como, por analogía, de los retos y tácticas que se presentan en la vida diaria para todo ser humano. Generalmente, nuestras citas se daban por la tarde. Me recibía Claudia, su hija mayor, con su cabello rubio recogido en una trenza y su siempre amable sonrisa —admirable y amorosa compañera de su padre—. Arreola me esperaba en la sala de su departamento, semirrecostado sobre un sofá de piel. Se veía cansado. Sin embargo, a medida que conversábamos, le veía recuperarse con una fuerza vital que venía de... ¡sabe Dios dónde! Tal vez de su propia pasión por el ajedrez, fuerza que le permitía incorporarse y, todo él, sus manos, sus ojos, su actitud, capturaban la elocuencia, y empezaba a hablar como inspirado por Dioniso. Solíamos jugar primero una partida de ajedrez. Me invitaba, eventualmente, una copa de su vino favorito, Milmanda, de Casa Torres, de uva chardonnay, y me daba una cátedra sobre el color amarillo dorado del vino y sus notas frutales sobre sutil vainilla; luego conversábamos un buen rato hasta que, de pronto, se sentía fatigado y me decía: “Hasta aquí, Yolanda. Soy ahora un profesional del cansancio”. Inmediatamente recogía mi grabadora y me despedía, agradeciendo y valorando inmensamente el tiempo que este hombre lleno de riqueza vivencial, de imaginación creativa y de generosidad de palabra me ofrecía.

Se fueron desgranando así todo tipo de temas, siempre en torno al ajedrez:

—¿Qué papel ha desempeñado el ajedrez en su vida, maestro Arreola?

—El ajedrez me ha formado de tal manera que durante periodos muy largos ha sido mi vida entera. Si me hubiera sido posible elegir en la vida qué iba a ser, o qué quería ser, habría dicho: ajedrecista. Sólo que para ser un jugador notable hay que empezar desde la primera infancia y yo fui un ajedrecista tardío porque empecé a jugar a los veinte años. La única cosa que no comprenderé nunca de mi padre —a quien tanto le reconozco y que sé que todo lo hizo por mí y para mí—, es por qué no nos enseñó a jugar ajedrez desde niños a mi hermano y a mí.

—Entonces, maestro, ¿quién lo enseñó a jugar?

—Fue un amigo de mi padre, Carlos Preciado, quien me vino a enseñar a jugar ajedrez cuando yo tenía ya veinte años. Era el padre de una muchacha a la que yo pretendía; iba a su casa a diario con el pretexto del ajedrez, y en una ocasión me lo encontré frente al tablero. “¿Tú no juegas ajedrez?”, me dijo. Contesté que no, “Pues yo te enseño”. Dicho y hecho, la señora y la muchacha desaparecieron casi de la escena, y él y yo nos pusimos a jugar ajedrez. El hombre me ganaba todas las noches, interminablemente, hasta que encontré la forma de defenderme y empezar a ganarle, a tal grado que nunca me volvió a ganar una sola partida. A él le debo haber aprendido a jugar ajedrez.

—¿Y qué pasó cuando finalmente jugó con su padre?

—Él se llevó la sorpresa de que muy pronto tampoco me pudo ganar ni una sola partida. Porque mi padre, que gustaba mucho del ajedrez, era un hombre muy caprichudo, como yo. Él decía: “Todo se puede hacer en el ajedrez como a uno le da la gana”. Mi papá llegaba a tales movimientos de apertura, que es la única persona a la que yo le he dado el “mate del loco”, que es un mate en dos jugadas que se da con las negras, luego que las blancas han salido con dos peones de manera suicida. Es mucho más breve que el “mate del pastor”. Entre los amigos se habla de este jaque como una broma.

—El rey es la pieza para defender la partida.

—El rey, sí que es una pieza torpe, porque sólo se mueve una casilla para adelante, para atrás o para los lados, y está expuesto a ataques continuos. Es una pieza casi anodina, que de pronto se convierte en la pieza principal de los finales.

—Como sucede en su cuento “El rey negro”.

