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República y guerra
ОглавлениеEn efecto, la II República (1931-1936) supuso la más clara e ilusionada posibilidad de transformación democrática que España había conocido hasta entonces. Encarnada ante todo en Manuel Azaña3, la República abordó entre 1931 y 1933 la solución de todos los grandes problemas (agrario, militar, religioso, regional) que habían condicionado la evolución del país hacia la modernidad: quiso expropiar los latifundios y repartir la tierra; crear un ejército democrático y profesionalizado; limitar la influencia de la Iglesia y secularizar la vida social, y conceder la autonomía a Cataluña y al País Vasco (y con el tiempo, a Galicia y otras regiones). Pero el proyecto republicano polarizó la vida política. El anarco-sindicalismo vio en la República la ocasión para la revolución española y desencadenó de inmediato una verdadera ofensiva de huelgas revolucionarias4. La España católica, la Iglesia, los propietarios de tierras, parte del ejército, se opusieron frontalmente a las reformas republicanas. El general Sanjurjo protagonizó un intento (fallido) de golpe de estado antirrepublicano ya en agosto de 1932. La orientación maximalista que desde 1933 siguieron los dos grandes partidos del país—la CEDA, el partido de la derecha católica dirigido por José Mª Gil Robles; el sector de Largo Caballero del PSOE, el gran partido de la izquierda— hizo casi inviable la experiencia republicana. Tras ganar las elecciones de 1933, la España conservadora procedió a rectificar la República desde dentro. La revolución que en octubre de 1934 lanzó el PSOE contra la entrada de la CEDA en el gobierno (ante el temor de que dicha formación fuese un fascismo a la española) dañó seriamente la legitimidad del régimen. Cuando en febrero de 1936, la izquierda, unida en el Frente Popular articulado en torno a Azaña y Prieto, ganó las elecciones, los militares de la derecha fueron directamente a la conspiración y al posterior golpe de Estado. La situación social y política de la primavera de 1936 —desórdenes públicos, huelgas, ocupaciones de tierras, destitución del presidente de la República, Alcalá Zamora, asesinato de José Calvo Sotelo, el líder de la derecha monárquica— hizo insostenible la situación.
Los militares sublevados, que veían en la República un régimen sin legitimidad política y contrario a la unidad nacional y la esencia católica de España, creyeron que el golpe, que estalló el 18 de julio de aquel año, triunfaría fácilmente. Se equivocaron: desencadenaron una devastadora Guerra Civil de tres años. La derecha vio la contienda como una cruzada contra el comunismo; la izquierda la idealizó como la resistencia del pueblo y del proletariado contra el fascismo. La guerra tuvo, desde luego, profundas connotaciones sociales e ideológicas, además de políticas. Su causa última fue, con todo, la división moral del país. Aun así, el proceso desencadenante de la guerra (conspiración, sublevación militar) se articuló a través de decisiones individuales de los líderes del golpe5 que, como es obvio, pudieron no haberse tomado.
La sublevación militar, a cuyo frente apareció enseguida el general Franco, triunfó solo en una parte de España6. Como reacción, en la zona republicana se desencadenó un verdadero proceso revolucionario de la clase trabajadora, bajo la dirección de los partidos obreros y de los sindicatos. La oficialidad del Ejército se partió por la mitad en sus lealtades7. La República retuvo gran parte de la aviación y de la marina. La guerra española, que conmocionó la conciencia del mundo, se internacionalizó desde el primer momento. Alemania e Italia reconocieron a Franco en noviembre de 1936. Alemania envió ese mismo mes la Legión Cóndor8 y unos 5.000 asesores a lo largo de la contienda. Italia mandó unos 70.000 soldados. La URSS puso al servicio de la República unos 2.000 asesores; 50.000 voluntarios extranjeros combatieron con la República alistados en las Brigadas Internacionales.
