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CAPÍTULO 3


Una visita inesperada

Después de tomarse un respiro ya en soledad, Vara emprendió su camino con un ímpetu renovado. Al principio, el sendero continuaba siendo casi llano y bordeado de una vegetación de ribera en la que destacaban los chopos y sauces de diversas razas, pero tampoco faltaban pequeños ejemplares de aliso, abedul, fresno y algunos cerezos probablemente asilvestrados, pues no era planta muy frecuente en estas latitudes.

Cuando hubo caminado un buen trecho, Vara sintió la necesidad de hacer un alto en el camino, pues el sol comenzaba ya a calentar en exceso y la vegetación cambiaba de manera radical a medida que avanzaba hacia el oeste en su decidido periplo. ¿Periplo?, bueno, podría llamarse así, aunque ella no tenía una intención inmediata de regreso. Echaba de menos a sus padres, claro, pero no en la medida en que un humano echaría en falta a los suyos, pues un año en la vida de un reptil no puede ser comparado a un año de una persona.

Los pastos persistentes de ciertas gramíneas y la frecuencia masiva de otras plantas anuales tempranas como algunas crucíferas y cardos, comenzaban a enmarañar el camino que tendía rápidamente a desaparecer en medio de una vegetación arbustiva, escasamente elevada y casi siempre espinosa. Solo algunas matas de boj diseminadas, de escaso desarrollo, le permitían todavía asociar el paisaje al pequeño entorno de su hogar, de ese hogar que le parecía tan lejano en el que unos padres temerosos sufrirían, sin duda, por los inciertos avatares de su única hija.

Vara se refugió bajo una mata de romero que le ofrecía un grato perfume a la vez que una sombra densa y segura para hacerla casi invisible a los ojos de los posibles grandes depredadores de la zona. Una nube inicial de mosquitos, en parte proveniente del voluminoso porte de un cardo cercano, le proporcionó un aperitivo sabroso, aunque escaso, que fue completado con algunas larvas del suelo, algo más contundentes.

Después de esta modesta comida, Vara se enroscó con el fin de disfrutar de una breve pero placentera siesta. Soñó que se hallaba en un lugar remoto, rodeada de inmensos peligros, de grandes y coloridos animales que intentaban por todos los medios hacerla salir de su escondrijo, probablemente para devorarla. De repente, un ruido próximo, la devolvió a la realidad. Un animal para ella extraño, un conejo de monte, se acercó hasta la atemorizada serpientita que no salía de su asombro al ver una enorme cabeza bigotuda meterse casi dentro de su improvisado refugio.

—¡Oh!, ¿quién eres tú? —le preguntó Vara entre la curiosidad y el temor pues, aunque su visitante no mostrase señal alguna de agresividad, sus movimientos nerviosos y el tamaño considerable de su cabeza le hacía presagiar lo peor.

—Soy un conejo —respondió el inesperado visitante, especie muy frecuente por aquí y perseguida por los hombres, porque dicen que dañamos sus cosechas.

—Pero no es cierto, ¿verdad? —interrogó la pequeña serpiente que pensó que el diálogo podría ser una buena herramienta para evitar un choque en el que tendría todas las de perder.

—Pues… verás..., en cierto modo lo es… —respondió balbuceando el conejo que se sentía un tanto avergonzado y no del todo exento de culpabilidad—. Hemos de criar a nuestros pequeños, nuestras proles suelen ser generosas y frecuentes, pero en la naturaleza todo ha de tener su equilibrio —se defendió, un tanto desilusionado, el conejo de campo, que no esperaba un interrogatorio tan directo de un ser tan minúsculo.

—No importa, también evitaréis que el campo se llene de bichos que no dañan las cosechas menos que vosotros —respondió la joven Vara a modo de excusa por su sospechada agresividad verbal.

—Pues..., quizás..., algún insecto puede que..., pero realmente los conejos somos vegetarianos.

—¡Vaya! —respondió aliviada la serpientita—, yo también soy vegetariana. Bueno... yo también me alimento de jóvenes tallos cubiertos de piojos o pulgones...

—¡Tal vez seamos de la misma especie...! —vaciló el conejo que no tenía muy claro eso de las formas biológicas.

—¡Tal vez! —respondió la pequeña serpiente—, pues recuerdo haber visto a mis padres con una deformación que...

