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INTRODUCCIÓN

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Hacia finales del siglo XIX, un filósofo pragmático, pero nada práctico, como Charles Sanders Peirce, desarrolló un concepto al que le esperaba un glorioso futuro, se trataba del signo. Lo cierto es que en los prolegómenos del último estertor de la modernidad los signos aparecían por doquier: eran equiparables a las huellas de un crimen, se detectaban en los detalles de un cuadro como los rastros dejados por una autoría espuria, aparecían en los cuerpos atormentados por la histeria, y surgían durante los sueños para confeccionar paisajes enigmáticos. Benjamin, recorriendo mental e intelectualmente la ciudad de París, cuando esta era capital de la modernidad, detectó en el tejido urbano de la urbe el surgimiento de configuraciones significativas que aglutinaban en su seno las fuerzas contrapuestas del pasado y el futuro: las denominó ‘imágenes dialécticas’. Es un momento en el que también se introducen en el panorama social los objetos y su destilación psicoeconómica, las mercancías. ¿No será una forma actualizada y más sofisticada del ‘hecho’ positivista, toda esta efervescencia de elementos significativos que aparecían en la superficie del cuerpo social como si fueran las burbujas de un líquido en ebullición?

El concepto de ‘hecho’ está formado por dos mitades extendidas en el tiempo, una de ellas se halla instalada en el tiempo pasado, la otra en el presente: un hecho es algo que ha ocurrido (en el pasado) y que se puede probar (en el presente). Este desplazamiento temporal se obvia a la hora de enfrentarse a los hechos fácticos, puesto que los dos factores se equiparan, tal como si uno estuviera incluido en el otro. El razonamiento implícito funciona de la siguiente manera: si se puede probar es que ocurrió y si ocurrió es que se puede probar. Pero en el hiato que separa estos dos polos pueden haber ocurrido muchas cosas, dependiendo de cuán alejado está el suceso de su comprobación. Los hechos conforman, en su esencia, una fenomenología equivalente a la de las estrellas, cuya lejanía impide que pueda ser probada su existencia actual: veo una estrella, pero su luz partió del origen hace tantísimos años que no puedo asegurar ahora que ese cuerpo siga existiendo.

El ‘hecho’ original llega a nosotros transformado por el tiempo: durante el viaje ha ido acarreando tantos aditamentos que ya no aparece con el mismo rostro con el que inició el periplo. O, dicho de otra manera, visto a la distancia, el hecho no tiene el mismo rostro que cuando se produjo. Lo que puedo probar no es la existencia del hecho en sí, sino la de sus ecos resonando en mi espíritu, en mi entorno, en el imaginario del que formo parte. De ello se deduce que un hecho no es nunca algo que se produce en tiempo presente, ahora mismo, ante mí: en un hecho para que sea realmente ‘un hecho’ ha de intervenir el tiempo y con él, los ingredientes que pertenecen a la memoria y a la imaginación, así como los derivados de esta, que tienen que ver con la tecnología y las estructuras del archivo o lugar donde se depositó el hecho en su momento y que, en su forma de clasificarlo, lo determina. De lo que somos testimonios directos no es de hechos, sino de sucesos. Un suceso debe ser procesado para convertirse en hecho. No es solo la historiografía, o la filosofía de la historia, la que debe ocuparse de esta fenomenología del hecho, sino también la comunicación, ya que, al fin y al cabo, lo que pretende hacer la historia es poner en contacto dos tiempos distintos, establecer una comunicación entre ellos que no puede ser más que compleja. ¿En qué medida pueden equipararse los hechos y los signos más allá de que ambos conceptos, en su versión moderna, surjen, más o menos al unísono o, al menos, a partir de un mismo imaginario? ¿Es posible que la dualidad temporal del hecho sea comparable a la dualidad semiológica del signo? ¿La división entre pasado y presente es algo más que estructuralmente similar a la del significante y significado?

