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La «insignificancia» del signo y la imagen
ОглавлениеA las imágenes las acompañan desde hace poco más de un siglo dos elementos que podríamos calificar de fantasmales: el movimiento y el sonido. Aparecen pegados a ellas, pero sin realmente pertenecerles, como si ambas formaran parte de ese espíritu que para Descartes regentaba el cuerpo. La imagen sería lo sólido, lo material, es decir, el cuerpo, mientras que el movimiento y el sonido pertenecerían a la categoría de lo evanescente, lo sutil o lo espiritual. Pero este dualismo cartesiano, cuyo error ya se han encargado de denunciar, quizá a través de otro error, Antonio Damasio y otros neurocientíficos, no es la metáfora más adecuada para comprender la percepción de las imágenes contemporáneas, que, si acaso, siempre han sido contempladas desde una óptica excesivamente materialista capaz de blindarlas ante cualquier misterio. La perfección y automatismo que caracterizan a las tecnologías audiovisuales de la actualidad abundan en la percepción popular de que las imágenes son lo que deben ser y nada más: copias de la realidad que parece destilar esta misma realidad o que los instrumentos electrónicos son capaces de arrancarle sin esfuerzo. Pero lo cierto es que este panglosianismo, que caracteriza la concepción de las imágenes, aparece encapsulado en una insidiosa metafísica que nos lleva a pensar que las imágenes, en general, son entidades inmóviles a las que caracteriza el silencio, ese largo silencio que recorre la historia del arte desde los más remotos orígenes, enmarcado por una parálisis tétrica. Es como si nuestra mente se resistiera a dejar de ser platónica y no pudiera concebir la transitoriedad de unas representaciones que, por antonomasia, ya son transitorias desde hace más de un siglo.
Hete aquí, sin embargo, que el mayor embate contra el ingenuo empirismo audiovisual proviene de una pretendida ciencia que es platónica y cartesiana a la vez: la semiótica (o la semiología, dependiendo de a quién tengamos por progenitor). Es cierto que este tipo de encuentros —Platón versus Descartes—, que se consideran un auténtico choque de trenes, no son aceptados con gusto por los especialistas, pero no por ello hay que declararlos imposibles: los paradigmas o las disciplinas coinciden más en sus raíces que en sus frutos, por ello las conexiones tienden a pasar desapercibidas y, a la luz de los dispares productos de estas, se consideran inconcebibles. Pero la semiótica, esa máquina de interpretar inventada por Charles S. Peirce a finales del siglo XIX, se convierte, en manos de Saussure, en platónica y al mismo tiempo en cartesiana, debido a la división de su concepto estrella, el signo, en dos mitades: significante y significado. El signo tiene alma —el significado— y cuerpo —el significante—: un cuerpo que no parece ser más que la sombra del espíritu significador que lo rige solo porque se posa arbitrariamente en él.
Lacan le dio la vuelta a este planteamiento para borrar cualquier vestigio de platonismo y cartesianismo, y con ello no hizo más que poner de manifiesto, de forma muy clara, la presencia de estos rescoldos en la teoría del signo: puso el significante arriba y el significado abajo, al contrario de cómo se encontraban situados en la concepción original, y ello, a modo de paso previo a la eliminación del significado como elemento esencial del sistema. Afirmó finalmente que, debajo del significante, no había nada, es decir, que el pensamiento es un juego de significantes que cambiaban continuamente de significado.
Quizá sea cuestión de preguntarse qué significa arriba y abajo en estas circunstancias. Según Saussure, las palabras tienen dos componentes, uno material (una imagen acústica) y otro mental, que se relaciona con la idea o el concepto que representa el primer componente. El conjunto de significante y significado constituye un signo. El signo se representa visualmente, según este conocido diagrama:
Ilustración 2. Esquema Significado-Significante
El diagrama supone la visualización de un fenómeno, algo que no tiene por qué causar inquietud, puesto que implica un compromiso con su estructura, la cual, de lo contrario, queda enmascarada o resulta ambigua. No está de más pasar pues a la visualización, a pesar de las protestas que se puedan suscitar, ya que de esta manera se hacen evidentes algunas de las implicaciones de cualquier propuesta que de otra forma permanecerían ocultas. ¿Por qué está arriba el significado, es decir, la idea, y abajo el significante, es decir, la proyección material de esta idea o concepto? Pues porque la residencia de las ideas es el cielo platónico, mientras que a las sombras de estas ideas les corresponde estar localizadas en la tierra o realidad de segundo grado. Ello explicaría también por qué costó tanto que se prestase atención al significante, a la parte material, terrestre, corporal, del signo.
Pero la cuestión se complica en el momento en que se avanza en la visualización y el concepto de significado se concreta en una imagen de la siguiente manera, no menos conocida:
Ilustración 3. Diagrama de Saussure
Es así como, de pronto, el significado ya no es una idea en el sentido estricto de la palabra, sino una imagen o una cosa. Ya no pertenece directamente al cielo platónico, sino que se desplaza hacia el mundo de las imágenes concretas, visibles. Es como si el signo se precipitara hacia la tierra en lugar de mantenerse flotando a medio camino entre ella y el cielo, dos regiones hasta entonces equidistantes y mediatizadas por la línea del horizonte que separa el significado y el significante. Esto nos pone ante el problema de las relaciones entre el signo y la imagen, algo que ni la semiótica de Peirce ni la semiología de Saussure habían, en principio, previsto claramente (lo visual lo piensan desde lo lingüístico) y que el giro lingüístico del siglo XX pretendió resolver de forma en exceso precipitada, inventando una semiótica de las imágenes que no hacía sino convertirlas en signos lingüísticos para mayor comodidad del sistema.
Quizás sea un despropósito preguntarse si los signos tienen forma. En todo caso es una cuestión que en estos momentos nos intriga. ¿Hay una forma ideal que corresponde a todos los fenómenos sígnicos? Es obvio que se trata de una pregunta retórica, pues hay disciplinas específicas, como la semiótica y la semiología, encargadas de demostrarlo. La pregunta adecuada quizás sería ¿de qué forma se trata? Hasta ahora parece no existir alguien que se haya preocupado por responderla.
