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El lugar del signo (y el lugar de la imagen)

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Afirma Deleuze (2008) que «no se trata de preguntarse qué representa un concepto, hay que preguntarse cuál es su lugar en un conjunto de otros conceptos» (p. 25). Ello nos permite introducir en esta discusión un elemento muy olvidado por la teoría del signo, la de su situación, la del lugar donde se produce o aparece. Deleuze apela a la existencia de lo que podríamos denominar un paisaje conceptual cuando reclama la necesidad de saber la relación que un concepto mantiene con el resto de los conceptos que lo rodean y le afectan. Esta cuestión es primordial y su problemática puede aplicarse directamente a la idea de signo para explorar su relación con el hecho, una operación que ya he esbozado anteriormente. También sería relevante establecer las relaciones que la noción de síntoma mantiene con los lugares donde aparece, ya sea el cuerpo humano o el cuerpo social. Pero podemos ampliar la propuesta de Deleuze e inquirir sobre una situación más concreta, es decir, la relación que un signo mantiene con un grupo de signos que se presentan, o bien al unísono, en un cuadro o una fotografía, o bien secuencialmente, como en una película o una navegación por internet, a lo que puede añadirse —¿por qué no? — la lectura de un libro. El concepto de signo adolece de una doble deficiencia: o es demasiado restrictivo cuando olvida el contexto, o excesivamente abarcador cuando pretende tratar como una unidad significativa algo que en realidad constituye una constelación formada por varias de ellas.

Es cierto que cuando Barthes (1986) efectuó, por ejemplo, el conocido análisis del anuncio de la pasta Panzani en su Retórica de la imagen ya se preguntaba «¿puede acaso la representación analógica (la ‘copia’) producir verdaderos sistemas de signos y no solo simples aglutinaciones de símbolos? ¿Puede concebirse un ‘código’ analógico, y no meramente digital?» (p. 29), pregunta que el teórico francés resuelve dividiendo la propuesta comunicativa del anuncio en tres mensajes distintos: lingüístico, denotativo y simbólico (otra vez el incisivo número tres), que se articulan a través de tres niveles esenciales: un mensaje lingüístico, un mensaje icónico codificado y un mensaje icónico no codificado. De inmediato, Barthes descubre en cada uno de estos ámbitos una serie de signos que tilda de discontinuos. No entraremos a evaluar la eficacia de este análisis, que la tiene indudablemente, pero sí destacaremos el lugar donde se sitúa en el ámbito de determinado estilo de pensamiento. La validez del análisis semiótico que efectúa Barthes reside en su capacidad de diseccionar la imagen en una serie de componentes que, finalmente, parecen actuar por separado. Sin embargo, la imagen objeto del análisis prueba que actúan, por el contrario, conjuntamente, que forman un conglomerado, pero el estilo de pensamiento en el que se instala empuja a Barthes a utilizar el bisturí para ir separando los diferentes órganos que la componen, entendiendo metafísicamente que esta es la única manera de acotar el mensaje o mensajes de la imagen. No obstante, lo que sucede es que, a medida que procede con su método, la imagen va desapareciendo de la vista y, en su lugar, aparecen los elementos dispersos del cuerpo diseccionado. No queda claro si la suma de los significados desperdigados es igual al significado global que posee la imagen.

¿Es posible proceder de otra manera? Quizá no de forma tan brillante y efectiva como se desprende del método semiótico, pero en todo caso no es esta la pregunta que debemos hacernos ahora, sino que de lo que se trata es de decidir si esta manera de actuar agota la experiencia de la imagen, su significado. Es más, debemos preguntarnos si en realidad no la distorsiona, a pesar de que consiga dominarla de forma conveniente para el paradigma mental en el que se halla instalado ese estilo de pensamiento. ¿Qué sucedería si en lugar de separar los signos los integráramos mediante una operación inversa a la que efectúa Barthes?

Cuando Deleuze y Guattari hablan de un cuerpo sin órganos se están oponiendo a este tipo de procedimientos que pretenden que todo cuerpo está organizado y que, por lo tanto, se deben buscar operaciones ‘analíticas’ que descubran esta organización, es decir, que muestren claramente los órganos cuya suma se supone que compone el cuerpo. Pero todo cuerpo orgánico es, paradójicamente, un cuerpo sin órganos, sin organización precisa: un cuerpo en movimiento que vive a través de este movimiento ‘desorganizado’ o cuya existencia es precisamente un todo en movimiento que no se puede detener sin romper esa organización. Somos nosotros quienes imponemos una organización sobre el cuerpo cuando, queriendo estudiarlo, lo llevamos fuera del ámbito de su existencia y procedemos a su análisis. El análisis no nos muestra los órganos, sino simples piezas sin finalidad ni sentido, puesto que este lo adquieren en el cuerpo y su movimiento.

Todo lo dicho se refiere a la relación que los signos mantienen entre sí y con la globalidad que forman cuando configuran una imagen o una secuencia de imágenes. El problema de la globalidad por lo que respecta al signo es ciertamente engorroso. Barthes (1985), en un artículo para Le Nouvelle Observateur, donde pretendía explicar al gran público la naturaleza de este concepto, decía lo siguiente:

un vestido, un automóvil, un plato cocinado, un gesto, un film, una música, una imagen publicitaria, un mobiliario, el titular de un periódico, he aquí en apariencia objetos heterogéneos. ¿Qué pueden tener en común? Por lo menos, esto: todos ellos son signos (p. 227).

Según esto, un signo sería un objeto que englobaría una cantidad más o menos grande de elementos: una gran cantidad de ellos en una película, muchos menos en el titular de un periódico. Es posible que, como dice Barthes (1985), continuando con su argumentación, «el hombre moderno pase su tiempo leyendo... (signos)» (p. 227), descifrándolos, extrayendo significados de todo cuanto ve. Aparte de que utilizar el verbo ‘leer’ hace que la operación aparezca ya sensiblemente sesgada, lo cierto es que no es lo mismo leer en un automóvil el estatus del conductor (dependerá, por lo menos, del tipo de vehículo) que extraer el significado del titular de un periódico. ¿‘Leo’ igual un vestido que un filme o una pieza de música? El vestido me ofrece una globalidad mucho más inmediata que un filme o una pieza musical desarrollada en el tiempo, pero ¿es lo mismo un vestido inmovilizado en un escaparate que mostrado en una pasarela de moda por una conocida modelo? ¿Veo, o leo, el plato cocinado como una globalidad, o me llaman la atención sus ingredientes por separado? ¿Dónde empieza y termina un objeto? Los pretendidos signos son porosos y sus límites imprecisos. Aparecen como objetos, solo momentáneamente, si los aislamos de sí mismos, de sus componentes, y de su entorno. De lo contrario, fluctúan como las llamas de un fuego de localización imprecisa. Como dice, Didi-Huberman (2012, p. 9), «la imagen arde en su contacto con lo real», lo mismo ocurre con los signos, y aún más con los signos en cuanto imagen.

Deberíamos referirnos también, pues, a la situación de los signos con respecto al lugar específico donde aparecen, al espacio que los acoge. Normalmente el signo se presenta como algo descarnado: se percibe como un fenómeno «perversamente» espiritual, una destilación de las cosas, sean objetos o imágenes, que viene de ellas con el misterio y la turbación que despierta un ectoplasma. En la región del signo se presta atención al contexto virtual que lo acompaña, es decir, al campo etéreo de las connotaciones, pero en cambio no parece preocupar en absoluto su contexto material. Sin embargo, los signos están siempre en alguna parte: nada tienen de fantasmagórico ni son destilaciones surgidas de la nada. Si acaso, más que brotar de las cosas, penetran en ellas: son agujeros en la realidad. Pero agujeros, en todo caso, practicados en un terreno muy concreto.

El preguntarnos dónde están situados lo signos nos lleva a una de las tesis principales de Benjamin (1973) sobre la desaparición del aura de las imágenes, lo que él denomina el aquí y ahora de la obra de arte: «su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra» (p. 20). No parece que se haya prestado la atención debida a este enraizamiento, que algunos considerarán primitivo de la obra de arte. Se da por descontado que las obras acabaron desplazándose a los museos y que allí perdieron, si no toda, parte de su aura original. Es más, cuando contemplamos alguna de las obras de arte que permanecen aún en su lugar original, sea una iglesia o un palacio, nos parece como si no estuvieran completas, como si al no haber sido llevadas al museo correspondiente les faltase una fase de su proceso de maduración. La pérdida del aura nos importa poco porque sabemos que los museos han creado su particular aura, mucho más potente que la que procedía de lo que Benjamin (1973) denomina «su existencia singular» (p. 20).

