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CUARTO 22

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Cuando el hotel se llama “posada” se pueden esperar dos cosas: un local modesto, que ha soportado los años con nobleza (lo viejo nos parece “casero”) o una inmensa fantasía colonial, es decir, lo más cerca que se puede estar de la Nueva España con paredes de tablaroca. Por suerte, la Posada Toledo pertenece al primer género, el tipo de lugar donde siempre son más los huéspedes permanentes que los eventuales.

El patio interior está cubierto de una curiosa variedad de enredadera, repleta de lianas. Una gata gris salió de la espesura y caminó blandamente hacia el porche. Pasé por primera vez frente al tapiz donde un moro no acababa de raptarse a una doncella.

El encargado hablaba por teléfono. Me tendió una forma de registro y continuó:

–Urge que vengan: otra vez nos está invadiendo la cucaracha.

Esta frase me infundió un valor meramente literario. “¡Que vengan las cucarachas, una crónica del trópico debe tener cada alimaña en su lugar!”

Luego anoté la profesión que usurpo desde hace años para llenar cuestionarios: “Periodista”. “Escritor” huele a pipa apagada, apotegmas de dispéptico, edición intonsa, dedo ensalivado, pantuflas rancias.

El 22 es la suma de los dos números sagrados de los mayas, el 9 y el 13, una suerte que me tocara ese cuarto; pero adentro las hormigas amarillas circulaban muy orondas, sin pensar en sacrilegios.

–Soy Roque. Ya sabes, pa’ lo que se te ofrezca –dijo el mozo, con una sonrisa de tres dientes de oro.

En la pared había dos reproducciones de los grabados de Catherwood, una vista de Uxmal y el arco de Labná; también el cuarto 22 estaba presidido por aquel viaje extraordinario. Según todas las probabilidades, yo visitaría Yucatán sin operar a nadie de estrabismo ni descubrir sitios arqueológicos; pero si la aventura era imposible, al menos podía viajar sin hacer “turismo”.

Para quien viaja en grupo, Yucatán es el avión, el Holiday Inn decorado con los mejores muebles de plasticuero y terciopana, la cafetería que ofrece la jugosa hamburguesa con tocino y queso amarillo, el camión con aire acondicionado para ir a las ruinas, es decir, todo lo necesario para que uno se sienta como en Florida sólo que con pirámides.

Para un mexicano, las cadenas hoteleras difícilmente son “hogareñas” (aún no existe el emporio que disponga de vírgenes de Guadalupe, colchas de peluche y sillones forrados de hule para que el huésped sienta que Suiza es como la colonia Narvarte sólo que con vacas pintas). Esto ha creado un arquetipo aún peor que el del norteamericano que busca su casa en todos sitios: el viajero para quien el hotel es una civilización inagotable. ¿Cuántos mexicanos no han pensado que el único defecto de Perisur es que no tenga cuartos disponibles? El turista consumidor viaja a hoteles que son fascinantes almacenes y evitan la molestia de exponer la nariz al aire libre.

Me dio gusto que mi posada no figurara en una guía turística que opina de los hoteles lo mismo que el Partido Republicano opina del país: excellent value, but service a little offhand.

Bajé a hablar por teléfono. Tenía el número de unos familiares lejanos, pero sabía muy poco de ellos, personas un tanto míticas, recreadas por la no muy verídica memoria de mi abuela. Algunas no eran más que una frase. ¿Qué le podría decir a los descendientes de Gonzalo?, ¿que a principios de siglo nadaba muy bien de muertito?

Preferí llamar a los conocidos de mis amigos, aunque sus recomendaciones no podían ser más vagas: “Velo, está loquísimo”. En Mérida, las nueve de la mañana es demasiado tarde para dar con alguien. No encontré a la “chica monísima”. Me resigné a marcar el número de alguien descrito como “un maestro muy neto”. El teléfono sonó dos veces. Decidí que él tampoco estaba en casa.

Palmeras de la brisa rápida

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