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SOMBRAS CONOCIDAS
TATSUMI
Los tengu nos desterraron de la montaña.
Dejarnos vivir fue la gota que derramó el vaso, según parece. Su hogar había sido destruido, su daitengu asesinado y los fragmentos del pergamino del Dragón tomadas por el enemigo. Un demonio en su montaña sagrada era algo que no podían soportar, y cuando Yumeko se negó a que nos mataran, nos informaron en términos inequívocos que ya no éramos bienvenidos en el Templo de la Pluma de Acero. Que las puertas permanecerían ocultas por siempre para nosotros, y que si después del amanecer volvían a ver al portador de Kamigoroshi en la montaña, lo destruirían sin titubear.
Y así, con apenas el tiempo suficiente para curar nuestras heridas, dejamos el Templo de la Pluma de Acero y el hogar de los tengu. Huimos de la montaña y de los guardianes del pergamino, tan resentidos por su pérdida. De alguna manera, conseguimos llegar a la base de las montañas y, exhaustos, heridos y aún sangrando, encontramos la entrada a una cueva justo cuando una lluvia fría comenzaba a caer. En la cueva encontramos una multitud —había cinco personas y un perro dentro—, pero por lo demás estaba desocupada y seca, y no teníamos una mejor opción. Cuando el ronin encendió una fogata y la doncella del santuario comenzó la ardua tarea de limpiar y volver a cubrir nuestras heridas de batalla, me retiré a un rincón oscuro, fuera del camino de todos, para reflexionar sobre lo que había sucedido. Y para responder la pregunta que me había estado atormentando desde que salimos del templo.
¿Quiénes somos? ¿Quién soy?
¿Kage Tatsumi o Hakaimono? No se sentía como ninguno de ellos, pero sabía que había cambiado de manera irrevocable. Cuando este cuerpo había sido poseído por Hakaimono, el espíritu del oni había suprimido por completo el alma humana y la había mantenido atrapada e incapaz de hacer nada. Hasta que Yumeko llegó, usando su propia magia de zorro, para poseer al demonio y enfrentar al oni desde dentro. Ella encontró el alma de Tatsumi, la liberó y, juntos, intentaron llevar a Hakaimono de regreso a la espada. Pero el Primer Oni demostró ser mucho más fuerte de lo que ambos habían creído.
Y entonces, antes de que se pudiera determinar un vencedor, apareció Genno con un ejército de demonios y la intención de tomar el pergamino. Traicionó a Hakaimono, lo atravesó con Kamigoroshi y lo dejó morir en el campo de batalla. Para salvarnos a los dos, las almas de Kage Tatsumi y Hakaimono se fusionaron, lo que permitió a Hakaimono usar todo su poder para sanar el cuerpo humano y mantenerlo vivo. Increíblemente, funcionó, y entonces pudimos matar a la mayor parte del ejército de Genno antes de que ellos nos masacraran a todos. Pero debido a nuestra debilitada condición, el templo fue destruido y Genno escapó con los tres fragmentos del pergamino del Dragón en su poder.
El Maestro de los Demonios tenía lo que necesitaba para invocar al Gran Dragón y formular el deseo que anunciaría el fin del Imperio. Debíamos encontrar a Genno y evitar que usara el pergamino, pero sería un viaje largo y difícil, y tal vez algunos de nosotros no lograríamos sobrevivir. Incluso sin considerar la posibilidad de que Hakaimono pudiera emerger en cualquier momento y destrozar a mis compañeros.
—¿Tatsumi?
Levanté la mirada. Yumeko se había separado del grupo y ahora estaba en pie delante de mí, con la luz del fuego a sus espaldas, que proyectaba sobre ella un tenue resplandor naranja. Todavía vestía las elegantes túnicas de onmyoji rojas y blancas de la noche que había actuado para el emperador, aunque las onduladas mangas estaban hechas jirones ahora, su largo cabello estaba en desorden y la suciedad manchaba su rostro y sus manos. Ya no se veía como una venerada adivina mística del futuro. Lucía como una niña campesina vestida con un disfraz, a no ser por las altas orejas de zorro de punta negra que sobresalían de su cabello y la espesa cola de punta blanca detrás de ella. Sabía que sus rasgos de zorro eran invisibles para la mayoría de los humanos, pero desde la noche en que invadió mi alma, se habían vuelto siempre visibles para mí. Un recordatorio de que Yumeko era una kitsune, una yokai. Ella no era completamente humana.