El concepto de signo proviene del mismo caldo de cultivo que produce el fenómeno de los museos y el enfriamiento que las obras de arte experimentan allí. El espacio neutro de los museos aísla la obra de su entorno, no ya del entorno original, sino de cualquier entorno. La obra se enfría porque, como esa fruta que se conserva en un frigorífico, ha perdido todo contacto con el espacio y el tiempo propios y se encuentra en un proceso de hibernación. Luego el museo posee, por supuesto, sus sistemas de calefacción propios y, mediante procedimientos relacionados con la publicidad y el turismo, es capaz de añadir calor artificial a la obra previamente enfriada. Pero lo importante aquí no es tanto este juego de auras originales y artificiales, sino el hecho de que la obra se ve de pronto descontextualizada, como el signo, es decir, se convierte en signo en todos los sentidos. Recordemos lo que decía Barthes acerca de los automóviles y las composiciones musicales, cómo al pensarlas como signos las empaquetaba de manera que su inherente multiplicidad se transformaba en una sola cosa, las convertía en un pujante vector que apelaba a un ‘lector sin cualidades. La gran mayoría de obras de arte están situadas hoy en día en el limbo de los museos, de manera que ni siquiera el importante contexto que suponen esos peculiares espacios se contempla como lugar significativo desde donde se proyectan hacia su espectador. Es decir que ni siquiera el espacio del museo entra en la configuración de la obra contemplada para quienes se limitan a verla como un signo. El fenómeno sígnico efectúa una operación similar a esta con cualquier imagen. Y también con cualquier elemento lingüístico: la tarea de la lingüística en este apartado particular es la búsqueda de las mínimas unidades de significación, lo que acarrea un proceso de desbrozamiento radical. Sin embargo, las imágenes más actuales, aquellas que han traspasado la frontera de la organización en perspectiva y configuran el nuevo territorio de las imágenes inmersivas, esféricas, de la realidad virtual, los hologramas y la realidad aumentada implican un regreso a la importancia de los lugares y, por lo tanto, a una designificación de las formas de relación y comprensión de las imágenes.

Hablar del lugar del signo es hablar de su ‘puesta en escena’, del escenario donde su ‘obra’ se representa. Y los escenarios pueden ser muchos y de muy distinta forma:

El lugar, locus, designa, además de lugar (una determinada área geográfica, una localidad), la tumba, la sepultura; también el santuario, el espacio sagrado; el momento, la ocasión, la oportunidad, la posibilidad; asimismo el sitio, el emplazamiento o el intervalo en una seria ordenada, la posición, el rango; en fin, el fragmento marcado, citado, aislado de un texto (Fabre, 1992, p. 9).

Esta enumeración no es por supuesto exhaustiva, solo nos sirve para informar de la variedad de cualidades que pueden atribuirse al concepto de lugar. Pero no podemos dejar aparte lugares como el paisaje o las heterotopías o no lugares. ¿Es el signo inmune a su entorno material, al lugar donde está enraizado? ¿Cuál es la fuerza que el entorno imprime en el signo? Y la pregunta clave: ¿qué sucede con la estructura del signo cuando a este lo consideramos en relación con su entorno visible o visualizable?

Barthes ya se interesó por el peculiar universo imaginativo que proponen los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, pero no solo él se siente atraído por las particularidades de ese método de introspección. Italo Calvino (2012), por ejemplo, destaca la imaginación visual que contiene:

Al comienzo mismo de su manual, san Ignacio prescribe ‘la composición viendo el lugar’ con términos que parecen instrucciones para la puesta en escena de un espectáculo (...) Los fieles mismos son quienes deben pintar en los muros de la mente frescos atestados de figuras, partiendo de los estímulos que la propia imaginación visual consiga extraer de un enunciado teológico o de un lacónico versículo de los Evangelios (p. 100).

Curiosamente, lo que destaca Barthes (2002) en su estudio sobre Loyola es «la invención de una lengua, este es el objeto de los Ejercicios» (p. 743). Y aunque más adelante se decide a hablar de la imaginación y de lo que denomina la ortodoxia de la imagen, es para constatar la resistencia de la Iglesia a la misma: «podemos concebir los Ejercicios como una lucha encarnizada contra la dispersión de las imágenes», —afirma después de recurrir a Ruysbroek, el místico holandés del siglo XVIII, para probar que en los místicos— «el propósito de su experiencia es la privación de las imágenes» (p. 757). Pero Barthes acaba de citar literalmente un pasaje bellísimo de Ruysbroek sobre una visión del infierno que tienen determinados monjes. Uno de ellos ha muerto en pecado y se aparece a su compañero, que le pregunta sobre sus sufrimientos:

¿Sufres mucho? le pregunta el viviente. Por toda respuesta, el muerto extendió su mano y dejó caer una gota de sudor sobre un candelabro de latón. El candelabro se fundió en menos de un instante, como la cera dentro de un horno ardiente» (Barthes, 2002, p. 744).

¿Ausencia de imágenes o preminencia de la representación visual? Todo depende desde dónde nos acerquemos a una experiencia, el contexto en el que nos hayamos situado, determinada la interpretación general de esta.

Todo el mundo sabe que los significados varían dependiendo del contexto, que este introduce la ambigüedad en el signo. Pero no es del significado de lo que estamos hablando, sino del significante y, más allá de este, de la propia estructura que forma el signo: ya sea su división entre significante y significado o su expansión tripartita repartida entre representamen o signo, objeto e interpretante. Estas nomenclaturas, especialmente la de Peirce, varían según los autores que se refieren a los procedimientos semióticos. Pero, en general, se acepta que el fenómeno semiótico o fenómeno significante está compuesto por un objeto al que hace referencia el signo propiamente dicho, el cual es descifrado por un interpretante que tanto puede ser una persona, un animal o una máquina, o una combinación de ellos. El signo en sí, a veces denominado símbolo, está siempre en lugar de un elemento ausente al que evoca. Es más, según el funcionamiento del triángulo semiótico, solo dos relaciones son posibles de manera directa en él: la que se produce entre significante y significado y la que existe entre significado y referente. No puede haber una relación directa entre el significante y aquello a lo que se refiere, es decir, el referente. Esto es así porque así funcionan las lenguas, no porque haya una incapacidad ontológica para establecer las relaciones tildadas de imposibles o inexistentes. Uno de los problemas de la semiótica, que ya hemos señalado antes, es que de explicación de los fenómenos del lenguaje se ha convertido en ciencia general de los significados, lo cual no deja de ser una extensión abusiva. Los inconvenientes de este reduccionismo se empiezan a detectar cuando se penetra en el universo visual, a pesar de que la semiótica se ha convertido en el método casi hegemónico de la interpretación de las imágenes.

Por ejemplo, en una imagen realista las relaciones entre el significante y el objeto referenciado se establecen automáticamente: este es el problema que intentaba resolver Barthes cuando se enfrentaba a la denotación, al signo icónico, y se veía obligado a desdoblarlo en una parte connotada para que pudiera tener significado. Pero lo cierto es que los elementos esenciales de la connotación de una expresión denotativa de carácter visual se encuentran todos ellos en el ámbito de lo denotado. No hay que irlos a buscar fuera, aunque evidentemente los significados, pueden viajar encadenándose indefinidamente: todos se encuentran en la imagen, aunque sea en forma de rastro, síntoma o índice. En la imagen, el significante es el significado. Por ello es tan importante el escenario donde aparece el signo: porque no puede discernirse un signo particular de todos los demás que componen ese escenario. Cualquier parte de un escenario, pongamos por caso un paisaje, puede separarse artificialmente del resto, pero lo cierto es que solo el conjunto, la globalidad, tiene la entidad o validez necesarias para su comprensión o experimentación. Los demás son derivados de este fenómeno esencial.

