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ACERCAMIENTOS VELOCIDAD CRUCERO: 850 KM/H

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En los antiguos viajes el medio de transporte era un primer acceso a la aventura: el barco a punto de zozobrar, el tren descarrilado, el asalto a la diligencia. Para quien viaja en avión, la única posibilidad de combinar el riesgo con la supervivencia es el aerosecuestro. Pero entonces el libro ya sólo puede tratar del secuestro. El rehén es un personaje excesivo que pierde interés apenas lo liberan. ¿A quién le interesa que luego visite una pirámide?

Cuando en 1988 me propusieron escribir un libro de viajes no me costó trabajo encontrar un destino emocional: Yucatán, el mundo de mi abuela y el lugar donde nació mi madre. Era increíble haber llegado a los 31 años sin recibir el sol en la península. Me entusiasmó tanto ir a ese “país dentro del país” que olvidé pensar en los retos literarios del asunto. Sólo hasta el día de la partida reparé en que los Grandes Viajes son testimonios del coraje: ahí están los cuadernos congelados de Scott y la caligrafía de Magallanes, modificada por la humedad del naufragio en turno. Aun en pleno siglo XX el viaje literario supone un singular arriesgue: Graham Greene a punto de morir de disentería en Tabasco, Frigyes Karinthy tomando notas con el cráneo abierto o Saul Bellow discutiendo todos los temas espinosos del Cercano Oriente. Así las cosas, un viaje a Yucatán parece demasiado plano. Como que faltan trincheras, enfermedades, zonas en disputa, el Ayatola iracundo, el terrible mosquito.

El único sobresalto antes de partir fue que Déborah, mi esposa, guardó las llaves del coche en su bolsa, es decir, las perdió. La bolsa femenina es uno de los lugares más dramáticos de las postrimerías del siglo. Lo que ahí cae se hunde como en un mar de los sargazos, entre espejitos, pinceles de tres tamaños, cepillos, papeles, media galleta, un silbato arbitral, cajitas misteriosas y pesos profundamente ahogados. No hay duda de que la tiranía masculina originó tanto enredijo de cosméticos, y el daño fue irreversible: no hay movimiento feminista que libere de esas diminutas zonas de confusión.

El caso es que revisamos 64 objetos en la banqueta hasta que dimos con las llaves. Déborah asumió el volante y empezó a cantar “Fin, Fin, Fin, insecticida Fin”. Supongo que es lo que cantan los pilotos de pruebas en los momentos de crisis.

Me dejó en el aeropuerto con el tiempo justo para documentar mi equipaje y cobrar conciencia de mis zapatos de “vacaciones”. En la sala de espera bajé la vista y por primera vez me sentí muy capaz de tocar la marimba.

Al viajar uno se lleva sus 206 huesos y todos sus gustos y repulsas. En ese momento en que la gente bebía cafés desteñidos en la sala de espera, mi mayor problema se llamaba John Lloyd Stephens.

En 1841, Stephens viajó a Yucatán en compañía del grabador Frederick Catherwood y escribió un libro prodigioso. Cualquier cronista posterior se siente como un cocker spaniel en la jaula de los tigres. Stephens estuvo a punto de naufragar en el Golfo de México, ayudó al doctor Cabot a hacer las primeras operaciones de estrabismo en la península (sin asepsia ni anestesia, por supuesto), presenció el estallido de la guerra de castas, descubrió grutas y ruinas hasta entonces sepultadas en la maleza (apenas veía un hueco, pedía una soga y una antorcha y se sumergía con impulsivo heroísmo). De las muchas cosas que vio, la que más le intrigó fue una pequeña mano roja que se repetía en grutas, templos, casas y pirámides. Acaso por ser una marca tan modesta, la mano roja le hacía pensar en la grandeza de los antiguos moradores de Uxmal, Labná y Chichén Itzá. Yo iba a viajar con la misma sensación de desmesura. Entre las manos rojas de los mayas siempre vería la sombra de Stephens.