Aquí se detuvo su discurso, al tiempo que su rostro pasaba sin transición del azul verdoso al morado.

Pero el conejo, que no estaba demasiado acostumbrado a este tipo de encuentros con gente de una estirpe tan dispar, no prestó demasiada atención al color de su rostro y continuó:

—Si lo deseas, puedes venir a pasar la noche en mi madriguera, pues está muy cerca de aquí, a unos cuantos metros. Allí estarás protegida, no solo de otros animales carnívoros que abundan por la zona 18, sino también de los hombres, ese gran depredador que utiliza nuestras tierras pero que no nos permite disfrutar de sus cosechas...

El conejo se detuvo en seco sintiendo, de forma intuitiva, que ya había hablado más de lo deseable. Vara no sabía muy bien qué responder a esta oferta de auxilio, pero pensó que la situación de equívoco en la que se encontraba no podía generar nada bueno, por lo que, ya aliviada de su sonrojo, tuvo a bien responder:

—Gracias, hermano conejo, pero debo continuar mi viaje, una vez que haya descansado un poco en este improvisado refugio. Espero parecerme a ti algún día —le dijo, finalmente, a modo de sumisión—, ¡eres tan agradable y gentil!

—¡Como desees, colega! —respondió el conejo de modo tan amistoso como desenfadado, al tiempo que sacaba sus peludos y nerviosos bigotes del escaso reducto de la joven serpiente.

—¡Volveremos a vernos! —añadió la serpientita, a quien aquella despedida le había parecido un tanto abrupta.

Pero el conejo ya se había alejado con unos breves saltos decididos. Probablemente, una caterva de hijuelos hambrientos le esperaba en su madriguera, lo que le impedía prestarse a dilatadas cortesías. Vara, ya en soledad, continuó su descanso un breve espacio de tiempo y pensó que el mundo era realmente un lugar maravilloso, lleno de contrastes y seres desiguales donde los vegetarianos, ahora se ruborizó un tanto, constituían el grueso de sus moradores.

Por de pronto, todo parecía indicar que la bondad y la solidaridad eran los resortes que lo movían todo.

A las cinco de la tarde, cuando el sol estaba casi declinando en el horizonte, Vara reemprendió el viaje henchida de satisfacción por la visión del mundo que comenzaba a vislumbrar. Apenas una hora después, un roce involuntario con un erizón, especie de aulaga o aliaga rastrera abundantes en el lugar, desgarró su camisa y hubo de mudarse. Solo llevaba una de repuesto que, aunque apenas se ajustaba a su cuerpo, consiguió colocarse con paciencia y no poca habilidad. Al terminar, se sintió como un ser nuevo, como si una nueva luz y una renovada energía le hubieran invadido. Después prosiguió su camino con paso firme y seguro. Algún ser extraño, se cruzó rara vez en su camino, pero Vara no les prestaba ya una atención excesiva. Se sentía feliz, el mundo que la circundaba era ciertamente seguro y no había razón alguna para mostrar mayor preocupación. Bueno, tal vez los hombres... Y pensó un tanto dubitativa en esos seres de los que su padre le había hablado en más de una ocasión, aquellos que con escasa frecuencia recorrían gritando el prado de su hogar familiar, pero a los que ella, en su todavía corta y temerosa vida, no había tenido el placer de conocer de cerca. ¡Tampoco serán tan malos!, pensó, además, por lo que me ha informado el hermano conejo deben ser también vegetarianos, pues cultivan grandes campos de lechugas y zanahorias que no parecen desear compartir con los demás... Tal vez sean un poco egoístas, eso sí…, tal vez sean un poco egoístas..., les reprochó para terminar su inclusivo y pacifista razonamiento.

Apenas dejó su mente en la quietud, Vara se introdujo en un lugar pedregoso que requería toda su atención. El sol cedía celoso su lugar a la noche y las cosas, el mundo circundante, comenzaban a ocultarse como si deseasen jugar a un juego extraño pero que a Vara le parecía divertido.

Cuando la luz sucumbió totalmente a la oscuridad, vislumbró una losa elevada y tras comprobar que su superficie estaba todavía recalentada por los rayos solares, se enroscó sobre sí misma y se dispuso a disfrutar de un merecido y tranquilo sueño reparador.

El sueño de Vara

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