Las estructuras o los sistemas son relacionales. No tienen una forma precisa, más allá de las relaciones que conectan dinámicamente sus componentes. Sin embargo, existe la tendencia a representarlos de manera estática para que quede constancia de su recurrencia, de que su dinamismo no es abierto, sino que funciona a través de unos canales preestablecidos, de carácter estable o esencial. O sea que, efectivamente, esa forma existe.
Peirce (1906) inicia su Prolegomena to an Apology for Pragmaticism con una precisa declaración de intenciones:
Acércate, mi lector, vamos a construir un diagrama para ilustrar el curso general del pensamiento; quiero decir un sistema de diagramación mediante el cual cualquier curso de pensamiento puede ser representado con exactitud (p. 492).
Parecería un abuso pretender diagramar cualquier pensamiento con exactitud, cuando la mayoría de ellos pueden seguir cursos impredecibles. Peirce utiliza el hipotético escepticismo de un amigo militar para exponer la bondad de los diagramas. Duda el militar de la necesidad de diagramar un pensamiento cuando este ya está presente en nosotros. Peirce recurre al ejemplo fácil de los mapas para demostrarle a su amigo que, por mucho que se conozca el territorio, tenerlo representado sobre un plano es extremadamente útil para las operaciones militares. Y concluye añadiendo que
[...]uno puede hacer experimentos exactos sobre diagramas uniformes; y cuando uno lo hace, debe mantener una atenta vigilancia ante cambios involuntarios e inesperados que, en consecuencia, se producen en las relaciones entre distintas partes importantes del diagrama con respecto a las otras (Peirce, 1906, p. 493).
Puede que el mapa no sea un buen ejemplo, puesto que se refiere a un territorio ya de por sí inmóvil, si descartamos las contingencias meteorológicas o de otro tipo que puedan afectarle. Por ello, Peirce (1906) da un paso adelante y afirma que «Tales operaciones sobre diagramas, ya sean externos o imaginarios, toman el lugar de los experimentos sobre cosas reales que se realizan en la investigación química y física» (p. 493). De acuerdo, ya que en la física y en la química los diagramas o fórmulas expresan transformaciones. Por lo tanto, una de las virtudes de los diagramas es convertir en una expresión abstracta la esencia de estos movimientos relacionales. Insertarlos, por lo tanto, en una forma estandarizada, que puede ser matemática, química, geométrica o lógica. Esto es algo que corrobora el propio Peirce cuando responde a las protestas de su interlocutor que piensa que el químico actúa sobre la propia naturaleza y el diagramador no:
‘Tiene toda la razón al decir que el químico experimenta con el objeto mismo de la investigación, aunque después de haber hecho el experimento, la muestra sobre la que se operó puede desecharse, ya que no tiene interés. Porque no era la muestra particular lo que el químico estaba investigando, sino la estructura molecular. Desde mucho tiempo atrás, estaba en posesión de pruebas abrumadoras acerca de que todas las muestras de la misma estructura molecular reaccionan químicamente de la misma manera exacta; de modo que una muestra es igual que otra. Pero el objeto de la investigación del químico, aquello sobre lo que él experimenta, y al cual la pregunta que le hace a la naturaleza se refiere, es la Estructura Molecular, que en todas sus muestras tiene una identidad tan completa como la que se halla en la naturaleza de la Estructura Molecular [...]’ (Peirce, 1906, pp. 493-494).
Peirce es muy persuasivo y a buen seguro que convenció a su hipotético amigo militar, lo cual quiere decir que se convenció a sí mismo. Sin embargo, nos da la impresión de que sus argumentos están tan encapsulados como los diagramas que defiende. Es decir, ni unos ni otros actúan en el vacío, estableciendo referencias impolutas con sus referentes, sean estos propios de la naturaleza o de la imaginación.
Los signos tienen pues una forma imaginaria que organiza todo pensamiento en torno al signo. No se trata tan solo de detectar los elementos que constituyen el fenómeno sígnico, de saber que está compuesto de un significante y un significado, sino, principalmente, de que estos se relacionan a través de una estructura precisa y repetitiva. Tan descabellado sería rechazarlo como ignorarlo. Ello nos permite, sin embargo, ver el fenómeno desde una diferente perspectiva, la de la imaginación. Parece estar claro que los diagramas son, entre otras cosas posibles, formas de la imaginación. Forman un vocabulario por el que nuestra imaginación se expresa.
En realidad, un signo no es más que una máquina abstracta (de esto hablaremos luego más extensamente), es decir, una función estructurada a través de un diagrama. Lo interesante de las máquinas abstractas, según Deleuze, es que ignoran la diferencia entre los contenidos y las expresiones, a la vez que los recrean. Se diría que existe una cierta relación entre el vuelco que le da Lacan al signo y el planteamiento de unas máquinas cuyo conglomerado de materia y función no contempla ninguna correspondencia entre el significante (expresión) y el significado (contenido), aunque que no por ello los ignora.
En una máquina abstracta no hay arriba ni abajo, coordenadas platónicas que empujaron por siempre jamás el alma hacia arriba y el cuerpo hacia abajo. Una máquina abstracta es como un remolino, es decir, un flujo que no es material pero que, sin embargo, moldea la materia. De la misma manera, una máquina abstracta reconduce las ideas, el pensamiento, a través de un diagrama compuesto por flujos que se retroalimentan a través de la misma fuerza de las reflexiones que dirigen.
Pero previo a este paso que desmantela el estatismo del signo, Lacan le dio la vuelta al esquema. Poner del revés el signo es colocar el cuerpo arriba, en el cielo, y el alma abajo, en la tierra; hacer que el significante sea el significado esencial, mientras que el significado se convierte en una probabilidad, casi una entelequia. Esta operación pertenece plenamente al paradigma de las imágenes. Una vez materializado el signo, aparece la cuestión de los flujos que son virtuales y materiales a la vez. El agua de un río corre componiendo formas que son estables dentro de su movilidad e inmaterialidad. De la misma manera, las imágenes en movimiento y sonoras se componen de un determinado transcurso que las modifica y que se visualiza a través de ellas.