—Sí, efectivamente, yo tengo un pequeño texto que se llama “El rey negro”, que es un drama de amor pavoroso. Está basado en uno de los mates más difíciles y notables del ajedrez. Se llama “el mate de alfil y caballo”. No quedan más que los reyes, pero uno de ellos, el blanco, tiene dos piezas: el alfil y el caballo. Este hombre del cuento está tratando de que su adversario no lo pueda matar, y sigue jugando: “Ahora vago inútil por el tablero...”. El hombre, que pierde la dama, y por lo tanto la partida de una manera trágica, es realmente un hombre que ha perdido a la mujer amada por una inexplicable torpeza, por no haber sabido mover sus piezas. “Desde el principio jugué mal esta partida”, dice el personaje: adversidades en la apertura, cambio de piezas con clara desventaja, hasta que la partida ya no tiene remedio y al final dice: “Ahora vago inútil por el tablero de blancas noches y de negros días...”, como en el soneto de Borges que reproduce a su vez un texto de Khayyam, sólo que yo lo invierto y obtengo un nuevo resultado: blancas noches, noches en vela; negros días, de derrota y pérdida de amor.

—Maestro, ¿pecaría yo de imprudente al preguntarle si este cuento tiene que ver con su vida?

—¡Sí!

—¿Sí peco... o sí tiene que ver?

—No pecas y sí tiene que ver, porque yo no he escrito nada que no sea autobiográfico. Esto es una historia de amor que me ocurrió en la vida. Una muchacha era miembro de mi taller de literatura. Yo jugaba ajedrez con amigos, uno de ellos muy notable, que llegó a ser gran maestro de ajedrez en México, se llama Enrique Palos Báez, porque este amigo ajedrecista me acompañó en la derrota, en la pérdida de la mujer amada. Yo no encontraba más diversión que en el ajedrez y él venía todas las tardes a jugar conmigo para distraerme y para que yo superara el drama del amor. Lo logré y me rehice jugando con él, y de pronto se me ocurre el cuento; al escribirlo y dedicarlo a mi amigo, que me ayudó a olvidar, olvidé. Transformé el dolor, lo elaboré literariamente y esto me dio un bálsamo y logré algunas de las mejores frases que he escrito en mi vida con ese cuento del rey negro.

—Y si hemos hablado del rey, veamos ahora a la dama, maestro.

—La dama, sí, la pieza más poderosa del ajedrez. Aunque la dama nunca debe salir prematuramente. Sin embargo, hay jugadores que han hecho del sacar pronto la dama un arma frecuentemente mortal; pero es muy arriesgado que la dama ande danzando fuera de su casa —en este momento Arreola se ríe con cierta picardía, asumiendo con humor, por la expresión de mi rostro, el sesgo machista de su frase; pero no se detiene, y continúa con su charla—. En La feria tengo un pasaje en la confesión general que dice: “Me acuso padre, de que di un mate al rey con la reina sola, sin apoyo”. Esto me ha tocado a mí verlo, me tocó ver que un amigo le dio a otro mate con la reina sola. Al otro jugador todo lo que le hacía falta era hacer rey por dama, con su peón, pero como el adversario lo dijo tan contundente: ¡mate!, pues abandonó y se rindió.

—Y... ¡cuántas personas dan mate sin apoyo, en la vida, pero con tal seguridad y convicción que dejan a su adversario sin capacidad para responder!

—Sí. Puede ser un hombre de negocios que en un momento dado lo sorprenden y se da por perdido. Otras veces, en una partida correcta, las victorias se construyen con base en presencia de ánimo, dominio moral. Existe ese elemento psicológico que influye de tal manera que el jugador empieza cada vez a ser más débil, no sólo sin defensa sino colaborando al ataque del contrario. Hay muchos mates que son preciosos y figuran en las antologías de grandes partidas; mates que no podrían haber sido nunca sin la colaboración del vencido. El ganador realiza jugadas peligrosas, perdedoras, y sin embargo resultan, porque las hacen con toda la convicción del mundo, como el sacrificar una o dos piezas y acabar matando. Después el perdedor se da cuenta de que pudo haberse salvado por completo y de que nunca le habrían ganado si no se hubiera dejado intimidar.

—Ha mencionado la palabra sacrificio...