Puede decirse que sí, puesto que entre el significante y el significado hay también un cierto desplazamiento temporal, aunque solo sea en el pensamiento. El significante se halla en el presente, se produce en el presente, podríamos decir; mientras que el significado parece que permaneciera a la espera en el pasado, aunque para ir en su busca haya que avanzar más allá del presente, es decir, dirigirse al futuro. Pero esta circunvalación se encuentra también en el hecho: el suceso ocurrió en el pasado, pero a la hora de comprobarlo desde el presente se ejecuta un movimiento mental que forzosamente avanza hacia el futuro. Es una característica del pensamiento humano que esté instalado sobre la flecha del tiempo y que, por lo tanto, cualquier acto mental parece avanzar hacia el futuro, parece arrastrar el presente hacia el futuro, a pesar de que el objetivo sea el pasado. ¿Ha de ser forzosamente de esta manera? Pensemos en el signo en sí, en el acto que supone el signo. El signo aparece como una señal en medio de la bruma; la bruma constituye la región de la insignificancia de la que surge el signo como una forma distinta que acarrea consigo un significado. Pero el significado no llega con el signo en sí, sino que este, en forma de significante, no es más que una puerta al significado, de manera que hay que desplazarse, aunque sea mentalmente, hacia esa puerta, abrirla y recoger al otro lado la significación. A medida que esta avanza hacia la puerta, el tiempo corre hacia el futuro, pero en cambio lo que hay detrás de ella se encuentra en la región de lo que ya pasó. A menos que pensemos en imágenes.

Si el signo y el hecho están instalados en la visualidad, con la que ya comparten componentes desde el momento en que los estructuramos espacialmente, en tal caso el presente y el pasado se acumulan en una misma instancia actual infinitamente repetida. No están en el mismo plano porque en las imágenes hay también acumuladas capas de tiempo, pero esas capas de tiempo no se desarrollan linealmente, sobre una capa de tiempo esencial, sino que se superponen espacialmente. Ahora bien, ¿esto sucede con todas las imágenes? No en aquellas en las que se instala el movimiento, no en las imágenes móviles. Pero el hecho de que estemos rodeados de imágenes en movimiento no quiere decir que podamos descartar la fenomenología que compete a las imágenes fijas. Las dos formaciones se combinan en las imágenes móviles y comparten estructura con otras variantes como las que provienen, por ejemplo, del sonido. Es decir, en las imágenes en movimiento el tiempo tiene dos valores, uno que se desplaza según la flecha del tiempo hacia el futuro —la imagen se despliega en el tiempo y, por lo tanto, su significado está también en movimiento hacia el futuro—, y otro por el que los tiempos están superpuestos mediante capas, capas de presente, de pasado y de futuro. En este sentido, como presentía Freud, todo es arqueología, incluso el futuro, configurado como deseo y, por consiguiente, como una proyección del pasado.

El impacto contemporáneo del relato detectivesco, tanto en la literatura como en el cine y la TV., da cuenta del imaginario racionalista del positivismo del ‘hecho’ que deriva en el interés filosófico por el ‘signo’. Pero también, dentro de lo que Foucault denominaría la episteme del lenguaje, el carácter discursivo que asumiría la filosofía luego del giro lingüístico saussuriano. Los trabajos de Freud sobre el ‘cuerpo que habla’ y los de Nietzsche, y su sospecha acerca de la noción de verdad y, en general, de la valoración humana de lo real, las cuales requieren pensarse en sentido extramoral, deben reconocerse necesariamente como las bases de este giro epistemológico en la comprensión del lenguaje. La obra de Saussure, las reflexiones sobre la escritura de Kafka, Joyce y Virginia Woolf, la lectura lacaniana de Freud, y posteriormente el auge estructuralista y el posestructuralista, la narratología, la antropología estructural, la teoría de los sistemas y la de la comunicación. El siglo XX es el del lenguaje y la comunicación, de la cibernética y la informática. Para mediados de siglo todo se vuelve lenguaje, a todo se le aplica esa fórmula: el lenguaje del cuerpo, el lenguaje del cine, el del teatro, el de la danza, el de la ciencia... Y tras el lenguaje, por supuesto, la detección y análisis de códigos y estructuras que confluirán casi que por condición natural en la noción general de ‘signo’. Así, entre la perspectiva lingüística de la comunicación y el pragmatismo positivista tecnoindustrial, se erigió poderosamente el concepto de ‘signo’ para determinar las formas de la imaginación y el pensamiento. En la idea de ‘signo’ confluyen, durante prácticamente todo el siglo XX, el análisis del lenguaje y el de los hechos, y también el del lenguaje como hecho y el de los hechos como lenguaje. La pregunta inicial sería entonces, ¿dónde quedan las imágenes; cómo valorarlas bajo las características de lo fáctico o de lo lingüístico comunicacional?