El movimiento y el sonido no son significados, sino elementos del significante, formas diagramáticas del mismo. Pero no por ello debemos desdeñar de entrada el carácter fantasmagórico del sonido y el movimiento, habida cuenta de que, con ellos, las imágenes pierden ese sustento positivista que les otorgó la fotografía y que aún perdura. Como dice José Luis Pardo (2011) a propósito de las ideas de Deleuze,
Lo virtual es justo la clase de realidad que corresponde al fantasma, a la fantasía, una especie de sombra desquiciada o de precursor oscuro que acompaña a cada entidad empírica como su simulacro y su máscara, como su germen, su génesis y su embrión, el esquema dinámico que no se agota en la empiricidad de la cosa ni se anula en su actualización (p. 106).
El movimiento y el sonido son virtualidades que a la vez generan y enmascaran las imágenes empíricas, haciendo que estas no se agoten en sí mismas. El movimiento tiende a hacer que las imágenes desaparezcan en dirección a otras imágenes o hacia la extinción que las espera al final de su duración. La imagen en movimiento nos hace conscientes de la existencia de un principio y un final de las representaciones y, por lo tanto, nos advierte del marco existencial que las rodea y que establece el límite de su presencia y el inicio de su extinción. La imagen fija permanece eternamente, incluso cuando nadie la mira. La imagen móvil implica, por el contrario, el acompañamiento de una mente o, por lo menos, de un cerebro: debe ser vista para existir y, por ello, escolta con su movimiento el movimiento mental del espectador. Cézanne conocía perfectamente la posibilidad de representar de forma ideal y abstracta el Mont Saint Victoire, pero sabía también que en realidad esa imagen del monte es fugitiva, se reproduce a cada momento en que alguien la mira. Por ello se vio obligado a pintar la montaña, una y otra vez, persiguiendo su fenomenología huidiza. Situado entre la pintura y el cine, entre el universo de imágenes esenciales y el de las imágenes contingentes, Cézanne iba a la caza de lo imposible, pretendía fijar la imagen de lo transitorio, pero con ello establecía el puente hacia los significados fluidos.
El sonido, por su parte, difumina las imágenes, aumenta su transitoriedad y las convierte en una suma de momentos fugaces, tan efímeros como las palabras y los sonidos que se producen en su seno. El movimiento hace que las imágenes sean temporales, que las impregne el tiempo. El sonido que las acompaña le da voz a ese tiempo. Se produce entre la voz y la imagen, entre el sonido y lo visible, un entrelazamiento que recorre el eje visual envolviéndolo. De esta manera, regresan al silencio que se materializa y visualiza a través del envoltorio audiovisual de ese pequeño cosmos que es toda imagen en movimiento. La imagen vuelve a ser silenciosa, pero este silencio superficial encierra un cosmos de formas audiovisuales en ebullición. ¿Podría denominarse signo a esta figura? Solo a costa de una gran simplificación.
Ambas adiciones —el sonido y el movimiento— llegan a la imagen a través de la tecnología, mediante una serie de aparatos que son muy distintos de las herramientas con las que la imagen había estado relacionada antes de la aparición de la fotografía. La conexión prefotográfica entre la herramienta y la obra era secuencial: la imagen quedaba constituida en el momento en que los útiles técnicos terminaban su trabajo. Sin embargo, a partir de la fotografía, la función del aparato técnico continúa presente, en todo momento, en la fenomenología de la imagen. En las imágenes contemporáneas, en movimiento y sonoras, la tecnología forma parte de su constitución, su ritmo de desempeño se acomoda a su ritmo de aparición, todo ello en un tiempo presente claramente histérico: histérico por su insistencia, porque modifica realmente el cuerpo de las cosas.
En sus inicios, la fotografía analógica se situaba en una posición intermedia con respecto, por un lado, a las imágenes fijas y mudas y, por el otro, a las móviles y sonoras. En su ámbito, la técnica acompañaba a la imagen hasta el umbral mismo de su aparición en la cubeta de revelado, donde la configuración visual emergía lentamente desde el fondo del líquido como para ilustrar los principios de la fenomenología, a la formación de cuya sensibilidad posiblemente contribuyó. A partir de esa aparición fotoquímica, la imagen se liberaba, como sus antecesoras, de la intervención técnica y deambulaba por el mundo, caracterizada como ellas por la inmovilidad y la mudez ontológicas.1 En este sentido, se convierte en problemática la famosa afirmación de Benjamin (1973) sobre el hecho de que con la fotografía las imágenes se separaban por vez primera de la mano activa del artista. Lo cierto es que la mano, metafórica y literalmente, seguía estando presente en la confección de las fotografías, desde la presión que ejercía en el disparador de la cámara hasta el lavado y fijado de la fotografía en los baños finales del laboratorio. Es cierto que la intervención técnica era en este medio más intensa que en los anteriores, pero no por ello puede decirse que la manipulación fuera en estos significativamente menor. Hasta la fotografía, la mano era conductora directa de la imaginación, la convertía en forma visible; a partir de ella, la mano retrocedía un grado y daba paso a una mediación técnica, que era la que se encargaba de transformar los planteamientos imaginativos a través de los que se creaba la imagen. El fenómeno de las copias y su reproducción masiva constituye un capítulo aparte. La confección manual daba paso a la reproducción mecánica con la que el tiempo y el movimiento empezaban a relacionarse con las imágenes, aunque fuera de manera colateral y no esencialmente como lo harían con la llegada del cinematógrafo. Tanto el movimiento de la producción de las copias como el de su circulación eran formas elípticas de contemplar aquello que sería primordial en las imágenes posteriores.
