Читать книгу El sueño de Vara - Julián Resquicio - Страница 13
Un extraño suceso:
En el templo de los Francmasones
ОглавлениеEl intenso agotamiento de una jornada llena de emociones y de esfuerzos, condujo a Vara a una pesadilla casi inmediata. Soñó que la roca que la acogía perdía su estabilidad y ella, en su estado de semiconsciencia, era incapaz de detener su caída. Se estiraba, hacía eses con su cuerpo todavía no bien ajustado a su nueva camisa, tratando de mantenerse firme, pero nada pudo ya impedir su descenso en una honda y oscura sima en cuyo trayecto no había posibilidad alguna de agarrarse. Sin embargo, pese al final esperado, la caída sobre el suelo fue blanda y acariciadora. Cuando Vara abrió los ojos se encontró en el centro de un lugar insólito que la maravillaba. Se hallaba sobre un paño grueso y colorido, decorado de símbolos extraños y que a su vez cubría a un segundo lienzo similar, con lo que ambos hicieron el papel de un perfecto amortiguador para un cuerpo que, aunque vertebrado, era flexible y de reducido tamaño. Vara, se deslizó parcialmente entre ambos paños para evitar ser vista, lo que a su vez fue favorecido por la escasa luz ambiental. Se quedó extasiada contemplando aquel mundo de color, más allá de lo que ella jamás hubiera podido imaginar. Sí, en su lugar de nacimiento, Vara había vivido ya un otoño en el que todos los árboles y arbustos se vestían de color, destacando los morados, parduscos y amarillos en una amplia gama. Los frutos de los numerosos arbustos de la zona creaban a su vez pinceladas de color que iban del blanco puro al negro brillante, pasando por toda la goma de colores intermedia: morados, rosados, rojos, azules o traslúcidos. También había vivido un par de primaveras en las que las flores más diversas presentaban sus mejores galas multicolor para atraer a esos insectos revoltosos por los que sus padres sentían una gran devoción, aunque raramente podían llevarse uno a la boca, pues eran rápidos y muy eficientes y precisos en sus movimientos. Las mariposas, sin embargo, eran algo distinto, pues solían ser coquetas y descuidadas en sus quehaceres libatorios, lo que las convertía en una presa fácil si la flor no era demasiado elevada, pero ¡tenían tan poco que comer! Además, Vara no compartía la devoción de sus progenitores por estos encantadores insectos voladores, lo que sin duda la arrastró a la alergia al polvo de sus alas, de la que ya se os ha informado. Pero aquel lugar era distinto. Allí todo era color, desde el techo de la sala que mostraba un cielo cian intenso estrellado, más intenso que el de su pradera en las noches despejadas, hasta sus cuatro paredes no provistas de ventanas y pintadas en un granate profundo que daba a la sala una sensación de mayor pequeñez, pero contribuía a crear un ambiente de recogimiento y devoción que la emocionó.
Una vez superado el estupor y la sorpresa por el colorido espacio en el que se encontraba, Vara tomó conciencia del volumen de la sala, lo que también le pareció singular. Comprobó que se hallaba en un lugar equidistante a dos filas de hombres, esos seres a los que, hasta el momento presente, ella solo había podido imaginar por las referencias de su padre y de su reciente probable hermano el conejo, sin contar algún avistamiento en la distancia en el prado de su antiguo hogar, pero ahora era diferente, ahora los tenía frente a sí, y a no más de dos metros, tres a lo sumo, de distancia. Había hombres y mujeres, aunque en desigual proporción. Todos eran adultos y parecían disfrazados de una forma extraña, como si celebrasen un funeral, tanto ellos como ellas, aunque estas últimas mostrasen una indumentaria algo más irregular. Lo que más llamó la atención de Vara es que todos, sin distinción de sexo, llevasen un pequeño delantal, lo que le produjo cierto escalofrío, «¿acaso la habían descubierto y pretendían celebrar un banquete con una presa tan pequeña como ella?». La inmensa mayoría, ofrecían un porte enjuto, estirado, con una cierta severidad. Unos parecían como azulados, casi luminiscentes; otros como rojizos, lo que Vara atribuyó a los posibles reflejos de la luz de las velas, aunque a su vez todos ellos traducían una aparente paz en sus corazones.
Sin excepción, parecían mirar a un lugar concreto del rectángulo, un lugar situado a su derecha donde uno de ellos que a juzgar por su atuendo debía ser muy presumido, situado unos escalones por encima de los demás, decía cosas extrañas, pero que en general parecían bastante amistosas, aunque los gestos y gritos con los que respondían todos al unísono eran menos tranquilizadores, lo que preocupó nuevamente a la pequeña serpiente, que comenzaba a pasar de una cierta confianza, a la inquietud y al temor.
