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ALDEA DE MALDICIONES
TATSUMI
Olí la muerte en el viento antes de que llegáramos a la costa.
Desde las estribaciones de las Montañas Lomodragón, nos había tomado varios días llegar a Umi Sabishi Mura, una aldea pesquera de tamaño mediano al borde del mar Kaihaku. No había habido más ataques de los shinobi del Clan de la Sombra, aunque debido a mi… apariencia, tuvimos que evitar las muchas aldeas y asentamientos que encontramos en nuestro viaje hasta el borde del Imperio. El territorio del Clan del Agua era exuberante y fértil, lleno de lagos, arroyos, ríos y colinas, y la familia gobernante, los Mizu, era conocida por su naturaleza pacífica. Eran sanadores y cuidadores, expertos en el arte de la negociación diplomática, y era sabido que incluso el emperador le había pedido al Clan del Agua que sosegara los ánimos agitados o tranquilizara a algún general ultrajado del Clan del Fuego. Pero ni siquiera los Mizu tolerarían que un demonio caminara libremente por sus territorios y, aunque no eran propiamente militaristas, sí eran el segundo clan más grande del Imperio.
Si descubrían mi presencia, o si creían que Hakaimono había cruzado sus fronteras y que representaba una amenaza para su gente, tener a toda la familia Mizu detrás de nosotros haría que nuestra búsqueda se volviera casi imposible.
Así que viajamos a pie y dormimos a la intemperie, o en cuevas o edificios abandonados. La mayoría de las veces nuestro campamento era una hoguera bajo las ramas de los árboles en el bosque, o en un área al lado de un riachuelo o arroyo. Avanzamos lento, evitando las principales ciudades y senderos, y nadie dormía mucho, ya que la promesa de shinobi acechando entre los árboles y las sombras hacían difícil que nos relajáramos. En algún momento, el ronin sugirió que tal vez podríamos “tomar prestados” algunos caballos de cualquiera de las aldeas circundantes —después de todo, “era para el bien del Imperio”—, pero ni el noble Taiyo ni la doncella del santuario respaldarían el hurto de algo que no fuese estrictamente necesario. Además, los animales ahora tenían una reacción violenta ante mi presencia. Lo descubrimos cuando tratamos de obtener peaje con un comerciante de sake en el camino: sus bueyes casi nos pisotearon cuando percibieron mi olor.
Entonces, ir a Umi Sabishi, ya fuera a caballo o en carreta, estaba fuera de discusión.
Por fin, después de días de viaje, las llanuras cubiertas de hierba terminaron en el borde de una costa rocosa, con acantilados irregulares que se sumergían en un mar gris hierro. Las gaviotas y las aves marinas giraban sobre nuestras cabezas, y sus gritos distantes resonaban en el viento. Las olas chocaban y formaban espuma contra las rocas, y el aire olía a sal y a algas.
—Sugoi —susurró Yumeko, con la voz maravillada por completo. Parada al borde del acantilado, con el viento sacudiendo su largo cabello y sus mangas, miró con ojos brillantes la interminable superficie de agua que se extendía ante ella—. ¿Éste es el océano? Nunca imaginé que sería tan grande —sus orejas de zorro, giradas hacia delante, revolotearon en el viento cuando echó un vistazo a sus espaldas—. ¿Hasta dónde llega?
—Más lejos de lo que puedas imaginar, Yumeko-san —contestó el noble, con una débil sonrisa—. Hay historias sobre una tierra en el otro lado, pero el viaje requiere muchos meses, y la mayoría de los que lo emprenden no regresan.
—¿Otra tierra? —los ojos de Yumeko brillaron—. ¿Cómo es?
—Nadie lo sabe, en realidad. Hace trescientos años, el emperador Taiyo no Yukimura prohibió viajar a esa orilla y cerró el Imperio a cualquier extraño. Temía que si los reinos extranjeros descubrieran nuestras tierras, invadirían nuestras costas y el Imperio se vería obligado a defenderse. Así que nos hemos mantenido ocultos, aislados y desconocidos para el resto del mundo.
—No entiendo —Yumeko ladeó la cabeza y su ceño se frunció levemente—. ¿Por qué el emperador teme tanto a los extraños?