Ahora bien, esto no quiere decir que el mundo o las representaciones se nos presenten como un caos, una aglomeración indiscriminada de formas, como podría deducirse de esta apelación a la globalidad. Pero no es el análisis segmentador lo que permite comprenderlo, sino la navegación fluida por el interior de los conjuntos. De hecho, el método semiótico aplicado a las obras literarias adolece del mismo defecto. En el momento en que empezamos a dividir la experiencia de la lectura en partes separadas, ya sea a nivel de las estructuras narrativas o de la sintaxis para acabar en las estructuras lingüísticas, la sustancia del conjunto desaparece y nos quedamos con un esqueleto de formas posiblemente ‘significativas’ pero desprovistas de sustancia y de cualidades. No se trata de desconocer los mecanismos del lenguaje, de la narrativa, la retórica o la composición, sino de no confundir estos conocimientos con lo sustantivo, y sobre todo de no confundir el método por el que podemos detectar estas funciones con el método de elaboración de las obras y el de su experiencia, en el caso de que estemos hablando de estética. La experiencia del mundo, sea o no a través de un sistema de signos, también debe efectuarse de forma continuada y acumulativa. Se trata de una asimilación emocional e intelectual a la vez de una situación o serie de situaciones.

Signo y pensamiento

Que haya pasado el tiempo glorioso de la lingüística, no supone que haya terminado también el tiempo de la palabra. Vivimos una época de gran confusión, pero no tanta como para pensar que podemos prescindir de las palabras. Entre otras cosas, porque sería estúpido pretender probar con palabras que la era de la palabra ha periclitado. Sin embargo, hay quien lo piensa ante la avalancha de lo audiovisual: sonidos e imágenes inconexas en lugar de palabras y frases perfectamente articuladas, la hecatombe.

Lo que sí ha terminado es la era de las hegemonías, de las exclusiones, de los llamados grandes relatos. Ya no podemos pensar que, puesto que la palabra habita en nosotros y nosotros habitamos la palabra, todo va a estar regido no solo por la palabra y el texto, sino por esa ciencia que los estudia en todas sus dimensiones, por la lingüística. No puede ser así, ya que el resultado sería insostenible: si nuestro pensamiento se desarrollara exclusivamente a través del lenguaje, no solo todo, desde el inconsciente (Lacan) a la economía política (Althusser), habría de poder interpretarse mediante la lingüística, sino que solo podría ser interpretado de esta forma: no habría otra forma de significado.

Seguramente ninguno de los viejos ortodoxos de la lingüística ni de los nuevos conversos de la semiótica aceptará este panorama, y mucho menos lo asumirán como propio. Pero si como pretenden las neurociencias, pudiéramos abrirles el cráneo a esas personas y escudriñar su cerebro, encontraríamos en él, en un recóndito rincón, una región donde reside este absolutismo lingüístico que, como un faro en la noche, se encarga de mandar señales de aviso al resto de las neuronas. Afortunadamente para todos, las pretensiones de la neurociencia nos son razonables, pasarán de moda, y las virtudes y ventajas de esta ciencia nueva, como en su momento las de la lingüística, se reducirán a sus tareas intrínsecas y verdaderamente eficaces. Quizá el problema provenga del concepto mismo de lenguaje. Jakobson (1980) indica que la lingüística

es la ciencia del lenguaje y la ciencia de los lenguajes (...) Es sobre los lenguajes que trabaja el lingüista, y la lingüística es ante que nada teoría de los lenguajes. Pero los infinitamente diversos problemas de los lenguajes tiene lo siguiente en común: un cierto grado de generalidad, siempre ponen el lenguaje en cuestión (p. 1).

Pero es erróneo equiparar el tipo de relaciones que el cerebro y la lengua mantienen con el pensamiento. No son de la misma categoría, entre otras cosas porque la estructura lingüística ocupa un lugar intermedio entre los otros dos. Además, la brecha que existe entre el cerebro y la lengua es mucho más grande que la que separa a esta del pensamiento y las ideas. El conjunto no puede contemplarse como si se tratase simplemente de niveles superpuestos, como si fuera un edificio de pisos, ya que para pasar de un piso a otro, más que tomar el ascensor, habría que subirse a un avión y cambiar de continente. Si el pensamiento fuera solo una cuestión lingüística, podríamos aceptar que el significado estuviera relacionado intrínsecamente con los signos. Es decir, podríamos creer que proviene de la articulación de una serie de partes, que no es más que eso, exactamente. Podríamos empezar diciendo que las cosas, el mundo y los objetos que lo pueblan (sean estos, personas, animales o cosas) carecen de significado, que no lo adquieren hasta que los humanos se lo otorgan. Y que solo entonces revelan un significado propio. Es decir que el camino que recorre el significado es inverso al que tradicionalmente se le adjudica: no va de la realidad al sujeto, sino que corre del sujeto a la realidad. Pero este recorrido es algo más que una proyección, puesto que el significado que el sujeto otorga a la realidad es a la vez un catalizador capaz de hacer que la realidad revele sus propios significados. Pero ¿podemos decir que son propios cuando no se producirían de no estar mezclados con los que le ofrece el sujeto, de no haber sido despertados por este? La realidad no tiene significado propio excepto cuando penetra en un ecosistema, en un imaginario cultural donde rigen procesos relativos tanto al individuo como a la sociedad que esta forma con otros individuos. De manera que la operación de otorgar significado a las cosas no es solo individual, o por lo menos no lo es enteramente. Existe en la operación una parte, muy importante —cada vez más a medida que la sociedad se mediatiza y se hace más compleja—, que pertenece a la comunidad y que por lo tanto extrae de la realidad significados que son comunes, tanto si parten de operaciones semióticas estrictamente individuales como si provienen directamente del imaginario común.

La metafísica inmanentista de Deleuze y Guattari —que, como les gustaba denominarla es un materialismo trascendental— se basa en la potencia generadora del movimiento. Sus máquinas abstractas son puras funciones provistas de estructuras diagramáticas que solo aparecen cuando se produce un determinado fenómeno:

una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad. No está, pues, fuera de la historia, más bien siempre está antes de la historia, en todos los momentos en que la historia constituye puntos de creación o de potencialidad (Deleuze y Guattari, 2004, p. 144).

El pensamiento es un misterio que solo puede resolverse mediante ese mismo pensamiento. Pensar es captar el mundo al tiempo que se lo está formando: para decirlo en palabras de Lacan, el pensamiento convierte lo real en realidad. Pero esta realidad, que es el resultado del proceso, se convierte también en el asiento de lo real que está en su origen. Es necesario comprender la importancia de este bucle fundamental si es que se quiere capturar la esencia del pensamiento, más allá de los sucedáneos inventados para escapar precisamente de él, entre ellos el método científico o las matemáticas.

Como antecedente de la teoría de los signos de Peirce, se señalan los planteamientos al respecto de Locke acerca de la ciencia de la semeioziké o doctrina de los signos, tal como la describe en su Ensayo sobre el entendimiento humano. Para Locke (1999) las ideas son signos, ya que

como entre las cosas que la mente contempla no hay ninguna, además de la propia mente, que esté presente en el entendimiento, resulta necesario que alguna otra cosa actúe como signo o representación de la cosa que considera para poder presentarse a él, y estas son las ideas (p. 718).

Tal como indica algún crítico de este enfoque,

mi idea de un elefante no es el elefante mismo (...) Locke escribe como si yo contemplara mi idea, y no el elefante, y luego infiriera el elefante a partir de la misma, igual que infiero un elefante a partir de su huella (Short, 2007, p. 3).

Lo cual es cierto si tenemos en cuenta que, para muchos empiristas, así como para los racionalistas, la mente actúa como una cámara oscura: la imagen de la realidad llega al cerebro a través de los sentidos y parece como si se proyectara sobre una pantalla instalada en él. Pero lo más interesante de este planteamiento es que esa imagen de la realidad, reflejada en la pantalla cerebral, se convierte para Locke en una idea por medio de este trasvase y es a partir de esa idea de la cosa que alcanzo a comprender o descubrir la cosa o significado de esa idea. Se invierte de esta manera la estructura epistemológica de Platón y son las ideas las que se convierten en sombras de las cosas. Indica Short (2007) que, para Locke, «las ideas se derivan de las experiencias particulares del sentido o de la reflexión y que se relacionan con sus objetos o ‘arquetipos’ como el efecto y la causa y, a veces, por la semejanza de sus causas» (p. 3). Short nos aclara este planteamiento:

Las relaciones causales y los parecidos hacen que algo, X, sea el signo de otra cosa, Y, solo porque nos hacen pensar en Y una vez aprehendemos X (...). Ahora bien, si X mismo es un pensamiento de Y, entonces Y está siendo pensado. Ningún otro paso se requiere para hacer de Y un objeto del pensamiento. Por lo tanto, X no tiene que producir un pensamiento —otro pensamiento extra— de Y. Y entonces, no es un signo de Y (Short, 2007, p. 3).