Puede que no sea del todo cierto que las imágenes nunca habían estado transitadas por el movimiento y por el sonido. Basta con que pensemos en las representaciones teatrales cuando empezaron a aparecer en la escena, primero los decorados y luego la parafernalia de los efectos especiales, muy populares en el Barroco: con ellos las imágenes adquirían un cierto movimiento. O recordemos los decorados operísticos, que desde siempre permanecían silenciosos y estáticos, mientras que les rodeaba un torrente de música. En el teatro de melodrama de finales del siglo XIX, muy popular antes de la aparición del cine, también había una gran cantidad de movimiento escénico acompañado de una abundante presencia del sonido. Pero nadie hubiera dicho, en su momento, que eran las imágenes en sí las que se movían y sonaban, y menos aún se hubiera podido concebir, antes de la invención del cine, que ese movimiento y esos sonidos las transformaban de alguna manera.
Las imágenes en movimiento son intrínsecamente temporales. Pero no por cierta deja de ser engañosa esta afirmación. Concebimos el tiempo como si fuera un objeto, como si pudiéramos verlo, incluso cuando solo creemos sentirlo o experimentarlo. Lo consideramos un objeto o una cualidad que se añade a los objetos. Es exactamente lo mismo que he dicho acerca del movimiento. Pero deber recordarse que a esta afirmación le he agregado un matiz importante: no es que el movimiento sea un añadido que se aplica a las imágenes, sino que esta es la forma como lo contemplamos, que es algo un poco distinto. Los fenómenos pueden ser diferentes de como los percibidos, porque el error en la percepción es siempre posible, pero cuando una percepción pertenece no tanto al individuo como al imaginario social, el posible error adquiere otra dimensión. Puede calificarse de error a partir de determinados parámetros, pero sigue teniendo una carga ontológica importante.
Es cierto que el tiempo aparece como una cualidad externa que insufla determinadas características a las imágenes, pero también es verdad que, además, el tiempo parece tener una entidad propia, ajena a esos objetos, una característica de la que carece el movimiento. El tiempo penetra en la visualidad a través del movimiento y con este se visualiza. Es decir, las imágenes pueden variar a través del movimiento y a través del tiempo. La digitalización tiende a visualizar el tiempo, de la misma manera que el cine tendía, en un principio, a visualizar el movimiento.
El fundido encadenado, o aquella forma que en la nomenclatura del lenguaje cinematográfico norteamericano se denomina montage, y que no es equivalente al montaje europeo, constituyen ambos un primer indicio de la visualización del tiempo, ya que se trata de formas retóricas que aglutinan diferentes temporalidades. Con la llegada de la imagen digital estos resúmenes, de carácter mecánico, se transforman en formas fluidas que constituyen, ellas sí, una perfecta visualización del tiempo.
Habría que detenerse a pensar en qué tipo de visualización es esta, ya que no es lo mismo visualizar algo concreto, pongamos por caso, un árbol, que un ente abstracto, un concepto que engloba un acontecer, en este caso, el tiempo. Si el primer tipo de visualización, la más simple, se denomina ícono en el campo de la semiótica, ¿de qué estamos hablando en el otro caso? ¿De una alegoría? No necesariamente, puesto que la imagen no se refiere simbólicamente a una idea, ni siquiera a esa forma especial en que la simbolización alegórica se refiere a las ideas, con las que mantiene unas relaciones que no son plenamente arbitrarias. Si la forma de las imágenes en movimiento, especialmente las imágenes digitales fluidas, visualizan el tiempo, es porque lo materializan efectivamente: son en este sentido más índices que íconos, como lo veremos luego, si bien entre la causa y el efecto media, en este caso, un abismo mucho mayor y más significativo que el que separa, o une, los dos polos en el caso del índice acotado por Peirce. Cuando el movimiento hace visible el tiempo, hace algo más que representarlo y, desde luego, propone algo más que una experiencia. Hace visible lo invisible existente, traslada una realidad de un plano a otro de la misma. Propone, por otro lado, que sea plenamente significativo de manera inmediata algo que, en principio, solo lo es en última instancia.
Afirma Jakobson (1981) que Saussure procuró suprimir la relación entre las modificaciones de la lengua y su estructura o sistema. Añade que, por el contrario, «toda modificación tiene lugar de entrada en el plano de la sincronía y es así un componente del sistema, mientras que solo los resultados de las modificaciones son concedidos a la diacronía», —en resumen—, «la ideología saussuriana excluía toda compatibilidad de los dos aspectos del tiempo, de la simultaneidad y la sucesión» (p. 65).
La visualización actual del tiempo nos informa de que este es un signo sobre otro signo que, a su vez, se halla situado sobre un signo base. El tiempo se visualiza, empíricamente, a partir del movimiento, el cual se sitúa sobre un objeto o signo originario. La percepción no distingue entre niveles, pero lo hace en cambio la imaginación y también, en cierta manera, la propia tecnología. No estamos hablando, como se ve, de las temporalidades lingüísticas a las que se refería Jakobson, sino de temporalidades visuales. Pero las afirmaciones de Jakobson nos permiten comprobar hasta qué punto la tendencia hacia la simplificación que caracteriza al imaginario lingüístico puede extenderse a otros ámbitos y distorsionarlos, como sucede con los fenómenos visuales cuando son tratados exclusivamente como signos.
Hay muchas formas de tiempo: el tiempo histórico, el tiempo-movimiento y el movimiento-tiempo, el tiempo visual y el tiempo visualizado, el tiempo abstracto de la flecha del tiempo, el tiempo concreto de la existencia, etc. Todo fenómeno temporal contiene estas formas temporales, si no de forma directa, de manera latente. Toda imagen está impregnada de fenómenos temporales, aunque sea una imagen fija, si bien esos fenómenos empiezan a desplegarse en el momento en que interviene el movimiento analógico primero y digital después. En ese momento, el tiempo se pone en un primer término y reclama la atención, deja de experimentarse como duración y aparece como objeto. Deleuze denomina imagen-cristal a un fenómeno parecido que no solo conjunta lo actual con lo imaginario, sino que también lo visualiza. Dice François Dosse (2008), a propósito del arte de pensar que delimita Deleuze a través de sus exploraciones cinematográficas, que
según Bergson, pensar consiste en instalarse en una de esas regiones que contienen la cuestión que uno no es capaz de formular, desvelando así un aspecto del ser hasta ese momento escondido, y abriendo de esta manera un circuito de pensamiento inédito (p. 104).
