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Capítulo 2

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El señor Nichol Bain esperaba que, cuando volvieran a encargarle la resolución de un problema, se tratase de un asunto que requiriera ingenio y discreción considerables. Una situación con consecuencias trascendentales, como el problema que había resuelto para el duque de Montrose hacía unos años. Justo en el momento en que el duque se postuló para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores, empezó a correr el rumor de que había asesinado a su esposa. Eso sí que era un problema peliagudo.

Se habría conformado, incluso, con el tipo de problema que había resuelto en nombre de Dunnan Cockburn, un hombre afable y heredero único de una dinastía escocesa del comercio del lino que, sin saber muy bien cómo, se había introducido en los círculos del juego y había caído en las garras de los prestamistas menos indicados de Londres. El patrimonio de Dunnan estaba jurídicamente vinculado a su apellido, lo cual significaba que no podía venderlo como quisiera, sino que la ley le obligaba a preservarlo para futuras generaciones. Con astucia, él se las había arreglado para encontrar un abogado que supo desvincular una pequeña parte de las tierras de los Dunnan del patrimonio para poder venderla y obtener la astronómica cifra de tres mil libras que permitieran pagar la deuda. Después, había tenido que utilizar toda su diplomacia para conseguir un compromiso por parte del ingenuo Dunnan y hacer un trato con algunos de los tipos más desagradables de Londres.

Sin embargo, el problema con el señor Garbett y el señor Cadell no se parecía en nada a los dos anteriores. Lo habían llamado desde la mansión de los Garbett, que estaba cerca de Stirling, para solucionar una pelea entre jóvenes prometidos, algo que, en su opinión, deberían haber resuelto los adultos que había en la sala. Por desgracia, algunas veces la gente se dejaba llevar por las emociones en vez de razonar. El señor Garbett y el señor Cadell no necesitaban su ayuda. Lo que necesitaban era apartarse de sus alteradas esposas y pensar.

Así pues, Nichol había aprovechado sus debilidades y había negociado el pago de unos honorarios muy altos a cambio de resolver aquel juego de niños en nombre de los dos inversores en la forja del hierro. Para él, la tarea era una diversión y una forma de mantener la mente ejercitada antes de abordar el siguiente encargo, en el que figuraban un rico comerciante galés y un barco desaparecido.

En primer lugar, se reunió con Sorcha Garbett, que le pareció una muchacha tan inmadura como poco atractiva. Le pidió que le explicara por qué había roto su compromiso, a ser posible, sin lágrimas.

La señorita Garbett estuvo media hora despotricando sobre lo mal que la había tratado siempre una tal señorita Maura Darby que, aparentemente, había sido expulsada de la casa de los Garbett y que, según Sorcha, llevaba años acosándola. Durante aquella diatriba de media hora, mencionó a su prometido de pasada, y lo describió como un hombre poco avispado que no entendía las estratagemas de las mujeres. Sin embargo, la señorita Darby era todo lo contrario.

–La pupila de su padre parece una encantadora de serpientes –comentó él, aunque lo hizo para su propia diversión.

–No es tan encantadora –respondió la señorita Garbett, con un gesto de desdén–. No es tan lista como piensa, ni es tan guapa.

–Ah, ya entiendo. Bien, señorita Garbett, si me permite que se lo pregunte, ¿quiere usted al señor Cadell?

Ella se puso el pañuelo encima de su considerable nariz y se encogió delicadamente de hombros.

Él se agarró las manos a la espalda y fingió que examinaba una figurita de porcelana.

–Entonces, ¿le atrae la idea de convertirse en señora de una gran casa?

Ella alzó los ojos y lo miró.

–He visto la casa que tienen los Cadell en Inglaterra, y puedo decir, sin dudarlo, que es más grande que el Palacio de Kensington.

Ella bajó el pañuelo y abrió unos ojos como platos.

–¿Más grande que un palacio?

–Sí.

Sorcha se mordió el labio y miró de nuevo su regazo.

–Pero él quiere a Maura.