Es decir, las ideas según las entiende Locke, no pueden ser signos, puesto que son pensamientos directos de las cosas, mientras que los signos son elementos que representan a las cosas para que, a través de un movimiento mental posterior, puedan ser pensadas. No pensamos a través de las cosas mismas, sino mediante sus representaciones:

Por supuesto que los pensamientos pueden ser a veces signos. Si percibes que no dejas de pensar en comida, puedes tomarlo como el signo de que estás hambriento. Si percibo que pienso mucho en la muerte, lo puedo considerar un signo de que estoy deprimido. Pero estos pensamientos significan algo distinto de lo que está siendo pensado por ellos (Short p. 4).

Aparte del hecho de que por medio de estos ejemplos, Short está describiendo más un síntoma que un signo, se nos presenta una duda acerca de esta distinción entre la idea como copia y el signo como representación. Según esto, la imagen no podría ser nunca un signo, y lo que es más preocupante, por ello no podría ser nunca, al parecer, una idea en sí misma. Es necesario discutir estos planteamientos, sin pretender defender la idea mecanicista que Locke tiene de la mente de Locke y aceptando que las imágenes no son estrictamente signos. Ello nos sitúa frente al problema de los íconos, que trataremos luego.

La cuestión no es saber si las ciencias pasan de moda, es decir, si hay modas en las ciencias, que las hay, sino hasta qué punto las ciencias dejan de responder a las necesidades de una realidad en constante evolución. Por ello deberíamos preguntarnos si la semiótica de Peirce y la semiología de Saussure pueden ser consideradas verdaderas ‘ciencias’ de la era de la complejidad. Sabemos que no lo son porque ambas proceden de las postrimerías del siglo XIX, más concretamente de sus postrimerías conceptuales, cuyo influjo se proyecta largamente sobre el siguiente siglo, aunque este pretenda ignorarlo la mayoría de las veces. Una parte de su ímpetu desemboca en la filosofía analítica, en el Círculo de Viena y, de alguna manera, en Wittgenstein y sus derivados posteriores. Hay en esa larga y afilada línea de pensamiento una misma voluntad de control, de exactitud, de complejo de inferioridad que el pensamiento experimenta frente a la certeza matemática, un síndrome que se va acrecentando a medida que esa forma de reflexión se aleja de sus orígenes. Estamos necesariamente en otro momento; sin embargo, el ímpetu de esos postulados continúa, quizá por inercia, quizá porque todavía quedan muchos académicos que han hecho fortuna intelectual y profesional al resguardo de su alargada sombra. No es necesario apelar a la naturaleza para esperar a que el panorama cambie, bastaría con que los académicos decidieran ir variando de estilo de pensamiento a medida que el mundo y la realidad se transforman a su alrededor. Pero ¿cómo detectar el cambio, si las observaciones se hacen siempre con los mismos instrumentos?

Como colofón de este capítulo, regresemos a los orígenes, a Peirce, a una de sus varias definiciones del signo: «un signo o representamen es, dice, algo que representa algo para alguien en algún carácter o aspecto o disposición» (Peirce, 1931,). Si el signo es algo —se supone que cualquier cosa— que para alguien se refiere a otra cosa, entonces este referirse es imaginario. ¿De qué otra manera puede algo significar otra cosa si no es a través de un mecanismo más o menos metafórico que, por cierto, Peirce no parece contemplar directamente? La cuestión es ese ‘para alguien’ que él introduce casi subrepticiamente en su ecuación. ¿No proviene, pues, el signo, según esto, de una voluntad que es más receptiva que comunicativa? En realidad, si el signo tuviera para Peirce esa primordial capacidad comunicativa, debería pensar en el mecanismo por el que se crean los signos. La semiótica parece olvidarse en sus raíces de la creación de signos, una carencia que luego la gran mayoría de seguidores se han encargado de enmendar, aunque de manera un tanto elíptica, puesto que esta supuesta poética se desprende siempre del análisis: es a través de este que se vislumbra la posibilidad de utilizar expresivamente una serie de dispositivos por los que se formarían los signos a la manera de mensajes. No existe un manual de creación de signos equivalente a los múltiples manuales que nos enseñan a interpretarlos. Eco (1972) lo dice claramente, «En la perspectiva de Peirce, la tríada semiótica puede aplicarse igualmente a fenómenos que carecen de emisor» (p. 30). Son básicamente estos los que ocupan la atención del autor, puesto que supone, como la mayoría de los analistas de este campo, que el emisor es la sociedad o la cultura en general, de donde parece que el signo surge de manera espontánea.

Añade Peirce (1987) que «el pensamiento-signo representa su objeto en el aspecto que es pensado, es decir, este aspecto es el objeto inmediato de la conciencia en el pensamiento» (p. 70). El signo no depende pues de una normativa, de ahí que no pueda proponerse una poética de este: el signo es un instrumento del pensamiento puesto que «todo pensamiento debe estar necesariamente en signos» (Peirce, 1987, p. 53), y en este sentido sería parecido a la idea, si bien sería más concreto y estaría más formalizado que esta. De hecho, es Saussure quien entiende el signo como una idea: dice claramente que los signos expresan ideas (citado en Eco, 1972, p. 30). La voluntad de Peirce parece ser la de acotar las ideas en unos corpúsculos controlables que podrían hacer que, a la larga, el pensamiento fuera ese mecanismo supuestamente preciso que persiguen los puritanos del pensamiento. Pero ahí está, como una enseña que se levanta por encima del fragor de la batalla, ese ‘para alguien’. Para el poeta, las estrellas, el viento, una flor o una mirada pueden ser cualquier otra cosa: ¿se convierten de esta manera en signos esas cosas, o precisamente por ello dejan de serlo?

Arguye Eco que el signo ha estado constantemente bajo ataque: «este encarnizamiento moderno contra el signo no hace otra cosa que repetir un rito muy antiguo» (citado por Duch y Chillón, 2012, p. 64). Es lamentable tener que sumarse a una práctica supuestamente tan antigua, pero su condición de víctima no quita que el signo no esté exento de problemas. Los tiene y muchos. En primer lugar, su excesivo mecanicismo que, si en un momento determinado tranquilizaba, ahora es causa de inquietud. Lo salva de la histeria epistemológica en la que acabó sumiéndolo el Círculo de Viena, ese ‘para alguien’ porque la presencia de esta cláusula implica la existencia en él de una cierta dosis de exaltación, de una determinada capacidad para el delirio, es decir, para un tipo distinto de locura capaz de abrirlo a toda clase de azares y saberes más poéticos que políticos. En este sentido, por ejemplo, no era demasiado político Saussure cuando elaboraba su misteriosa y ardua investigación sobre los anagramas que le llevó a afirmar que «toda teoría clara, cuanto más clara, más inexpresable en lingüística; porque hago saber que no existe un solo término en esta ciencia que se haya basado jamás en una idea clara» (citado por Starobinski, 1996, p. 15). Es así, a través del afloramiento del necesario punto de delirio que hay debajo de todo sistema, que para Saussure las palabras se convierten en signos, signos ‘para él’. Pero son otro tipo de signos, distintos de los signos lingüísticos tradicionales: se trata de significaciones que, en lugar de estar en la superficie del signo, se encuentran en su subsuelo, en los subterráneos inexplorados de la lengua.

Pudiera pensarse que este ‘para alguien’ del signo pudiera ser equivalente a la ‘intención’ fenomenológica, esa conciencia intencional que está abocada al futuro por medio de ese ‘ir hacia’ que busca, encuentra y sobrepasa lo encontrado. Pero, como ya he dicho antes, el signo viene al encuentro del perceptor, excepto si este se lanza al análisis como buen semiólogo. En tal caso, existe también una intención. De todas formas, la equivalencia solo es pertinente si entendemos esa intención como a la vez semiótica y semiológica, de manera que se dirija a una manifestación que es un elemento plástico, móvil, cambiante. Pongamos un ejemplo: viajo en tren, miro por la ventanilla y veo ‘pasar’ los raíles, los veo ‘correr’ paralelamente al tren, cruzarse unos con otros, convertirse, debido a la velocidad del vehículo, en unas formas blandas que se funden con un entorno igualmente diluido. Esto es una imagen que implica que no capto un agregado de signos —tren, raíles, campos, etc.—, sino un conjunto que es único desde ese aquí y ahora visual que configuran el tren, la ventanilla, los raíles, los campos, las piedras y mi mirada. Estas impresiones crean visualidades imaginarias, de la misma manera en que sugería McLuhan, que ver el mundo a través del parabrisas panorámico de los automóviles de los años cincuenta del pasado siglo creó en los Estados Unidos una impresión-visión inédita de la realidad. Por ello argüía Husserl (1965) que la Tierra no se mueve:

la objetivación de un mundo hipostasiado, estable, que subsiste fuera de mí tiene efectivamente lugar, debe tener lugar, pero se trata de una cristalización —una sedimentación— temporal y engañosa ya que tiende a hacerse pasar por definitiva y a focalizar nuestra atención sobre la superficie» (Duforcq, 2001, p. 2).