Pues bien, ese acto de instalarse en el lugar adecuado o necesario, que la filosofía contempla como un movimiento que ya es del pensar, nos lo facilitan las imágenes previamente y es de esta manera que piensan y nos permiten pensar. Visualizar el tiempo es revelar un aspecto escondido y posibilitar un circuito de pensamiento inédito. Pero ese espacio conceptual-visual que se abre al pensamiento no es ni puede ser un signo.
El tiempo de los signos y el signo de los tiempos
¿Qué es un signo? Desde la perspectiva lingüística, que es donde está enraizado el concepto a partir de Peirce, el signo es una unidad lingüística percibida por el ser humano a través de los sentidos que permite imaginar o actualizar otra realidad que no está presente. El signo es pues, como ‘el hecho’, un segmento de la realidad, un fragmento de esta, cuya percepción a través de los sentidos permiten evocar (imaginar) el origen referencial de esa fracción. El concepto de signo aparece, por lo tanto, como una configuración superior al concepto de ‘hecho’: el signo asume el desplazamiento y la distancia que en el hecho permanecen como resortes ocultos de su fenomenología. El signo incluye también el factor de la imaginación que permite evocar, más que probar, la existencia de un origen. Ello nos induce a considerar la posibilidad de que un hecho, si lo asimilamos a la familia del signo, pueda ser también algo imaginado, es decir, llevado al plano de la imagen mental y simbólica: los historiadores conocen muy bien la importancia histórica de los hechos imaginados, los cuales, cuanto más se insiste en probarlos, más se incrementa su condición imaginaria, como acostumbra a suceder en el despliegue de los imaginarios nacionalistas asentados siempre en la frontera que separa (o une) la imaginación y la realidad.
La inclusión del factor lingüístico en el concepto de signo (o la destilación del concepto del signo a partir de la imaginación lingüística) constituye tanto una iluminación como una trampa. Implica, en primer lugar, la toma de conciencia de la construcción simbólica de aquello que evoca, lo que lo pone, por lo tanto, en otro régimen que no es exactamente el de lo real con lo que quieren relacionarse, directamente, tanto el hecho como el signo en aquello que este tiene de hecho extendido. Por otro lado, la trampa reside en que, una vez colocada la experiencia del hecho-signo o del signo-hecho en el terreno de la lingüística, es muy difícil librarse de sus planteamientos. Ya no se trata de que los hechos o los signos sean realidades que han adquirido, circunstancialmente, perfiles lingüísticos o que la lengua cree sus propios signos o hechos imaginarios, como en la novela, sino que el signo y el hecho convertidos en una sola entidad pasan a formar parte inextricable de las formaciones lingüísticas, las cuales tienden a colonizarlo todo por la sencilla razón de que este patrimonio, y cualquier otro recién colonizado, así como el acto mismo de la colonización, se expresa mediante palabras, lingüísticamente. Pero ello no implica que la comunicación lingüística lo exprese todo, ni siquiera, a veces, lo más fundamental.
Si el hecho está constituido por dos tiempos que forman un pliegue en el que se instala su fenomenología, el signo se estructura también a partir del doblez que crean el significante y el significado. Diferenciar el significante y el significado permite establecer algo que es esencial para el signo lingüístico: su arbitrariedad. Pero no está tan claro que esta arbitrariedad tenga el mismo sentido en otro tipo de signos, por ejemplo, en los signos visuales. En el campo de lo visual no resulta tan fácil desligar el significante del significado, excepto si se aplican sobre el mismo las concepciones lingüísticas. Podríamos decir, forzando la relación, que la imagen es el significante que se refiere al significado de una realidad ausente. O, de manera aún más decisiva, se podría implicar que el significado es algo que flota alrededor de la imagen y a lo que hay que acceder a través de ella, es decir, dejándola atrás. Cuando se habla de contexto, se está apelando a una fantasmagoría que solo adquiere pleno sentido en el momento en que se materializa en la propia imagen: el contexto no es un territorio virtual y evanescente que el significado de la imagen puede recorrer de forma más o menos aleatoria, sino una constelación efectivamente virtual pero que tiene su anclaje en los elementos que constituyen la propia imagen.
Uno de los problemas generales del fenómeno del signo proviene de ubicarlo en la esfera de la comunicación y dejarlo encerrado en la misma. El hecho de que todo pueda ser comunicación, o que todo pueda ser comunicado, no significa que todo sea comunicación en el sentido intrínseco de la forma. La verdadera importancia de la comunicación en el mundo contemporáneo solo puede calibrarse de manera efectiva si abrimos el concepto a la serie de sutilezas que contiene. Puede que existan fenómenos, más allá de la comunicación en sí, que la razón lingüística no sea capaz de detectar o de gestionar. Puede que Leonardo pintase la Mona Lisa con ánimo de comunicar algo o que solo quisiera pintar urgido por una necesidad íntima que, en un principio, se agotaba en sí misma, lo cual no quiere decir que el acto no tuviera implicaciones más allá de la intimidad del pintor. Lo que ello significa es que debemos trasladarnos a esa región existencial para comprender el alcance de lo sucedido, no esperar a que nos llegue un significante y un significado entrelazados en una pugna estéril por prevalecer. A partir de ese núcleo, se puede pensar todo lo demás.