–No –dijo Nichol. Se agachó junto a la muchacha, tomó una de sus manos y dijo, con la expresión grave, cuidadosamente–: Él no quiere a la señorita Darby.

–¿Y cómo puede estar tan seguro? –preguntó ella, entre lágrimas.

–Porque soy un hombre, y sé lo que piensa un hombre en los momentos de puro deseo. Ese muchacho no estaba pensando en el resto de su vida, créame. Cuando piensa en usted, piensa en la compatibilidad y en los muchos años de felicidad que tiene por delante en su vida conyugal con usted.

Quizá estuviera exagerando un poco, pensó.

La señorita Garbett hizo una mueca de desdén.

–Está bien, supongo que podría darle otra oportunidad. Pero a Maura, ¡no! ¡Nunca más! Ni siquiera se moleste en pedírmelo.

–No, no se lo pediría.

–Bah, tendrá que hacerlo –dijo Sorcha–. Porque mi padre la quiere mucho, más que a mí.

–Eso no es posible –respondió Nichol, para calmarla–. Tiene que creerme, señorita Garbett. Su padre quiere más la forja que a la señorita Darby. Y la quiere más a usted que a la forja.

Ella se irguió en el asiento y, con un suspiro de cansancio, miró por la ventana.

–¿La casa de los Cadell en Inglaterra es de verdad tan grande como un palacio?

Problema resuelto. Nichol se puso de pie.

–Más grande. Tiene dieciocho chimeneas en total.

–Dieciocho –murmuró ella.

Nichol se marchó a un pequeño despacho a hablar con el señor Adam Cadell. Aunque tenía veinte años, seguía siendo desgarbado, como si no hubiera dejado atrás el crecimiento de la adolescencia. Adam lo miró con cautela.

–Bueno –dijo Nichol, y se acercó a un mueble para servirse un oporto. Sirvió una copa también para el muchacho.

–Se ha metido en un buen lío, ¿eh?

El joven tomó la copa de oporto y la apuró de un trago.

–Sí –dijo, con la voz ronca.

–Entonces, ¿quiere usted a la señorita Darby?

El chico se ruborizó.

–Por supuesto que no.

«Claro que sí», pensó Nichol. Le dio un sorbito a su copa de oporto y preguntó:

–A propósito, ¿la dote de la señorita Garbett es muy grande?

–¿Por qué? –preguntó el joven. Al ver que Nichol no respondía, se tiró con nerviosismo del bajo del chaleco–. Bastante grande, sí –dijo al final.

–¿Tan grande como para poder construirse una casa en la ciudad?

–¿En Londres?

–Sí, en Londres, si quiere. O en Edimburgo. O en Dublín –dijo Nichol, encogiéndose de hombros.

El señor Cadell frunció la frente con un gesto de desconcierto.

–¿Qué tiene que ver eso con esta boda?

–A mí me parece obvio.

El muchacho lo miró con confusión. Para él no había nada obvio, salvo su lujuria.

–Si comprara una casa en una de esas ciudades… Sin duda, conocería a muchas debutantes bellas que estarían dispuestas a hacerse amigas de su esposa, ¿no?

Adam Cadell siguió mirando fijamente a Nichol.

–Cientos de ellas –añadió Nichol para darle más énfasis a sus argumentos.

El joven se sentó en el sofá y se agarró las manos.

–No lo entiendo.

Nichol dejó la copa de oporto.

–Lo que le sugiero, señor Cadell, es que se case con su heredera y se dedique a vivir la vida. Ella tendrá los hijos que desea, la casa que desea, los vestidos… Y usted tendrá la sociedad. Salvará el importante negocio de su padre y todo el mundo será feliz de nuevo.

–Ah –dijo Adam Cadell, y asintió lentamente. Comenzaron a brillarle los ojos, pero el brillo desapareció–. Pero es que Sorcha no me va a aceptar si la pupila está por aquí.

Así que la señorita Darby se había convertido en una mera pupila.

–Ya no está aquí –dijo Nichol.

–No, pero va a volver. El señor Garbett le tiene mucho afecto. No va a dejar que siga alejada de la casa. Ella seguirá siendo parte de esta familia.