Envidio a quienes no dejan de leer el Excélsior durante el despegue o se duermen antes de que se apague la señal de No Fumar. Desde un punto de vista técnico, yo estoy vivo, pero pienso que no merezco estarlo; caigo en abismos de culpabilidad en los que repaso mis actos más ruines y llego a la conclusión de que es casi necesario que el avión explote. Convencido de que ese boleto rumbo a la Nada es el justo pago por una vida errónea, empiezo a documentar el accidente: pienso en la tuerca fatal que el mecánico menospreció por agacharse a tomar un trago de Titán.

Mi mente es un salón de clases del que jamás me graduaré. Hasta este momento sólo se han expresado los mataditos de la primera fila. De repente todos los demás reclaman entre una flotilla de avioncitos de papel: “A ver cómo le haces pero nos sacas vivos de aquí”. La idea de supervivencia cobra mayoría. Empiezo a buscar motivos de esperanza para calmar mi salón alborotado. ¡El correo aéreo! Sí, cada carta es un avión que no ha caído. Millares de cartas ribeteadas en verde y rojo o rojo y azul se agolpan en mi mente; han llegado ahí como un triunfo de la aeronáutica. También el avión Toluca debe tener el vientre lleno de cartas que llegarán a manos como las que ahora luchan con el celofán del desayuno.

¿Es posible humanizar esa vida tan despegada, envuelta en fuselaje, donde muchos desconocidos hojean revistas que promueven playas fabulosamente lejanas? Sí, pero esto sólo empeora las cosas, y es que no hay nada más humano que los restos: el hombre de negocios que reconocieron por una placa dental, el escritor del que sólo quedó un zapato, la carta de amor incinerada que no recibirá Mónica Chablé Chen. Por si fuera poco, la historia reciente de nuestra aviación no anima a nadie. En 1984, una avioneta se desplomó en pleno San Juan de Letrán, apropiadamente cerca de la exposición “Los surrealistas en México”; aunque no hubo muertos, por nada del mundo quisiera ser el vendedor de jugos que recibió un ala calcinada sobre sus naranjas. En 1987, un avión con 18 caballos a bordo trató de aterrizar en la carretera a Toluca y sólo logró el infausto récord de ser un desastre hípico, automovilístico y aéreo. Las colisiones a la mexicana prometen insospechadas variantes; “acostumbrarse a volar” significa resignarse a aterrizar sobre una manada de cebúes. Así, en mi balance interno hay tres niños dispuestos a morir por pecadores y veinte que gritan “si me muero te parto la madre y cuidado con que se pierda la maleta”.

Una vez que se balacea al primer asaltante de caminos, el siguiente punto de interés en los viajes (en los Grandes, se entiende) es el encuentro decisivo. Casanova sube a una diligencia y cuál no será su sorpresa al ver a su paisano Lorenzo da Ponte, quien tiene un problemilla con el libreto sobre Don Juan que le escribe a Mozart. Casanova le da excelentes tips y el viaje se vuelve historia. En una época anterior a las agencias de prensa los viajes de veras ilustraban. La aburrida ciudad de Potsdam se volvió interesante cuando Voltaire se alojó en el castillo Sanssouci. Las celebridades eran sitios de interés. Hoy en día, si uno se llama Oriana Fallaci, viajar significa visitar a un conflictivo jefe de Estado, pero el pasajero común del Toluca de Mexicana de Aviación tiene que conformarse con lo que encuentre al lado, que en este caso fue un policía holandés.

Traté de hablar del partido Eidhoven-Real Madrid, pero él desvió la conversación a la cultura maya. Era un experto en la ruta Puuc. Me habló de Tatiana Proskouriakoff y me hizo preguntas sobre los glifos mayas que por supuesto no pude responder.

El Toluca descendió sobre la península sin otra avería que la incierta clasificación que empezaba a cuajar en mi mente (la policía europea, tan brutal en las manifestaciones anti-nucleares, sueña en códices mayas). Por fortuna el perfecto aterrizaje del capitán Hidalgo me devolvió a la realidad.

Una bocanada de calor me recibió en la escalerilla. Mis zapatos rutilantes se encaminaron al suelo yucateco. Tierra firme, el paraíso donde los aviones se vuelven cartas.

Palmeras de la brisa rápida

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