La imagen efectivamente no es un ‘hecho’, pero tampoco es una palabra. Una imagen evidentemente no puede descomponerse en ‘elementos’ mínimos que determinen su composición de sentido o significado. Las partes de una imagen son fragmentos de su realidad, en términos de contigüidad, pero no elementos de su constitución significativa, como ocurriría entre una palabra y sus fonemas o grafemas. Incluso la imagen, como el ‘hecho’, es una condensación del tiempo de la percepción, es una despensa de momentos, una referencia a lo que fue (aquello a lo que se refiere, una entidad representada o un símbolo religante) y una postergación de lo que siempre está por venir (su capacidad de producir sentido de realidad, tanto colectiva como individual). Por supuesto que la imagen comunica, pero su valor no reside solo en dicha capacidad; de hecho, su potencia no está en aquello que difunde, sino en lo que almacena. La imagen parlante y móvil, producida por el desarrollo técnico, más allá de restar trascendencia simbólica a su valor aurático, consiguió hacerse partícipe del propio proceso de percepción del sujeto que, poco a poco, fue mutando su condición de espectador hacia un nuevo estadio de estimulación cerebral incidente en la propia conciencia. Hoy por hoy, pensar la imagen es pensar la percepción misma y con ella, el deseo, lo cual ha sido perfectamente detectado por el sistema económico capitalista para insertarse en la producción de actos falsamente volitivos, de orden inconsciente, a través de programaciones algorítmicas. El impacto contemporáneo de la visualidad como régimen de verdad ha logrado discretizar el modelo lingüístico de codificación que ordenó discursivamente el imaginario sociocultural de los siglos XIX y XX. De aquí que se nos haga imperioso repensar las condiciones de producción simbólica desde los dos universos tutelares de la construcción contemporánea de mundo: el signo y la imagen.

Para abordar la relación de ambos conceptos tendremos que precisar las variables teóricas provenientes de los modelos hegemónicos, en términos filosóficos, para el mundo occidental: el modelo saussuriano y el modelo peirceano. Diremos escuetamente, por ahora, que la propuesta semiológica de F. de Saussure se orienta a los signos en la vida social y usa, como objeto de estudio, la lengua y el lenguaje como sistemas sígnicos, los cuales permiten la articulación de ideas, según leyes específicas. Esto quiere decir que las ideas no pueden considerarse como antecesoras de los signos, sino que el signo (lingüístico) mismo debe contener dos dimensiones de articulación con la realidad, que permiten, a su vez, una coreografía perceptiva que oscila entre lo sensible y lo inteligible (dimensiones que han determinado el devenir del pensamiento occidental). De otro lado, el modelo de C.S Peirce, que pertenece a la evaluación logicista de la realidad, y que deriva del proceder pragmaticista (que el propio autor promovió), se enfoca, de una manera más ambiciosa, si se quiere, en establecer una teoría del conocimiento capaz de constituir, a través del signo, la producción de sentido en la realidad. A este proceso, Peirce lo denominó semiosis.

Según el modelo estructural de Saussure, el signo puede dar cuenta de la realidad a partir de ciertas propiedades concretas que rigen la comprensión del sujeto y no según componentes específicos, como ocurre en la semiótica peirceana. Las propiedades del signo que propone Saussure son arbitrariedad, linealidad significante y mutabilidad/inmutabilidad. Aunque no las analizaremos ahora, bástenos con decir que, según esta composición del signo, Saussure plantea un tipo de pensamiento binario de diferencias y oposiciones que consigue presentar al lenguaje como un sistema completamente autorreferencial capaz de apropiarse de cualquier otro sistema de relaciones comunicacionales. Esta es la razón por la que, durante el siglo XX, fue tan fecunda la iniciativa metodológica de convertir cualquier tipo de expresión humana en un modelo lingüístico que pueda ser leído en clave comunicacional. La imagen, como campo problemático susceptible de pensamiento y análisis, no solo no ha sido inmune a esta iniciativa panlingüística, sino que casi se ha integrado de manera absoluta a las condiciones de posibilidad de análisis estructuralista semiológico, como se ve claramente en los estudios iconológicos y semiológicos, aplicados tanto a la pintura como al cine, la TV y la publicidad. Nuestra intención, aunque reconoce mayor fecundidad en el análisis semiótico peirceano que en el saussuriano, propenderá a conectar críticamente ambos universos para dar cabida a la imagen como campo complejo de pensamiento, más allá de las determinaciones teóricas estructuralistas y pragmaticistas. Dichas escuelas de pensamiento, de hecho, surgieron en escenarios tecnoestéticos específicos, mucho antes de la emergencia de la constitución de la interfaz como modelo mental y del advenimiento de los sistemas autopoiéticos de construcción algorítmica. De aquí que, inicialmente, más que algún tipo de semiología de la imagen, pretendamos hablar de una semioestética visual que nos lleve a un tipo de pensamiento que denominaremos postsemiótico.