Nichol reflexionó.

–Si la situación de la pupila cambiara, por supuesto, a otras circunstancias aprobadas por el señor Garbett, pero que la alejaran de esta casa, ¿podría usted encontrar la manera de disculparse adecuadamente ante su prometida?

–Sí –dijo el joven, asintiendo con entusiasmo–. Por supuesto. Olvidaría por completo a la señorita Darby.

–Pues, entonces, déjemelo a mí –dijo Nichol, y le tendió la mano.

El señor Cadell se la estrechó con debilidad.

–Gracias, señor Bain.

Nichol se dio cuenta de que la solución iba a servir para dos problemas a la vez. Seguramente, aquella era la situación más fácil que se había encontrado en los últimos quince años.

Salió de casa de los Garbett y fue a la posada en la que se estaba alojando, en Stirling. Escribió una carta a Dunnan Cockburn, su antiguo cliente, y alguien a quien podía considerar un amigo. En realidad, él no tenía amigos, porque nunca había permanecido mucho tiempo en ninguna parte. Además, había aprendido a muy temprana edad a callarse lo que pensaba para que nadie pudiera utilizar aquella información en su contra. Y, finalmente, había descubierto que la amistad se basaba en la capacidad de compartir sentimientos. Él no compartía los suyos y, por eso, tenía muy pocos amigos.

Lord Norwood era uno de ellos. Había conocido al conde mientras trabajaba para el duque de Montrose. Norwood era el tío de la nueva lady Montrose, y se había quedado admirado, o se había divertido, con su forma de llevar el asunto entre el duque y su sobrina. Fuera cual fuera el motivo, había querido que él se mantuviera cerca y parecía que disfrutaba con su compañía, aunque, con frecuencia, le enviaba a ayudar a sus influyentes amigos.

Nichol consideraba un amigo a Dunnan porque habían pasado mucho tiempo juntos. Dunnan estaba siempre dispuesto a agradar a los demás y tenía muy buen humor, a pesar de sus muchos problemas. Vivía en una gran finca con su madre viuda y, aunque había conseguido superar su problema con el juego, los dos habían decidido que tendría menos posibilidades de recaer si se casaba con la mujer adecuada, alguien que lo reconfortara y lo aconsejara con franqueza, y que lo mantuviera vigilado.

–Vas a buscarte una esposa, ¿verdad? –le había preguntado Nichol la última vez que habían estado juntos.

–Por supuesto, por supuesto –respondió Dunnan–. Es algo que tengo que hacer, está entre mis prioridades.

Por desgracia, Dunnan aún no había encontrado a la candidata. Así pues, parecía un arreglo perfecto para todo el mundo, y él estaba seguro de que el señor Garbett lo aceptaría. La señorita Darby estaría bien cuidada y su marido iba a honrarla. La trataría muy bien y le daría afecto. Parecía que Dunnan estaba impaciente por casarse.

Nichol le envió la carta y esperó dos días hasta que llegó la respuesta:

Sí. Si tú me la recomiendas, Bain, me considero afortunado y le abriré mis brazos, mi corazón y mi casa.

Esa era la reacción que él esperaba, y se sintió muy contento del resultado. Tan contento, de hecho, que pensó en llamar a su hermano, a quien no veía desde hacía muchos años. Últimamente le había estado pesando mucho la distancia que había entre ellos. Quería mucho a Ivan. Su hermano vivía en la casa familiar, que no estaba lejos de Stirling; al menos, eso era lo que le había dicho en su última carta. Sin embargo, Ivan no había vuelto a responderle a las cartas que le había enviado aquellos últimos años.

Él no estaba muy seguro del motivo, pero no iba a saberlo si no hablaba con su hermano. Para Ivan, aquello iba a ser todo un shock, puesto que hacía más de doce años que él se había marchado de casa. Aquello era otro asunto diferente, un asunto que no tenía una solución fácil. Pero, con respecto a Ivan, a Nichol sí le gustaría saber qué había sucedido.

Tal vez ya fuera hora de ir a verlo.