Pero yo tampoco.
—¿Puedo sentarme contigo, Tatsumi? —preguntó con voz suave. Sus grandes ojos brillaron con un sutil tono dorado en medio de las sombras vacilantes. Asentí, y Yumeko se abrió paso con cuidado a través de las piedras para sentarse a mi lado. Su espesa cola naranja rozó mi pierna mientras ella se acomodaba contra la pared de la cueva. Fue extraño que el contacto no me hiciera rehuir como solía hacerlo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Estoy vivo —respondí con una voz igual de tranquila—. Eso es lo único que puedo decir con certeza —me miró fijamente, sus ojos buscaban, inquisitivos, y sentí cómo mi labio se curvaba en una leve sonrisa amarga—. Sé lo que te estás preguntando, Yumeko. Y no puedo responder. Me siento… diferente. Extraño. Como si… —intenté encontrar las palabras para explicar lo imposible—. Como si hubiera una ira oculta dentro de mí, esta… ferocidad que sólo necesita el más ligero empujón para salir.
Yumeko parpadeó, mientras parecía reflexionar al respecto.
—¿Como cuando Hakaimono vivía en tu cabeza? —preguntó—. Siempre estabas luchando con él por el control, ¿esto es lo mismo?
—No —sacudí mi cabeza—. Siempre estuvimos separados, éramos dos almas individuales luchando entre sí por el control de un cuerpo. Si… si todavía soy Tatsumi, siento que Hakaimono es parte de mí ahora. Que su crueldad y su sed de sangre podrían salir en cualquier momento. Y si soy Hakaimono, siento que Tatsumi me ha infectado con sus pensamientos, miedos y emociones humanas —levanté una mano delante de mi cara. Parecía bastante humana, pero recordé las garras mortales que se habían enrollado en la punta de mis dedos la noche que luché contra el ejército de Genno—. Quizá lo mejor sea que me vaya —murmuré—. Si soy parte demonio, ninguno de ustedes estará a salvo.
Miré de reojo a Yumeko para ver si algo de eso la asustaba, pero sus ojos de zorro dorado parecían tan sólo comprensivos.
—No —dijo sin rodeos, lo que me hizo parpadear—. No te vayas, Tatsumi… Hakaimono… quienquiera que seas. Prometiste que nos ayudarías a encontrar al Maestro de los Demonios. Te necesitamos.
—¿Y si no soy Tatsumi? —pregunté, volviéndome para mirarla a los ojos—. ¿Qué pasa si soy Hakaimono? ¿Cómo sabes quién es el alma más fuerte, o si Kage Tatsumi sobrevivió siquiera a la fusión de humano y demonio? Ni siquiera yo sé la respuesta.
Siguió mirándome sin miedo. Mientras la observaba, sentí una sacudida de sorpresa cuando unos dedos ligeros se posaron en mi brazo y enviaron una oleada de calor que se acurrucó en mis entrañas. Yumeko sonrió débilmente, aunque había tristeza en sus ojos mientras me miraba, un destello de añoranza que no entendí hizo que mi corazón diera un ligero y extraño vuelco.
—Confío en ti —dijo Yumeko en voz muy baja—. Incluso si no eres el mismo, vi tu alma esa noche. Sé que no nos traicionarás.
—Yumeko —gritó una voz antes de que pudiera reprimir mis agitadas emociones el tiempo suficiente para hablar. Cerca del fuego, la doncella del santuario nos observaba con una expresión grave en el rostro, mientras su pequeño perro naranja me dirigía una mirada de piedra desde su lugar, a sus pies. Los ojos oscuros de la miko brillaron con desconfianza cuando se movieron hacia mí—. Kage-san.3 Si se unieran a nosotros… ya estamos fuera de la montaña y lejos de la ira de los tengu. Debemos decidir adónde ir ahora.