—¡Ah!, el sacrificio implica una condición masoquista; una actitud que acepte el sufrimiento, porque el que se sacrifica tiene que salir, no de un problema, sino de una serie de problemas. Yo pertenezco psicológicamente, existencialmente, moralmente... al mundo de los masoquistas. El masoquismo es importante como fenómeno humano y el término surge a partir de las novelas de Masoch, porque sus personajes tienen rasgos masoquistas. El sacrificio es un recurso de primer orden en el ajedrez. Yo soy un maniático sacrificante.

—¿Cuál es la función del sacrificio?

—¡El desconcierto! Todo adversario a quien su oponente le hace un sacrificio se desconcierta, y una de las primeras cualidades en la vida y el ajedrez es desconcertar a la persona que tenemos enfrente. Si existe un problema de diálogo con determinada persona, lo primero que tenemos que hacer para dominarla es desconcertarla. Entonces empieza a cavilar desde el hecho de aceptar o no el sacrificio, la mayoría opta por aceptarlo, y se crea entonces una situación de sacrificio, de inferioridad psicológica, porque el que sacrifica asume rápidamente una actitud de superioridad. El que sacrifica es un triunfador.

—En esta situación existe también una buena dosis de sadismo.

—Eso no tiene remedio. Todo el que gana una partida de ajedrez es un sádico porque ha jugado para ganar, para destrozar al adversario. Otra vez tenemos ahí a la vida misma. Esa pareja antagónica que existe: sadomasoquismo, está en el centro del ser humano y todos tenemos algo de ello. Yo, por ejemplo, me considero un masoquista auténtico, porque desde niño he sufrido situaciones de pérdida o desventaja. Tuve un hermano que era verdaderamente brillante por naturaleza: guapo, rubio y de una inteligencia, a su edad, privilegiada. Yo era todo lo contrario, lo demuestra el primer apodo que recibí: “Juan el Malhecho”. Frente a mi hermano, Rafael “el Bienhecho”, el capaz de todo. Yo fui siempre el feo, el incapaz. Entonces seguí un esquema muy curioso, era como un decir: “Yo nada puedo contra mi hermano, porque mi hermano es de una inteligencia superior”, y me batía en retirada. Yo me he dedicado toda la vida a destruir mis posibilidades de éxito personal, íntimo, sentimental, siguiendo ese esquema. Como mi viaje a París; fue algo masoquista aceptar este viaje desoyendo la felicidad en que vivía, de recién casado, con una hija preciosa y una esposa admirable. Por eso digo que soy esencialmente de condición masoquista. Creo que lo poco que he hecho en la vida, en la literatura, en el teatro, en el ajedrez, fue un propósito que finalmente se cumplió. Mi lucha con la vida no ha sido sino una lucha contra lo insuperable.

—Su inconsciente le puso una especie de “gambito”...

—Efectivamente, de una manera constante. Fue una larga batalla que yo creía haber perdido, y llegué a reclamarlo mucho. Pero, después de todo, creo que mi padre tuvo predilección por mí, por mi gusto por la literatura desde niño.

—Esta historia infantil es, precisamente, la que hace a usted ser Juan José Arreola. Le aseguro que no cambiaría su infancia.

—Sí, es cierto. La superación de todos esos inconvenientes me llevó a constituirme en ese alguien que ahora soy.

Y así, siempre frente al tablero de ajedrez, nuestras charlas se fueron tejiendo en el disfrute del juego, pero también en el disfrute de la palabra compartida. Debo decir que pronto, muy pronto, los radioescuchas esperaban el programa con ilusión, y los lectores de nuestra sección periodística aumentaban semana a semana. Al comentarle esta respuesta de la gente, frente a nuestro proyecto, Arreola me sorprendió con estas palabras, que significaron para mí uno de los más profundos estímulos en mi carrera de comunicadora:

