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Capítulo 3

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Maura apoyó las manos en la puerta y pegó la oreja a la madera para escuchar cómo se alejaban los pasos.

Cuando ya no los oyó, se apartó de la puerta y sonrió con ironía. ¿Cómo se atrevía el señor Garbett a enviar a alguien a buscarla? ¿Cómo era posible que no hubiera ido en persona a pedirle disculpas? ¿De veras creía que ella se iba a marchar de aquel lugar infernal con un desconocido, dócilmente, después de todo lo que había ocurrido? No, sin una disculpa, no. Estaba decidida a no salir de aquella habitación hasta que la tuviera.

Sin embargo, estaba aún más decidida a salir de allí, en cuanto supiera cómo hacerlo. No tenía intención de pasar ni una sola noche más bajo el techo del señor David Rumpkin.

¡Cómo despreciaba a aquel hombre! Al principio, había intentado poner buena cara al mal tiempo y, aunque casi no podía soportar ver todo lo que la rodeaba, había intentado conformarse y ser agradable. Igual que cuando la habían acogido los Garbett.

En su lecho de muerte, su padre le había dicho que fuera siempre bondadosa y amable, que fuera agradecida con la familia que la acogiese en su casa. Le había recordado que no tenía a nadie más en el mundo y que su existencia dependía de la benevolencia de un hombre que no era su padre. Y ella había intentado ser todo lo que él le había dicho, pero no era de la sangre de los Garbett, y la señora Garbett la había odiado desde el primer momento. El señor Garbett había sido indiferente, la mayor parte del tiempo, aunque, de vez en cuando, la defendiera. Sin embargo, ella siempre había pensado que el señor Garbett le tenía cierto afecto. En aquel momento, pensaba que él siempre había sentido, precisamente, lo que ella percibía: indiferencia.

Teniendo en cuenta esa experiencia, tenía que haberse dado cuenta de que ser bondadosa y amable no iba a servirle tampoco allí. Rumpkin había demostrado que era un bestia que no se preocupaba ni un ápice por ella ni por la pobre muchacha que iba a la casa desde Aberuthen a hacerle la comida.

Sin embargo, eso habría podido soportarlo. Incluso se le había pasado por la cabeza limpiar un poco la casa, ya que le daba asco sentarse en cualquier silla. Pero Rumpkin había comenzado a manosearla cuando estaba borracho y, al final, ella había tenido que encerrarse en su habitación. Se estremeció al recordar cómo le había agarrado un pecho y cómo le había posado la boca pegajosa en el cuello. Lo había empujado con todas sus fuerzas y había salido corriendo hacia su cuarto, había echado el pestillo y había puesto un escritorio delante para asegurarse aún más.

Al día siguiente tuvo que apartar el escritorio para poder tomar la poca comida que le había llevado la muchacha, y que le había dejado junto a la puerta. Había tomado el pan, pero había dejado el cuenco de estofado en la bandeja.

Y, ahora, se moría de hambre.

Miró alrededor por la habitación. Había unos cuantos libros con los que se estaba entreteniendo por el momento, pero que pronto iba a terminar de leer. También se le estaba terminando la leña, necesitaba lavar la ropa y no se había molestado en peinarse ni arreglarse desde hacía días.

No iba a poder sobrevivir muchos más días en aquellas condiciones, pero tampoco podía escapar en pleno invierno sin tener un lugar al que ir, y todavía quedaban muchos meses para la primavera.

Necesitaba un buen plan.

Tenía muy pocas monedas, llevaba unos zapatos que solo servían para bailar o pasearse por un jardín y solo tenía un par de vestidos decentes.

Mientras estaba pensando, oyó algo que le habría parecido una rata, de no ser porque el ruido provenía de la ventana. Se levantó lentamente de la silla y se quedó mirando por la ventana. No era posible. No se atrevería, el tal señor Bain. Corrió hacia la ventana y la abrió ligeramente, lo justo para poder ver.

Y lo que vio fue la cabeza pelirroja de un hombre que trepaba por las enredaderas que cubrían la fachada de la torre.

Vaya. El señor Garbett debía de haberle pagado mucho para que la llevara a otro infierno. Cerró la ventana con el pestillo y se sentó de nuevo a esperar el momento en que él llamara a la ventana para entrar. Esperaba que se cayera y aterrizara con el trasero.

Lo que ocurrió fue que él rompió el cristal de un puñetazo, abrió el pestillo y entró acrobáticamente en la habitación. Se detuvo, se sacudió la ropa y se echó el pelo hacia atrás con la mano. Después, la miró como si estuviera muy molesto por haber tenido que entrar así.