—Porque, al parecer, el país lejano está lleno de bárbaros que se gruñen el uno al otro y usan el pelaje de las bestias para cubrirse —irrumpió el ronin, sonriendo a la doncella del santuario, que arrugó la nariz—. Algunos de ellos incluso tienen pezuñas y colas porque no sólo usan el pelaje de sus bestias, sino que también…
—No es necesario compartir esa información con ciertas personas presentes —dijo la miko en voz alta y firme—. Y ya nos hemos alejado bastante de nuestro objetivo original. Umi Sabishi no debería estar lejos de aquí, ¿cierto, Taiyo-san?
El noble, con el rostro cuidadosamente inexpresivo, asintió.
—Es correcto, Reika-san. Si continuamos hacia el sur por este camino, deberíamos llegar antes del anochecer.
—Bueno —la doncella del santuario le dirigió al ronin una mirada oscura antes de alejarse—. Entonces, vayamos allá cuanto antes… —murmuró, y su perro trotó detrás de ella—. Antes de que ciertos individuos groseros tengan un trágico accidente a la orilla del acantilado y se vean arrastrados al mar.
Continuamos por el camino mientras serpenteaba hacia el sur a lo largo de escarpados acantilados y extensos descensos hacia el océano. Por encima de nosotros, el cielo se tornó lentamente gris moteado, con truenos resonando lejanos sobre el mar. Después de un rato, los acantilados se fueron aplanando hasta convertirse en una costa rocosa con algunos árboles dispersos, retorcidos y doblados por el viento.
—Toma, Tatsumi —anunció Yumeko cuando una brisa repentina sacudió nuestro cabello y nuestras ropas. El aire se había vuelto pesado y cálido, mezclado con el olor a salmuera y la lluvia que se acercaba. La chica sostenía un sombrero de paja de ala ancha, del tipo que usan los granjeros en los campos, y me dedicó una sonrisa mientras me lo ofrecía—. Tal vez necesites esto.
Sacudí mi cabeza.
—Quédatelo. La lluvia no me molesta.
—No es real, Tatsumi —la sonrisa de Yumeko pareció levemente avergonzada cuando fruncí el ceño—. Es una ilusión, así que no evitará que la lluvia te golpee. Pero dado que pronto llegaremos a una aldea, pensé que sería mejor esconder tus… —su mirada se dirigió a mi frente y los cuernos que se enroscaban en medio de mi cabello—. Sólo para que la gente no se haga una idea equivocada. Okame-san dijo algo sobre antorchas y turbas enojadas, y eso suena desagradable.
Una esquina de mi boca se curvó.
—Supongo que deberíamos tratar de evitar algo semejante.
Me estiré para tomar el sombrero. Me sorprendió poder enrollar mis dedos alrededor del borde y sentir el áspero contorno de la paja en mi mano. No se sentía como una ilusión, aunque sabía que la magia kitsune manipularía a la persona para ver, escuchar e incluso sentir lo que en realidad no estaba. Si me concentraba en el sombrero, pensando que no era real, de pronto podía sentir el delgado borde de una caña en mi mano, el conducto al que Yumeko había anclado su magia.
Con una leve sonrisa, me puse el sombrero, que ocultó mis marcas demoniacas del resto del mundo, y asentí a la kitsune.
—Gracias.
Ella me devolvió la sonrisa, lo que causó una extraña sensación de torsión en la boca de mi estómago, y continuamos.
Al caer la noche, también lo hicieron las primeras gotas de lluvia, que aumentaron su incidencia hasta convertirse en un aguacero constante que empapó nuestra ropa y pintó de gris todo a nuestro alrededor. Como Yumeko había predicho, el sombrero no mantuvo mi cabeza seca. El agua de lluvia fría mojó mi cabello y corrió por mi espalda. Ver el borde del sombrero mientras la lluvia golpeaba mi rostro dejaba una sensación extraña.
—Creo que veo el pueblo —anunció el ronin. Se paró sobre una gran roca al costado del camino y miró hacia la tormenta con el océano detrás de él—. O al menos, veo un montón de formas borrosas que podrían ser un pueblo. Voy a decir que es un pueblo, porque estoy harto de esta lluvia —saltó de la roca y aterrizó en el camino fangoso, donde sacudió la cabeza como un perro—. Espero que tengan una posada decente. Por lo general no digo esto, pero creo que podría tomar un baño.