—Hai, Reika ojou-san —Yumeko se levantó y se dirigió hacia el fuego, con la cola de zorro agitándose bajo el borde de su túnica. Me incorporé lentamente y la seguí. Percibí las miradas oscuras y recelosas del resto del grupo. La doncella del santuario y su perro me observaban fijamente, con hostilidad y desconfianza apenas contenidas, como si pudiera convertirme en un demonio en cualquier momento y saltar sobre ellos con los colmillos desnudos. Taiyo no Daisuke,4 del Clan del Sol, estaba sentado con las piernas cruzadas junto al fuego, las manos metidas en las mangas y su expresión oculta detrás de una capa de decoro. A su lado, el ronin estaba encorvado sobre su mochila y lucía tan descuidado y desaliñado como siempre, con el cabello castaño rojizo desprendiéndose de su cola de caballo. Percibí entonces que estaban sentados muy cerca uno del otro para tratarse de dos hombres de estatus tan diferentes. Había conocido a samuráis que no se habrían dignado a estar en la misma habitación que un ronin, mucho menos a compartir el fuego.
Al levantar la vista, el ronin me dedicó una sonrisa triste y un asentimiento mientras me agachaba junto a las llamas. Su oscura mirada se movió entonces hacia algo en mi frente.
—Tienes unos pequeños… hay algo en tu cara, Kage-san —dijo, llevando un dedo hacia su propia frente. Apreté la mandíbula, ignorando la referencia obvia a los cuernos pequeños pero descarados que se enroscaban por encima de mis cejas. Todo lo demás (las garras, los colmillos, los ojos brillantes) había desaparecido, al menos temporalmente, pero los cuernos se habían quedado. Un recordatorio permanente de que ahora era un demonio. Si algún humano normal me viera así, quizá intentaría matarme en el acto.
—Baka —la doncella del santuario caminó sigilosamente detrás del ronin y le dio un rápido golpe en la nuca. El ronin hizo una mueca—. Éste no es momento para bromas. Genno tiene los tres fragmentos del Pergamino de las Mil Oraciones y está a un suspiro de convocar al Dragón. Tenemos que detenerlo pero, para hacerlo, necesitamos un plan. Kage… san… —me miró mientras tropezaba con mi nombre—. ¿Dijiste que sabes adónde se dirige el Maestro de los Demonios?
Asentí.
—Al territorio de los Tsuki —dije—. Las islas del Clan de la Luna es donde el Dragón fue convocado por primera vez, hace cuatro mil años. Junto a los acantilados de Ryugake, en la isla de Ushima, es donde tendrá lugar el ritual.
—¿Cuándo? —preguntó el noble Taiyo—. ¿Cuánto tiempo tenemos hasta la noche del Deseo?
—Menos de lo que piensas —respondí con tono sombrío. Entonces una frase surgió a la luz, aunque no sabía de dónde provenía. La memoria de Hakaimono era extensa. Había visto el ascenso y la caída de muchas épocas—. En la noche del milésimo año —murmuré—, antes de que las estrellas del dragón se desvanezcan de los cielos y concedan los cielos al pájaro rojo del otoño, el Heraldo del Cambio puede ser invocado por alguien cuyo corazón sea puro —me detuve por un momento y luego bufé—. Como en el caso de la mayoría de las leyendas, no todo es cierto. Kage Hirotaka y la dama Hanshou no eran completamente “puros de corazón” cuando convocaron al Dragón. Eso tal vez se agregó a la tradición con la esperanza de evitar que los humanos codiciosos o malvados buscaran el favor del Gran Dragón.
A mi lado, Yumeko frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir eso de las “estrellas del dragón” y el “pájaro rojo del otoño”?
—Son constelaciones, Yumeko-san —explicó el noble, volviéndose hacia la chica—. Cada estación se representa con una de las cuatro grandes bestias santas. El Kirin representa la primavera y la vida nueva. El Dragón representa el verano, ya que trae las fuertes lluvias que son esenciales para los cultivos. El pájaro rojo del otoño es el Fénix, listo para morir y renacer en la primavera. Y el Tigre Blanco representa el invierno, paciente y mortal como una tierra cubierta de nieve.
—Entonces, si lo que dice Kage-san es cierto —interrumpió la doncella del santuario, con voz impaciente—, y la Noche de la Invocación se llevará a cabo el último día del verano… —se sobresaltó y abrió enormes los ojos—. ¡Eso es a fin de mes!