Ninguno dijo nada. Maura no sabía qué era lo que le asombraba más, si su atrevida entrada o lo guapo que era. Tenía los ojos de color verde claro y el pelo del color del otoño. Medía más de un metro ochenta centímetros y tenía los hombros muy anchos. Quizá fuera el hombre más guapo que había visto en su vida.

Sin embargo, tenía una mirada severa, de enfado.

–Feasgar math –dijo.

Acababa de desearle buenas tarde en gaélico. Maura se quedó mirándolo. Entonces, ¿era originario de las Highlands?

–Ahora entiendo por qué Adam Cadell perdió la cabeza –dijo, y se inclinó con galantería.

¡Por el amor de Dios! Todos los hombres eran unos degenerados. Ella no quería que le recordaran a aquel cobarde de Adam Cadell, y suspiró con impaciencia. Pidió, en silencio, que aquel desconocido desapareciera de su habitación.

Pero él no se fue.

–Permítame que me presente de nuevo –dijo, con frialdad–. Me llamo Nichol Bain.

A ella no le importaba. ¿Acaso el señor Garbett pensaba que iba a volver a confiar en alguien, y menos, en aquella situación?

–Entiendo que debe de sentir una gran desconfianza.

¿Desconfianza? Pues sí, desconfianza y furia. No deseaba hablar de lo que sentía, y murmuró, en voz baja:

–Sortez maintenant, imbécile.

Hubo una larga pausa, hasta que él respondió:

–Pas avant que vous n’écoutiez ce que j’ai à dire.

Maura se quedó sorprendida.

Él se había agachado a un metro de ella y la estaba observando atentamente, como un halcón. Maura se irguió y lo fulminó con la mirada. Bien, así que sabía hablar francés. Además, se creía muy listo, eso estaba bien claro.

–Mir ist es gleich was Sie zu sagen haben.

Lo miró con petulancia. Acababa de decirle que no le importaba en absoluto lo que tuviera que decir y, en silencio, le agradeció a su padre que se hubiera empeñado en que los idiomas formaran parte de su educación.

El señor Bain sonrió lentamente.

–Vaya, señorita, ahí me ha pillado. No hablo tan bien alemán. Pero… Wollen Sie von hier fortgehen?

A ella se le escapó un jadeo. Aquel hombre era un oponente formidable. Lo observó y respondió a su pregunta.

–Sí, quiero marcharme de aquí. Pero no con usted.

El señor Bain se puso de pie, se agarró las manos por detrás de la espalda y dijo con calma:

–En este momento, creo que soy su única opción.

–No, no es cierto. Yo podría saltar por la ventana que usted ha abierto tan amablemente.

Él se encogió de hombros.

–Creo que, si quisiera saltar por la ventana, ya lo habría hecho el día que pensó que era necesario encerrarse en esta habitación.

Así que era un hombre perceptivo. Maura se levantó. Él era mucho más alto que ella, y tuvo que inclinar la cabeza para mirarla. Se fijó en su pecho y, después, alzó la vista hasta sus ojos.

Ella volvió a clavarle una mirada llena de hostilidad.

–Entonces, ¿qué es lo que quiere?

–Sacarla de esta casa, en primer lugar.

–¿Y después? ¿Adónde me va a llevar? ¿Con el señor Garbett? ¿O tendré el placer de visitar a otro de sus primos?

Él le miró los labios, y a ella se le pasó por la cabeza darle una patada en la espinilla.

–A Luncarty –dijo.

–Luncarty. ¿Qué demonios es Luncarty?

–Es un pueblecito y una finca. También es una oportunidad.

Ella se echó a reír. ¡Una oportunidad! ¿Cómo podía considerarla tan ingenua?

–¿Ah, sí? ¿Qué tipo de oportunidad es esa, señor Bain? ¿Tendré que defenderme del acoso de otro hombre al que no había visto en mi vida?

–¿Disculpe? –preguntó él, con cara de espanto–. ¿Acaso Rumpkin…?

Ella chasqueó la lengua. Todos los hombres eran idiotas.

Sin embargo, la expresión de aquel idiota se volvió torva.

–Yo no la pondría nunca en una situación que entrañara un peligro para usted, señorita Darby. En Luncarty hay una casa que, en mi opinión, podría gustarle mucho. Es una casa grande y rica.

–Ah. Entonces, sería la amante de alguien.

Él se quedó asombrado por su franqueza.

–No, nada de eso. Es usted la pupila del señor Garbett, ¿no es así? Él ha prometido que se ocuparía adecuadamente de usted.

Ella abrió los brazos.

–¿Le parece que esto es adecuado, señor? Y, si no voy a ser la amante de nadie, ¿qué tendría que hacer en Luncarty?

–Casarse con su dueño.

A Maura se le escapó un jadeo de horror. Después, se echó a reír.

