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Para una crítica de la economía política del signo

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Baudrillard y el fetiche

Este es el título de un libro hoy prácticamente olvidado de Baudrillard que, junto con su El sistema de objetos, ha sido postergado por sus abundantes manifestaciones posteriores de carácter más sensacionalista. Sin embargo, los dos títulos son ahora recuperables para cumplir un par de funciones imprescindibles: descomponer el imaginario del signo y plantear un pensamiento de los objetos capaz de resistir el último contraataque intrínsecamente reaccionario que la filosofía anglosajona ha lanzado contra la continental. Pero hay que añadir de inmediato que ninguno de los dos textos de Baudrillard nos señala el verdadero camino para conseguirlo, sino que solo nos sirven para devolvernos al punto de partida y poder tener así la oportunidad de empezar de nuevo, procurando no repetir los mismos errores. El principal de ellos, que agotó prontamente al estructuralismo, es la obsesión por dar al método una apariencia científica, que lleva a Baudrillard, como ocurrió con tantos otros, a sustituir o apoyar el proceso reflexivo en aparentes fórmulas lógico-matemáticas absolutamente desprovistas de sentido en la actualidad, cuando el imaginario que las mantenía en pie ha desaparecido. De la misma manera que hay que reparar en el poder de las modas o estilos de pensamiento a la hora de calibrar el valor de las teorías de antaño, es necesario contar también con el hecho de que estas no envejecen o mantienen su vigor en bloque, sino que lo hacen por partes, dependiendo de su capacidad de mantener o no el contacto con la sensibilidad contemporánea.

Baudrillard se quejaba en su momento de que la izquierda acostumbraba a no ser capaz de darse cuenta de la estructura ideológica que cobija determinadas teorías que se adoptan, porque parecen superficialmente progresistas. Hay que añadir algo que Baudrillard no indica: que si a la izquierda le parecían progresistas era porque las consideraba científicas, como si una y otra cosa tuvieran que ir indefectiblemente de la mano. Así, por ejemplo, con la teoría de la comunicación. El autor focaliza la crítica en Jakobson. Como afirma Genosko (1994),

Baudrillard propugna que (según la teoría de la comunicación) es el código el que habla puesto que es el que dicta el trasvase unidireccional de la información y garantiza la legibilidad y la univocidad del mensaje, (por lo que) bajo la guisa de admitir la ambigüedad e incluso la polisemia, el modelo excluye un intercambio ambivalente entre personas (p. 6).

Podría decirse que la teoría de Baudrillard presenta el mismo problema desde el momento en que se propone criticar el signo aceptando, en gran medida, la fenomenología del signo, aunque sea para criticarla. La censura, pero lo hace desde dentro, sin atreverse a prescindir por completo de su fantasmagoría. Es así como después de mantener que «el intercambio simbólico no tiene nada que ver con los signos» (p. 18), se preocupa extensamente de exponer cómo «lo simbólico penetra en lo semiótico»(p. 10) para descomponerlo, al tiempo que establece una «homología entre la mercancía y el signo» (p. 2). Si bien la apelación a lo simbólico como fuerza desestructurada del signo es un movimiento necesario y productivo, el mismo Baudrillard (1972) asume la incapacidad de lo simbólico para establecer una salida airosa del régimen sígnico. Y ello es debido a que no rompe del todo con él:

Lo que deroga el proceso de significación, que en el fondo no es más que un gigantesco modelo de simulación del sentido, no es ‘lo real’, el referente, alguna valiosa sustancia expulsada a las tinieblas exteriores del signo, es lo simbólico. Es lo simbólico lo que continúa atormentando al signo, desmantelando la correlación formal del significante y el significado. Pero lo simbólico, que en su virtualidad de significado resulta subversivo para el signo, solo puede ser nombrado por alusión, por allanamiento, ya que la significación, que nombra todas las cosas a partir de sí misma, solo habla del valor, y lo simbólico no es un valor. Es pérdida, resolución del valor y la positividad del signo (p. 196).

No se critica tanto la estructura del templo como la liturgia que en él se celebra. Sin menospreciar el poder desestabilizador de lo simbólico, más productivo parece el concepto de fetichismo de la mercancía de Marx, al que Baudrillard se aproxima en el capítulo III de su libro, aunque lo haga para criticarlo. En ese punto, el texto pierde su aridez, y la sensación de callejón sin salida que se desprendía de muchas de las páginas anteriores se desvanece para dar paso a una serie de reflexiones que, en cuanto tales, conservan su vigor.

No es este lugar para glosar la crítica que Baudrillard hace del concepto; baste decir que considera que este se halla excesivamente relacionado con el dispositivo que utilizaban el cristianismo y el humanismo para descalificar otros cultos. Asimismo, cree que este tipo de antropología racionalista constituye una trampa que lleva a reproducir subrepticiamente la ideología que se pretende desactivar: «al retrotraer todo el problema del fetichismo a los mecanismos superestructurales de la falsa conciencia, el marxismo elimina cualquier posibilidad real que tenga de analizar el proceso real del trabajo ideológico»(p. 97). Se entiende que lo que Baudrillard reclama es la materialidad del fetiche. Demanda que la atención se ponga no tanto en el carácter ideológico, como en el funcionamiento en el marco mismo del objeto-mercancía. El proceso de fetichización no ocurre tanto en la mente como en el propio sistema de objetos. No es una falsa percepción ideológica, sino una interacción objetiva con un mundo que se ha convertido a la fantasmagoría del fetiche.