Cabe la posibilidad de que no exista el fenómeno sígnico en el terreno de las imágenes, excepto en aquellos casos en que se quiera comunicar expresamente una información, como en las señales de tráfico o en los anuncios publicitarios. Pero incluso en estos, mientras que la información se dispara por un lado hacia el receptor, por el otro, entre bastidores, se escapa hacia el infinito una gran cantidad de fenomenología que no pretende ser estrictamente comunicable, pero que puede influir en la comunicación de manera encubierta. Nos referimos, por ejemplo, a las emociones no expresamente buscadas, las cuales pueden ser codificadas a posteriori, y cuya vocación inmediata no procede de una voluntad comunicativa. En resumen, la comunicación no lo es todo, ni siquiera en los fenómenos comunicativos; y para comprender los fenómenos comunicativos debemos tener en cuenta también lo que en ellos no es comunicación. Podemos completar esta propuesta dándole la vuelta para indicar que todo aquello que no es comunicación tiene siempre un factor comunicativo: no todo es comunicación, si bien todo comunica. A propósito de Derrida y el concepto de pharmakon, podríamos decir que los enunciados enuncian aquello que los enuncia. Se trata, en suma, de establecer la complejidad de los fenómenos, tanto comunicativos como extracomunicativos, para subrayar la imposibilidad de comprender el concepto de signo si lo limitamos a un fenómeno comunicativo tal y como se entiende tradicionalmente.
Peirce ya preveía esta posibilidad y, por ello, trató de extender la función semiótica más allá de la intención que tiene un emisor de comunicarse con un destinatario. Según Eco (1972), para Peirce, «la tríada semiótica puede aplicarse igualmente a fenómenos que carecen de emisor» (p. 30). Sin emisor específico, la comunicación se convierte en otra cosa, mucho más sutil y por lo tanto compleja. Pero entonces el signo pierde consistencia. No es algo que llega desde fuera —concretamente, le llega al receptor desde fuera en cuanto se establece como tal receptor en una estructura informacional concreta—, sino que hay que ir en su busca y, por lo tanto, depende de una función más cercana a la hermenéutica que a la semiótica. El fenómeno semiótico implica la existencia de mensajes (generados o no por un emisor estricto) que tienen un carácter automático dentro de una cultura o un imaginario determinados. Es decir, aunque exista el emisor estricto, el signo se dispara desde las cosas, desde la realidad o las construcciones culturales hacia un receptor. Peirce intuye que puede haber signos sin emisor, pero no que los pueda haber sin receptor. Sin receptor, la semiosis se diluye en un magma formado por una conjunción ambigua entre la naturaleza y el ser. Ahora bien, el concepto de recepción implica una actitud pasiva: al receptor le llegan los signos. Pero ello es así porque en el fenómeno de la comunicación el origen se encuentra forzosamente en el emisor: se halla afuera como si estuviera en una de las tantas pantallas que configuran la forma espectatorial de la comunicación. ¿Qué sucede cuando desaparece el emisor? Que el receptor debe ir en busca del mensaje, de la significación, y, por lo tanto, practicar un ejercicio hermenéutico. ¿Cuál es, en este contexto, la diferencia entre semiosis y hermenéutica? La semiosis, aunque se ejecute activamente, parte de una estructura preestablecida que pertenece a la composición del signo: se trata de desentrañar un mensaje ya estructurado. Por el contrario, la hermenéutica se enfrenta al signo de forma abierta, sin saber exactamente lo que este le depara. La semiosis hace las preguntas de rigor, cuyo alcance viene determinado por el signo en sí, mientras que la operación hermenéutica construye el signo a través de sus preguntas.
Cualquier imagen es como el Aleph de Borges: puede contener todo el universo, ya que es el punto de partida de un viaje infinito. No puede circunscribirse, pues, a un signo ni a un conjunto encadenado de signos. El viaje de signo en signo ya ha sido teorizado por Barthes, por Eco y por el mismo Peirce, pero ante la imagen no estamos solo frente a una plataforma que da paso a otra plataforma en un avance también infinito: este es uno de los aspectos de la imagen entendida como signo. Cualquier imagen, por simple que sea, se presenta como receptora de pensamiento, es decir, fundamenta una reflexión que, a través de preguntas implícitas o concretas, permite desarrollar una idea.
Ni la semiótica ni la semiología parecen contemplar el fenómeno de las emociones en su justa medida. En todo caso, las convierten en signos y, con ello, desplazan su fenomenología hacia regiones frías y, por tanto, exentas de emoción. ¿Queremos decir con ello que las emociones solo pueden analizarse a través de las propias emociones? Podríamos responder afirmativamente a esta pregunta, algo que no resulta tan descabellado si nos detenemos a pensarlo. No se trata de creer que la fenomenología de las emociones solo pueda expresarse emocionalmente, pero sí que es necesario experimentar o haber experimentado la emoción para poder expresarla. No tiene sentido pretender que se conoce una emoción concreta a partir del análisis de unos códigos que supuestamente la explican estandarizándola. Pero podemos suponer, en cambio, que el recuerdo de una emoción es cuando menos suficiente para considerarla a posteriori, de manera que no sea necesario hacer coincidir sensación con análisis, que no dejan de ser dos cosas distintas. ¿Qué pretendo decir con ello? Pues que, si se insiste en considerar que las emociones son signos, se deberá tener en cuenta que esos signos hay que experimentarlos también emocionalmente, en lugar de pretender que son simplemente signos de una emoción y que, por lo tanto, están en lugar de esta.