Solo la imaginación nos permite romper la superficie cerrada del signo, su hermético mecanicismo, y alcanzar ese punto donde en la profundidad,

la vida del espíritu continúa, el flujo heraclitiano no se detiene nunca, los contornos de los seres que aparecen entre esos sensibilia siempre renovados son flotantes, el futuro está abierto, la resistencia de lo real perdura, pero consiste en una solicitación de mis actos, una incitación a pensar, repensar y crear (Duforcq, 2001, p. 3).

No debe confundirse la imaginación con la fantasía, o sea, la capacidad mental que está en la base de todo pensamiento con la posibilidad de inventar mundos. Las dos facetas están relacionadas, pero la segunda no agota a la primera: la imaginación supone mucho más que ‘tener’ imaginación, por muy importante que sea esta facultad. La imaginación se refiere primordialmente a la realidad, a la aptitud para descubrir en ella lo que la fenomenología entiende como su dimensión escondida, pero que en verdad más que escondida bajo la superficie, se encuentra disminuida por los hábitos perceptivos y mentales. Se construyen mundos no solo cuando se imaginan poéticamente, sino también cuando se aplican moldes a la comprensión de la realidad: esta es la parte fantástica e impugnada de las ciencias, que no sería negativa si fuese debidamente acunada por sus practicantes, ya que si es verdad que, como indica Mauricio Wiesenthal (2015) a propósito de Rilke, «nuestra percepción de las cosas (sobre todo si hemos aprendido a ver y a pensar con el corazón) es infinitamente más rica que nuestra razón y, por eso, una inmensa parte de la realidad se pierde cuando la verbalizamos» (p. 13), deberíamos inventar formas para gestionar esa constante elaboración de lo real que promueve, consciente o inconscientemente, nuestra imaginación. Lo cierto es que el método ya está inventado y se denomina pensar, pensar en todas sus dimensiones posibles.

Según Peirce, los signos remiten siempre a otros signos: esta es la idea que él tiene del proceso de pensamiento. Puede que sea así, que los signos sean los interpretantes de otros signos, pero siempre a través del imaginario donde el proceso se encuentra con visualidades formadas o en formación. Los signos no son como perlas que se van engarzando, unas tras otras, en un collar, sino que más bien son como meteoritos que atraviesan la atmósfera flamígeramente. Entran en ella de forma natural, pero su salida es mágica porque implica una transubstanciación que no solo les afecta a ellos, sino que cambia, aunque sea momentáneamente, toda la atmósfera.

¿Qué es realmente un signo?

Las ideas tienen fecha de caducidad, pero solo en su esplendor superficial. Son como arbustos que florecen espectacularmente durante un tiempo y luego se secan y su conspicua magnificencia desaparece, a pesar de tener vivas aún unas raíces profundamente hincadas en la tierra. Hay dos tipos de pensamiento en ese mundo que podemos denominar filosófico: uno se basa en la metafísica de la flor y se entretiene con ella, incluso cuando ya hace tiempo que el brote ha desaparecido para no regresar jamás; el otro se olvida de las floraciones y presta atención a las raíces siempre vivas, aunque ancladas en una soterrada y oscura inmovilidad. Las dos filosofías presentan debilidades, ya que, si una navega entre recuerdos, la otra acaba resultando tan terrosa como las raíces ancestrales a las que se aferra. No es tan habitual encontrar la reflexión que se instala en el término medio, es decir, que a partir de las raíces originales intente desarrollar otro tipo de fruto, que explore la posibilidad de extraer nuevas ideas de donde ya no las hay, reexaminando las que hubo y adaptándolas a las nuevas situaciones, si es que vale la pena hacerlo.

Bajo este presupuesto que acabamos de plantear, podemos preguntarnos qué es un signo o, mejor dicho, que queda hoy para nosotros de la añeja metafísica del signo. Si trasladamos el concepto al ámbito de los géneros literarios, entendidos aquí como campos metafóricos, podría decirse que mientras que la semiótica surge en la esfera de la literatura de detectives, como ya se ha constatado repetidamente, ahora por el contrario debería sumergirse en el territorio conceptual de la literatura de terror. En la novela de detectives, lo importante son los indicios, esas huellas que el ‘crimen’ deja en la realidad como síntomas del desbarajuste que el incidente ha ocasionado. En este sentido, el crimen es equiparable a una enfermedad. Y en ambos casos se desarrolla una narrativa que lo explica y propone un diagnóstico. Esta narrativa que surge de una alteración del equilibrio de la realidad —la realidad social y la realidad del cuerpo, entendidas ambas como su situación equilibrada y estable— acaba superponiéndose al escenario original, de manera que lo que parecía incidental pasa a ser esencial. Ni de la enfermedad ni del crimen se regresa al punto de partida, puesto que ambos han alterado por completo los escenarios corporales y sociales, y lo han hecho para siempre. Por el contrario, en la novela de terror lo importante son las atmósferas. La narrativa no surge de un incidente para superponerse y anular una determinada realidad, sino que penetra en ella, se deja invadir por su atmósfera, ya sea la de una casa encantada o la de un bosque transitado por los espíritus. La novela de terror no ofrece explicaciones; es más, cuando lo hace por influencia del espíritu de la novela policíaca, que es de corte racionalista, y pretende explicar racional y mecánicamente lo inexplicable —un ejemplo lo tenemos en algunas novelas góticas o, específicamente, en El castillo de los Cárpatos de Julio Verne—, la narración fracasa y la atmósfera esencial que se había creado se disipa como el aire de un globo repentinamente pinchado.

En un mundo obsesivamente sistematizado, el signo es el garante de la significación: cada signo es el ladrillo de un edificio que la focalización en los ladrillos nunca deja entrever. Tan pronto como se hace visible la arquitectura, a modo de una temida fantasmagoría, el semiólogo empieza a descomponerla en ladrillos y de cada uno de ellos extrae un pequeño significado. Con la suma de los significados pretende luego elaborar un discurso que nunca coincide con la estructura arquitectónica que estaba allí en primer lugar y a la que de hecho esa narrativa se encarga de recubrir, haciéndola finalmente desaparecer. Parece una obviedad, pero no está de más ponerlo de relieve: el signo surge de la imaginación lingüística, aunque en el caso de Peirce no lo parezca. Si se lo extrae de ella, se mustia muy rápidamente. Por otro lado, la imaginación lingüística tiende a ignorar lo esencial de todo cuanto produce la lengua. En su obsesión por saber cómo funciona el lenguaje, la lingüística anula la novela, la poesía y el propio pensamiento. Y, a partir de ahí, y de la mano del signo, se va descomponiendo el resto de la realidad efectiva, convertida en una sistemática articulación de partículas elementales cuya meticulosa combinación produce significados, algunos significados. Algo así como reducir una exquisita comida al choque de los átomos y las moléculas que componen los ingredientes que se están cocinando. Ahora que se ha puesto extrañamente de moda la ‘filosofía de la cocina’ quizá sea más pertinente saborear el plato, que empeñarse en saber de qué recóndito mecanismo proviene su buen sabor y el placer que produce su degustación. Dicho de forma menos vulgar: hace falta una ciencia de las atmósferas y los conjuntos, una visión ecológica capaz de superar incluso la idea de los sistemas. Hay que volver a sentir el escalofrío que produce una buena novela de terror, no solo cuando se lee un libro, sino también cuando se lee el mundo.

