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Capítulo 4

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Nichol solo tuvo que esperar veinte minutos para ver a la señorita Darby en el vestíbulo, envuelta en una capa, con un moño y una bolsa de viaje en la mano, rebotando contra su pierna a cada paso. Iba seguida por el señor Rumpkin, que se había puesto unos pantalones y una chaqueta, aunque parecía que no había encontrado ni chaleco ni pañuelo para el cuello. Pero, al menos, se había quitado el repugnante camisón lleno de manchas.

–Entonces, ¿así es como te vas a marchar? ¿Sin despedirte, tan siquiera? –iba gritándole a la señorita Darby, mientras ella caminaba hacia Nichol.

La señorita Darby lo ignoró; no le prestó ni la más mínima atención. Qué mujer. Nichol no sabía si sentirse horrorizado por su falta de educación o impresionado por su valentía al enfrentarse a Rumpkin. Y a él, también.

Cuando llegó a su lado, soltó la bolsa. Él le miró los zapatos. Eran de seda.

–Ese calzado no le servirá para el viaje, señorita Darby –le dijo, señalando sus pies con un gesto de la cabeza.

–Tendrán que servir, señor Bain. Solo tengo estos. Cuando me echaron de la única casa que he conocido durante los últimos doce años, no me permitieron decidir lo que iba a necesitar, ¿sabe?

La opinión que él tenía de Garbett estaba empeorando por momentos.

–Entonces, ¿eso es todo? ¿Después de que te haya dado de comer y te haya proporcionado un techo? –inquirió el señor Rumpkin.

La señorita Darby miró al cielo con resignación. Después, miró a Nichol y a su mozo.

–¿Dónde está el carruaje? –preguntó.

–¡Un carruaje! –exclamó con indignación el señor Rumpkin–. ¡Qué alto concepto tienes de ti misma!

La señorita Darby miró a Nichol.

–No hay ningún carruaje –respondió él.

Ella observó los caballos y al joven Gavin, que ya iba montado.

–¿Y la doncella? No tendré que viajar sin compañía femenina, ¿no?

–Me temo que los recursos del señor Garbett no permiten contratar a una doncella. Pero no será más que un día de viaje.

Ella abrió mucho los ojos, alarmada.

–¿Y dónde está mi caballo?

Nichol le dio una palmadita a la grupa de su caballo.

La señorita Darby se quedó boquiabierta.

–¿Es que quiere que monte a caballo con usted? ¿Sin acompañante?

–Sí.

–Pues no estoy dispuesta a hacerlo.

–¡Vaya, sabía que no se iba a marchar! –exclamó el señor Rumpkin–. Es demasiado vaga. Lo ha tenido todo muy fácil.

Al oír aquello, a la señorita Darby se le encendieron los ojos azules. Lentamente, se giró a mirar a Rumpkin y murmuró algo que parecía francés. Después, tomó su bolsa y se la arrojó a Nichol. Él la agarró con una mano. Después, ella se acercó al caballo para que él la ayudara a montar.

–¿Qué vas a hacer? –preguntó Rumpkin a la señorita Darby, al ver que él subía la bolsa a la montura–. ¿Te vas a marchar con él? ¿Sabes lo que dirá la gente si te ve montada a caballo con un hombre?

La señorita Darby le lanzó a Nichol una mirada implorante.

–Por favor, ¿le importaría darse prisa?

Él le ofreció las manos agarradas para que ella pudiera impulsarse hacia arriba. La señorita Darby aprovechó el impulso y aterrizó en la silla un poco torcida, aunque se las arregló para agarrarse antes de deslizarse por el otro lado y caer al suelo.

–¡Muy bien, pues márchate! ¡Eres una cualquiera! –le gritó el señor Rumpkin.

Nichol se dio la vuelta y caminó con calma hacia él.

–Ya ha hecho daño suficiente, así que no diga ni una palabra más, señor, o le daré un puñetazo en la boca para asegurarme de que no vuelva a hablar.

Empujó a Rumpkin para apartarlo, y el hombre se tambaleó hacia atrás. Estaba tan borracho que cayó sobre el trasero al suelo y se dio un buen golpe.