Si para Marx el proceso fetichista aparece solo a nivel del valor de cambio, que es donde se produce la abstracción que sitúa la mercancía más allá de la simple utilidad que rige el valor de uso, Baudrillard (1976, p. 159) considera, por el contrario, que, puesto que el valor de uso se basa en las necesidades, es también «la expresión de una completa metafísica, la de la utilidad», ya que

Las necesidades (es decir, el sistema de necesidades) son el equivalente de la abstracción del trabajo social: sobre ellas se erige el sistema del valor de uso, del mismo modo que la abstracción del trabajo social es la base para el sistema del valor de cambio» (p. 155).

En resumidas cuentas, que el objeto aparece como portador de la metafísica de la necesidad, de manera que su proverbial utilidad característica del valor de uso lo es todo, menos primaria o esencial.

Latour (1996) se dirige al origen de la palabra fetiche, inventada por los portugueses para denominar las creencias de las tribunas africanas focalizadas en algunos objetos encantados. De ahí extrae Latour el vocablo faitiche, amalgama de fait (hecho) y fée (algo divino, encantado), es decir, «un objeto-hechizado, por una parte, y objeto-hecho por la otra» (p. 31). Latour resuelve, pues, de esta manera la contradicción que Baudrillard encontraba en Marx: el fetichismo es a la vez un proceso mental, psicoideológico, y una realidad incrustada en el objeto y su funcionamiento y sus relaciones. Se establece así un proceso circular, ya que lo artificial se transforma materialmente según los procesos de la psicología y estos se adhieren a los impulsos de lo artificial con el que se relaciona estrechamente en su vida cotidiana.

Este movimiento constante, e indeterminado por el hecho de que carece de un punto de apoyo fijo, explica el ingrediente onírico, fantasmagórico, que se desprende de muchas producciones contemporáneas, a veces de forma directa, otras, indirecta. Son oníricos algunos documentales contemporáneos, sobre todo los ensayísticos; lo es el estilo de muchos anuncios publicitarios (especialmente, los de perfumes) y el de la mayoría de las cabeceras de las series televisivas. Pero también pueden leerse desde esta perspectiva muchas de las producciones del arte contemporáneo, esas que tienen sus raíces en el arte conceptual y cuya característica más destacada es la literal fetichización de los objetos. Lo onírico aparece en forma de fantasmagoría, una característica que se presenta como síntoma de formaciones profundas que exceden la capacidad del signo por significar. El signo es todo lo contrario de una fantasmagoría: aparece, o pretende aparecer, en la claridad, como punto de fuga de lo diáfano. Por ello, lo fantasmagórico nunca puede concretarse en un signo, porque por sus características lo exceden en todas sus dimensiones. Como apunta certeramente Baudrillard (1972), «al igual que en el viaje de los sueños, las satisfacciones de ensueño del consumo nos rodean, aferrándose a los objetos» (p. 59). De manera que, en la contemporaneidad, no puede haber más percepción que la mediatizada por la fantasmagoría creada por una realidad-deseo en constante proceso de transformación.

La ironía del dinero o la inconsciencia del signo

La fantasmagoría es la apariencia que adopta el dinero en su circulación por la realidad. O dicho de otra forma, es la apariencia de la realidad afectada por la circulación del dinero. Es decir que de lo que estamos hablando es de las formas de un mundo transformado por su conversión en dinero o, mejor dicho, su conversión en la esencia del dinero, que implica movimiento, disolución, transformación y, en última instancia, fantasmagoría. No estamos hablando de ese tipo de dinero que pertenece a la fase del valor de cambio y que asume la sublimación de la mercancía, sino a esa otra instancia cuya presencia ya adivinó Baudrillard cuando hablaba de una última fase fractal del valor. Una cosa es el fetichismo que alegoriza las cosas y las transforma materialmente acorde con esta alegorización, y otra la forzosa desmaterialización que proviene de la obsesiva fuga fractal, una pérdida de consistencia que afecta no solo al valor en sí de las cosas, sino a toda la realidad al completo.

En El manifiesto del partido comunista Marx y Engels afirmaron que «todo lo que es sólido se desvanece en el aire», una frase con la que se da el pistoletazo de salida a la modernidad visual, de su toma de conciencias, por medio de señalar una de sus más destacadas características: la fugacidad. Esta fugacidad, afectada por la confluencia del espacio y el tiempo a través del movimiento, por un lado, diluye la solidez de las cosas como en las cronofotografías de Marey o las fotografías de los hermanos Bragaglia, mientras que por el otro formaliza el tránsito y la duración. No es de extrañar que las fenomenologías del movimiento, el espacio-tiempo y el dinero confluyan en un mismo ámbito y período histórico. El dinero asume la totalidad de las relaciones sociales, a las que persigue hasta el fondo de su psicología. Pero luego, él mismo se transforma, mediante, por ejemplo, otros sistemas de intercambio, como la tarjeta de crédito o las transacciones electrónicas, exacerbando su propia condición fluida esencial. Los procesos de dominación pierden así su rostro y se convierten en abstractos, pero no por ello desaparecen, sino que se duplican. Subsisten en el seno de los intercambios, al tiempo que estos sujetan a su lógica y estructura las formas sociales e individuales.