Es importante señalar que el signo, como fenómeno filosófico, ha trasegado eras enteras atrapado en la construcción del imaginario colectivo, gracias a distintas estrategias de administración teórica que lo ubicó, casi unánimemente, dentro de la idea más general de ‘símbolo’, algo en lo que se insistió hasta muy entrado el siglo XX, en función del binarismo saussuriano. Para finales de los años sesenta del pasado siglo, es decir, en plena eclosión del giro semiótico, Julia Kristeva había detectado, no sin cierta ambigüedad, lo que ella misma denominaba la problemática del signo saussuriano: «la noción de ‘signo’ comporta una distinción entre simbólico/no simbólico que corresponde a la antigua división espíritu/materia e impide el estudio científico de los fenómenos denominados ‘del espíritu’» (Kristeva, 2001, p. 59). Si bien su diagnóstico es certero y lúcido, y permitirá expandir el marco de acción disciplinar, que encontrará su relevo en la semiótica peirceana, aparentemente más ‘objetiva’, cuenta con la ambigua apelación que ella hace a un estudio «adecuadamente científico» que el signo impediría. Su escrito, claramente influido por la escuela anglosajona del signo, está repleto de menciones a la ciencia y a los procedimientos científicos, como queriendo dejar claro por dónde debe transcurrir la verdadera semiótica. Se trata de un ‘signo’ de los tiempos cuyo impulso, sin agotarse completamente, ha perdido, sin embargo, bastante de su energía inicial: ya son muchas las disciplinas actuales que no buscan inmediatamente cobijo bajo un paraguas que, lo único que haría, sería ocultarles la vista del horizonte. Debemos reconocer poca paciencia para esos despliegues discursivos que recurren a la impostura de expresarse a través de formulaciones pseudomatemáticas o lógicas, cuyo propósito no parece ser otro que el de evitar, a toda costa, una ambigüedad que debería ser el alimento más preciado de sus ideas. Esto o algo peor: ser aceptados como huéspedes de segunda categoría en la comunidad científica. De muchas maneras, tanto la semiótica como la semiología cayeron en esta trampa. Una vez pasado el furor que las modas propugnan en sus momentos culminantes, los escritos de este tipo pseudocientífico yacen abandonados en medio del desierto, como desvencijadas arquitecturas del pasado, incapaces ya de dar cuenta, en su ruina, de un pretérito y efímero esplendor. No es nada sorprendente, por ejemplo, que el único escrito ilegible de Barthes sea, hoy en día, su Sistema de la moda, mientras que todos los demás aún nos deleitan y nos sirven de provecho. Así, tanto por la veta estructuralista lingüística (Greimas, Barthes, Lyotard...) como estructuralista comunicacional (Lyotard, Grupo µ, Eco...), el estudio semiótico se vio atrapado en la necesidad constatativa del rigor científico, ligado con el advenimiento de la informática y el furor tecnocientífico. Esto provocó una obsesión por traducir todo tipo de objetos visuales (artísticos, publicitarios o de diseño) a partir de los sistemas de codificación objetivantes derivados de la lingüística filosófica.

Pero el significado de las cosas es diverso y difuso, no puede encontrarse en un solo lugar y en una sola forma, ni siquiera cuando, acerándose a la categoría de señal, está construido para transmitir, como en la publicidad, un mensaje muy preciso. Por eso, todo intento de acotarlo y estabilizarlo, a la larga, conduce al fracaso. El signo es una derivación del positivismo, un equivalente, más sofisticado, del ‘hecho’, como lo mencionábamos atrás. La semiótica creyó poder descifrar, mediante su concurso, las leyes del pensamiento, e incluso las de la realidad, cuando no hacia otra cosa que moldearlas a su medida. Estas limitaciones las intuye la propia Kristeva cuando afirma que

El embargo de la sociedad moderna sobre la ciencia parece haber alcanzado su apogeo y su clausura al tomar a la lingüística (al habla) sus modelos y su método. La ciencia de la comunicación fonética está hoy en día en la base del estudio del ‘pensamiento salvaje’, descubre y analiza un ‘discurso del Otro’, intenta en vano recuperar las ‘artes’ y la política, haciendo reinar por doquier la autoridad del signo: noción históricamente limitada y cuyo ideologema (la función que une las prácticas translingüísticas de una sociedad condensando el modo dominante de pensamiento) remite a Platón y Augusto Comte (2001, p. 77).