–¡No puede tratarme así! –gritó–. ¡Va a pagarme la ventana rota, o haré que las autoridades de Aberuthen lo detengan!

Nichol volvió al caballo, puso un pie en el estribo y montó directamente detrás de la señorita Darby. Le hizo un gesto a Gavin con la cabeza y se pusieron en camino. La señorita Darby no miró atrás ni una sola vez.

–No se siente tan cerca –le dijo a Nichol, y se movió para intentar poner distancia entre ellos–. No quiero tanta familiaridad con usted.

–¿Prefiere ser difícil? –preguntó Nichol, sin darle demasiada importancia.

Ella dio un resoplido.

–Puede estar seguro, señor Bain.

–Bien –respondió Nichol–. Me gustan los desafíos.

Ella lo miró, volviendo la cabeza, y vio que él enarcaba una ceja y sonreía. Entonces, se giró de nuevo rápidamente y movió el cuerpo hacia delante para no tocarlo. Pero el caballo avanzaba a demasiada velocidad y ella corría el peligro de caerse, así que él le rodeó la cintura con un brazo para sujetarla.

–¡Disculpe! –exclamó ella, con indignación–. ¿Esto también es parte de los planes de Garbett? ¿Pensaba él que merezco que me acarreen como si fuera una maleta?

A Nichol no le pareció que aquella pregunta necesitara una respuesta, porque, además, ella formuló otra inmediatamente.

–¿Adónde vamos? Va a anochecer enseguida. No creo que quiera continuar el viaje de noche.

Él tenía la esperanza de que pudieran llegar a Crieff antes de que oscureciera demasiado, pero antes de poder contestar, ella dijo:

–Está claro que he salido de la sartén para caer en las brasas, ¿no? Me veo obligada a cabalgar como si fuera una rehén por toda Escocia y ¿para qué? ¿Otro hombre que va a tratar de abusar de mis sensibilidades?

–Le doy mi palabra de que sus sensibilidades van a quedar intactas –replicó él.

Ella chasqueó la lengua.

–Perdone que no le crea, señor Bain, pero sé por experiencia que la palabra de un hombre no es de fiar. El señor Garbett prometió una vez que yo siempre iba a estar en su casa, con él; sin embargo, aquí estoy, expulsada de su casa en medio de la oscuridad –dijo, y miró hacia atrás con algo de nerviosismo.

Nichol no dijo nada, pero también sabía lo que era ser expulsado de su hogar.

–Sé lo que está pensando –dijo ella–. Pero por mi honor, no besé a ese hombre. No sabe lo difícil que es respirar cuando nadie le cree a una. ¿Qué razón tenía yo para mentir? Bah, tampoco creo que usted vaya a entenderlo –añadió, y movió la cabeza con vehemencia.

Nichol abrió la boca para decirle que, tal vez, sí pudiera entenderlo, pero la señorita Darby continuó.

–Yo no tengo la culpa de que, en las pocas ocasiones en las que me permitían asistir a una reunión o una visita con Sorcha, los caballeros se fijaran en mí. Yo siempre hacía todo lo posible por evitarlo. Sin embargo, los hombres piensan que son irresistibles para el sexo femenino y no entienden que una muchacha pueda no desear sus atenciones. ¡Y el señor Cadell es el peor de todos! Yo le dejé bien claro que no quería sus atenciones, que no quería que me tocara, que iba a gritar si lo hacía y ¿sabe lo que me dijo? «No, eso no lo dices en serio». Entonces, me agarró por los hombros, me empujó contra la pared y me besó.

Hizo una pausa y miró a Nichol por encima de su hombro.

–Le pido perdón por mis palabras –dijo–, pero me produce una gran indignación el modo en que me han tratado.

–Yo…

–Oh, ahora no me suelte una retahíla de tópicos, se lo ruego. Ya he oído bastantes durante estos últimos quince días, se lo aseguro. Además, sé lo que piensa, señor Bain: que no se puede negar el deseo a los hombres, o alguna tontería por el estilo.

