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Capítulo 5

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Maura se despertó sobresaltada, con una sensación de pánico, e intentó orientarse. Después de unos instantes, escupiendo las hojas que se le habían quedado pegadas a los labios, recordó que estaba durmiendo en un bosque. Le dolían los huesos del frío y tenía un brazo adormecido.

¿Cuánto tiempo llevaban allí?

Olía a humo. Se dio la vuelta y vio una pequeña hoguera. Después, vio al señor Bain, que estaba sentado a su lado, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Tenía una pierna flexionada y la otra estirada ante él. Estaba leyendo.

Maura pestañeó. Aquel hombre estaba leyendo a la luz del fuego, como si fuera una cálida noche de verano.

Él, sin mirarla, le tendió un pañuelo blanco de lino.

–Tiene medio bosque pegado a la cara –le dijo.

Maura lo tomó y se agarró a su brazo para poder levantarse. Observó con atención al señor Bain. Le asombraba que pudiera estar tan relajado en aquel bosque, con tanto frío. Se limpió la suciedad de la boca y dijo:

–Cuánto me alegro de que el viaje no sea una incomodidad para usted, señor Bain, y de que esté usted tan a gusto.

–Le aseguro que eso no es cierto. Tan solo estoy intentando pasar el tiempo lo mejor posible –respondió él, y pasó una página.

De repente, a Maura le gruñó el estómago.

–Entonces, ¿tiene hambre?

–Sí, estoy hambrienta –dijo ella, y le arrojó el pañuelo a la pierna. Le molestaba que él tuviera aspecto de estar tan cómodo, cuando ella estaba helada.

Miró su pequeño campamento. El mozo estaba dormido al otro lado de la hoguera, con el cuerpo girado hacia el calor de las llamas. Los caballos estaban cerca del riachuelo, con mantas extendidas sobre el lomo.

–¿Cómo ha conseguido que los caballos no se marchen?

–Están atados –respondió el señor Bain, y dejó a un lado el libro. Empezó a rebuscar algo en su montura, y Maura aprovechó para ver cómo se titulaba el libro que estaba leyendo: Investigación sobre los principios morales.

–Qué interesante. Quizá en su libro esté la respuesta sobre el principio de la moral en esta situación concreta, ¿eh, señor Bain?

Él sonrió con ironía y le entregó un paquetito envuelto en estopilla.

–Tenga. Es un poco de cecina y galletas duras –le dijo.

Maura soltó un jadeo de alegría, porque no esperaba tener nada de comida. Tomó el paquetito y se lo puso en el regazo. Se apartó el flequillo de la frente y abrió la tela. Como llevaba varios días sin comer apenas, aquello era un festín. Volvió a gruñirle el estómago.

Tomó un pedazo de pan, le dio un mordisco y empezó a hacer ruiditos de placer.

Mientras mordía un pedazo de cecina, él le dio un suave codazo y le ofreció un odre. A Maura no le importó lo que hubiera dentro. Lo tomó y bebió.

El señor Bain se rio en voz baja.

Cerveza. Una cerveza bien fuerte. Sin embargo, ella consiguió contener la tos y suspiró al notar el calor del alcohol en las venas. Cuando hubo bebido todo lo que podía, le devolvió el odre y siguió comiendo.

El señor Bain la observó con asombro y diversión a partes iguales.

–¿Le parezco tan divertida? –preguntó, mientras se chupaba los dedos–. Usted también estaría hambriento si hubiera pasado varios días en compañía del señor Rumpkin. No me atrevía a comer nada en aquella casa.

–No la culpo. Nunca había visto un hogar más sucio.

–Sí, señor Bain. No exagero si digo que era espantoso –respondió ella, y siguió con la mirada una chispa del fuego que ascendió hacia el cielo–. Es mucho mejor esto –dijo, alegremente. Acababa de decidirlo, porque se sentía más optimista con un poco de comida en el estómago–. Sí, es cierto que hace mucho frío, pero es mejor.