—Qué bueno que ha habido, Yolanda, la respuesta tan grande que tú te mereces, por la difusión de tu programa y por tu capacidad de comunicación, que la tienes innata. Yo te he querido mucho desde que te conozco, porque en realidad, viéndote a ti, estoy deslumbrado, porque me veo en un espejo. Me duele decirlo porque tú estás realizando lo que yo ya no puedo seguir realizando, pero que un día sí realicé. Por eso cuando te oí las primeras veces me recordaste mucho a mí mismo, y me dije: “Esta mujer está encendida en el mismo espíritu de decir lo que siente, lo que piensa, y propagarlo”. Tú, sin saber esto, me has invitado, y yo he aceptado porque, a pesar de mi pobreza, me dije, no me quiero llevar nada, todo lo que yo conozco lo quiero pasar al costo. Lo podrán recibir las personas que me escuchan si se capacitan, y no porque yo sea un sabelotodo o que me crea un sabio, pero sí se capacitan para recibir algo del torrente de dones que me ha dado la vida. Entre esos dones uno de los más preciosos, si no el más precioso de todos, es el juego del ajedrez. Mira, se pasaron la vida todos los escritores importantes escribiendo dechados de la vida humana, basados en el juego del ajedrez. Es imposible que nos pongamos a mencionarlos, pero basta mencionar el primero de Chessoli... que es un texto en latín, italiano, y luego textos franceses y demás. Todos vieron la semejanza con la vida humana.

Agradecí enormemente al maestro Juan José Arreola sus palabras, sobre todo porque en el oficio cotidiano de comunicar, en vivo, uno siempre está expuesto, por un lado, al error de uno mismo que salta cuando menos lo esperas, por otro, al halago fácil, ante la generosidad de quienes te reciben. Pero también, y esto es muy difícil, al escarnio y al comentario artero y de mala fe de quienes no tienen nada mejor que hacer que estar pendientes de tus errores y no para construirte con una crítica honesta y responsable, lo cual uno agradecería, sino para mofarse solapadamente, muchas veces embozados en el anonimato, señalando con dedo de fuego juzgador y destacando debilidades o errores, que son parte del reto diario. Por ello, nunca olvidaré estas palabras de Arreola, que resumieron para mí la pasión de comunicar. Y, claro, una vez más, en analogía con el ajedrez, unas veces se acierta, otras se falla, unas veces se gana y otras se pierde. Este tema fue, en más de una ocasión, asunto de nuestras charlas:

—Y entramos aquí a otro campo peligroso: ¿cómo enfrentar la angustia de perder, en contraste con el placer de ganar, maestro Arreola?

—Mira, hace mucho que se me ocurrió una cuestión obvia, pero que me ayudó a entender el problema. Inmediatamente te contesto: “No quieres perder, nunca trates de ganar. Quieres ganar, resígnate a perder”. Ésa es la respuesta. Naturalmente, ésa es la verdad más grande. Todo está en esa angustia de perder y en esa voluntad en busca de una felicidad. El ajedrez proporciona una felicidad inexplicable, por lo gratuito. Nada nos hace más felices que ganar una partida de ajedrez, no digamos un match o un torneo. Y nada nos hace sentirnos más infelices que perder. Y es que, ¿cuál es la frase que más escuchas en un torneo de ajedrez?: “¿Qué tal te fue?”. Y te contestan: “Yo estaba ganando y perdí. Déjame que te enseñe la posición en la que perdí”. Ésa es una fuente de angustia irremediable. Hay quienes ganan y elaboran esa felicidad de muchas maneras. Hay quienes te dicen: “Pero si estaba usted ganando, mire, le voy a decir cómo ganaba usted. Aquí está fácil, si usted mueve ésta, en vez de ésta, y con ello me gana, yo no tengo nada que hacer”. Esas personas, no conformes con ganar, todavía te enseñan, cómo pudiste ganar en contra de ellos y esto es mentira, porque siempre ellos tendrán la posibilidad de mover otra pieza. Una de las grandezas, miserias, crueldades y felicidades del ajedrez es que nos hace sentirnos superiores porque ganamos una partida, y sentirnos infelices, perdedores y totalmente inferiores por haber perdido. Cuando se llevan muchos años jugando, uno se da cuenta de que debe estar dispuesto a todo, especialmente a perder. Lo terrible es la ilusión de ganar y darte cuenta, de pronto, de que el contrario tiene recursos para ganar y fracasan nuestras estrategias de victoria. Se le olvida a uno que, como en la vida, todo en el ajedrez es ilusorio. Todo consiste en una posición en la cual uno se siente bien y dice: “De ninguna manera puedo perder, pero en un momento dado, sin que sepamos cómo, entramos en una posición perdida”.