Paolo Fabbri (1999), uno de los más lúcidos defensores del giro semiótico, indica que para Peirce la teoría del signo era un estudio de cualquier tipo de signo, es decir, una semiótica, mientras que para Saussure era una semiología, un estudio de los signos a partir del lenguaje (p. 27). Enseguida añade, sin embargo, que Peirce era un gran epistemólogo pero que su formación lingüística era muy insuficiente. Podría ser por esta deficiencia por la que la semiótica de Peirce es más abierta que la semiología de Saussure, como lo probarían los planteamientos de Umberto Eco, tendentes a actualizar la perspectiva del teórico norteamericano. Pero Eco sigue insistiendo en una concepción primitiva del signo que lo ancla, quiera que no, en el marco lingüístico, por cuanto parece que no se comprende otro funcionamiento simbólico que el de esta. Según Fabbri, para Eco, «el signo es un reenvío, está presente cuando algo se encuentra en el lugar de otra cosa» (ibid). Es por ello por lo que, a pesar de que extiende el manto de la semiótica a signos arquitectónicos, visuales, cinematográficos, textuales, etc., ello se hace en «un marco eminentemente textual (...) Se ha vuelto rápidamente al texto» (ibid). Debería preocuparnos especialmente, no tanto este obsesivo anclaje en el paradigma lingüístico, que obedece obviamente a las constricciones mentales que genera todo paradigma, sino a esa concepción básica por la que se supone que el signo está en lugar de otra cosa. Es decir, que en realidad la cosa en sí no está nunca presente, sino es a través de un intermediario, el signo. ¿No está presente o no puede estar presente? ¿Implica esta premisa que una cosa en sí no tiene significado por sí misma?

Acudamos a las ya muy conocidas ideas de Foucault que Fabbri (1999) resume muy adecuadamente:

La única realidad no está en las palabras ni las cosas, sino en los objetos. Los objetos son el resultado de ese encuentro entre las palabras y las cosas que hace que la materia del mundo, gracias a la forma organizativa conceptual en la que es colocada, sea una sustancia que se encuentra con cierta forma (p. 40).

La lectura más habitual de este postulado, que es la que hace Fabbri, es semiótica: se basa en esta última parte donde se dice que la sustancia adquiere una forma gracias a la forma organizativa con la que se encuentra. Sería una manera, un tanto alambicada, de plantear de nuevo las relaciones entre fondo y forma: el fondo, es decir, el significado adquirido a través del marco conceptual se expresaría a través de determinada forma. De ahí se desprendería, pues, que el objeto es el signo que está en el lugar de la materia del mundo, la cosa. Y todo ello gracias, en realidad, a las palabras. Este postulado de Foucault, sin embargo, se puede entender de una manera un poco más compleja. No hay una separación entre el mundo y el objeto, entre las palabras y las cosas. De esta conjunción no se destila el objeto, sino que todo está en ese objeto. El objeto encarna el marco, constituido por las palabras y la cosas, en el que él mismo se encuentra y lo encarna porque está formado por palabras y cosas, es decir, por una visión transitada por el lenguaje. Pero no pensemos que el lenguaje es el que organiza la visión, sino que entendamos que la visión determina también los aspectos por los que transita el lenguaje.

En resumidas cuentas, no hay signos, sino objetos repletos de significados diversos, multiformes. Apelar al signo es desviar la atención del foco que es el objeto, buscar en otra parte lo que se encuentra enteramente en él: «pensar que existen objetos, no cosas, y que las cosas, en tanto que formadas, dichas, expresadas, puestas en escena, representadas, son objetos, conjuntos orgánicos de formas y sustancias» (Fabbri, 1999, p. 41). Si observamos el fenómeno desde la cosa, es fácil suponer que el objeto puede corresponder al signo que está en su lugar. Pero si por el contrario, lo vemos desde el objeto, la cosa no es más que una entelequia, puesto que lo que es real es siempre el objeto, que contiene, por supuesto, a la cosa, pero que no está separado de ella, sino que la realiza en cada una de sus vertientes, visuales, lingüísticas, o en un conjunto de todas ellas, dependiendo del caso. Las cosas se convierten en objetos no solo porque las vehiculan las palabras, sino porque se muestran, se hacen visibles, en determinados escenarios complejos. Pero el escenario no es una plataforma donde actúa el objeto, sino que cada objeto contiene su propio escenario. Es decir, una cosa es objeto en tanto integre un escenario, un campo de escenificación donde desenvolverse. Una imagen es el mejor ejemplo que podemos encontrar de esta disposición. Cualquiera de ellas —un cuadro, una fotografía, una escena cinematográfica— serviría para delimitar el funcionamiento orgánico de esta fenomenología asígnica.

Una imagen es, en este sentido, una máquina significante. De la misma manera que lo es también una frase, aunque ahí se terminan sus similitudes, puesto que ambos funcionamientos son muy distintos. Pero, en cualquier caso, todo lo que les concierne se encuentra en ellas: en un caso de forma esencialmente virtual; en el otro, de manera esencialmente visual. Por ello, el recurso a la función representativa del signo no es tan obvia en el terreno de lo visual como lo es en el de lo lingüístico. Y no lo es puesto que el lenguaje evoca cosas, mundos, tiende a plantear la existencia de una división entre esa sustancia y su enunciación: la diferencia entre el significante, la frase, y el significado, lo representado. Pero, en cambio, la imagen no expone de esta manera su fenomenología, es decir, no lo hace a menos que se fuerce sobre ella el tipo de imaginación desarrollado en el otro ámbito, el lingüístico. Por supuesto que se puede decir, y así se ha hecho, que la parte visual de la imagen (el significante) se refiere a la realidad a la que reproduce o a la que invoca (el significado), pero esto no es más que una vía espuria de contemplar lo que las imágenes realmente son: mundos que se sostienen a sí mismos. La fotografía, y luego el cine como medio parafotográfico, han ayudado a fundamentar esta concepción, ya que en estos ámbitos se tiene la impresión de que existe una separación muy clara entre el referente y el resultado de la acción que lo capta y lo expone. Pero para verlo de esta manera es necesario olvidarse de la mediación tecnológica o, mejor dicho, entender que la tecnología que está en la base de la operación es eso, una mediación. Es decir, un intermediario que está presente de forma provisional, cuando en realidad es el eje a través del que gira el fenómeno. La tecnología crea una imagen, un mundo, a partir de un aspecto óptico de la realidad. Esta realidad óptica penetra en la ecuación que forman la tecnología y la mirada del sujeto, con todo lo que esta conlleva, como un punto de partida, de la misma manera que un escultor parte de un bloque de mármol para extraer del mismo su escultura.

Decía W. A. Auden (1974) que los sonetos de Shakespeare se habían convertido en

la mejor piedra de toque que conocía para distinguir entre aquellos que aman la poesía por sí misma y entienden su naturaleza, y los que solo valoran los poemas como documentos históricos o porque expresan sentimientos o valores que aprueban los que los leen (p. 88).

Ocurre algo parecido con el significado intrínseco de las imágenes, de todo aquello que se convierte en imagen (el lenguaje podría contemplarse también desde la perspectiva de la imagen mental que crea, aunque el resultado sería muy evanescente y seguramente ocultaría más que revelaría): hay quienes las aprecian por lo que son y comprenden su naturaleza, y quienes solo las entienden como vehículo de otra cosa. Según cual sea la perspectiva, la imagen puede constituir el ejemplo perfecto de un signo o, todo lo contrario, la muestra ideal para comprender su bancarrota.