Se metió el resto de la comida en la boca, señaló la estopilla vacía y añadió:

–Gracias.

–De nada, señorita Darby. Nunca había visto a nadie disfrutar tanto con un poco de cecina reseca, unas galletas y un pan duros.

De acuerdo, había comido como una lima, pero no le importaba. Observó a su salvador. ¿O era su carcelero? Un poco de las dos cosas, supuso. De cualquier modo, era bastante guapo. Su pelo tenía matices de castaño, rojizo y dorado. Y sus ojos eran de un verde claro y brillante.

Sí, era un hombre guapo.

Sin embargo, también tenía algo de distante. Quizá fuera porque lo sabía todo sobre ella, y ella no sabía nada sobre él, salvo su nombre y que le gustaba leer libros de filosofía.

–¿Quién es usted? –le preguntó, con curiosidad.

Él enarcó una ceja.

–Ya se lo he dicho.

–Sí, me ha dicho cómo se llama, pero ¿quién es usted de verdad, señor Bain?

Él sonrió de una forma enigmática.

–¿Importa eso?

–Pues sí, la verdad. A mí me importa saber quién es el hombre que me lleva a casarme con otro hombre a quien nunca he visto. Que yo sepa, usted podría ser un forajido.

–¿Un forajido?

–Un asaltador de caminos.

–Eso no es mucho mejor.

–¿Y bien? ¿Cuál es su secreto?

–No tengo secretos.

–Pero es amigo del señor Calum Garbett y, sin embargo, yo nunca había oído mencionar su nombre.

–Porque al señor Garbett lo he conocido recientemente.

–¿Ah, sí?

–Sí –respondió él, mirándola directamente a los ojos.

–Entonces, ¿cómo…?

–Yo soy lo que podría llamarse un agente. Los caballeros pudientes a menudo se meten en líos, se ven envueltos en situaciones incómodas, y yo ayudo a resolver esos problemas.

Maura nunca había oído semejante cosa. ¿Qué caballeros pudientes? ¿Qué situaciones incómodas? ¿Había tantos hombres así como para que arreglar sus problemas pudiera convertirse en una profesión?

El señor Bain se apoyó nuevamente en el tronco del árbol, estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos. Al ver que ella no respondía y seguía mirándolo con extrañeza, dijo:

–No es tan raro como suena.

–Sí lo es.

Entonces, él sonrió, perezosamente, con benevolencia, y ella sintió… calidez.

–Es usted muy joven, señorita Darby. No hay manera de que sepa que en la vida de un hombre pueden surgir complicaciones, y que puede necesitar ayuda para resolverlas. Y da la casualidad de que soy un experto en eso.

¡Qué seguridad en sí mismo! Ella envidiaba aquella confianza, desde luego, porque nunca había estado segura de nada. Bueno, salvo de que no iba a casarse con un desconocido de Lumparty, o Lunmarty, o como se llamase aquel lugar al que iba a llevarla. De eso sí estaba segura.

–¿Qué quiere decir? –le preguntó. De repente, se le había pasado por la cabeza que él tenía malas intenciones. Se inclinó hacia delante y le susurró–: ¿Es usted un forajido, señor Bain?

Él pestañeó. Miró al mozo para asegurarse de que estaba dormido, se inclinó hacia delante y susurró, a su vez:

–No.

Ella se apartó.

–Entonces, ¿cómo es que es tan experto en resolver las complicaciones de otros hombres?

Él volvió a apoyar la espalda en el tronco del árbol.

–Lo soy. En este caso concreto, se da la circunstancia de que una vez ayudé al duque de Montrose, y él me recomendó a su conocido, el señor Garbett.

Maura había conocido al duque en casa del señor Garbett, cuando el aristócrata había acudido para ser informado de los supuestos crímenes que ella había cometido. Sabía quién era Montrose. Todo el mundo lo conocía. De repente, se acordó de algo:

–¡Es el hombre que mató a su mujer!