A veces, todos ellos estaban sentados, pero cuando les llegaba la orden, más bien el ruego de levantarse, todos se ponían de pie de forma mecánica y simultánea, al tiempo que colocaban su mano derecha de una forma amenazante junto a su garganta, lo que ella interpretó casi como un gesto de enemistad, incluso con ellos mismos, pues no podía ser considerado de otro modo.
Observó casi preocupada, una excesiva uniformidad en todos los presentes. Allí no cabía nadie que pudiera tener un defecto visible, ni zurdos, ni mancos, ni cojos, ni sordomudos, ni ciegos, ni tan siquiera seres cuya estatura no fuera razonablemente normal, pues todo se movía con un ritmo regular, y hacían numerosos gestos, tanto orales como físicos, que requerían una cierta perfección, amén de la disposición total de los miembros del cuerpo y de la colaboración de los sentidos.
El suelo de la sala era sobrio, decorado en forma de damero, probablemente ideado para jugar al ajedrez o las damas cuando se aburrían de lo que ella misma consideró más tarde, repetitivos y absurdos quehaceres. También le llamó la atención, que la gente que estaba sobre el estrado algo elevado, solían llevar adornos de paño en el cuello y ciertos colgajos dorados, que parecían metálicos, pendiendo de estos. Vara pensó que los colgajos dorados eran los premios que iban cosechando. Todo indicaba con claridad que aquello era una compleja sala de juegos, en la que estos, los del estrado, eran los ganadores y en la que, curiosamente, nada se dejaba al azar. Desde allí, todo parecía estar bajo control, incluso la forma de pensar de los de abajo, pues la improvisación debía estar también descartada y todo parecía encajar de una forma casi mecánica.
En un momento dado, llegó a sentir verdadero terror, cuando un hombre, de los verdosos y luminiscentes, que tenía colgadas más medallas y trapajos que nadie, situado en el estrado superior, se dirigió de palabra a su hermano, al que llamó «maestro de ceremonias» (¡qué pomposo, y ni siquiera se cortó al decir que era su hermano!), y que también debía ser del equipo de los aventajados a juzgar por los colgajos y abalorios que pendían de su cuello. Desconocemos la orden que le dio, pues esta no pudo ser percibida por Vara, dado su nivel de agitación y el fuerte eco ambiental, pero aquel individuo se dirigió de inmediato hacia el cuadrado central que servía de refugio a Vara, portando un grueso bastón con el que golpeaba fuertemente el suelo cada vez que alcanzaba una esquina del espacio cuadrado central en el que Vara se ocultaba, girando constantemente a su alrededor, siempre hacia su derecha, sin causa aparente que le impidiera hacerlo en sentido contrario. Afortunadamente, tres gruesas columnas de no más de un metro de altura (la cuarta debía haber desaparecido y Vara llegó a temer que entrase por allí), protegían su pequeño refugio impidiendo el riesgo de ser alcanzada por el palo de aquel hombre robusto y un tanto bestia, aunque con cara de bonachón, que daba vueltas ruidosas a su alrededor. Al principio, Vara llegó a pensar que la perseguía, que deseaba aplastarla con aquel enorme palo que hacía retemblar toda la estancia, pero pronto se convenció de que solo era parte del juego, aquel hombre hacía aquello para asustarla, como probablemente lo harían los niños del prado, esos hombres pequeñitos de los que su padre le había puesto tantas veces en guardia. Debían pasárselo bien. Era evidente que, si algo les gustaba más a estos seres extraños que plantar verduras, en los campos de sus probables hermanos los conejos, eso era jugar. En un momento dado, incluso parecían jugar al corro de la patata, aunque de una manera un tanto peculiar, pues en lugar de dar vueltas como era habitual en los niños que acudían al prado de su primera infancia, simplemente hacían vibrar sus manos, extrañamente enlazadas, mientras que la persona del estrado, que también había descendido para jugar, les decía unas frases que debían ser graciosas pero que ella no pudo descifrar.
Este ultimo juego se realizó rodeando con proximidad su cuadrilátero protegido por columnas, salvo por una esquina, como ya se os ha informado. Sin embargo, ahora Vara se sentía tranquila, pues aparte de tener la convicción de que estaban jugando, y eso no parecía en principio nada intimidatorio, sus pies no se movían del sitio, es más, los mantenían pegados al suelo desplegados en forma de escuadra, y eso la tranquilizaba.
De repente, uno de aquellos hombres azulados, situado casi frente ella y que aparentaba tener una edad superior a la media, clavó su vista en Vara y de una forma enérgica, le reprochó:
—¿Puede saberse qué haces tú aquí? ¿Acaso no te estaba yo conduciendo por un pedregal repleto de pinchudos erizones y aliagas?
