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3. El disciplinamiento

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Insatisfecho del pueblo real sobre el que le había tocado en suerte gobernar, el régimen pelucón no podía sin embargo renunciar a la tarea de «corregirlo», o más propiamente «reconvertirlo», sin traicionar su vocación hegemónica y sus planes de construcción nacional. Se trataba, por tanto, de diseñar una suerte de ingeniería sociocultural en la que el restablecimiento del orden representaba sólo una etapa preliminar. Esta operación, que en otro estudio hemos caracterizado con Verónica Valdivia, parafraseando a Philip Corrigan y Derek Sayer, como una suerte de «revolución cultural»191, suponía a la postre la elaboración de un perfil ideal hacia el cual encaminar los esfuerzos –algo así como una imagen del pueblo que realmente se requería para construir un orden republicano y progresista, digno del siglo en que se vivía. Ése era el «pueblo deseado» que emerge de las diversas manifestaciones del discurso portaliano, y que este tercer apartado se propone caracterizar.

En primer lugar, y como se desprende fácilmente de lo señalado en la sección anterior, lo que se quería era un pueblo esencialmente obediente, precondición ineludible para todo lo que debía venir después. Ése era el propósito último, obviamente, de todas las medidas de orden policial de que se dio cuenta más arriba. En esa lógica, sin embargo, y por su propia naturaleza, la policía tenía un efecto más punitivo que preventivo, más de reacción frente al daño consumado que de anticipación del mismo por la vía de la persuasión o el acatamiento «espontáneo». Haciendo una reflexión al respecto, el periódico oficial contrastaba la situación de Estados Unidos, donde a su parecer «la tranquilidad pública descansaba únicamente en las virtudes y patriotismo del ciudadano», con la realidad chilena, donde si se apelase a semejante disposición «brotarían por todas partes los delitos, y la seguridad individual estaría amenazada a cada paso». Pese a ello, continuaba, «la índole del pueblo chileno es la más a propósito para recibir las modificaciones que se le quiera dar, y si se malogra el período que media entre nuestra situación pasada y la que nos tocará al cabo, si no nos aprovechamos de la especie de oscilación en que nos ha dejado el sacudimiento revolucionario, será después muy difícil desarraigar los antiguos hábitos o darles una dirección saludable»192. La coyuntura, por tanto, era crítica. Para encaminarla debidamente podían invocarse diversos mecanismos (como se verá a continuación), pero en lo inmediato, y considerando la precariedad en que aún se hallaba la naciente institucionalidad, lo que se requería era un medio que permitiera incidir rápida y efectivamente sobre las conductas plebeyas. Ese medio fue la Guardia Nacional.

Todos los autores que se han ocupado de la política de fortalecimiento de ese cuerpo tras la victoria pelucona, bajo la dirección personal y puntillosa del propio Portales, destacan junto a sus propósitos estrictamente militares o de instrumentalización electoral, el de actuar como herramienta de «moralización» y disciplinamiento del bajo pueblo. Para Rafael Sotomayor Valdés, por ejemplo, el ministro, «al proteger tan decididamente la Guardia Nacional veía en ella nada menos que un medio de moralidad para un pueblo cuya índole y costumbres conocía profundamente… reconocer un cuerpo, vestir uniforme, obedecer a un jefe, emplear en ejercicios marciales las horas destinadas de ordinario a un ocio corruptor, hallarse inscrito en un registro, tener una consigna, sentirse vigilado en nombre del deber y del honor, ser amonestado o castigado a tiempo y estar constantemente bajo la mano del poder disciplinario, todo esto era un inmenso recurso para sujetar los desmanes del pueblo y mejorar sus hábitos»193. «El ministro Portales», concuerda Barros Arana, «buscaba en ella un medio de proporcionar al pueblo una distracción que lo apartase de las tabernas y del vicio en los días festivos, y un elemento de paz y de orden para la República». Por su parte, y desde un ángulo supuestamente más crítico hacia esa gestión política, Vicuña Mackenna igualmente caracteriza la acción portaliana en la materia como «una campaña contra la pereza, el desaliño y la holgazanería del bajo pueblo»194. Estas lecturas han sido recogidas sin grandes variaciones por historiadores contemporáneos como Sergio Grez, Joaquín Fernández y Verónica Valdivia, aunque los dos últimos se cuidan de diferenciar entre el ambicioso diseño discursivo y la capacidad práctica del gobierno de hacer efectiva la instalación de la Guardia Nacional en todos los rincones del territorio, limitada por las precariedades materiales ya señaladas más arriba en relación a la administración de justicia195.