–No mató a su mujer, señorita Darby. Es cierto que esa dama ya no es su esposa, pero está viva y coleando. Cuando digo «complicaciones», no me refiero a crímenes ni delitos. Simplemente, me refiero a situaciones incómodas.

–¿Y qué soy yo, entonces? ¿Una de esas situaciones incómodas?

–Sí –dijo él, encogiéndose de hombros, como si fuera algo evidente–. Pero, si la consuela, es una complicación muy fácil de resolver.

–¡Pues no, no me consuela! ¡Me ofende que mi situación pueda resolverse con tanta facilidad! Y no se preocupe, señor Bain, porque yo seré la que resuelva mis problemas, gracias.

–¿De veras? –preguntó él, con escepticismo–. ¿Y cómo piensa hacerlo, señorita Darby?

–No se preocupe por mí –murmuró ella.

No tenía más que una idea vaga de cómo iba a proceder. Después de todo, nunca había podido elegir su propio camino. Hasta hacía solo un mes, estaba siempre en un segundo plano, esperando en silencio a que llegara su momento cuando Sorcha se hubiera casado. En una ocasión, le había pedido al señor Garbett que le buscara un puesto de trabajo en una buena casa, de ama de llaves o, incluso, de tutora de los niños. Sin embargo, la señora Garbett había considerado que aquella petición era otro ejemplo de cómo quería llamar la atención y desviarla de Sorcha. Por el contrario, lo que ella quería era ayudar, porque pensaba que la señora Garbett quería que se marchara.

En casa de los Garbett todo dependía de que Sorcha pudiera hacer un buen matrimonio, y ella había supuesto que, cuando lo consiguiera, tal vez a ella también le permitiesen casarse o, por lo menos, empezar a trabajar en una buena casa. Algún sitio en el que se sintiera querida y segura. No había vuelto a abordar la cuestión con el señor Garbett, había decidido esperar y ser paciente hasta que Sorcha se casara y cumpliera con el objetivo de su familia. Y, entonces, había aparecido el idiota de Adam Cadell.

Maura se sentía estúpida por haber esperado tanto a que llegara su turno y haber confiado en la gente que había prometido que la cuidaría. Ahora se encontraba en unas circunstancias muy difíciles.

Pero se le ocurriría algo.

Miró al muchacho que dormía junto a la hoguera.

–¿Es hijo suyo?

–No. Es un mozo a quien he contratado.

–¿Tiene hijos?

–No.

–¿E hijas?

Él negó con la cabeza.

–¿Y mujer?

El señor Bain se rio suavemente.

–No.

–¿No tiene a nadie, señor Bain? ¿No hay nadie que le eche de menos?

–No necesito a nadie que me eche de menos.

–Las personas que dicen que no necesitan a nadie que les eche de menos son las que más necesitan a alguien que les eche de menos. Yo tampoco tengo a nadie que me eche de menos, pero lo necesito.

Él la miró atentamente, y Maura se imaginó lo que debía de sentirse al ser objeto de estima para el señor Bain. De repente, sintió un escalofrío por la espalda.

–Para ser una señorita de buena educación, es usted muy original. Es muy valiente. Me recuerda a otra mujer que conozco, una highlander.

–Pues a lo mejor no es tan original que una mujer sea valiente, si ya conoce a dos.

No le gustó la sutil insinuación de que ser valiente era algo negativo. De estar en su situación, él también necesitaría valor. Ella estaba desesperada, dolida y, por encima de todo, furiosa por no haber podido decidir nada en absoluto y verse en aquella situación. Una vez, su padre le había dicho que podía ser muy obstinada cuando se proponía algo, y se había propuesto algo: iba a recuperar su collar, aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Podrían arrebatárselo de las manos si querían cuando hubiera muerto, pero no se lo quitarían mientras todavía le quedara aliento.