—Qué divertido —dijo la miko mientras avanzábamos por el camino hacia el grupo de formas oscuras a lo lejos—. Yo creo eso todo el tiempo.
—No sé por qué, Reika-chan —respondió el ronin, sonriendo—. Tú hueles bastante bien la mayor parte del tiempo.
Ella le arrojó un guijarro que él esquivó.
El camino continuó, pero se volvió más ancho y fangoso a medida que nos acercábamos a Umi Sabishi. Algunas granjas aisladas salpicaban las llanuras que rodeaban la villa, pero no se podía ver a nadie afuera o trabajando en los campos. Esto podría deberse a la lluvia, pero una sensación de inquietud comenzó a arrastrarse por mi espalda a medida que nos aproximábamos a la villa.
—Es curioso que no haya luces —reflexionó el noble Taiyo, sus agudos ojos se estrecharon mientras escudriñaba más allá del camino—. Incluso bajo la lluvia, deberíamos poder distinguir algunos destellos aquí y allá. Sé que Umi Sabishi está rodeada por un muro. Al menos habría esperado ver las luces de la caseta de vigilancia.
Una puerta de madera flanqueada por un par de torres de vigilancia marcaba la entrada del pueblo. La puerta estaba abierta y crujía suavemente bajo la lluvia. Ambas torres se encontraban vacías y oscuras.
El ronin silbó con suavidad mientras levantaba la vista para observarlas.
—Ésta no es una buena señal.
Mientras hablaba, el viento cambió y un nuevo aroma me detuvo en el medio del camino. Yumeko se volvió ante mi repentino alto, con los ojos inquisitivos mientras miraba hacia atrás.
—¿Tatsumi? ¿Hay algo mal?
—Sangre —murmuré, haciendo que el resto del grupo se detuviera también—. Puedo olerla más adelante —el aire estaba empapado de sangre, cargado con el aroma de la muerte y la descomposición—. Algo pasó. El pueblo no es seguro.
—Manténgase alerta, todos —advirtió la doncella del santuario, sacando un ofuda de su manga. A sus pies, su perro se erizó y mostró los dientes hacia la puerta, con los pelos del lomo completamente en punta—. No sabemos qué hay del otro lado, pero podemos suponer que no será placentero.
Miré a Yumeko.
—Mantente cerca —le dije en voz baja, y ella asintió. Al desenvainar a Kamigoroshi, la caseta del portero se bañó con una luz púrpura, y empujé la puerta de madera con la punta de la espada. La puerta gimió mientras se abría, hasta revelar la ciudad oscura y vacía más allá.
Atravesamos la puerta hacia Umi Sabishi. Los edificios de madera se alineaban en la calle. La mayoría eran estructuras simples, levantadas sobre gruesos postes a poca altura del suelo, erosionadas por décadas de aire marino y sal. Las piedras sobre los techos evitaban que éstos salieran volando en las tormentas, y había varios edificios inclinados ligeramente hacia la izquierda, como si estuvieran cansados del viento constante.
No había gente, ni viva ni muerta. No había cuerpos, miembros segmentados, ni siquiera manchas de sangre, aunque la ciudad mostraba signos de una terrible batalla: las puertas corredizas habían sido rasgadas, las paredes habían sido derribadas y muchos objetos yacían abandonados en sus calles. Un carro volcado, que había derramado su carga de cestas de pescado en el fango, se encontraba en el medio del camino, con las moscas zumbando alrededor. Una muñeca de paja yacía boca abajo en un charco, como si la dueña la hubiera dejado caer y no hubiera podido regresar por ella. Las calles, aunque saturadas de agua y convertidas en barro, habían sido destrozadas por el paso de docenas de pies presas del pánico.
—¿Qué pasó aquí? —murmuró el ronin, mirando alrededor con una flecha lista en su arco—. ¿Dónde está todo el mundo? No todos pueden estar muertos, habríamos visto al menos algunos cuerpos.
—Tal vez hubo algún tipo de catástrofe y todos huyeron del pueblo —reflexionó el noble, con la mano sobre la empuñadura de su espada mientras observaba las calles vacías.