No obstante, lo primero era lo primero. Se arregló con ayuda de un muchacho a quien contrató como ayuda de cámara y se puso en marcha para explicarles al señor Garbett y al señor Cadell su plan para acabar con el desencuentro entre sus familias.

Tal y como sospechaba, todo el mundo aceptó la propuesta con entusiasmo, salvo la señora Garbett, que no creía que la señorita Darby debiera tener un buen matrimonio. Pero, al enfrentarse a la posibilidad de que la pupila de su marido volviera con ellos, aceptó de mala gana lo que había propuesto Nichol.

A finales de aquella semana, Nichol y Gavin, su nuevo mozo, se prepararon para hacer un viaje de varios días hasta una casa solariega que estaba cerca de Aberuthen, donde debían recoger a la señorita Darby.

Llegaron a su destino al día siguiente. Estaba nevando suavemente, y el mozo iba temblando en la montura, aunque Nichol le había dado su manta para que se la echara sobre el abrigo.

–Gavin, ¿cómo vas?

–Bien, señor –respondió el chico.

–Llegamos enseguida –le aseguró Nichol, mientras salían del pequeño pueblo de Aberuthen en dirección a la finca, siguiendo las indicaciones que le había dado Garbett.

Esperaba que la casa fuera parecida a la de Garbett, pero se llevó una desagradable sorpresa al ver que era mucho más pequeña y que estaba muy descuidada, casi ruinosa. Tenía una sola torre en un extremo, cubierta de enredadera, y el resto era una construcción cuadrada como una caja. Solo salía humo de una de las cuatro chimeneas, y había varias ventanas cuyos cristales rotos habían sido reemplazados con tablones de madera.

Gavin y él desmontaron y miraron hacia la casa. No salió nadie a recibirlos, y el mozo lo miró con expectación.

–Voy a ver si puedo despertar a alguien –le dijo Nichol. Le entregó las riendas y señaló con un gesto de la cabeza el establo, que era otra construcción en mal estado–. Da de comer y beber a los caballos. También hay comida en la bolsa para ti, ¿de acuerdo? Come y entra en calor. En cuanto resuelva la situación aquí, nos marcharemos.

Gavin asintió y se llevó a los caballos hacia el establo.

Nichol se encaminó a la puerta y llamó tres veces. Nadie respondió. Casi había decidido que la casa estaba completamente vacía cuando oyó ruido. La puerta se abrió de repente y en el vano apareció un hombre sujetando un farol. Llevaba una bata y un camisón manchados de comida. Estaba muy obeso y tenía las piernas separadas, como si quisiera sostener todo su peso. No se había afeitado y tenía el pelo largo y sucio, flotando alrededor de la cabeza y los hombros. También tenía mucho pelo en las orejas.

Nichol disimuló la sorpresa. Eran casi las dos de la tarde y parecía que aquel hombre acababa de levantarse.

–¿Ha venido a buscar a la chica? –le preguntó con la voz enronquecida.

–Sí, en efecto –respondió Nichol.

El hombre extendió la mano con la palma hacia arriba.

–Pues págueme primero.

Diah… Parecía que el primo de Garbett era un zafio.

–¿Podría entrar? Hace bastante frío.

El hombre soltó un gruñido, retrocedió unos pasos y se inclinó con un gesto de burlona cortesía. Nichol entró a un vestíbulo lleno de capas, botas y montones de turba. El hombre cerró la puerta y caminó, arrastrando los pies, hacia el pasillo.

Nichol lo siguió hacia una sala. Era un comedor repugnante. Había comida podrida y heces de perro por el suelo, y dos canes dormían junto a la chimenea. Uno de ellos se puso en pie y se acercó a olisquearlo. Después, volvió a su sitio.

Nichol miró a su alrededor y preguntó:

–¿Ha muerto su ama de llaves, señor Rumpkin?

–Qué gracioso. ¿Lo ha enviado mi primo para entretenerme, o para pagarme por haber alojado a la bampot? –le preguntó el hombre.