—Menos tiempo de lo que pensamos, en efecto —reflexionó el noble, con la mirada ensombrecida—. Y Genno tiene ventaja sobre nosotros.
—¿Cómo vamos a llegar a las islas del Clan de la Luna? —preguntó Yumeko.
—Bueno, con suerte no tendremos que nadar —dijo el ronin—. A menos que cualquiera de ustedes pueda invocar a una tortuga gigante desde el mar, supongo que necesitaremos algún tipo de bote.
—Hay barcos en Umi Sabishi Mura que hacen la travesía hasta las tierras de los Tsuki —nos informó el Taiyo—. Es una modesta aldea a lo largo de la costa, pero tiene un puerto bastante impresionante. La mayor parte del comercio de las islas del Clan de la Luna se lleva a cabo a través de Umi Sabishi. El problema no será encontrar un capitán dispuesto a llevar pasajeros a las tierras de los Tsuki, sino lo que haremos una vez que lleguemos allí.
Yumeko ladeó la cabeza.
—¿Por qué, Daisuke-san?
—Porque el Clan de la Luna es muy huraño, Yumeko-san —respondió el noble—, y no les gusta que extraños lleguen a sus costas. Los visitantes necesitan un permiso especial de la daimyo para moverse libremente por el territorio de los Tsuki, y no tenemos ni el tiempo ni los medios para adquirir los documentos de viaje necesarios. El Clan de la Luna es muy protector con su tierra y su gente, y los intrusos son tratados con dureza —levantó uno de sus delgados hombros—. O eso es lo que te dirán todos los capitanes.
—Tendremos que preocuparnos por eso cuando lleguemos allí —dijo la doncella del santuario—. Evitar que Genno invoque al Gran Dragón es nuestra primera y única preocupación, incluso si debemos desafiar a los líderes del clan para lograrlo.
El noble parecía un poco horrorizado ante la idea de desafiar a la daimyo, pero no se pronunció más al respecto. A su lado, el ronin suspiró y cambió de posición.
—Nos tomará un par de días llegar a la costa —murmuró—. Y no tenemos caballos, transporte, kago ni nada que haga que el viaje sea más rápido. Supongo que mañana comenzaremos a caminar, y esperemos no encontrarnos con demonios, magos de sangre o los shinobi de los Kage que todavía siguen tras el pergamino del Dragón. Un intento de asesinato fue suficiente, gracias.
Me incorporé y le eché un vistazo a Yumeko.
—¿Los Kage los persiguieron?
Ella parecía ligeramente avergonzada.
—Ano… La dama Hanshou nos pidió que te encontráramos —respondió ella, lo que hizo que mi estómago se revolviera—. Ella envió a Naganori-san a buscarnos, y caminamos por el Sendero de las Sombras para encontrarnos con Hanshou-sama5 en tierras de los Kage. Ella quería que te salváramos de Hakaimono y que a él lo lleváramos de regreso a la espada para que tú pudieras volver a ser el asesino de demonios —una de sus orejas se crispó cuando levanté una ceja—. Supongo que esto no es lo que ella esperaba.
Sentí cómo una sonrisa amarga cruzaba mi rostro. La relación de la dama Hanshou con los asesinos de demonios siempre había sido un punto de discusión entre los Kage. Había sido su idea entrenar a jóvenes guerreros para usar a Kamigoroshi en lugar de mantener la Espada Maldita sellada en la bóveda ancestral donde no significaría un peligro. La razón oficial que imperó fue que esto permitiría a los Kage manejar y controlar a Hakaimono en lugar de arriesgarse a que la espada cayera en las manos equivocadas. Pero todos sospechaban —aunque nadie se habría atrevido a sugerirlo—, que la dama Hanshou mantenía a los asesinos de demonios cerca por el miedo que éstos inspiraban. El asesino de demonios de los Kage era entrenado para ser eficiente, carente de emociones y obediente hasta el fanatismo. Un asesino perfecto que, además, compartía su alma con un demonio. Había rumores en el Clan de la Sombra de que la daimyo mantenía su posición principalmente porque nadie se atrevía a desafiarla, y a la mascota oni que podía azuzar en cualquier momento.
Pero incluso esto era sólo parcialmente cierto. La verdadera historia entre Kage Hanshou y Hakaimono era más larga y mucho más siniestra de lo que nadie podría imaginar.