–Eso no es lo que…

–Pero ¿qué ocurre con el deseo de una mujer? ¿Acaso yo no tengo nada que decir al respecto? ¿Tengo que someterme a él porque él no pueda controlarse? Intenté advertirles a la señora Garbett y a Sorcha cómo es, pero, en vez de agradecerme mi sinceridad, la señora Garbett me acusó de haberlo seducido. ¡No creería lo que me dijeron!

–No tiene que…

–¡Dijeron que yo tengo la costumbre de caminar, hablar y sonreír de un modo que atrae la atención masculina y que por eso me dejaban siempre en casa, porque no se puede confiar en mí! Le juro, señor Bain, que yo camino, hablo y sonrío del único modo que sé, y no es para llamar la atención de los hombres, es para ir de un sitio a otro.

Él enarcó una ceja en silencio, sin saber si ya podía hablar o no.

Pero parecía que aún no era su turno, porque la señorita Darby suspiró y siguió hablando.

Nichol supuso que nunca había tenido la oportunidad de decirle a nadie todas aquellas cosas, y que sus sentimientos acerca de lo que había sucedido en Stirling se habían desbordado.

–Y, si eso fuera todo, le doy mi palabra de que me conformaría, pero no es todo, no. Los Cadell se alojaron en casa del señor Garbett quince días, y no había forma de librarse del señor Cadell. Me perseguía a la menor oportunidad, aunque ya estaba prometido con Sorcha. La señora Garbett dice que lo seduje a propósito, y no solo me echaron de casa, sino que me quitaron lo único que me quedaba de mi familia. Yo les habría devuelto encantada todos los vestidos que me dieron ellas y me las habría arreglado con los dos trajes de muselina que me encargó el señor Garbett, pero ellas me quitaron el collar. Mi collar, mi herencia. ¡Lo único que me quedaba de mi familia! ¿No le parece increíble? Después de todos estos años tratando de permanecer en la sombra por el bien de Sorcha, ¡me quitan el collar!

Nichol no había oído decir nada de ninguna joya.

–¿Qué collar?

–¡Mi collar, mi collar! –respondió ella, con impaciencia, como si ya se lo hubiera explicado–. Fue un regalo que le hizo el rey a mi bisabuela, que heredó mi madre y que, después, heredé yo. Es muy valioso, pero su mayor valor para mí es el sentimental. Es lo único que me quedaba de mi familia, lo único que me une a mi apellido.

Nichol se estremeció por dentro. Entendía perfectamente lo que era el deseo de pertenecer a una familia, de tener un apellido. Entendía muy bien lo doloroso que era perder ese vínculo.

–Es la primera vez que oigo hablar de un collar, señorita Darby. Si lo hubiera sabido, habría negociado su devolución.

–Pues no lo habría conseguido. La maldad que hay en esa casa no sería comprensible para usted, señor Bain.

–Por el contrario, comprendo muy bien lo que es la maldad.

–No me tome el pelo, señor Bain. En este momento estoy de muy mal humor y, seguramente, me ofenderé. Ni siquiera puedo prometerle que no vaya a golpear algo con mucha fuerza.

Lo decía tan en serio, que Nichol tuvo que contenerse para no sonreír.

–Bueno, creo que me hago una idea de cuál es su estado de ánimo. Lo ha dejado usted bien claro. Y yo no voy a tomarle el pelo, señorita Darby. El señor Cadell es un cobarde y un canalla. Y cuando el deseo no es mutuo entre un hombre y una mujer, es vulgar e inútil.

Ella pestañeó mientras le miraba los labios, como si no pudiera creer que él hubiera dicho de verdad aquellas palabras.

–Por desgracia, lo que yo crea no sirve para cambiar su situación. Me he propuesto encontrar una solución que le convenga a usted. No al señor Garbett, sino a usted.

Ella resopló con desdén y cabeceó. Apartó la mirada azul brillante de él, y Nichol lamentó que lo hiciera.

–No hay ninguna solución que me convenga, señor Bain. ¡Ya se me ha acabado la paciencia! Me lo han quitado todo, no me han permitido llevarme nada. Fue una venganza. No les importó nada que yo me haya pasado todos estos años intentando ser agradable y permaneciendo en un segundo plano. Sorcha y su madre solo querían echarme la culpa de todo. ¿Qué habría tenido de malo que me trajera mis labores para poder bordar un poco? –preguntó, en un tono de ira–. Estaba a medio terminar y a ellas no les servía de nada. Bah, no me importa, señor Bain. Ya empezaré otra labor.