—“Sin saber cómo entramos en una posición perdida”, dice, maestro Arreola, pero, ¿cabe el azar en el ajedrez?

—No. Curiosamente cabe, en todo caso, una forma de azar que forma parte de nuestra vida y no se puede llamar azar. Hacer una mala jugada no es un azar, es simplemente que uno tuvo la mala fortuna de hacer una jugada que puede ser mala, o sencillamente débil y, una vez que hace uno una jugada débil, la situación empieza a inclinarse del lado del contrario y, generalmente, sigue otra más y después de dos jugadas débiles, ya poco se puede aspirar, no digo a la victoria sino a lo que es el ideal del ajedrez: la igualdad, las tablas. Esto es uno de los misterios del ajedrez, y aunque lo vivamos como un azar al decir “No tuve que ver yo, fue una cosa del azar”, no, en ajedrez no hay azar, sólo que nos cuesta mucho admitir que hemos hecho algo mal, como ocurre en la vida.

—¿Quiere decir que en la vida debemos también estar dispuestos a perder?

—Aquí la cosa cambia y te voy a decir por qué. El ajedrez es un juego y tiene sus convenciones aceptadas. Al decir un juego digo también un deporte, una ciencia, pero vamos a aceptar unas leyes convencionales. En la vida no se trata de aceptar las convenciones porque no llegaríamos a ninguna parte. ¿Qué sería una convención de la vida? Por ejemplo: “No hay que creer en el amor, no hay que tener fe en ningún hombre o mujer porque todos son falibles y condenables”. Eso sabemos que es una ley de la vida anterior a nosotros, porque una vez que nacemos no tenemos más remedio que aceptar las leyes que nos son impuestas; por lo demás, son posibilidades de ser o no ser. Por eso se parece tanto el ajedrez a la vida, una vez que está el tablero puesto y hacemos peón cuatro rey, ya entramos al juego; como en el amor, decimos: “Estoy enamorado, la quiero, es indispensable para mí”, eso es una serie de convenciones, pero aceptadas dentro de un juego que no es una convención como el ajedrez, sino que es la vida misma, donde se gana o se pierde, donde uno se muere o se salva. Es un duelo pavoroso, y la vida nos lo propone continuamente. Hay un momento dado en que, sin saber cómo, quedamos de pronto en posición inferior —hablo como hombre— frente a la mujer amada. Hay algo de misterio en eso, ¿por qué de repente uno está en una situación inferior frente a una persona con la que se empezó a jugar de igual a igual? El hombre y la mujer no aceptamos, en el amor, hacer tablas.

—Finalmente, maestro, ¿somos libres de mover tal o cual pieza, de elegir tal o cual jugada en la vida?

—Éste es un asunto de libre albedrío: yo puedo decidir mi destino. Pero luego viene la idea...

—¿Determinista?

—Sí, determinista. Dios sabe si voy a ganar o perder, ya no me importa, porque Dios ya lo sabe, como la partida misma de la existencia. Todo es un asunto, como en el ajedrez, de libre albedrío.

—Tema que aborda maravillosamente Agustín en su tratado Del libre albedrío; pero entonces, ¿es realmente uno libre de elegir, de mover tal o cual pieza?

—Ésa es la cosa. Porque, en un momento dado, Agustín llega a esbozar que de nada sirve que te portes bien o mal, porque ya está determinado tu destino por la mente divina. A Dios no se le puede dar la sorpresa. Ningún Baudelaire, ningún Rimbaud puede sorprender a Dios, quien finalmente perdona a todos los que creemos en el libre albedrío. Al empezar la partida nadie sabe si va a ganar o a perder, Agustín aconseja: “Tú procede como si estuvieras en gracia de Dios”. Tienes que jugar bien, frente a la malicia, para no caer en la tentación de ganar...

—En la tentación de tomar bien menor por bien mayor...

—Ahí está, sí, todo está dicho en Agustín: “No hay hereje sin san Agustín”.

—Hablemos del jaque, maestro.