—No —dije a Yumeko—. Esto no es exactamente lo que la dama Hanshou esperaba. Y ahora que ustedes fallaron en contener a Hakaimono y no encontraron el pergamino para ella, tal vez enviará a alguien para matarlos a todos.
—Perdóname, Kage-san, pero me temo que debo hacer una pregunta —el noble Taiyo me dirigió una mirada solemne—. Técnicamente, todavía eres parte de los Kage. Tu daimyo te envió a buscar el pergamino para ella, ¿cierto? ¿Qué harás si esa orden sigue en pie o si ella te ordena que no dejes testigos? ¿Nos matarás a todos para recuperar el pergamino del Dragón?
Sentí que Yumeko se ponía rígida a mi lado.
—Yo… dejé de ser parte del Clan de la Sombra en el momento en que Hakaimono tomó el control —respondí.
Era un argumento realista. Yo había sido parte de los Kage toda mi vida. Desde el comienzo del Imperio, la expectativa había sido servir al clan y a la familia de manera resuelta, sin dudar, durante el tiempo que durara la vida. Les debía a los Kage mi lealtad, mi obediencia, mi existencia incluso. Si ellos me hubieran dado la orden de enfrentar solo a mil demonios yo habría obedecido —y muerto— sin dudarlo, como lo haría todo samurái. Pero ahora, yo era un huérfano. No tenía clan, familia o señor. Como ese ronin que vagaba por el Imperio, deshonrado y perdido, excepto que yo era algo aún peor.
—Mi lealtad a los Kage no entrará en duda —le aseguré al noble, que todavía parecía preocupado—. La dama Hanshou no correría el riesgo de tener tratos con un oni, al menos no públicamente. Y no tengo intención de volver con los Kage. No hasta que encuentre al Maestro de los Demonios y lo haga pagar su traición.
Las últimas palabras surgieron como un rugido áspero, y una rabia hosca cobró vida desde el interior. Yo era algo antinatural y demoniaco, expulsado de mi clan, y mi existencia terminaría bajo el filo de los Kage o ante mi propia espada, pero mataría a Genno antes de abandonar este mundo. El Maestro de los Demonios no escaparía de mi venganza. Lo rastrearía y lo destrozaría, y él moriría suplicando por misericordia cuando yo enviara su alma de regreso a Jigoku, al lugar donde pertenece.
—Tatsumi —dijo Yumeko en voz baja mientras el resto del círculo se quedaba en silencio—. Tus ojos están brillando.
Parpadeé y me sacudí, luego eché un vistazo alrededor, a los demás, que se veían sombríos. El noble Taiyo había llevado la mano a la empuñadura de su espada y el ronin se había acomodado en una posición que le permitiría aprestar su arco. La doncella del santuario había estirado una mano hacia la manga de su haori, y su perro se erizaba y me mostraba los dientes. Respiré lentamente y sentí cómo la rabia en mí retrocedía. La tensión alrededor del fuego disminuyó un poco, aunque todavía flotaba en el aire, frágil e incómoda.
—Bueno, no dormiré esta noche —anunció el ronin con forzada voz alegre. Buscó en su saco, extrajo un cuenco simple y vació un par de dados en su palma abierta—. ¿Jugamos cho-han? No es complicado y ayudará a pasar el tiempo.
La doncella del santuario frunció el ceño.
—¿El cho-han no es un juego de apuestas?
—Sólo si hay apuestas de por medio.
Me puse en pie y todos levantaron bruscamente la mirada hacia mí.
—Montaré vigilancia esta noche —dije. Era un largo camino hasta la costa, y Genno estaba muy por delante de nosotros. Si eliminar mi presencia les permitía dormir, incluso durante un par de horas, tanto mejor—. Prosigan con normalidad. Estaré afuera.
—Espera, Tatsumi —Yumeko también comenzó a levantarse—. Te acompaño.
—No —gruñí, y ella parpadeó y echó sus orejas atrás—. Quédate aquí —le dije—. No me sigas, Yumeko. Yo no…
No quiero que estés sola con un demonio. No sé si puedo confiar en que no te lastimaré.