Nichol miró a Gavin, que tenía una expresión de cautela, como si tuviera miedo de que ella lo incluyera en sus quejas. En realidad, su lista de quejas contra los Garbett continuó durante un cuarto de hora más. Pasado ese tiempo, la señorita Darby terminó de desahogarse o, al menos, se quedó agotada por el esfuerzo de enumerar todas las ofensas y conseguir que Dios y el mundo supieran todas las injusticias que se habían cometido contra ella.

No volvió a hablar más hasta que Nichol le indicó a Gavin que debían parar a pasar la noche en el camino, puesto que no iban a llegar a la posada antes de que oscureciera. Recordó una zona resguardada del viento por la que habían pasado de camino a Aberuthen. Allí podrían acampar. Había un riachuelo para abrevar a los caballos.

Había dejado de nevar, pero el cielo seguía muy cubierto. La señorita Darby bajó del caballo en cuanto Nichol lo detuvo, y desapareció entre los árboles del bosque. Gavin miró a Nichol con alarma, pero Nichol hizo un gesto negativo con la cabeza. ¿Qué iba a hacer, adentrarse en el bosque sin tener un sitio al que ir? La señorita Darby necesitaba un momento en privado, eso era todo.

Nichol estaba quitándole la silla al caballo cuando ella volvió al pequeño claro. Miró confusa la montura, y dijo:

–¿Qué está haciendo?

–Vamos a acampar aquí para pasar la noche.

–¿Aquí?

–Sí, aquí. Es demasiado tarde para continuar, y no quiero correr el riesgo de que alguno de los caballos se haga daño.

Ella miró a su alrededor.

–¡Pero si estamos en medio de ninguna parte!

–Bueno, no es cierto. Estamos entre Aberuthen y Crieff –dijo él, señalando hacia el sur–. Estamos a un día de camino de Stirling, señorita Darby. No es «ninguna parte», y es un buen lugar para que los caballos puedan beber.

La señorita Darby se quedó mirándolo con la boca abierta. Después, miró a Gavin, que tenía la cabeza agachada.

–¿Acaso mi reputación está ya tan manchada que no ha pensado en ella, señor? ¿Es que tengo que someterme a más humillaciones?

–Mi intención es protegerla, señorita Darby, no perjudicarla. La necesidad exige un esfuerzo de adaptación. Dudo que nadie pensara mal de usted por haber tenido que dormir al raso en vez de hacerlo en una posada.

Nichol desenrolló un colchoncillo y puso su manta sobre él. Hizo una reverencia y señaló presuntuosamente el lecho que acababa de preparar–. Puede disponer de esta cama.

La señorita Darby elevó la barbilla y se envolvió con fuerza en su capa.

–Esto no es ninguna cama –dijo.

–Estoy seguro de que podrá soportarlo.

–Claro que podré, señor Bain. He soportado cosas peores.

Entonces, hizo un movimiento dramático con la capa y se dejó caer sobre el camastro. Se colocó de costado y le dio la espalda.

Nichol la miró. Realmente, era muy bella. Tenía el pelo negro y los ojos muy azules. Además, tenía un cuerpo exuberante que, en cualquier otra situación, le habría hecho la boca agua. Si la señorita Darby quisiera sonreír de nuevo, sería una mujer espectacular. A él le gustaría ver aquella sonrisa, pero dudaba que fuera a conseguirlo, teniendo en cuenta que la situación no iba a mejorar de repente, y menos, tanto como para hacerla feliz.

Nichol miró a Gavin. El pobre muchacho tenía los ojos abiertos como platos. Miró a Nichol como si él pudiera explicarle lo que era el desprecio de una mujer. Sin embargo, eso excedía con mucho su considerable talento, así que cabeceó con impotencia y le dijo a Gavin que fuera a buscar leña para hacer una hoguera.

Seducida por un escocés

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