El hecho de que las sensaciones estén ligadas a los sentidos las hace parecer experiencias muy localizadas, pero en realidad, difícilmente se presentan de manera aislada ni tampoco se focalizan en sectores determinados del cuerpo o del sujeto. Son, por el contrario, impresiones difusas. Ahora bien, estéticamente se les puede dar forma. Decir que las emociones tienen forma no es tanto pretender acercarlas a la semiótica, como plantear el hecho de que las emociones pueden construirse formalmente, a través de un entrelazado de elementos, de la misma manera que una composición musical está compuesta por la articulación de determinados sonidos. Entiéndase el alcance de lo que queremos decir: no se trata de que la esencia de una emoción resida en su forma, sea esta la que sea. La forma de una emoción la envuelve y la modula con lo cual, sin duda, la afecta, pero la emoción en sí no proviene directamente de ese perfil. La forma de una emoción es algo que sobrepasa el ámbito del signo, no porque carezca de significado, sino porque este se ancla en una región distinta a lo que sería el signo en el caso de que la emoción lo fuera. La emoción carece de código concreto y, por ello, cualquier emoción puede tener no importa qué tipo de forma y, viceversa, cualquier tipo de formalización puede despertar no importa qué emoción o conglomerado de emociones. La forma de las emociones aparece a través de lo que podríamos denominar imágenes emocionales y estas se construyen a partir de la sensibilidad de quien las articula. El autor da forma a unas emociones, que imagina relacionadas con un objeto o unas circunstancias determinadas, mediante la organización de los elementos que los componen o acompañan. Es por ello por lo que el espectador, o el analista, no tiene más remedio que sentir lo mismo para poder interpretar completamente el significado de la forma, que es emocional de raíz, en el caso de las mencionadas imágenes emocionales. Digamos que en estos casos las emociones son dobles: una es sentimental y proviene de la configuración dramática o narrativa en sí, la otra es estética y está relacionada con la forma que se le da a esa expresión: equivaldría a lo que Barthes (2002) denominaba placer del texto: «si fuera posible imaginar una estética del placer textual, habría que incluir: la escritura en voz alta. Esta escritura vocal (que no es en absoluto la palabra), no se practica» (p. 206). Podemos imaginar que esta escritura en voz alta que reclama Barthes, en nombre, como dice, de Artaud y de Sollers, es algo parecido a la forma de la emoción que tampoco nadie practica, es decir, que nadie quiere percibir, pero de la que se puede hablar «como si existiera» (p. 206).
Describimos, analizamos y explicamos, por ejemplo, una composición musical a partir de la experiencia de esta. Quizá no en el momento en que la estamos experimentado, pero sí a partir de las ideas que esa experiencia nos induce, por muy ambiguas e indeterminadas que sean en el momento de su aparición. Si no hemos tenido esa experiencia, no podemos explicar la composición en sus justos términos, no importa los dispositivos analíticos que tengamos a disposición para hacerlo. Siempre nos faltará ese importante detalle referido a una sensación corporal, irreproducible intelectualmente si no es a partir de ella.
Es obvio que el campo de las imágenes emocionales es el de la estética, pero no es menos cierto que las emociones formales existen desde antes de que apareciera, en el siglo XVIII, el sentimiento estético moderno. La historia de la pintura es en su práctica totalidad una recopilación de imágenes emocionales en un sentido amplio, referido no solo a las fórmulas patéticas (pathosformel) de Warburg. Pero hay un factor que contribuye enormemente a configurar la forma de las emociones, del que carecen la pintura, el grabado, el dibujo, la escultura y la arquitectura, es decir, las artes clásicas, y este factor es el movimiento. Es por ello por lo que debemos concretar la fenomenología de las imágenes emocionales y, especialmente, de los procesos que dan forma a las emociones al arte cinematográfico y sus derivados.
Este movimiento que delata la emocionalidad de una imagen tiene ciertas concomitancias con la famosa idea de Warburg, pero a la vez se distancia de ella. El fenómeno que detecta el investigador alemán es más profundo:
La propuesta de Warburg nos induce a comprender la ‘fórmula patética’ como un agente cultural e impersonal, de carácter independiente, que aparece en las imágenes, incluso sin la voluntad directa del artista, y que solo puede ser leído y puesto de relieve en el transcurso de la investigación histórica. Estamos hablando, pues, de un tipo de memoria cultural de carácter latente e inconsciente que se halla encriptado en determinadas imágenes, pero cuyo desciframiento y decodificación solo es posible a través de la investigación histórica de las fuentes (Efal, 2000, p. 224).
A pesar de que en el fondo de sus manifestaciones pueda encontrarse una formula parecida a la Warburg, proponemos considerar la emocionalidad visual desde otro ámbito. Warburg no se refiere a un movimiento real, sino a uno representado o latente. Indica además que se trata de una pulsión que aparece en la imagen sin que intervenga directamente la voluntad del artista, mientras que nosotros hablamos de una construcción efectuada por este. La presión proviene en Warburg del magma cultural inconsciente en primer lugar, mientras que, en nuestro caso, de una voluntad expresa de construir imágenes capaces de escenificar o visualizar emociones, especialmente a través del movimiento o la duración. El movimiento aporta una nueva faceta a los procesos de formalización de las emociones. No se trata de un simple añadido ni de un proceso de intensificación de estas, sino de la aparición de una nueva dimensión en esa fenomenología. Esta nueva dimensión se despliega alrededor de los temas y su puesta en escena esencial es como un envoltorio fluido que empapa los significados.
En general, el cine melodramático, o lo melodramático en el cine, es el terreno más adecuado para detectar estos procesos. Si bien en las películas de Douglas Sirk podríamos encontrar un buen número de ejemplos, así como en algunas de las de David Lynch, aunque en un registro emocional distinto, preferimos buscar las muestras en un cine menos conocido y estudiado desde esta perspectiva, el de Kenji Mizoguchi y, en especial, en una de sus obras maestras, aunque no por ello más conocida, particularmente en esta época de general desconocimiento. Tomemos algunos ejemplos de La señorita Oyu (Oyû-sama, 1951).