Claro está que, después de decir esto, Kristeva pretende salvar el signo a través de sí mismo, porque el estilo de la época no le permite otra cosa: «se trata de subrayar que, habiendo desmitificado y neutralizado toda hermenéutica, la ciencia [sic] del signo llega a un punto en que se desmitifica a sí misma» (2001, p. 78). Y este proceso de desmitificación lo consigue, al parecer, a través de la semiótica: «es la semiótica la que cumple este papel y, más especialmente, la semiótica de los sistemas significativos que engendra la civilización del signo para, a cambio, resultar con ello consolidada»(p. 78). Sin embargo, a la larga reverdece esa hermenéutica que supuestamente había sido neutralizada por el gesto adusto de una pretendida ciencia.

No se trata de recurrir, por contraste, a un empirismo ingenuo y restringido. No se trata de renunciar a las teorías, sino de situarlas donde les corresponde. Las teorías son formas elevadas de la descripción que pierden todo su valor cuando se confunden con visiones absolutas de una determinada realidad. Clasificar, definir y nombrar, crear conceptos, deben ser operaciones básicamente heurísticas, el motor de un pensamiento que explora el objeto indefinidamente. Establecer o descubrir pretendidas ‘leyes’ generales de los fenómenos no es más que un aspecto más de la descripción. Todos estos procedimientos, por muy bien estructurados que estén, por muy sólidos que parezcan, tienen todos ellos la consistencia de una corriente de aire. Lo cual no quiere decir que su impulso se extinga o deba extinguirse inmediatamente después de producirse. Digámoslo de otra manera, a través de una metáfora más precisa: son como puertas que las corrientes de aire abren a lo largo de nuestro camino para que exploremos lo que hay al otro lado, pero que en cualquier momento otra corriente de aire puede cerrar detrás de nosotros. Las podemos mantener abiertas, nosotros mismos o quienes vengan detrás, durante un tiempo prudencial, pero a la larga hay que dejar que se cierren solas o cerrarlas dando un portazo.

Seguir esas corrientes de aire, impulsándolas nosotros mismos con nuestras reflexiones, es la esencia de la forma ensayo. Max Bense (1942) llegaba a equiparar el ensayo con la física experimental, porque ensayar significa también experimentar:

Estamos sorprendidos de que la expresión ensayo sea un método experimental; se trata de escribir experimentalmente en él, y debemos hablar entonces en el mismo sentido que cuando hablamos de la física, la cual colinda con pulcritud similar con la física teórica. En la física experimental, para seguir con nuestro ejemplo, postulamos una pregunta respecto a la naturaleza, esperamos una respuesta, probamos y fallamos: la física teórica describe la naturaleza, donde las leyes de sus medidas demuestran resultados en forma analítica, axiomática y deductiva basados en necesidades matemáticas. Así se diferencia un ensayo de un tratado. Escribe ensayísticamente quien compone experimentando, quien rueda su tema de un lado para otro, quien repregunta, palpa, prueba, quien atraviesa su objeto con reflexión, quien vuelve y revuelve, quien desde diversos lugares parte hacia él y en su atisbo intelectual reúne lo que ve y prefabrica lo que el tema bajo la escritura deja ver en ciertas condiciones logradas. Quien intenta algo entonces en el ensayo, no es del todo la subjetividad escritural, no, ella provoca condiciones bajo las cuales un tema en su totalidad respalda una configuración literaria. No se intenta escribir, no se intenta conocer, se intenta ver cómo se comporta un tema literariamente, se establece entonces una pregunta, si se experimenta con un tema. Vemos al respecto que lo ensayístico no reside solo en la forma literaria, en la cual está integrado el contenido, el asunto, el manejo parece ensayístico pues aparece bajo ciertas condiciones. Así habita en cada ensayo una fuerza o poder de perspectiva en el sentido de Leibniz, Dilthey, Nietzsche y Ortega y Gasset. Reflejan un perspectivismo filosófico en el sentido que en sus observaciones ejercitan un punto de vista conocido en su pensamiento y su conocimiento (Bense, 1942, pp. 24-25).