No estamos diciendo, por supuesto, nada nuevo. Solo queremos señalar que, en este panorama fenomenológico, la aparición de un concepto tan aparentemente positivista como el signo resulta muy anacrónico. Cuando Peirce indica que no hay pensamiento sin signos, está haciendo depender la fluidez mental de una serie de unidades discretas, los signos, que, como hemos visto, han de ser así mismo fluidas. Es positivista este tipo de pensamiento porque es un pensamiento de la inmovilidad, surgido en el tiempo del movimiento. Y el hecho de que Peirce descomponga escolásticamente el signo en diversos componentes no quita que el resultado proponga relaciones claramente mecanicistas entre el sujeto y el objeto.

La fenomenología del dinero aparece, en este contexto, como el inconsciente del signo y del conocimiento semiótico. La aparente certeza que se desprende de las interpretaciones efectuadas mediante la técnica semiótica, basada en dispositivos metafísicos con pretensiones positivistas (o en dispositivos positivistas claramente metafísicos) está siempre envuelta por el fantasma inconsciente del dinero. Pero el dinero no es el inconsciente último de las cosas o los fenómenos, sino que el propio dinero tiene también su propio inconsciente. En realidad, puede decirse que el inconsciente, en todas sus formas, es la válvula de seguridad de toda pretensión positivista del conocimiento. El dinero es pues la forma que adopta el inconsciente en un período histórico determinado. Afirma Marshall Berman (1988) que

resulta irónico que Chernichevski sea conocido como el defensor más destacado del ‘realismo’ literario y enemigo de toda la vida de lo que él llama una ‘fantasmagoría’: sin duda es este uno de los héroes más fantásticos [se refiere a Lopujov personaje de su novela ‘¿Qué hacer?’], y una de las escenas más fantasmagóricas de la historia de la literatura rusa [la acaba de transcribir Berman] (p. 244).

Cito esta contradicción porque es típica de la ignorancia positivista de lo inconsciente en todas sus dimensiones: el realismo de uno de los escritores más críticos de la «fantasmagoría» es fantasmagórico. Lo mismo podría decirse seguramente de Zola y de su novela El dinero, que puede y debe leerse por lo menos en dos niveles. Uno es el nivel positivista, es decir, el de las peripecias y situaciones de los personajes que nos muestran conductas y escenarios prototípicos. Pero luego hay otro nivel que está y a la vez no está en la novela. Se trata de un nivel inconsciente que, si bien se expresa a través de lo que positivamente muestra la narración, en realidad es algo que le falta al libro, a la tarea emprendida por Zola. Le falta exponer la forma de la realidad que ha creado el dinero y que, desde el fondo, determina el carácter último de los temas. Claro está que pedirle a Zola que descubra este trasfondo de su obra es alentar un anacronismo. En este sentido, cualquier narración que utilice la técnica del stream of consciousness (el flujo de consciencia) es más una novela sobre el dinero que la de Zola. Proust piensa más desde la realidad creada por el dinero que Zola. También por ello, el cine es más una narrativa del dinero que la novela en general.

Deleuze (1987) insiste en esta conexión entre imagen cinematográfica diciendo que

El cine como arte vive en relación directa con un complot permanente, una conspiración internacional que lo condiciona desde dentro, como el enemigo más íntimo, más indispensable. Esta conspiración es la del dinero; lo que define el arte industrial no es la reproducción mecánica, sino la relación, ahora interna, con el dinero (p. 108).

El cine dentro del cine revela, atravesando las películas mismas, la idea de ‘algo detrás’, algo que ocurre a espaldas de los personajes, del director o del espectador mismo, la idea de que alguien mueve los hilos de la trama. El cine detrás del cine revela el espejo del cine mismo tratando de reflejar algo que él mismo está produciendo, como ocurre en Mulholland Drive (2001) de David Lynch, Der Stand der Dinge (1982) de Wim Wenders, Barton Fink (1991) de Joel Coen o The Player (1992) de Robert Altman, por citar algunos ejemplos. La idea de una cámara-dinero omnipresente que dirige, controla, modifica y varía el rumbo de una película aparece como condición genética de la imagen cinematográfica, teniendo en cuenta su carácter vampírico, succionador de la ‘sangre’ narrativa, estando siempre del lado del poder, dentro de un flujo (o reflujo) de la imagen móvil, cuyo inconsciente es el fluir mismo del dinero, ese ‘otro’ dentro de la imagen-movimiento.

Anatomía de lo real

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