Independientemente de estos matices y precisiones, es difícil subestimar la importancia que el régimen le asignó al encuadramiento miliciano. Por si el esmero con que el ministro Portales se contrajo a esta tarea no fuese prueba suficiente, asumiendo personalmente la dirección de cuerpos cívicos tanto en Santiago como en Valparaíso, las reiterativas referencias a esta institución en la documentación gubernamental y en la prensa oficial permiten dimensionar el alcance que se le quiso brindar. Así por ejemplo, en mayo de 1831 el intendente de Santiago oficiaba al ministro de la Guerra solicitando la formación de un batallón de infantería cívica en la ciudad de Rancagua, pues «de este modo se logrará establecer el orden público, y se cimentará la subordinación tan necesaria en el estado de desorden de esas comarcas», amenazadas aún por las correrías de los hermanos Pincheira196. Por su parte, y haciendo alusión a la brillantez con que se había festejado el 18 de Septiembre de ese mismo año, El Araucano enfatizaba las «infinitas reflexiones de admiración y de esperanza» que había inspirado en los pechos patriotas la presencia de las guardias cívicas, básicamente porque «la disciplina y la moral han reunido en un mismo individuo al proclamador de la libertad, y a su constante defensor»197. Así también lo percibía Diego Portales, quien en su memoria como ministro de Guerra y Marina de 1836 resaltaba «la confianza que deben inspirarnos el espíritu y la disciplina de las guardias cívicas», «preciosa institución», a su parecer, que el gobierno estaba empeñado en «extender a todos los pueblos de la República». En una correspondencia privada remitida un año después, volvía a ensalzar a los milicianos como «una clase tan meritoria y que nos ha sido tan útil y tan fiel»198.

Como se sabe, esa fidelidad se puso dramáticamente a prueba pocos días después de la redacción de la última carta citada, cuando el comportamiento de las milicias, sobre todo las de Valparaíso, resultó ser uno de los factores clave en el aplastamiento del motín que terminó con la vida del ministro. Así lo destacó elogiosamente la prensa oficial: «Vidaurre levanta en su cantón el grito del desorden, y toda la República contesta con el grito de indignación y de anatema. Las milicias todas se acuartelan al instante de recibir la noticia, con una prontitud y un entusiasmo, de que no ha habido un solo ejemplo desde su creación. Las de las provincias se preparan a marchar y marchan sobre los amotinados. Las de la capital forman un muro impenetrable alrededor del Gobierno. Las de Valparaíso rechazan heroicamente dos veces a los anarquistas. Las milicias, decimos, los cuerpos en donde están reunidos los ciudadanos de todas las clases y de todas las opiniones; las fuerzas que forman el instrumento de la voluntad del pueblo chileno»199.

En un registro similar, la disposición de los milicianos para incorporarse activamente a la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana –a diferencia de otros sectores del pueblo que resistieron denodadamente la recluta– parecería confirmar el desenlace exitoso de su «socialización» bajo la acción pelucona. El patriotismo, la pronta respuesta ante los llamados superiores de la nación, serían otras tantas pruebas «activas» de alineamiento plebeyo bajo la guía de sus gobernantes. Ante una alerta de desembarco confederado en las costas cercanas a Valparaíso, por ejemplo, el gobernador de Quillota informaba a su superior que «el entusiasmo que en esta ocasión ha manifestado la guardia cívica me ha llenado del mayor placer, porque tan pronto como se tocó llamada empezaron a reunirse todos los soldados de infantería con el mayor placer y sólo se oían voces de vamos a pelear con el opresor de nuestra patria: así es que en el término de seis horas tenía reunidos más de cuatrocientos hombres y todos ellos con el mayor entusiasmo. Al salir del cuartel para dirigirse al punto donde habían sido destinados sólo se oyeron gritos de viva nuestro Presidente el Sr. Prieto y muera Santa Cruz»200. Por su parte, y aproximándose ya el término de la guerra, un oficial de milicias de Talca informaba que «apenas se difundió en esta heroica provincia el proyecto de hacer marchar al Perú sus bravos defensores, de incorporarlos a las filas de nuestros valientes, cuando propagándose con rapidez un marcial entusiasmo, a la guerra, gritan hombres y mujeres, al Perú proclaman los ancianos; al Perú que es la gloria de Chile. Trescientos bravos se ofrecen al instante, trescientos que juraron morir o vencer en las batallas»201.