—Eso no explica el estado de los edificios —dije, señalando con la cabeza un par de puertas de restaurante que habían sido partidas por la mitad: los marcos de bambú estaban rotos y el papel de arroz hecho trizas—. Este lugar fue atacado hace poco. Y algunos de esos atacantes no eran humanos.
—Entonces, ¿dónde están todos? —preguntó el ronin de nuevo—. ¿Este lugar fue atacado por un ejército de oni que se comieron a toda la gente del pueblo? No hay sangre, no hay cuerpos, nada. Uno pensaría que veríamos alguna señal de lo que pasó.
El noble miró a su alrededor. Aunque su voz era tranquila, la mano apoyada en la empuñadura de su espada delataba su inquietud:
—¿Deberíamos seguir adelante o dar marcha atrás?
Miré a los demás.
—Adelante —dijo la doncella del santuario después de un momento—. Todavía necesitaremos un transporte si queremos llegar a las islas del Clan de la Luna. Ciertamente, no podemos nadar hasta allá. Vayamos a los muelles. Tal vez encontremos a alguien que esté dispuesto a llevarnos.
—Mmm, ¿Reika ojou-san? —la voz de Yumeko, cautelosa y de pronto tensa, llamó nuestra atención—. Chu está… creo que él está intentando decirnos algo.
Miramos al guardián de la doncella del santuario y mis instintos se erizaron. El perro se había puesto rígido mientras miraba detrás de nosotros, con los ojos férreos y la cola levantada. Sus pelos estaban en punta, sus labios se curvaron hacia atrás para revelar los dientes, y un gruñido áspero emergió de su garganta.
Miré a la calle. Un cuerpo, borroso e indistinto, se arrastraba hacia nosotros a través de la lluvia. Se movía con paso torpe y tambaleante, vacilante e inestable, como si estuviera borracho. A medida que se acercaba y el gruñido de Chu se hacía más fuerte, se convirtió en una mujer vestida con una harapienta túnica de comerciante y un par de tijeras aferradas en una mano. Una máscara blanca y sonriente cubría su rostro, del tipo que se usa en las representaciones del teatro nou, y tropezaba descalza a través del barro, balanceándose de manera errática, pero firme detrás de nosotros.
Fue entonces cuando me percaté del extremo roto de una lanza clavada por completo en su cintura, que había manchado un extremo de su túnica de rojo oscuro. Una herida absolutamente fatal, pero que no parecía dolerle o retrasarla en lo absoluto.
Porque no está viva, pensé, justo cuando la mujer muerta levantó su rostro enmascarado… y de pronto aceleró el paso y se apresuró hacia nosotros como una marioneta poseída, tijeras en alto.
Los gruñidos de Chu estallaron en rugidos. El ronin soltó una maldición y disparó su flecha, que voló de manera infalible hacia el frente y golpeó a la mujer en el pecho. Ella se tambaleó un poco, resbaló en el barro y siguió moviéndose, dejando escapar un grito sobrenatural mientras avanzaba.
La espada del noble chirrió al ser liberada, pero yo ya me estaba moviendo con Kamigoroshi en mano cuando el cadáver se abalanzó sobre mí con un gemido. Arremetí, esquivando las tijeras que intentaban apuñalarme, y corté el pálido cuello blanco de la mujer. Su cabeza rodó hacia atrás mientras su cuerpo siguió avanzando algunos pasos, llevado por el impulso, y luego se derrumbó en el barro.
Un hedor que quemaba la nariz surgió del cuerpo retorcido, el olor a magia de sangre, podredumbre y descomposición, pero ningún fluido brotó desde el agujero donde había estado la cabeza de la mujer. Toda la sangre en su cuerpo ya había sido drenada.
Yumeko se llevó las manos a la boca y la nariz, como si estuviera luchando contra el instinto de vomitar. Incluso la doncella del santuario y el ronin parecían un poco enfermos mientras miraban el cuerpo aún retorciéndose. El silencio cayó, pero a través de la lluvia pude sentir el movimiento a nuestro alrededor, innumerables ojos girando en nuestra dirección.