—No necesito tu ayuda —terminé con voz fría cuando un destello de confusión cruzó su rostro. Ella había hecho tanto y había llegado tan lejos… pero sería mejor que aprendiera a odiarme. Podía sentir la oscuridad dentro de mí, una masa turbulenta de rabia y ferocidad, esperando ser desatada. Lo último que quería era poner en peligro a la chica que había rescatado mi alma.
Cuando salí de la cueva hacia la cálida noche de verano, percibí la más leve ondulación en la oscuridad y los cabellos de mi nuca se erizaron. Por puro instinto, me doblé hacia un lado. Sentí un cambio en el aire cuando algo pasó rozando mi cara y golpeó con un ruido sordo el árbol a mis espaldas. No necesitaba verlo para saber de qué se trataba: kunai, una daga arrojadiza de metal negro como la tinta y lo suficientemente afilada para cortar las alas de una libélula en pleno vuelo. Sentí la sangre gotear desde una delgada herida en mi mejilla, y la molestia estalló en llamas, convertida en ira inmediata.
Eché un vistazo a las copas de los árboles y vislumbré un destello de movimiento, un manchón sin rasgos que retrocedía hacia la oscuridad. Entrecerré los ojos. Un shinobi de los Kage, pensando que podría asesinarme desde las sombras. O tal vez con la intención de llevarme a una emboscada. Conocía a mi clan. Si no me ocupaba de esto ahora, vendrían más shinobi, como hormigas pululando sobre una cigarra muerta, y nuestras noches serían siempre acosadas por las sombras.
Curvé mi labio en un gruñido y salté a la oscuridad detrás del que había sido un compañero de clan.
Lo perseguí durante más tiempo del que pensé que necesitaría. Seguí su olor, el susurro de las ramas que se sacudían delante de mí. Se movía rápido, saltaba a través de las ramas de los árboles con la gracia de un mono y apenas hacía ruido mientras brincaba de rama en rama. En el suelo, me costaba mucho mantener el ritmo, así que después de unos minutos de esquivar arbustos y abrirme paso a través de la maleza, salté de un tronco caído y me precipité hacia las ramas detrás de él.
Un trío de kunai llegó hasta mi cara, con sus breves destellos de metal oscuro en la noche. Me agaché, pero uno rozó mi hombro al pasar y luego se perdió con un susurro entre las hojas. Gruñí, levanté la mirada y distinguí una figura vestida de negro que esperaba en otra rama, y una kusarigama —una pesada cadena con una hoz kama unida al final— girando en una mano.
Desenvainé a Kamigoroshi en una llamarada de luz púrpura y me acomodé frente al shinobi. Por el más breve de los instantes, sentí una punzada de renuencia, de arrepentimiento, por tener que matar a quien había sido un compañero. Pero los Kage no cederían, y había jurado evitar que el Maestro de los Demonios convocara al Dragón. No podía permitir que ellos me mataran ahora.
El shinobi me esperaba y su kusarigama relampagueaba mientras la hacía girar en un círculo experto. Era un arma mortal, más peligrosa a larga distancia; la cadena se usaba para enredar y desarmar al enemigo, mientras la hoz kama asestaba el golpe final. Las había visto en acción, pero nunca me había enfrentado a una. Tenían el estigma de ser armas campesinas, algo que los granjeros, monjes y asesinos usarían, pero no los samuráis. Por supuesto, el shinobi de los Kage no compartía ese noble prejuicio.
Estreché la mirada hacia el guerrero que estaba frente a mí.
—¿Sólo tú, entonces? —pregunté en voz baja. Algo iba mal. A menudo, los shinobi de los Kage eran operadores solitarios que se infiltraban en silencio en una casa o campamento a fin de asesinar a un objetivo o robar información importante. Sin embargo, en misiones extremadamente arriesgadas o peligrosas, se enviaba a un batallón completo, una tropa entera de espías y asesinos altamente entrenados, para asegurarse de que el trabajo fuera hecho. Rastrear al asesino de demonios más famoso en toda la historia del Clan de la Sombra sin duda calificaría como “peligroso”. Era claro que no habrían enviado a un solo Kage para hacer el trabajo…
Me di la vuelta, aferrado a Kamigoroshi, y golpeé un par de kunai en el aire. Un segundo shinobi había aparecido en una rama detrás de mí y esgrimió un par de hoces kama cuando me volví hacia él. Al mismo tiempo, sentí el mordisco frío del metal cuando una cadena se desenrolló y envolvió mi brazo de ataque. El primer shinobi jaló la cadena, tirando mi brazo hacia atrás, mientras su compañero saltaba hacia mí con las dos kama en alto.