Todo esto se lo dijo aquel hombre sin cortarse, casi gritando, ante la aparente pasividad o indiferencia de todos sus acompañantes en aquel extraño juego, que ahora Vara imaginó como el rito previo a un banquete en el que sin duda ella debía tener un gran protagonismo.
Vara permaneció impávida, sin saber muy bien cómo reaccionar, pues temía que su respuesta fuese oída por todos, lo que sin duda originaría una persecución con palos y piedras para acabar con ella, pero en vista de que aquel hombre la miraba a los ojos, un tanto colérico, en espera de una respuesta, se vio obligada a responder:
—¡Yo…, señor…, pues… no lo sé!
En efecto, Vara desconocía cómo había podido llegar a este extrañísimo lugar en el que su vida parecía hallarse ahora en un riesgo inminente. Luego, tras respirar hondo, algo que su padre le había enseñado cuando la instruyó en la captura de las hormigas aladas, se tranquilizó un tanto al comprobar que, salvo el hombre airado que la interrogaba, los demás componentes del grupo no parecían estar al tanto de su interrogatorio, lo que le resultaba más tranquilizador. El hombre colérico no tardó en devolverla a la realidad, en deshacer su sueño.
—Tú no eres sino parte de mi sueño creativo y jamás deberías haberte salido del guion, soy yo quien decide lo que debes hacer en cada momento.
Vara no comprendía nada de aquellas autoritarias afirmaciones. Ella ni siquiera había respetado el deseo de su padre, la única persona a la que reconocía una cierta autoridad en su vida, a la que debía un cierto respeto, basado más en el amor que en otra cosa, pero, aun así, Vara presentía que aquellas encriptadas e incomprensibles palabras no podían conducir a nada bueno, por lo que apenas se atrevió a balbucear:
—Le aseguro..., señor..., que nunca pensé que ustedes pudieran estar celebrando su fiesta bajo…
Aquí se interrumpió, pues ella no podía imaginar nada de lo que allí estaba sucediendo. Ni siquiera comprendía las palabras malsonantes de aquel hombre que la reducía, a ella, a una parte de su sueño, que le quitaba su identidad, que pretendía que ella era solamente un títere que debía servir a sus malvados intereses y a sus juegos, que ahora se le antojaban crueles. Recordó las advertencias de su padre y pensó que la realidad superaba en mucho los peligros que le habían sido advertidos. Ante todo, no podía imaginarse que la crueldad de los hombres pudiese ser tan teatral, tan calculada. Recordó la escena del campamento de las ratas, en el que una de ellas hablaba por todas y las demás se limitaban a corearla, pero aquí era diferente, sus compañeros de juego permanecían inmutables lo que no le permitía ni siquiera sospechar lo que pensaban.
Después de unos segundos sin poder esbozar un sonido audible, finalmente se atrevió a explicar:
—Probablemente entré por alguna rendija sin advertirlo, le pido perdón, señor, por mi intromisión en su juego…, y…
—No te preocupes —respondió el hombre, ahora visiblemente más sosegado ante unos hechos que eran ya irreversibles—. Haré un nuevo borrador y te sacaré de aquí, pero debes olvidar todo lo vivido dentro de este espacio sagrado y no volverás a hacer referencia alguna al mismo en tus futuras andanzas. Nunca olvides que eres solo una pequeña serpiente inventada por mí, simplemente eso, una pequeña serpiente —reiteró para que le quedara bien grabado en la memoria.
Vara se sintió aliviada por su probable salvación mediante aquel método extraño de hacer un nuevo borrador, imaginó que se refería a una galería subterránea, como las que hacían los topos en su prado, cerca de su hogar y que tan bien solucionaba a menudo el menú de sus padres.
«Espero que ese borrador no sea algo así y me estén esperando todos a la salida para devorarme —pensó, pero luego se tranquilizó al recordar que los humanos eran vegetarianos—, ¡al menos tanto como ella!».
Un golpe violento sobre unas ramas secas del suelo la devolvió a la realidad. Se acopló al lugar, toda dolorida y suspiró pensando que todo había sido un sueño, o simplemente la consecuencia del estado de inconsciencia producido por su caída.
Una vez recuperada de su horrible pesadilla y del impacto no excesivamente grave de su caída, Vara recuperó algunas imágenes de su sueño para concluir que los hombres eran seres extraños pero incapaces de hacer daño a nadie, pues aparte de ser vegetarianos, les gustaba mucho disfrazarse y jugar, incluso algunos (y ahora, pensaba en los hombres del estrado), eran muy presumidos y les gustaba adornarse con colgajos de colores y cosas brillantes que al parecer les otorgaban mayor notoriedad. Sin lugar a duda, pensó, su padre no había sido demasiado equitativo al juzgarlos.