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CAPÍTULO 1


Así pudo empezar todo

Había una vez una familia de serpientes que habitaba bajo un cúmulo de piedras que soportaba un viejo poste de teléfono, en un hermoso prado de montaña. Tenían una sola hija de apenas dieciocho meses.

Sus recursos parecían escasos, pues el entorno era apenas visitado por moscardones y mariposas nocturnas, lo que representaba un gran problema de abastecimiento para la familia, dado que el moscardón es rápido y desconfiado, en tanto que las polillas no tenían gran cosa que llevarse a la boca. Esto, sin contar con que Vara, así se llamaba la hija de nuestra humilde familia, se sentía más bien vegetariana, ¡bueno, en la medida en que esto fuera posible!, pues todas las serpientes son carnívoras. Además, era alérgica al polvo que se desprende de las alas de las mariposas.

Cuando hubo cumplido apenas veinte meses, tomó la decisión de dejar de ser una carga para sus padres, y aprovechando el momento de la comida en que, eventualmente, los tres disfrutaban de una amena conversación sobre la abundante floración del prado en aquella primavera, Vara les espetó:

—¡Mamá, papá, me gustaría recorrer el mundo! Deseo ver unas flores distintas de las que llevo viendo a lo largo de mi vida y además deseo dejar de ser una carga para vosotros que sois tan pobres.

—¡Ay, hijita, recorrer el mundo! Pero el mundo está lleno de peligros y tú todavía no has alcanzado los dos añitos —le respondió muy triste su madre.

—¡No sabes lo que dices, hija mía!, el mundo que deseas recorrer es muy peligroso, incluso para mí. En ese mundo hay muchos animales que intentarán hacerte daño, especialmente los hombres, esos seres extraños que en tiempos remotos debieron pertenecer a nuestra familia pero que ahora caminan erguidos como el poste que se sostiene sobre nuestras cabezas. Esos seres son muy dañinos, hasta los más chicos, pues utilizan piedras y palos para hacernos daño —le aclaró su padre, no menos triste y apenado que su esposa.

—Lo sé, papá, ¡pero no todos esos seres serán tan malos! Además, yo también puedo ser muy peligrosa —se defendió la serpientita, al tiempo que mostraba sus dos hileras de dientecillos, apenas visibles, en cada una de sus mandíbulas.

—Pero, Vara, nosotras no tenemos ponzoña, solo somos peligrosas para pequeños animales o insectos. Correrás grandes riesgos que van a preocuparnos en exceso —le matizó su madre, que temía que su decisión fuese ya irrevocable.

Y, en efecto, la decisión de Vara era ya irrevocable. Durante los escasos días que siguieron, nuestra protagonista se proveyó de un pequeño hatillo en el que puso un poquito de todo. Algo para comer, alguna camisa por si mudaba y algunos utensilios de uso frecuente y poco voluminosos que podrían serle útiles. Cuando tuvo todo preparado, se despidió cariñosamente de sus padres y apenas despertó el nuevo día partió a su aventura un tanto entristecida, pero a la vez llena de animosidad y de deseos de conocer cosas nuevas y, sobre todo, a los hombres, esos seres casi desconocidos e intrigantes que, sin saber muy bien por qué, siempre le habían fascinado.

El sueño de Vara

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