Curvé un labio y le di un tirón feroz a mi brazo. El shinobi en el otro extremo de la cadena se levantó bruscamente con la sacudida, voló por el aire y chocó con el segundo atacante. Ambos cayeron hacia el piso del bosque, pero el primer shinobi logró aferrarse al kusarigama y quedó colgado de la cadena como un pez aturdido. Su compañero no tuvo tanta suerte, golpeó el suelo en un ángulo letal y el terrible chasquido de sus huesos rasgó la noche. Se retorció una vez, con las extremidades flácidas, y luego se quedó inmóvil.
Con la cadena del kusarigama todavía envuelta alrededor de mi muñeca, levanté al shinobi, lo agarré por el cuello y lo estrellé contra el tronco del árbol. Jadeó. Era el primer sonido que le escuchaba, y me quedé congelado: la voz que había emergido debajo de la capucha y la máscara definitivamente no era masculina.
Me estiré para rasgar su velo: jalé la capucha y la máscara a fin de revelar el rostro oculto. Los oscuros ojos familiares me miraron y mi estómago se retorció.
—¿Ayame?
La kunoichi me miró fijamente, con un desafío escrito en el rostro y una esquina de su labio contraída con desdén.
—Me sorprende que me hayas reconocido, Tatsumi-kun6 —dijo con esa voz sarcástica y penetrante—. ¿O debería llamarte “Hakaimono” ahora?
Sacudí la cabeza. Ayame era una de las mejores shinobi del clan y, hacía mucho tiempo, había sido una amiga. Mi mejor amiga, quizá. Después de que fuera elegido para convertirme en el nuevo asesino de demonios, el majutsushi me había separado y me había hecho entrenar en un entorno aislado, lejos de mis compañeros shinobi y de cualquier otro de mi edad. A medida que pasaron los años, Ayame y yo nos habíamos distanciado, y después de convertirme en el asesino de demonios, nos veíamos escasamente. Pero todavía tenía algunos recuerdos de ese breve tiempo anterior, algunos recuerdos que ni siquiera el duro entrenamiento de asesino de demonios había podido nublar. Ayame siempre había sido impaciente, desafiante y absolutamente intrépida. Me dolía el pecho al pensarla mi enemiga ahora, una a quien muy probablemente tendría que eliminar.
—Te enviaron por mí —dije—. ¿Fue una orden de la dama Hanshou?
Sus ojos oscuros parpadearon y la esquina de su boca se curvó aún más.
—Ya deberías saberlo, Tatsumi-kun —dijo en voz baja—. Un shinobi nunca revela sus secretos, ni siquiera a un demonio. En particular, no a un demonio —por un breve instante, una sombra de lástima cruzó su rostro, un indicio del arrepentimiento que me estaba devorando desde las entrañas—. Kamis misericordiosos, en verdad te has convertido en un monstruo, ¿no es así? —murmuró—. Entonces, ésta es la razón por la cual los nobles Kage están aterrorizados por Kamigoroshi. Yo creí que tú, de entre todas las personas, eras demasiado fuerte para caer ante Hakaimono.
Sus palabras no deberían haber herido, pero las sentí como si hubiera clavado la hoja de una espada tanto debajo de mi piel. Y al mismo tiempo, sentí una oscuridad desarrollándose en mi interior que me instaba a matarla, a que aplastara su garganta entre mis manos. Pude ver mi reflejo en sus ojos oscuros; los alfilerazos al rojo vivo de mi propia mirada en su mirada. En las puntas de mis dedos habían crecido unas garras negras curvas que se clavaban en su piel.
—No quiero matarte —dije en un susurro, y escuché la disculpa en mi voz. Porque los dos sabíamos que la muerte era el único final de este enfrentamiento. Un shinobi nunca se rendía. Si la dejaba ir, ella regresaría con refuerzos, y la vida de Yumeko y los demás estaría en riesgo.
Una sonrisa triste y triunfante cruzó el rostro de Ayame.