—No se queden aquí —espeté, volviéndome hacia el grupo—. ¡Necesitamos mantenernos en movimiento! Un mago de sangre no habrá levantado sólo a un cadáver. Quizá toda la ciudad es…
Un ruido de la casa de té al otro lado de la calle me interrumpió. Figuras pálidas y sonrientes estaban emergiendo de su oscuro interior, se tambaleaban al cruzar por las puertas y se arrastraban a través de los agujeros en las paredes. Todavía más tropezaban al salir de los edificios que ya habíamos pasado, o se tambaleaban desde los callejones entre las estructuras, y daban tumbos en el camino. El olor a muerte y magia de sangre se elevó en el aire húmedo, cuando la horda de muertos sonrientes se volvió hacia nosotros, con ojos ciegos y huecos, y comenzó a deambular en la calle.
Escapamos hacia lo más profundo de Umi Sabishi, mientras los gritos y lamentos de los muertos vivientes resonaban a nuestro alrededor. Sonriendo, los cadáveres enmascarados se arrastraban hacia el camino, se estiraban hacia nosotros con dedos codiciosos o intentando golpearnos con armas rudimentarias. El noble y yo abrimos el paso. El Taiyo atacaba a los muertos que se acercaban demasiado, cortando brazos y cabezas con precisión mortal. Chu, transformado en su enorme forma de guardián, arrasaba con todo alrededor de nosotros en un manchón rojo y dorado que aplastaba los cuerpos en su camino o los echaba a un lado. Las flechas del ronin no ayudaban mucho, dado que los no muertos ignoraban las heridas que deberían ser fatales y seguían detrás de nosotros, a menos que los decapitaran o les quitaran las piernas. Pero él se mantenía disparando y ya fuera que los derribara o los hiciera tambalearse, eso nos daba al Taiyo y a mí más tiempo para aniquilarlos.
La magia de zorro de Yumeko llenó el aire a nuestro alrededor. Nunca atacó los cadáveres directamente, pero varias copias de los cuatro nos unimos a la refriega, lo que distrajo y desconcertó a los muertos vivientes, que no parecían distinguir la diferencia. Las ilusiones estallaban con pequeñas explosiones de humo cuando eran desgarradas, pero siempre aparecían más, y su presencia mantuvo a raya al enjambre, mientras nos abríamos paso a través de las calles.
—¡Samurái! ¡Por aquí!
A través del caos de la batalla y los gemidos de los muertos, creí escuchar una voz. Al levantar la mirada, vislumbré una casa de sake en la esquina de la calle, con paredes de madera y ventanas enrejadas que al parecer no habían sido tocadas por los muertos. Un sugidama, una gran esfera hecha de agujas de criptomeria, colgaba sobre la entrada, y su color marrón marchito indicaba que el sake preparado estaba listo para ser consumido. Una figura se asomó por la puerta y un brazo nos hizo señas frenéticamente. Si lográbamos llegar allí, podría ser un refugio de los cadáveres que deambulaban por la ciudad.
—¡Todo el mundo! —el noble echó un vistazo rápido al resto de nuestro grupo—. ¡Por acá! —llamó—. ¡Diríjanse a la casa de sake!
Más muertos se arrastraron desde puertas y ventanas vacías y, detrás de nosotros, un gran enjambre de cadáveres enmascarados y sonrientes se tambaleó hacia la calle.
—¡Kuso! —maldijo el ronin, ajustando otra flecha a la cuerda—. No hay fin para estos bastardos —comenzó a levantar el arco, pero la doncella del santuario le arrebató la flecha, y él volvió a maldecir, sorprendido.
—¿Qué…?
—Yumeko —la miko señaló el camino por donde habíamos venido—. Bloquea nuestro camino. Okame… —sacó un ofuda de su manga, enrolló el talismán en el cuerpo de la flecha y devolvió el proyectil al ronin—. Toma. Apúntale a uno en el centro. Todos los demás, miren hacia otro lado.
Yumeko dio media vuelta y levantó un muro de fuego fatuo azul y blanco para bloquear el final de la calle. Al mismo tiempo, el ronin levantó su arco, con el ofuda a lo largo de la flecha. Vi el kanji de “luz” escrito en el talismán de papel, justo cuando el ronin soltó la cuerda. Ésta voló infalible por el camino y golpeó el pecho de un cadáver que se arrastraba hacia nosotros, con una sombrilla rota aferrada a una mano pálida.
Una luz brillante estalló donde la flecha golpeó el cuerpo y lo arrojó, junto con todos los que estaban alrededor.