Es verdad que en estos y otros ejemplos es la voz de los oficiales la que se hace portadora del supuesto fervor popular, que en la práctica aparece desmentido por numerosos casos de deserción y resistencia a la conscripción que indicaban, en palabras de Sotomayor Valdés, que «la masa del pueblo no había comprendido la causa de Chile contra la Confederación»202. Es importante, sin embargo, distinguir para estos efectos entre los «vagos y mal entretenidos», que al decir del mismo historiador fueron objeto de la leva forzosa (Portales habla en una carta personal de «vagos, cuchilleros, etc.», y en otra de «hombres forajidos»), y los cívicos propiamente tales, a quienes el ministro citado sugería eximir parcialmente de los rigores de la recluta para «no hacer sentir en el país los males de la guerra, y mucho menos a una clase tan meritoria»203. De hecho, al menos hasta el término de la administración Prieto, la opinión oficial respecto del comportamiento miliciano seguía siendo mayoritariamente positiva. En su memoria como ministro «accidental» de Guerra y Marina de 1841, por ejemplo, el futuro presidente Manuel Montt calificaba como «cosa admirable y argumento poderoso a favor de la excelente disposición de nuestro pueblo, el estado en que se hallan las milicias de algunas provincias y los servicios que en todas partes hacen aun los cuerpos menos disciplinados, cuando esta institución no ha sido hasta ahora más que una carga onerosa para las clases trabajadoras, que no tenía ni término ni compensación». Es muy sugerente, sin embargo, que pocos párrafos más adelante la misma Memoria plantee un proyecto de ley encaminado a consolidar la «disciplina y organización militar de la guardia cívica» por la vía de «alejar del servicio a los proletarios que no prestan garantías, para que las armas estén solo en manos de ciudadanos honrados e independientes»204. Así, junto con remarcar la distinción antes esbozada por Portales entre milicianos y «forajidos», estas palabras indican que a diez años del inicio de la reorganización institucional, la confianza gubernamental en sus reclutas no era todo lo sólida que normalmente se pretendía asegurar. Haciéndose eco de este sentimiento, El Mercurio de Valparaíso reconocía que «desde que se establecieron las guardias nacionales, una de las instituciones más sabias y más preñadas de felices resultados, la moral ha ganado mucho terreno». Sin embargo, advertía, «no debemos olvidar que impiden, pero no desarraigan el vicio»205. Como lo han demostrado autores como Sergio Grez y James Wood, y como se verá con mayor detalle más adelante, la Guardia Nacional también podía convertirse en un foco de disidencia política y social. En palabras del primero de los historiadores nombrados, «la milicia –lugar de opresión y de sumisión de los pobres– se transformaba en determinadas ocasiones en un ámbito de politización y de resistencia a la opresión de clase ejercida sobre los trabajadores por el Estado y la jerarquía militar»206.

Por esa misma razón, las aspiraciones peluconas al modelaje conductual no podían agotarse en un pueblo que sólo fuese obediente y patriota. También querían, apelando a una fuente comprobada de configuración hegemónica, un pueblo creyente y piadoso. Como es sabido, sin ser personalmente muy devoto, Portales conocía y valoraba los efectos morigeradores de la religión. Al decir de Francisco Antonio Encina, uno de sus principales apologistas, «Portales, como Bonaparte y como todos los grandes genios políticos, vio siempre en la religión un poderoso instrumento de gobierno y un agente insustituible de civilización y de progreso moral, con absoluta independencia de la verdad racional del dogma»207. De ese modo, no extraña que el gobierno encabezado por él se esmerase desde muy temprano por recomponer unas relaciones con el estamento eclesiástico que sus antecesores pipiolos habían dejado bastante maltrechas. Expresión de ello fue la rápida restitución de las temporalidades religiosas confiscadas bajo el gobierno de Freire, medida que el intendente de Concepción aplaudía sobre todo por sus buenos efectos entre «la mayoría (el vulgo)», que había mirado la guerra civil como de carácter religioso, «de donde nació la decisión casi general a favor de la causa triunfante»208. Afirma por su parte Sotomayor Valdés, inspirado en ésta y otras medidas análogas de acercamiento, que el partido aludido «había contado por mucho con el descontento religioso para asestar sus golpes al régimen pipiolo»209, tendencia reforzada, ya bajo pleno dominio pelucón, mediante la acción decidida y sistemática de personeros mucho más genuinamente devotos que Portales, como Joaquín Tocornal o Mariano Egaña.