—No lo harás —dijo—. No te preocupes, Tatsumi-kun. Mi misión ya se ha cumplido.
Su mandíbula se movió, como si estuviera masticando algo, y percibí el indicio de un aroma dulce y escalofriante que hizo que mi estómago se revolviera.
—¡No! —apreté su garganta, empujando a la kunoichi de vuelta contra el tronco, tratando de evitar que tragara, pero ya era demasiado tarde.
La cabeza de Ayame rodó hacia atrás, y comenzó a convulsionarse. Sus extremidades se retorcieron en espasmos frenéticos y descontrolados. Sus labios se separaron y una espuma blanca salió burbujeando, se derramó por su barbilla y bajó por el cuello de su uniforme. Observé impotente, con dolor, enojo y un doloroso nudo en mi garganta, hasta que los espasmos finalmente cesaron, y ella se desplomó sin vida en mis brazos, víctima de las lágrimas de loto de sangre, uno de los venenos más potentes que el clan tenía a su disposición. Unas cuantas gotas te mataban al instante, y todos los shinobi llevaban un diminuto y frágil frasco consigo, accesible incluso si sus manos estuvieran sujetas. Las lágrimas de loto de sangre aseguraban que un shinobi de los Kage nunca revelara sus secretos.
Aturdido, bajé a la kunoichi a la rama, la recosté con suavidad contra el tronco y acomodé sus manos sobre su regazo. Ayame tenía la mirada al frente, con sus oscuros ojos fijos y ciegos, la expresión floja. Un hilo blanco todavía corría desde una esquina de sus labios. Lo limpié con un paño y cerré sus ojos para que pareciera que estaba durmiendo. Entonces llegó hasta mí un recuerdo: la imagen de una niña dormitando en las ramas de un árbol, escondiéndose de sus instructores. Estaba tan molesta cuando le dije que debíamos volver que amenazó con poner un ciempiés en mi saco de dormir si le decía a nuestro sensei dónde había estado.
—Lo siento —le dije en voz baja—. Perdóname, Ayame. Ojalá no fuera ésta nuestra circunstancia.
“En verdad te has convertido en un monstruo, ¿no es así?”
Incliné la cabeza. Mi antigua hermana de clan tenía razón: yo era un demonio ahora. Mi verdadera naturaleza era matar y destruir. No había lugar para mí en el Imperio, no había lugar para mí entre los nobles clanes o mi familia, y ciertamente no tendría lugar al lado de una hermosa e ingenua chica zorro que parecía tontamente impávida ante el hecho de que yo pudiera destrozarla sin miramientos.
Una brisa agitó las ramas de los árboles, y suspiré mientras pasaba una mano por mi rostro. ¿Por qué la dama Hanshou había enviado sólo a dos shinobi para enfrentarme? Ayame era una de las mejores guerreras del Clan de la Sombra y estaba directamente bajo las órdenes de Maestro Ichiro, el instructor principal de los shinobi de los Kage; sólo la daimyo podría haber ordenado tal misión, pero la dama Hanshou sabía, mejor que nadie, que un par de shinobi no tendría ninguna posibilidad contra un demonio. Y sin embargo, Ayame había dicho que su misión ya se había cumplido…
Me enderecé alarmado. La dama Hanshou sabía que dos shinobi no podrían vencerme, ése nunca había sido el objetivo. La misión de Ayame no era matarme, sino fungir de distracción. Una artimaña para alejarme de Yumeko y los demás, de manera que se quedaran solos en una cueva oscura…
Con un gruñido, di media vuelta y corrí de regreso a través de los árboles, maldiciendo mi estupidez y esperando que no fuera demasiado tarde.
03 El sufijo -san expresa cortesía y respeto, es el honorífico más común, y se utiliza tanto en hombres como en mujeres.
04 Al tratarse de un noble, realeza, puede usarse además la partícula “no” que significa “de”, para referirse a la pertenencia a una renombrada familia.
05 El sufijo -sama es más formal que -san. Se utiliza para personas de una posición muy superior (como un monarca o un gran maestro) o alguien a quien se admira mucho.
06 El sufijo -kun es un honorífico utilizado generalmente en hombres, y se refiere a una persona de menor edad o posición. También lo utilizan los jóvenes entre sí como una expresión de cercanía y afecto.