Era necesario recrearse en esta larga cita porque contiene la esencia de esa ‘falta’ de ciencia que estamos intentando proponer como necesario ‘método’ poscientífico. Este ir y venir sobre el objeto, esta experimentación que propone Bense, puede ser ejecutada de un tirón, en un mismo escrito, o a través de varios intentos, ejecutados por distintos sujetos, en momentos igualmente diversos, incluso, por supuesto, a lo largo de la historia. Lo que queremos decir con esto es que el germen del ensayo está más en el objeto que en el procedimiento en sí, puesto que es el objeto el que posee multitud de facetas y pliegues que obligan a estar continuamente ‘ensayando’ sobre el mismo para ponerlos de relieve, para ir estableciendo los distintos significados que se acomoden, no tanto al espíritu del tiempo, como a su estilo. En este sentido, la búsqueda del conocimiento es una empresa trágica, puesto que quien la emprende debe saber que nunca llegará a alcanzar su final. Y, desde luego, que ni siquiera en el caso de que llegara a ese final, lo haría igual que como empezó, porque el viaje ensayístico no significa solo transformación del objeto, sino también del sujeto. Es así como la postciencia coincide con una postfilosofía, puesto que el ensayo no pertenece al reino de la filosofía. No es de filosofía de lo que estamos hablando, sino de pensamiento. Y es en esa estela que, justamente, ensayamos un ensayo sobre la postsemiótica, no como respuesta al universo semiótico, sino como campo experimental crítico que expanda las posibilidades mismas de la semiótica como forma de pensamiento.

Este ensayo consistirá en un devenir semiótico de la estética para promover una suerte de desviación (o clinamen) hacia las tipologías sígnicas pensadas en clave postsemióticano para constatar la superación de la semiótica como disciplina, sino para atravesar las posibles barreras que la imaginación teórica tiende a imponer cuando el hábito configura un saber específico. Es por ello por lo que el presente libro es una indagación que busca una suerte de mise en abyme teórica que busca hacer de los conceptos formas autorreferenciales del pensamiento semiótico. Por ello buscaremos llevar hasta el límite referencial los modelos canónicos de la semiótica visual, gracias a las directrices de Saussure y Peirce, hurgando justo en las bases sedimentadas del pensamiento sobre los signos. Esta es la razón que nos permite configurar como ruta de indagación la forma ensayo, justo como decurso intensivo de experimentación intelectiva. No nos interesará, por eso mismo, la conclusión o el descubrimiento, sino la indagación como tal, en un ejercicio de perforación que encuentre en los conceptos, no formas demostrativas y resolutivas, sino campos problemáticos de los que surgen nuevas preguntas.

¿No podemos, pues, estar nunca seguros de nuestros descubrimientos? Al contrario, podemos estar más seguros que nunca, puesto que no solo descubrimos una faceta más del sujeto, a añadir a las otras muchas que ya se han descubierto, sino que a través de esta revelación descubrimos también el propio rostro de la realidad que al unísono da a luz al objeto, al acto del descubrimiento y al sujeto que ejecuta la operación. La era de la postciencia, que es también el de la postsemiótica, donde el signo pierde sentido, no se refiere a las ciencias en sí, a su operatividad y exigencia, sino a la descolonización del resto de saberes de las denominadas ciencias humanas, que durante tanto tiempo se han visto sometidas a requisitos que no son adecuados para ellas. Las ciencias puras o duras pueden seguir haciendo su labor y estableciendo para ello sus propios requisitos, pero el resto debe quedar liberado de esas condiciones. Cuando esto sucede, el imaginario del signo se ve limitado a una serie de operaciones muy sectoriales. Sin la coartada de la epistemología cientificista, los signos se funden como cera ardiendo, pierden su proverbial consistencia y, por lo tanto, su utilidad. Se descubre entonces que, como ya intuyeron sus creadores, el signo era una cuestión mental, una forma de disponer la mente para acomodarla a un tipo determinado de realidad que ya no existe. Tal como siempre lo ha sido la imagen.

Anatomía de lo real

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