En aquel instante, se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Le daba miedo, pero no importaba; no iba a tener más oportunidades, y tenía que aprovechar aquella.

Se puso de pie, se sacudió el vestido y se arrebujó en la capa. El señor Bain no puso ninguna objeción.

–Hay un sitio para lavarse allí, donde el riachuelo forma un pequeño remanso –le dijo, indicándole el lugar.

Después, él volvió a tomar su libro.

Pensaba que ella estaba indefensa. Los Garbett, también. Y Adam Cadell. Pero no, no estaba indefensa, no era una inútil. El señor Bain ni siquiera pensaba que ella pudiera huir por el bosque, porque creía que tenía demasiado miedo como para marcharse sola. Pues sí, lo tenía, pero eso no iba a detenerla. La furia podía empujar a una mujer a hacer muchas cosas.

Echó a caminar, dejó atrás los caballos y se giró para mirar sus ataduras. Después, bajó al remanso a lavarse lo mejor que pudo.

Cuando volvió junto a la hoguera, se dio cuenta de que él había estirado el camastro y había echado más leña al fuego. Estaba leyendo de nuevo, absorto en sus principios sobre moralidad. Ella se sentó sobre la manta.

–Estoy cansada –dijo.

–Buenas noches, señorita Darby.

Ella se tendió de espaldas al señor Bain, y notó que él se levantaba y se alejaba. Volvió unos minutos más tardes y atizó el fuego. Por desgracia, la hoguera no daba calor suficiente, y ella ni siquiera sentía los dedos de las manos ni de los pies. El frío se le había metido en los huesos. Se estremeció y se envolvió más estrechamente con la capa.

Un momento más tarde, el señor Bain se tendió a su lado, tan cerca, que a ella se le aceleró el corazón. No confiaba en él, puesto que no confiaba en ningún hombre, y sintió miedo.

Y aquel miedo se intensificó cuando él le dijo:

–Está temblando, señorita. Venga aquí.

–No –dijo ella. Sin embargo, él le agarró la mano y tiró hacia sí. Maura gritó al pensar que iba a besarla, o que iba a manosearla, pero, cuando ella rodó, él también lo hizo, de modo que ella quedó pegada a su espalda y él hizo que le rodeara la cintura con un brazo–. ¿Qué está haciendo?

–Ayudándola a entrar en calor. No quiero que se congele.

Ella trató de zafarse, pero él no se lo permitió.

–No voy a acosarla, señorita Darby, le doy mi palabra. Solo quiero que entre en calor. Duérmase.

–¡Si cree que puedo dormirme así, es que está loco!

–Lo que usted diga.

Obviamente, él podía dormir perfectamente de aquel modo, porque su respiración comenzó a ser cada vez más lenta, hasta que pareció que se quedaba dormido.

Aunque le costó un esfuerzo, ella también empezó a relajarse. Sintió la fuerza de su cuerpo y percibió su olor a cuero y cardamomo. Y su calor. Por el amor de Dios, aquel cuerpo daba más calor que un brasero. Además, tenía que reconocer que se sentía un poco más segura a su lado, en medio de aquel bosque. Así pues, se acurrucó contra él para obtener más calor. El señor Bain gruñó, entrelazó sus dedos con los de ella y la mantuvo cerca.

Así debía de ser un matrimonio cuando existía afecto entre dos personas. Podría dormir al lado de un hombre y disfrutar de su calor todas las noches. Podría sentirse segura y caliente. ¿Y deseada? Eso le gustaría y, tal vez, lo consiguiese algún día.

Cerró los ojos. Tenía la tentación de quedarse dormida, pero no se atrevió. Había muchas cosas en las que pensar, muchas cosas que planear, y no podía hacerlo mientras él estuviera despierto y la distrajera con su actitud calmada y segura.

Seducida por un escocés

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