Dicho esto, podemos invertir el argumento previo críticamente: si una imagen contiene, de una forma u otras, todo cuanto se refiere a ella y, por lo tanto, basta con percibirla adecuadamente para extraer sus significados, en tal caso, se diría que la percepción es en sí misma un acto semiótico. Es lo que objeta Eco (1999) cuando dice que «ciertamente quien no se mueva en una perspectiva peirceana puede encontrar desagradable (y quizá ‘imperialista’) este concepto, ya que, si se acepta que hay semiosis en la percepción misma, se convierte en un enojo discriminar entre percepción y significación» (p. 147). Pero no se trata tanto de pretender equiparar significación y percepción, a menos que se quiera caer en una concepción conductista de los mecanismos cognitivos. Que el significado no surja automáticamente de la percepción no quiere decir que haya que ir a buscarlo a otra parte, que no sea lo que se puede percibir de los mecanismos mentales, las reflexiones o pensamientos que la percepción pueda generar. Es decir, la imagen, lo visible, no se agota en el acto de percibir en sí, lo cual significa que no podemos tampoco circunscribir este acto a la captación puntual e inmediata de las cosas. Eco utiliza la figura del ornitorrinco para indicar que, al verlo, no somos inmediatamente conscientes de lo que estamos contemplando. Pero ello no quiere decir que su significado esté en otro lugar, que un ornitorrinco o, para el caso, un pato, sea la representación de otra cosa, ni siquiera cuando se trata de una representación de un pato o un ornitorrinco: precisamente una figura tan alambicada como la de un ornitorrinco nos ilustra de hasta qué punto todo cuanto hay que saber está en ella. Otra cosa es que a partir de esta percepción o del juego de percepciones que la sorpresa genere, establezcamos clasificaciones y vayamos en busca de saberes que nos ilustren sobre lo que estamos viendo. Pero el objeto está allí en su totalidad formal como resultado, eso sí, del encuentro de ciertas palabras que lo envuelven, aún en nuestra ignorancia, y la cosa ‘esencial’ que se supone que será detectada una vez la introduzcamos en nuestras redes de conocimiento. Pero yo mismo estoy expresándome mal, demostrando con esta indeterminación el desequilibrio que existe en estas concepciones: me muevo circularmente del objeto que percibo al objeto que surge una vez la cosa ha sido catalizada por el lenguaje, pero ¿no es esta una forma de hablar? Por supuesto que el ornitorrinco que veo por primera vez, como esos caballos que, según Eco en otro ejemplo, contemplaron con estupor los indígenas americanos cuando desembarcaron los primeros españoles en el continente, no es el mismo elemento que veo una vez ha sido convenientemente catalogado e introducido en la cultura, pero eso no quiere decir que todo este giro no se haya desarrollado en torno a una misma visualidad percibida de distintas maneras.

Eco (1999) se hace una pregunta muy pertinente: «¿no podemos desanclar el fenómeno de la semiosis de la idea de signo?» (p. 147), una pregunta esencial donde las haya. Su respuesta tiende a ser negativa y, para fundamentarla se refiere al concepto de índice:

Es cierto que cuando se dice que el humo es el signo del fuego, aquel humo que se detecta no es aún un signo; aunque aceptemos la perspectiva estoica, el humo se convierte en signo del fuego no en el momento en que uno lo percibe, sino en el momento en que uno decide que vale por alguna otra cosa, y para pasar a este momento se ha de salir de la inmediatez de la percepción y traducir nuestra experiencia en términos proposicionales haciendo que sea el antecedente de una inferencia semiótica (p. 147).

Más allá del escolasticismo de Eco para unificar percepción y signo, tanto si mi experiencia me indica que cuando hay humo hay fuego, como si no, el humo tiene una virtud en sí mismo. Es, por supuesto, un índice por lo que dice Eco, porque mi experiencia me permite conectarlo con el fuego, pero ello no me saca de la percepción, ni de la inmediata ni de la subsiguiente: por ejemplo, si es que quiero seguir percibiendo el humo para saber de ‘dónde’ viene el fuego. ¿Es este ‘dónde’ una cualidad del signo en cuanto a índice del fuego que está en otra parte, o una cualidad del humo que, surgiendo de un lugar de la geografía que lo rodea y que forma parte de su visualidad, me permite comprender algo fundamental del mismo? El problema no es que le llamemos percepción o semiosis a estas acciones, sino que consideremos que los objetos en sí mismos no son válidos, que no son más que representantes de algo que, en principio, es ajeno a ellos. De esta forma, solo se contempla una porción muy limitada del significante, aquella que sirve de puente hacia el significado, o aquella que conecta el índice con el referente, mientras que se ignoran otras perspectivas que puede modificar la comprensión del significado o el referente.

Encontraríamos una crítica muy acertada al signo en la corriente denominada Object Oriented Ontology (ontología orientada al objeto) de Graham Harman, si sus seguidores se hubieran molestado en comparar directamente sus ideas con las de la semiótica, algo que no hacen, puesto que sus críticas apuntan a mucho más atrás y quizá más alto, concretamente a Kant y su llamada revolución copernicana. Junto con los partidarios del Speculative Realism (realismo especulativo), niegan a la vez la existencia de una naturaleza natural (lo que Timothy Morton denomina ecología sin naturaleza) y el antropocentrismo kantiano que hace depender de la mente y la percepción humanas el conocimiento de los objetos. Los objetos existirían, pues, independientemente de la percepción humana y, lo que es más, las relaciones no humanas que se producen entre ellos los afectarían de la misma manera que lo hace la conciencia. Por consiguiente, todas las relaciones con el objeto, las humanas y las no humanas, existirían al mismo nivel ontológico. El título del libro de Ian Bogost Alien Philosophie. What’s Like to be a Thing? (Filosofía alienígena, ¿qué se siente ser una cosa?) nos da una primera dimensión de la radicalidad de estas tendencias: «la exitosa invasión de la especulación realista pone punto final tanto al reino de la intuición transcendental como al del encarcelamiento subjetivo» (Bosgot, 2012, p. 5). No es el momento de analizar en profundidad estas sugestivas y a la vez inquietantes tendencias, ni de proponer una necesaria crítica a sus fundamentos, pero sí cabe decir que tanto la Object Oriented Ontology como Speculative Realism socaban los fundamentos de la teoría del signo de manera inusitada.

Según cómo se contemplen, las teorías de lo que muchos denominan weird realism (realismo extraño) parecen sacadas de una película de Cronenberg o una novela de Philip K. Dick, y no lo decimos con sorna, sino planteando literalmente la hipótesis de que, a partir del análisis de estas propuestas de ficción, podrían sacarse conclusiones interesantes sobre la ontología de los objetos. Incluso Walt Disney sería susceptible de intervenir en la operación, por cuanto son numerosas sus películas, largas y cortas, en las que los objetos tienen un protagonismo antropomórfico que curiosamente los libera de la dependencia de lo humano. Quizá incluso se podría argumentar que, según la Object Oriented Ontology, nosotros podríamos ser signos para los objetos, en el sentido de que su relación con los humanos estaría invertida.

Dice Heidegger (1971) que entendemos la palabra «cosa» de tres formas distintas: en un sentido estrecho, en un sentido amplio y en un sentido todavía más amplio. Según el primero, nos referimos a aquello que es visible o comprensible, lo que se encuentra al alcance de la mano; el segundo se aplica a lo que sucede en el mundo, los hechos, los acontecimientos; y, finalmente, el sentido más amplio posible es aquel al que se refiere Kant, es decir, a la «cosa en sí», algo que se distingue de la «cosa para nosotros», los fenómenos, y que por lo tanto no es accesible a nosotros, los seres humanos, como sí lo son, sigue diciendo Heidegger, las piedras, las plantas o los animales (p. 17). Lo que discutirían los partidarios de la Object Oriented Ontology es la linealidad de este planteamiento, que va desde lo fenoménico a lo nouménico, pasando por una región ambigua en la que las cosas pasan de ser «en sí» a ser «para nosotros». Es esta región intermedia la que cobra cuerpo y se independiza de los dos polos en la nueva ontología del objeto. En este sentido, es posible reclamar la existencia de una segunda realidad formada por todas las representaciones audiovisuales que se hacen y se acumulan sin cesar. Si a esas imágenes de todo tipo, que duplican la realidad, les añadimos los sistemas de objetos creados, capaces de formar una segunda naturaleza no natural, nos encontraremos frente a esta especial ontología que proclaman Harman y sus seguidores. Se trata, por supuesto, de una hipótesis intrigante que puede dar buenos resultados si se la desprovee del tufo metafísico que se desprende de alguno de sus planteamientos, algo un poco complicado cuando el mismo Harman pretende poner las bases de lo que él denomina una «metafísica realista».

Como hemos dicho, no es este el momento de adentrarse por el nuevo territorio, que promete ser fascinante, pero en pie quedan algunas incógnitas sobre el estatus del signo en sí mismo. En principio, se diría que esencialmente no hay cambios por lo que respecta a la posibilidad de una semiótica, que ahora se aplicaría a esta segunda realidad o segunda naturaleza, como tampoco tendría por qué haberlos con relación a los planteamientos kantianos. Simplemente nos habríamos alejado un grado o dos con respecto a los niveles de realidad fenoménica o nouménica, pero podríamos seguir diferenciándolos. Los objetos, además de tener su propia ontología, serían especialmente inteligibles para el ser humano, quedarían por fuera del alcance de esta capacidad, no ya algo más allá de toda experiencia, sino incluso de los intríngulis de esa particular ontología objetual. Pero no creo que sea eso lo que se pretende decir, precisamente porque lo que se busca es una metafísica sin metafísica o, como dice Quentin Meillassoux (2006), uno de los máximos representantes del realismo especulativo, se trata de «pensar un mundo sin pensamiento» (p. 39), un mundo anterior a la dación del mundo, es decir, antes de que apareciera para el ser humano. Me interesa más la posibilidad de un sistema materialista de objetos, independiente de nuestra percepción y conocimiento, pero accesible al mismo. De ahí se desprenderían nuevos funcionamientos reales que valdría la pena explorar. Por ejemplo, para comprender cómo el pensamiento humano varía según se aplique, o crea aplicarse a la naturaleza tal cual, o surja de una relación con respecto a la nueva naturaleza organizada por los objetos y la tecnología. Esto sucedería, sin embargo, fuera del ámbito del signo. El concepto de signo, y todo lo que se desarrolla en torno a él, se muestra incapaz de ‘comprender’ adecuadamente la realidad contemporánea.