La dramaturgia de Mizoguchi gira en torno a la articulación de diversos niveles o capas formales, algo especialmente sensible en dicha película. No describiremos el argumento, que melodramáticamente gira en torno a un singular triángulo amoroso, porque el proceso de dar formas a las emociones puede exponerse, en aras de una mayor claridad, sin recurrir a los avatares de este, aunque es necesario dejar constancia de que solo a través de la contemplación de la relación entre la forma y los momentos dramáticos se puede llegar a comprender el proceso que lleva a otorgar esa forma a la emoción correspondiente. Pero no es este el lugar para proceder a este tipo de exposición minuciosa, sino que basta con saber que la emoción que el espectador siente ante determinadas situaciones no proviene tan solo del transcurrir dramático-narrativo, de la interpretación de los actores, o de la iluminación o la música, para mencionar algunos de los elementos que intervienen en la construcción de las escenas, sino que a ella contribuye también la configuración visual en su conjunto, es decir, estas escenas entendidas como imágenes globales: escenas concebidas, en fin, como imágenes emocionales que dan forma a las emociones. Estos niveles o capas, a través de cuya articulación fluida Mizoguchi da forma a las emociones, son el movimiento de los personajes por el espacio escénico, el movimiento de la cámara por este y la asimilación formal de la especial estructura arquitectónica de las casas japonesas. Estos tres factores se superponen a otros elementos, como la típica disposición en diagonal de los personajes en las películas del director, la planificación (escasa), es decir, la división en planos de las escenas, o el nivel al que se sitúa la cámara. Estos elementos, citados en último lugar, contribuyen a los procesos de formalización, pero solo desde una perspectiva interna con respecto a la configuración general, que casi podríamos tildar de escultórica. La planificación, es decir, los cortes dentro de la escena, apenas si existen y son sustituidos por los encuadres que permite la estructura de las habitaciones, con sus paneles deslizantes y las aberturas que hay ellos o que sus movimientos configuran. Por otro lado, el nivel en el que se sitúa la cámara no es tan determinante como en el caso de Ozu, pero sigue siendo relevante. Lo cierto es que este es un factor muy sugestivo, ya que, junto con la estructura del espacio de las viviendas y el propio comportamiento y disposición de los personajes, configura un nicho antropológico que se manifiesta, como en el caso de la fórmula patética, podríamos decir que inconscientemente.
Ilustración 4. Fotograma: Mizoguchi, K. (director). (1951). La señorita Oyu [película]. Japón: Daiei Studios.
Ilustración 5. Fotograma: Mizoguchi, K. (director). (1951). La señorita Oyu [película]. Japón: Daiei Studios.
A medida que se desarrolla dramáticamente una escena, los personajes cambian de posición, van en busca de espacios concretos, personales, al tiempo que la cámara en su movimiento procede a reencuadrarles, pero no persiguiendo una mayor efectividad óptica, sino buscando una forma de estructurar el espacio, de manera que, muchas veces, ese movimiento de cámara no acompaña al personaje, sino que parece abandonarle para que en su nueva disposición configure la formalidad pertinente, a veces porque el espacio queda partido por un biombo o encuadrado, como digo, en una ventana. El espacio de la vivienda japonesa clásica es fluido y cambiante, una condición que da pie al conjunto de movimientos que establecen la cámara y los personajes. La delicada articulación de estos vectores, junto al resto de elementos que configuran las escenas, ofrece al espectador una forma determinada de las emociones que surgen de la perspectiva dramática de las escenas. Pero de la misma manera que no puede decirse que la forma se añada a la emoción dramática, ya que configura con esta un todo que aparece envuelto por una determinada visualidad, tampoco puede partirse de la base de un espacio escénico neutro que se reconfiguraría a partir de las formalidades expuestas. Es decir, no puede pensarse este tipo de configuraciones de la manera en que se establece la forma de la escena en la dramaturgia occidental, según la cual se parte de la idea de un espacio vacío que contiene a los personajes y su acción. En el caso de Mizoguchi, por el contrario, la forma del espacio aparece en el momento en que se piensa, como una suma de elementos, de entre los cuales son básicos los movimientos de la cámara y de los personajes en un entorno articulado mediante las capas espaciales que permite determinada arquitectura. No parece que ese espacio exista antes de su proceso de construcción, mientras que da la impresión de que lo haya en el cine occidental clásico antes de proceder a su descomposición a través de los planos. Mizoguchi, especialmente en La señorita Oyu, entendida como prototipo, construye imágenes emocionales mediante escenas esculpidas de la manera descrita. Estas escenas son verdaderas imágenes emocionales.
Solo si atendemos emocionalmente a estas formas, es decir, si somos capaces de sentirlas, podremos desentrañar su significado y su relación con lo específicamente dramático. Pero esto es algo que no puede descubrir el mecanismo semiótico, porque se sitúa en una perspectiva distinta que le obliga a dirigir su atención hacia un lugar distinto de aquel donde se producen estos fenómenos.
Pero no solo a nivel de esa forma móvil y envolvente se detecta la ‘envoltura’ emocional. Pensemos, por ejemplo, en el análisis semiótico-iconográfico que Umberto Eco hace de una página de Steve Canyon, el cómic clásico de Milton Caniff. Eco se dedica a desbrozar cuidadosamente el consorcio de signos que aparece en cada viñeta para informar de las características de los personajes y las situaciones: el cómo visten, el aspecto corporal que tienen, los gestos que producen, todo ello se extrae de un imaginario común para hacer, según el analista, que la historia que se narra sea comprensible en todas sus dimensiones (Eco, 1984, pp. 53-176). Es más que probable que la narrativa pudiera seguirse igual si el lector desconociera estos códigos, como lo prueba el hecho de que, en principio, solo los norteamericanos, y de entre ellos los muy perspicaces, estaban en situación de comprender esos significados en su justo término. Es un defecto del que adolece también el sistema iconográfico de Panofsky: solo los conocedores del imaginario renacentista son capaces de identificar correctamente las imágenes referidas a este imaginario. Sin embargo, estas llegan al espectador visual y emocionalmente. Pues bien, en ese incisivo ejercicio que hace Eco, no se menciona el hecho de que el dibujo, su estilo, implica un contexto emocional que recubre la narración desde la base. Es en el cómic donde la cuestión de las imágenes emocionales es más obvia.
Ilustración 6. Página del cómic «Steve Canyon» de Milton Caniff. Eco (1984, p. 96).
Eco, U. (1984). Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Lumen.