—¡Vamos! —gritó la doncella del santuario y salimos todos corriendo, esquivando a los muertos vivientes, hasta que llegamos a la casa de sake en la esquina.
El humano que yo había visto, un hombre más pequeño con una cara suave y redondeada y el fino ropaje de un comerciante, nos miró boquiabierto cuando entramos por la puerta.
—¡Samurái! —jadeó cuando cerré la pesada puerta de madera y el ronin empujó una viga a través de las manijas—. ¡Usted… usted no es de la familia Mizu! ¿Han venido de Yamasura? ¿Hay más de ustedes en el…?
Su mirada cayó de pronto sobre mí, y dejó escapar un pequeño grito, mientras tropezaba hacia atrás.
—¡Demonio!
—¡Callado, tonto! —la voz de la doncella del santuario cortó como un látigo—. A menos que quieras que los muertos de afuera golpeen la puerta.
De inmediato enmudeció, aunque su rostro estaba lívido cuando retrocedió, claramente dividido entre el miedo a los muertos de afuera y el demonio con quien compartía habitación. No tuve que mirarme para saber que la pelea había sacado a relucir las garras, los colmillos y los brillantes ojos rojos, y que las runas ardientes subían por mis brazos y mi cuello. Y si ese patético humano seguía mirándome, iba a mostrarle que tenía razones de sobra para sentir miedo.
Me contuve con un escalofrío. El salvajismo aún bombeaba por mis venas, el deseo de destrozar todo lo que estuviera en mi contra. Tomé una furtiva respiración profunda e intenté calmar la rabia, forzándola de nuevo por debajo de la superficie. Sentí cómo desaparecían las garras y los colmillos, y los tatuajes brillantes se desvanecieron, pero la sed de sangre seguía allí. Y sólo se necesitaría un pequeño empujón para que estallara de nuevo en violencia.
Yumeko dio un paso adelante, con las manos levantadas de una manera tranquilizadora mientras la asustada mirada del hombre se dirigía a ella.
—Todo está bien —le dijo—. No vamos a lastimarlo. Queremos ayudar.
—¿Quién… quiénes son? —preguntó en un susurro el comerciante. Su mirada se agitó sobre todos nosotros, en un recorrido amplio y aterrorizado. Chu se había vuelto a convertir en un perro normal, y las características kitsune de Yumeko eran invisibles para la mayoría, pero entre la explosión de luz del ofuda de la doncella del santuario, el fuego fatuo de Yumeko y un mítico guardián komainu gruñendo alrededor, no habíamos sido sutiles—. ¿Han venido a salvarnos? —continuó el hombre, y una mirada desconcertada cruzó su rostro por un momento—. Pensé que… ustedes serían más.
Un gemido justo afuera de la puerta nos hizo callar a todos. El comerciante volvió su cara blanca hacia la entrada y luego nos hizo señas para que nos adentráramos. Rápido pero en silencio, nos dirigimos hacia el interior de la casa de sake, lejos de la puerta y de los muertos que se arrastraban más allá. Adentro, surgió más gente, que miraba desde las esquinas y detrás de paneles fusuma decorados. Varios hombres y algunas mujeres y niños nos miraron con ojos esperanzados y temerosos. Me quedé atrás, manteniéndome en las sombras, mientras la miko y los demás avanzaban al frente. Lo último que necesitábamos era que alguien entrara en pánico y alertara a los muertos que deambulaban afuera.
Sentí una presencia detrás de mí, y Yumeko me tocó el codo con suavidad. El contacto envió un escalofrío a lo largo de mi brazo. En silencio, presionó un sombrero de paja en mis dedos y continuó hacia la habitación. Su mano tembló cuando tocó la mía, ya fuera por miedo, adrenalina o algo más, no estaba seguro, pero hizo que mi estómago se retorciera en respuesta. Me puse el sombrero de manera que cubriera los cuernos, y la seguí a la habitación.
La doncella del santuario dio un paso adelante, para quedar frente a los extraños que habían salido al espacio abierto, y su presencia pareció calmarlos un poco.
—No tengan miedo —anunció, su voz tranquila y firme aliviaba la tensión—. Somos simples viajeros que vinieron a buscar pasaje en un barco. ¿Pueden decirnos qué pasó aquí?
Hubo un momento de vacilación, y luego una mujer dio un paso al frente, con una niña pequeña aferrada a su kimono.