Contrayéndonos solamente a lo que aquí interesa, resultan sintomáticas las palabras vertidas por el primero de los personajes nombrados en su Memoria como ministro del Interior en 1835, sobre la trascendencia de la fe como instrumento de moralización popular: «el estado de la Iglesia y de la educación religiosa es todavía más triste. A donde quiera que se vuelvan los ojos, se ven templos ruinosos ya por su antigüedad y por la negligencia en repararlos, ya por efecto de los terremotos pasados. Pero la escasez de pastores es un mal todavía más grave; y si no se le pone pronto remedio, tendremos el dolor de ver casi extinguida la instrucción religiosa de algunos distritos y privada de la administración de sacramentos y de los consuelos espirituales una parte no corta de la población; que, careciendo al mismo tiempo de todo género de enseñanza y acostumbrada a vivir errante, sin sentir casi nunca el freno de la ley, vendría probablemente a caer en un estado de completa barbarie»210. Egaña, por su parte, en su condición de ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, exhortaba a los funcionarios del Estado a no restarse de asistir a las ceremonias religiosas de carácter oficial, no sólo por ser «una obligación especial que las leyes expresamente les imponen, sino un deber general, deducido de la necesidad en que están de dar ejemplo al pueblo del culto que deben a Dios»211.

El propio presidente Prieto, también afamado por su devoción personal, señalaba en su discurso de despedida que uno de los grandes obstáculos que su gobierno había debido allanar para promover el restablecimiento del orden social era la dificultad de inculcar o mantener en niveles adecuados el sentimiento religioso: «una población diseminada, vastos espacios de territorios, en que sólo se ven de trecho en trecho habitaciones dispersas, cuyos moradores viven en una solitaria independencia, sin reunirse alrededor de un altar, sin oír una lección moral o religiosa, sino muy pocas veces en su vida, ofrece dificultades peculiares para el establecimiento de una policía que reprima los desórdenes». Por eso mismo, le producía especial complacencia la labor que se había podido realizar para «la propagación de sanos principios morales y religiosos, germen fecundo y primario de verdadera civilización y cultura», pudiendo decir, a su juicio sin exageración, que «la solicitud del Gobierno a este respecto se ha extendido a los más remotos ángulos de Chile; y vosotros, ciudadanos, no me negareis la justicia de reconocer que si aún resta mucho para el cumplimiento de vuestros votos y los míos, a lo menos se ha hecho cuanto era concedido a un celo ardoroso y activo, en medio de tantos estorbos opuestos por las localidades, por la dispersión o indigencia de las poblaciones, y por el escaso número de competentes ministros del Culto»212. No en vano las proyecciones que se habían formulado durante el decenio que concluía en relación al carácter que debía darse a la instrucción del pueblo ponían en primerísimo lugar a la formación religiosa: «en cuanto a las nociones que haya de adquirir esa gran porción de un pueblo que debe su subsistencia al sudor de su frente y que es en gran manera digna de la protección de los gobiernos», decía El Araucano en 1836, «los principios de nuestra religión no pueden menos de ocupar el primer lugar: sin ellos no podríamos tener una norma que arreglase nuestras acciones, y que, dando a los extraviados impulsos del corazón el freno de la moral, nos pusiese en aptitud de llenar nuestros deberes para con Dios, para con los hombres y para con nosotros mismos»213. El patriotismo y la fe, en suma, se reforzaban mutuamente como agentes modeladores del sentir popular.

Una relevancia por lo menos equivalente era la que se otorgaba a la instrucción primaria, preocupación reconocida de todos los gobiernos emanados de la victoria de Lircay, y en realidad sello generalizado del liberalismo civilizatorio característico del siglo XIX. Aunque las restricciones financieras no permitieron hacer mucho en esta materia en términos concretos, abundan en el discurso de los primeros decenios pelucones las referencias al carácter estratégico que ella a su juicio revestía. Decía ya tempranamente El Araucano, en conexión con la violencia social que tanto afligía a las autoridades: «se ha probado de un modo incontrovertible la influencia de la civilización sobre la moral, y a ella se atribuye la disminución de los crímenes. El acelerarla en Chile sería el remedio radical que debería aplicarse contra los asesinos y salteadores que por desgracia infestan la República», reconociendo sí que esto sería «obra de los años y de la propagación de las luces»214. La enseñanza primaria, concurría en su memoria de 1835 el ministro Tocornal, «es el germen de todos los progresos sociales, y sin el cual todos los otros elementos de civilización se hacen ilusorios». A lo que agregaba un año después su sucesor en el cargo, el propio Diego Portales: «no es menester decir a los legisladores el espacio inmenso que tenemos todavía que recorrer para darle toda la extensión conveniente, esto es, para ponerla al alcance de la clase más pobre hasta en los más remotos ángulos de la República; ni me parece necesario recordar las dificultades que hay que vencer para tocar este último término, que es sin duda, el que debemos proponernos, por más distante que parezca su realización»215.