–¡Debe de estar usted loco! O, tal vez, piensa que la loca soy yo.

–Lo que estoy es muy decidido a encontrar una situación decente para usted.

–¡Pues esa no lo es! No me voy a casar con alguien a quien ni siquiera conozco.

–Por supuesto, tendrá la oportunidad de conocerlo antes de tomar una decisión –respondió el señor Bain, en un tono de paciencia–. Es un caballero a quien yo sí conozco. Es bueno, necesita una esposa y la trataría a usted como a una princesa.

–¡Y seguro que cree que eso es lo único necesario!

El señor Bain se encogió de hombros.

–Entonces, ¿qué más le gustaría?

–¿Que qué más? ¿Amor? ¿Compatibilidad?

Todas las cosas que ella quería conocer, teniendo en cuenta que se había pasado los últimos doce años de su vida esperando la más pequeña señal de amor o compatibilidad. De afecto. Desde que había muerto su padre, el señor Garbett había sido el único que le había demostrado afecto, pero esporádicamente, con una palmadita en la cabeza o en el hombro.

–Amor y compatibilidad –repitió él, con desdén–. Qué altas aspiraciones para una muchacha que está encerrada en una torre y que no tiene muchas más perspectivas que la servidumbre.

Maura se quedó sin respiración. Su furia e incredulidad se enfriaron al notar toda la carga de aquellas palabras sobre los hombros. Se quedó encorvada.

–¿No me va a dar la oportunidad de explicarme, al menos? –le preguntó él.

–Por supuesto –respondió ella, con ironía–. Después de todo, se ha molestado en escalar la pared y romper la ventana.

Fue hacia el armario y sacó un chal para ponérselo en los hombros. Por la ventana estaban entrando el viento frío del norte y los copos de nieve.

–¿Qué decía, señor Bain?

–Dunnan Cockburn heredó la mayor manufactura de lino de toda Escocia. Vive en una casa grandiosa con su madre viuda. Y es un buen hombre.

Maura lo miró con escepticismo.

–Entonces, ¿por qué sigue soltero?

–No es muy desenvuelto con el sexo femenino.

¿Qué significaba eso? ¿Que era espantosamente feo? ¿Que era un borracho?

–Supongo que usted sí es muy desenvuelto con el sexo femenino, ¿verdad? Tal vez debería darle unas clases.

Él sonrió.

–Espero que usted me acompañe y se haga cargo de esa tarea, señorita Darby.

–¿Y si acepto casarme con él? ¿Cuándo podría salir de este horrible lugar?

–Esta misma noche.

Aquello sí captó toda su atención. ¿Podría irse aquella misma noche? Se le agolparon los pensamientos en la mente. Aquello era un primer paso. No sabía qué iba a hacer cuando consiguiera salir de aquella prisión, pero no iba a casarse con un hombre desconocido.

Lo que quería hacer era recuperar el collar de su madre. Lo ocurrido con aquel collar había sido la gota que colmaba el vaso. Ella siempre había hecho lo que le pedían los Garbett, como, por ejemplo, vivir en la habitación de servicio que había al final del pasillo y mantenerse alejada, y quedarse en casa cuando Sorcha y ella eran invitadas a una fiesta, para que Sorcha pudiera brillar. Nunca había pedido nada, siempre había sido discreta y complaciente. Y, en agradecimiento, ellos la habían acusado injustamente, la habían tratado como a una mentirosa y le habían robado su collar.

No deberían habérselo quitado. Ella no había hecho nada malo. El collar era lo único que conservaba de su familia, y tenía intención de recuperarlo.

Tampoco tenía un plan para eso, pero un primer paso era salir de allí. Y el señor Bain le estaba ofreciendo un modo de hacerlo.

No pensaba casarse con un hombre de Luncarty a quien no conocía, pero debía hacer creer al señor Bain que estaba de acuerdo con su plan. Así pues, lo miró a los ojos y dijo:

–Está bien.

Él frunció el ceño.

–¿Está bien?

–Sí, iré.

–¿Así, tan fácilmente?

–¿No era eso lo que quería? He cambiado de opinión.

Él se quedó aún más desconcertado, pero le preguntó:

–¿Tiene una bolsa para llevar sus cosas?

Maura asintió.

–Llénela con todo lo que pueda llevar. Arréglese y reúnase conmigo en la salida cuando esté preparada.

–¿Algo más, Alteza?

–Sí. Abríguese.

Y, con eso, el señor Bain se dio la vuelta, apartó el escritorio de la puerta y, después de quitar el pestillo, salió.

De repente, Maura sintió una gran urgencia. Aquella oportunidad de escapar podía frustrarse, así que no podía perder ni un segundo.

Seducida por un escocés

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