El conflicto escaló de guerra de columnas y milicias, en sus momentos iniciales, a guerra total entre dos ejércitos cada vez mejor equipados y más numerosos9 en la que la artillería y la aviación, con bombardeos sobre poblaciones civiles, terminaron por cobrar importancia decisiva. El objetivo inicial de las tropas rebeldes fue Madrid. El fracaso, por la tenaz resistencia republicana, reforzó la leyenda del antifascismo español10. Franco llevó luego la guerra al norte. Primero, en marzo de 1937, al País Vasco, región autónoma desde octubre del 36, y luego a Santander y por último, a Asturias, áreas que sucesivamente cayeron en poder de la España nacional11. Euskadi cayó en junio de 1937. Pese a un brillante contraataque republicano en julio sobre Brunete, cerca de Madrid, Franco se apoderó de Santander en agosto y de Asturias en octubre (tras contener otra importante ofensiva republicana, esta vez en Belchite, en Aragón).
Franco, que desde octubre de 1936 tuvo el mando militar y político de la España sublevada, impuso en abril de 1937 la unidad política en su zona. La República careció, por el contrario, de unidad territorial (y aun militar), y de estabilidad política. Entre julio de 1936 y mayo de 1937 se formaron hasta cuatro gobiernos diferentes. El fraccionamiento político y militar del norte —entre la Euskadi autónoma, Santander y Asturias— fue, precisamente, una de las causas del derrumbamiento de la región. Cataluña quedó paralizada por la dualidad de poder que existió desde julio de 1936 entre el gobierno autónomo catalán y el poder sindical del Comité de Milicias Antifascistas bajo control de la CNT y la FAI, dualidad que culminó en mayo de 1937 cuando milicias de la CNT-FAI y del POUM (un pequeño partido filotrotskista) se enfrentaron en Barcelona con las fuerzas del gobierno central que, ante la situación, trataban de imponer su autoridad y recuperar los puntos y edificios estratégicos controlados por las milicias12.
Tomado Teruel tras duros combates, el ejército rebelde avanzó, en la primavera de 1938, por el Ebro hacia el Mediterráneo, operación que partió en dos el territorio republicano. Fracasado el contraataque republicano en el río Ebro, ya en julio de 1938, en la batalla más larga y dura de la guerra, Franco ocupó Cataluña (enero de 1939). Aunque la República aún retenía Madrid, la Mancha, Valencia y el sudeste del país, la guerra estaba decidida. 500.000 personas —el presidente de la República, Azaña, entre ellas— habían salido hacia el exilio tras la caída de Cataluña. Solo Negrín y sus asesores comunistas creían posible la resistencia: el 4 de marzo de 1939, el teniente coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, se sublevó contra Negrín y formó un Consejo Nacional de Defensa para negociar la paz con Franco (mientras, paralelamente, se sublevaban militares y marinos de la base naval de Cartagena). Madrid fue escenario durante varios días de violentos combates entre fuerzas de Casado y fuerzas de Negrín, en los que murieron 2.000 personas (y en torno a 1.500 en los hechos de Cartagena). Franco no quiso negociación alguna. Exigió la rendición incondicional: sus tropas entraron en Madrid el 28 de marzo de 1939.
Franco ganó porque supo imponer la unidad militar y política en su zona, por la mayor moral de sus tropas, la calidad de la ayuda internacional que recibió y la mayor capacidad militar de sus ejércitos y oficiales; también por las propias debilidades de la República. La guerra, en efecto, había terminado. Murieron unas 300.000 personas (de ellas en torno a 60.000 en la represión en la zona nacional y 40.000 en la represión en la zona republicana), devastó numerosos núcleos urbanos y destruyó la mitad del material ferroviario y una tercera parte de la ganadería y de la marina mercante. Franco ejecutó a decenas de miles de personas en la inmediata posguerra. La contienda dejó una profunda huella en la psique nacional que condicionó a varias generaciones de españoles.