—Darle jaque al rey es ponerlo en predicamento. Todo jaque es causa de perplejidad, de meditación; es un desconcierto. La palabra jaque es un vocablo de uso múltiple. En primer lugar hay que decir que se usa en todo el mundo. Hoy se ha dispersado a otros campos. Se nos olvida que la palabra “cheque” significa precisamente “jaque” —de la palabra árabe “jeque”. Dar un cheque es hacer un jaque, porque puede ser un cheque sin fondos, falso. Cuántas veces escuchamos: “Hay que checar esto”, palomear esto, para confrontar. Es una de las palabras más múltiples, y empleada constantemente en todos los idiomas del ámbito cultural de Occidente. La palabra jaque es en sí una amenaza, más allá de los terrenos del juego y del ajedrez. El jaque es el problema capital del ajedrez: das un jaque, un segundo jaque y a la tercera —como se dice— va la vencida, das un jaque mate. La palabra jaque abarca todas las dificultades a las que nos enfrentamos en esta vida y frente a las que nos colocan nuestros adversarios. Sentirse “jaqueado” es una sensación que casi es sinónimo de “cajeado”, se me ocurre ahora.

—De hecho, maestro, nacemos ya con un jaque anunciado, ¿no le parece?

—Claro. Al nacer la vida nos da un jaque. Toda vida acaba en mate. Entonces, desde el acto de nacer estamos puestos en jaque. El existir es un salir de la situación de mate, sobre todo en un jaque ahogado, que es espantoso. Estamos en jaque desde el momento en que nacemos, sí. Más de una vez se dijo: “La vida es una muerte evitada”. Es como la imagen misma del caminar, que es una caída evitada: tú levantas un pie y lo avanzas, y estás para caerte si no metes inmediatamente el apoyo del otro pie. Caminar no es sólo la salvación de la vida, sino un avanzar constante. Hay veces que el tropiezo mismo en la vida es una caída que puede ser mortal, pero salimos del trance de caernos como del trance ajedrecístico. Decimos en los pueblos: “Por poco me caigo en la corriente”, pero no me caí, porque el jaque en el que me encontré lo pude resolver con base en una agilidad mental; esto es, resolver instantáneamente el movimiento que va a acabar con la situación de jaque y que podría desembocar en mate. A veces es una movida sencilla, y parece sutil, nos salimos de la red de mate cuando está uno empezando a caer, pero de pronto encuentras la salida con el movimiento que no sólo evita el jaque mate sino que logra salvarte de esa red. Entre los buenos ajedrecistas se da mucho esa expresión: “Estoy cayendo en una red de mate”. Entrar en una posición perdida implica una serie de lances. Recuerdo esta frase: “Sin que sepamos cómo, Alexander Kotov va entrando insensiblemente en una posición perdida... y no es fácil ver cuál es la causa de la derrota”. ¿En dónde estuvo la debilidad que hizo que Alexander Kotov entrara en una posición perdida a partir de una posición normal? Es uno de los misterios del ajedrez. En qué momento en la vida nos vamos adentrando en una posición perdida que se va complicando cada vez más.

—No podemos olvidar que el ajedrez es un juego de honor, y que hay momentos en que no hay nada que hacer, y hay que saber cuándo abandonar la partida.

—Sí, cuando uno se sabe derrotado, hay que saber decir “abandono de la partida”. Yo no quiero irme de este mundo llevándome nada. Materialmente dejo mis libros, la casa de Zapotlán, algunos muebles, un archivo que está desordenado, y a pesar de mi pobreza no me quiero llevar nada. Quiero decir, todo lo que conozco lo quiero pasar al costo, lo podrán recibir las personas que me escuchen, que se capaciten. No porque yo sea un sabelotodo, ni un sabio, pero sí es necesario que se preparen para recibir ese torrente que me ha dado la vida. Entre esos dones, uno de los más preciosos es el ajedrez.

Arreola concluye nuestra charla con la lectura de un soneto de Jorge Luis Borges. Con voz pausada, como quien, en un lance final, se dispone a dar un jaque mate, va soltando sus palabras:

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

Reina, torre directa y peón ladino

Sobre lo negro y blanco del camino

Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada

Del jugador gobierna su destino,

No saben que un rigor adamantino

Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero

(La sentencia de Omar) de otro tablero

De negras noches y blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza

¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza

De polvo y tiempo y sueño y agonías?

Daguerrotipos

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