Nichol sacó una bolsa de monedas del bolsillo de su abrigo y se la entregó al hombre, que había vuelto a abrir la palma de la mano. El señor Rumpkin la abrió y comenzó a contar rápidamente. Mordió una de las monedas para asegurarse de que era de oro y, cuando quedó satisfecho, señaló unas escaleras que había al otro lado del pasillo.

–Está allí arriba. Se ha atrincherado.

Nichol no podía reprochárselo.

–¿Cuánto lleva ahí?

–Dos días –respondió Rumpkin. Nichol no respondió, a causa de la sorpresa, y Rumpkin alzó la vista–. ¡No me mire así! Le envié comida, pero no la tocó.

Sin duda, la muchacha debía de temer que le contagiaran la peste. Nichol no podía creer que el señor Calum Garbett hubiera enviado a aquel infierno a su pupila. La conciencia le exigió que sacara de allí a la señorita Darby lo antes posible.

–¿Qué habitación es?

–La torre –dijo Rumpkin, con la voz ronca. Se sentó a la mesa, tomó una cuchara y siguió comiendo algo que había en un cuenco.

Nichol se dio la vuelta para no tener arcadas. Salió al pasillo y subió las escaleras rápidamente. En el rellano vio una puerta cerrada, a la izquierda, junto a la que había una bandeja de comida intacta, cubierta con un trapo.

Llamó con energía a la puerta, y dijo:

–Señorita Darby, por favor, abra. Me llamo Nichol Bain y me ha enviado su benefactor, el señor Garbett.

Pasó un instante hasta que empezó a oír algo de movimiento. Esperó que se abriera la puerta, pero se llevó un gran susto, porque algo parecido al cristal chocó violentamente contra el otro lado de la madera. ¿Acababa de arrojar algo la muchacha contra la puerta?

Nichol volvió a llamar, con más suavidad en aquella ocasión.

–Señorita Darby… por favor. El señor Garbett me ha enviado para hacerle una propuesta y creo que le va a gustar. Él quiere que salga usted de aquí cuanto antes. Por favor, abra la puerta.

Silencio.

Él apoyó las manos a ambos lados del marco. No había previsto que tuviera que convencerla para marcharse; por el contrario, había pensado que la muchacha saldría corriendo a la primera oportunidad.

–Le prometo que lo que tengo que decirle será mejor que cualquier cosa que pueda encontrar aquí.

Oyó que la señorita Darby arrastraba algo pesado por el suelo, como si estuviera poniendo un mueble contra la puerta.

–Ya se lo advertí –dijo Rumpkin a su espalda. Nichol miró por encima de su hombro, hacia atrás. El señor Rumpkin había subido las escaleras con una botella de alcohol en la mano. Le dio un buen trago y añadió–: Es una fiera.

Nichol se giró de nuevo hacia la puerta.

–Ya es suficiente, señorita Darby, ¿de acuerdo? Su benefactor está deseando encontrar una solución para usted, y lo que ha planeado va a ser de su agrado. Pero tiene que abrir la puerta para poder escucharlo.

Silencio.

Nichol estaba empezando a perder la paciencia.

–Señorita Darby, insisto en que salga inmediatamente –dijo, con severidad.

Puso la oreja contra la puerta y escuchó atentamente. ¿Eran imaginaciones suyas, o pudo oír una risa baja al otro lado?

Sí, claramente, eran risas.

Nichol perdió la paciencia por completo. Él estaba orgulloso de su capacidad para mantener la calma en situaciones en las que los demás perderían los estribos, pero aquello le resultaba muy molesto. No estaba dispuesto a dejarse tratar con tanta grosería por una joven a quien solo él podía ayudar.

Se apartó de la puerta. El señor Rumpkin seguía allí, bebiendo. Se limpió los labios con la manga y repitió:

–Se lo advertí.

Nichol lo rodeó y caminó hacia las escaleras.

Una de las cosas que había aprendido durante todos aquellos años resolviendo problemas ajenos era que, cuando se cerraba una puerta, siempre se abría otra. El truco estaba en encontrarla.

Y él iba a encontrarla.

Seducida por un escocés

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