—Vinieron de la oscuridad —susurró la mujer—. Anoche, los muertos invadieron las calles y comenzaron a llevarse a todos. Los que caían se levantaban de nuevo como cadáveres y se unían a la masacre. No tuvimos oportunidad. El pueblo fue infestado en una noche.
—¿Dónde estaban los samuráis? —preguntó el noble—. Umi Sabishi no estaría indefenso. Seguramente había guardias, guerreros que podían proteger la ciudad.
—No lo sabemos —dijo otro hombre—. Todo era un caos. Pero hay quienes afirman haber visto cadáveres con espadas deambulando por la ciudad, por lo que sólo podemos suponer que la mayoría de los samuráis cayeron en el primer ataque.
—¿Hay más supervivientes?
—Dos hombres estuvieron aquí más temprano —dijo la mujer—. Pero se marcharon. Dijeron que debían llegar a su barco al final de los muelles. Pero… —tembló, con los ojos muy abiertos y aterrorizados— justo ahí es donde todos los muertos parecen haberse congregado. Como si fueran atraídos por el almacén que está junto al puerto. Si ustedes siguen ese camino, los harán pedazos.
—Oh, bueno, qué suerte tenemos —suspiró el ronin—. Los muelles son justo adonde tenemos que ir. Es como si alguien hubiera sabido que vendríamos aquí.
—Alguien lo sabía —le dije.
Todos los ojos se volvieron hacia mí. De pronto, me sentí agradecido por el sombrero de ala ancha que ocultaba lo que me señalaba como demonio, incluso si era una ilusión.
—¿Crees que Genno esté aquí, Tatsumi? —preguntó Yumeko.
Sacudí la cabeza.
—Ya no. Pero sabe que sobrevivimos a la masacre en el templo. Y sabe que iremos a las islas del Clan de la Luna para detenerlo. Está tratando de retrasarnos o evitar que sigamos. Éste es el lugar más probable adonde vendríamos para buscar transporte.
—Entonces, esto es por nosotros —dijo Yumeko en voz baja.
—No —la doncella del santuario frunció el ceño y siguió con voz firme—: Esto es porque Genno es un demente sin respeto por la vida humana. Una razón más por la que debe ser detenido —echó un vistazo hacia la entrada y su oscura mirada se entrecerró—. Necesitamos llegar a los muelles. Tal vez todavía haya un barco que pueda llevarnos a las islas Tsuki.
—¿Se irán? —la mujer con la niña se movió hacia delante, su voz y sus ojos desesperados—. No, por favor, ¡no pueden dejarnos así! Nosotros no somos guerreros. Los muertos nos matarán a todos si nos encuentran aquí. Deben ayudarnos.
—Lo lamento —la miko sacudió la cabeza y añadió con voz comprensiva—: Pero sólo somos cinco y no tenemos tiempo. Rezaré a los kami por su seguridad, pero nosotros no podemos ofrecer ayuda.
—Tenemos que ayudarlos, Reika ojou-san.
Esto, por supuesto, provenía de Yumeko, quien se acercó a la doncella del santuario con expresión suplicante.
—Somos los responsables de este desastre —argumentó—. Genno desató este mal aquí para detenernos. No podemos abandonar a estas personas a su suerte.
—Yumeko —la voz de la miko ya no sonaba tan comprensiva cuando miró a la kitsune—. No podemos luchar contra un pueblo entero de muertos vivientes. Incluso si de alguna manera pudiéramos derrotarlos a todos, eso nos tomaría demasiado tiempo, y Genno ya tiene gran ventaja sobre nosotros.
—¿Qué pasaría si detenemos la fuente? —preguntó Yumeko, y me miró—. Esto es magia de sangre, ¿cierto? ¿Hay un hechizo o un talismán que esté causando que los muertos resuciten? ¿Podríamos terminar con la maldición de esa manera?
Una vez más, todos los ojos se volvieron hacia mí. Incómodo ante el escrutinio, me crucé de brazos.
—Esto es magia de sangre —confirmé—. Y con una maldición tan fuerte, el aquelarre tendría que estar cerca para mantener el hechizo activo. Elimina a los brujos, y el hechizo terminará. Los muertos volverán a estar muertos.