Deleuze y la crítica spinozista del signo

Deleuze recurre a Spinoza para efectuar su crítica del signo. Para Spinoza, dice, el signo está relacionado a una cadena asociativa, entra en ella. Apelando al lenguaje, se comprende mejor lo que quieren decir Spinoza, según Deleuze (2008): «Spinoza no definiría el lenguaje como sistema de signos convencionales, ni aún como sistema de signos. Lo definiría de modo más preciso: el lenguaje no es el signo, sino la cadena asociativa en la cual entra el signo» (p. 206). No queda claro si la cadena asociativa acoge al signo para investirlo de significado o si el signo surge de la cadena como índice del significado. Pero no importa. Lo que realmente importa es que de este planteamiento se desprende la posibilidad de una sutil crítica a la proverbial condición arbitraria de la relación sígnica que preside los planteamientos de Saussure, crítica que se convierte en otra forma de poner en cuestión la entereza epistemológica y cognitiva del signo. La cuestión es que

no hay que aislar esta asociación, porque si se aísla la asociación entre la palabra y la cosa designada, no ven el tejido, la red de asociaciones más profundas entre la palabra y la cosa designada por una palabra y otras cosas (p. 206).

Puede que exista una relación convencional entre las palabras y las cosas, pero también «habrá isomorfismo de las relaciones entre las palabras y las relaciones entre las cosas» (p. 206). Es decir que se establece una relación directa entre los dos conjuntos de relaciones, y es en el interior de estas cadenas asociativas, relacionadas entre sí, donde cada signo puede resultar convencional. Según Deleuze, el hecho de que pueda existir una relación convencional entre la palabra y la cosa designada, no quiere decir que la misma relación convencional exista entre la palabra y su significado. Pone un ejemplo muy claro: «buey vivo y buey muerto no son la misma palabra. El designado es el mismo, pero hay dos significados, dos palabras»(p. 256). El adjetivo anula la convención y hace que la expresión se atenga estrechamente a un estado de cosas.

Lo cierto es que hay una gran diferencia entre contemplar el signo desde el lenguaje o hacerlo desde la imagen. El carácter denotativo de la figura hace que en ella se desvanezca la convención entendida en un sentido abstracto, pero en cambio esta regresa con la adjetivación y la aparición de relaciones: la figura del buey muerto o vivo es mucho más ambigua que la de un buey sin atributos. Sin embargo, por otro lado, la imagen es capaz de poner de relieve gran parte de esas relaciones que la simple convencionalidad oculta. La imagen es el resultado de la visualización de un conjunto de relaciones. Es cierto que luego cada imagen está igualmente relacionada con un conjunto, con una cadena asociativa, pero esto se produce a un nivel superior, un nivel que está por encima de las cadenas asociativas generatrices, de las relaciones primarias que se conectan con la visualización por isomorfismo. Para entender esto en el lenguaje hay que sumergirse en él, mirar detrás de él, mientras que, en el caso de la imagen, es necesario elevarse por encima de ella, porque la imagen primera ya es en sí una elevación que se produce por encima de las asociaciones primarias a las que hace visibles. Siempre es posible pensar en otras imágenes que aclaren las asociaciones a las que están ligadas las primeras. Esto es algo que el lenguaje no puede hacer sin contradecirse a sí mismo, sin desbaratarse como lenguaje. En cambio, la imagen lo produce naturalmente. Por ejemplo, a través del montaje, el collage o la creación de mapas conceptuales u otros tipos de exposición visual. Un ensayo audiovisual o una instalación temática serían los ejemplos más específicos de un dispositivo esclarecedor de este tipo, por el que las concatenaciones de imágenes irían poniendo de manifiesto una sucesión de relaciones, de pliegues correspondientes a las cadenas asociativas en las que las imágenes estarían inmersas más allá de las relaciones que las propias imágenes ya revelan como tales. Aclarémoslo: una imagen, fija o en movimiento, muestra en su interior, por medio del conjunto de elementos visuales que la forman, un conjunto de relaciones que podemos denominar primarias. Luego, añadiéndole otras imágenes, asociando con ella otro conjunto de imágenes, se ponen de manifiesto las relaciones secundarias que acogen la primera imagen. Lo cierto es que resulta un inconveniente tener que explicar esta fenomenología inmovilizando el proceso, puesto que este constituye un conjunto que se halla en movimiento y del que, por lo tanto, es difícil extraer momentos iniciales y finales, o fases separadas. La realidad es para la mente una vorágine de imágenes que las representaciones parecen inmovilizar traicionando ese incesante remolino. Pero en el momento en que procedemos a analizarlas o a interpretarlas, aunque solo sea como parte de los procesos cognitivos, el movimiento regresa con toda su fuerza. De manera que, si queremos ser fieles a la esencia del fenómeno, debemos buscar otros medios más fidedignos para mostrar los mimbres de los que está hecho lo visual en estos momentos. Estos medios producen imágenes fantasmagóricas.

El propio desarrollo de los medios de formación y difusión de imágenes reproducen el camino que conduce a estas fantasmagorías visuales. La fotografía disgrega la unidad visual de la pintura que queda reducida al cliché fotográfico, origen de multitud de copias posibles. El cliché, negativo de visualidad real, aparece ya como fantasmagórico, como el reverso onírico de la realidad que ha captado mecánicamente. Con posterioridad, el cinematógrafo, que conserva en su seno la dualidad entre negativo/positivo de la fotografía, expande la unicidad de la imagen pictórica y del positivo fotográfico mediante el movimiento, produciendo un entramado lineal de imágenes que puede considerarse el equivalente de la diseminación de la copia fotográfica. Más tarde, internet añadirá un nuevo pliegue a esas formaciones, al permitir la conexión entre las mismas a un nivel ‘superior’ a la singularidad de la pintura y la fotografía, y ‘superior’ también al conglomerado cinematográfico. Dicho esto, regresemos a la imagen particular, ya sea el cuadro, la fotografía o el plano cinematográfico, para observar que, en cada caso, la configuración visual está formada por un conjunto de relaciones internas, el equivalente de lo que, con respecto al cine, Pasolini denominó «cinemas». En realidad, el propio cine, en el desarrollo de su estructura narrativa, ya expone una estructura relacional parecida en las escenas y las secuencias, conglomerados de planos y escenas, respectivamente.

Quizá fuera productivo recuperar la forma espontánea con la que Pasolini relacionaba el cine con el sueño, a través de la semiología: «sucesivamente cada sueño es una serie de im–signos, que tiene todas las características de las secuencias cinematográficas: encuadres en primer plano, planos generales, insertos, etc.» (Pasolini & Rohmer, 1970, p. 12). Pasolini encuentra en el inmenso diccionario del mundo, donde residen todos los elementos que puede utilizar el cineasta, el sucedáneo de la doble articulación que debe presidir la formación de todo lenguaje:

Por consiguiente, descrita toponímicamente, la operación del autor cinematográfico no es una, sino doble. En la práctica: 1) debe tomar del caos el im–signo, hacerlo posible, y presuponerlo aposentado en un diccionario de los im–signos significativos (mímica, ambiente, sueño, memoria); 2) realizar luego la operación del escritor: o sea añadir a este im–signo puramente morfológico la calidad expresiva individual (p. 14).

Pero, en realidad, esta doble operación es una impostura forzada por la necesidad de ajustarse a la moda lingüística imperante. El cineasta no tiene por qué desdoblar su acción, ya que esta es solo una, la de convertir las cosas del mundo en imágenes. ¿No dice el propio Pasolini que el cineasta extrae sus signos del caos, donde todo cuanto existe son meras posibilidades o sombras de comunicación mecánica y onírica?

Anatomía de lo real

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