—Pero no sabemos dónde están los magos —dijo la doncella del santuario—. Podrían estar en cualquier parte de este pueblo.
—Sí —concedí—, pero la mayor concentración de magia de sangre es hacia dónde los muertos serán atraídos. Por lo tanto, el área repleta de cadáveres es donde los encontraremos.
—Los muelles —jadeó la campesina—. El almacén. Todos los muertos vienen de esa dirección. Los brujos deben estar allí. Por favor… —juntó las manos y nos miró con esperanza—. Por favor, ¿nos salvarán? Sálvennos de esta maldición. Se los ruego.
—Tenemos que ir allá de cualquier forma, Reika ojou-san —dijo Yumeko, negándose a perder el ánimo mientras la doncella del santuario la fulminaba con la mirada—. Tan sólo nos ocuparemos de un aquelarre de magos de sangre en el camino.
La miko dejó escapar un suspiro largo y exasperado.
—Supongo que no tenemos otra opción ahora —murmuró, y nos miró al resto—. Si todos los demás están de acuerdo…
—Por supuesto —confirmó el noble de inmediato—. Éstas no son mis tierras, pero lo que se ha hecho aquí es blasfemo y una afrenta al Imperio. La magia de sangre se castiga con la muerte, y aquéllos que se involucran en esa oscuridad pierden la vida. Con mucho gusto libraré al Imperio de tal maldad.
El ronin se encogió de hombros.
—Bueno, no tengo adónde más ir —dijo—. Luchar contra hordas de muertos parece una forma divertida de pasar una noche. A menos que votemos por quedarnos aquí para asegurarnos de que no se desperdicie el sake… ¿No? Bien, entonces iremos por los magos de sangre.
Yumeko me miró.
—¿Tatsumi?
—Estoy contigo, Yumeko —respondí simplemente—. Sólo apunta en qué dirección y me aseguraré de que mueran.
La doncella del santuario sacudió la cabeza y luego se volvió hacia los campesinos.
—¿Tal vez hay una puerta trasera por la que podamos colarnos? —preguntó—. ¿Para evitar atraer la atención de los muertos afuera?
Algunos de ellos asintieron.
—Por aquí —dijo la mujer, y nos condujo a través de la casa de sake hasta una puerta al final de un almacén—. Esto conduce al callejón entre la casa de sake y el restaurante de al lado —nos dijo en voz baja—. Desde aquí, los muelles están al oeste, y el almacén se encuentra en el extremo sur del muelle. Tengan cuidado.
—Haremos todo lo posible —dijo Yumeko.
La mujer agarró la manga de Yumeko.
—Gracias —susurró—. Gracias. Que los kami los protejan a todos.
Ella se alejó con rapidez y nos dejó solos en la oscura habitación. La miko dejó escapar otro suspiro.
—Bueno —dijo en voz baja, mirándonos—, ¿alguna idea de cómo vamos a pasar entre un ejército de muertos resucitados?
—¿Cortando un camino justo a través de ellos? —sugerí.
—Eso no es muy sutil, Kage-san —la doncella del santuario frunció el ceño—. Y no sabemos a cuántos tendremos que enfrentar. Podría haber cientos allá afuera, tal vez miles. Dejaríamos que los magos de sangre supieran exactamente dónde estamos.
—No veo otra manera —la mandíbula de la miko se tensó y me encogí de hombros—. A menos que quieras que vaya yo solo. Puedo pasar entre ellos sin ser visto, dirigirme al almacén y enfrentarme a los magos.
—No —de inmediato, el noble sacudió la cabeza—. Nadie aquí pelea solo, Kage-san. No es que dude de tus habilidades, pero no podemos perderte. Ésta es nuestra guerra. La pelearemos juntos.
—Bien —el ronin echó los hombros hacia atrás—. Entonces, aplicaremos la vieja patada en la puerta para matar todo aquello que se acerque, ¿cierto? Parece ser nuestro método favorito. No estoy seguro de cuántas cosas muertas puedo matar con un puñado de flechas, pero al menos seré un objetivo jugoso.
—Aguarden —llegó la voz de Yumeko, y una onda de magia de zorro se elevó por el aire. Se volvió y se llevó algo a la cara: una máscara pálida y sonriente que parecía brillar en la oscuridad—. Tengo una idea.