Completando la afamada galería de estadistas pelucones, Mariano Egaña sentenciaba en 1840 desde el ya para entonces creado Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública: «la educación primaria no sólo es la educación general de todas las clases del pueblo, sino que es la única que puede adquirir la inmensa mayoría de la Nación, y ella es la que tiene más influjo en la moral del pueblo, o la que, por mejor decir, forma las costumbres. Es pues, el deber más indispensable del Gobierno difundirla universalmente»216. Concordando plenamente en tales juicios, el presidente Prieto clausuraba su mandato aseverando que «la difusión de la enseñanza primaria en Chile, durante los diez años de mi administración, será para la posteridad imparcial una prueba inequívoca de los adelantamientos del país bajo sus auspicios», aunque al mismo tiempo reconocía que el aumento objetivo en el número de escuelas se debía más a la acción de los conventos, municipios, o incluso «de algunos distinguidos y filántropos individuos que han creado en sus haciendas preciosos planteles de educación moral y cristiana para la clase trabajadora que las cultiva», que al gobierno propiamente tal217.

Los conceptos reproducidos instalan una suerte de ambivalencia, común a todas las políticas educativas inducidas desde algún poder central, sobre la homología que en ellos puede establecerse entre «domesticación» e «ilustración». Si bien es innegable que los políticos citados efectivamente creían en los beneficios de la difusión del conocimiento entre todos los sectores de la sociedad, cuando se pone atención a los contenidos de la instrucción que se proyectaba para «la clase más pobre» salta a la vista que el propósito disciplinario prevalece sobre el propiamente «ilustrado», en el sentido racionalista y emancipatorio de la palabra. Así lo estimaba El Araucano en un artículo de 1836, donde explícitamente advertía que «el círculo de conocimientos que se adquieren en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas: lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial, porque además de no proporcionarse ideas que fuesen de un provecho conocido en el curso de la vida, se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos». Así las cosas, bastaba para esos efectos enseñar a dichas «clases menesterosas», además de una alfabetización básica y rudimentos de aritmética, gramática, geografía y astronomía, sobre sus «deberes y derechos políticos» («no con la profundidad necesaria para adquirir un conocimiento pleno del derecho constitucional, sino recomendando sólo a la memoria sus artículos»), y sobre todo, como ya se dijo antes, «en los principios de nuestra religión»218. De lo que se trataba, en definitiva, y parafraseando nuevamente al ministro Montt, era de preparar a la masa plebeya «para la carrera de la vida», pero de la vida tal como la concebía para ella la oligarquía pelucona. Como lo plantean Loreto Egaña y Mario Monsalve en un artículo muy pertinente para profundizar sobre esta materia, tratándose de las clases populares «civilizar» era sinónimo de «moralizar»219.

En esa concepción, y completando el conjunto de trazos con que dicho régimen dibujó a su «pueblo deseado», el toque definitivo lo aportaba la contracción al trabajo. No bastaba, en otras palabras, que el pueblo fuera obediente, patriota, devoto e instruido, sino que se requería, como corolario de todo lo anterior, que también fuese laborioso. «Nada es tan eficaz como el trabajo», sentenciaba al respecto El Araucano, «para preservar al pueblo de los vicios; nada tan propio como el ocio para introducirlos y aumentarlos con la mayor rapidez». En los pueblos laboriosos, continuaba, las personas no consagraban su atención a objetos «frívolos y perjudiciales», ni servían «de carga penosa a la sociedad». Por esa razón, concluía, «es demasiado patente la necesidad que todo Estado tiene de fomentar por cuantos medios sea posible el trabajo, y declarar guerra perpetua al ocio, procurando cortar a toda costa sus progresos»220.

La mendicidad, en esa lógica, era una práctica que debía erradicarse sin contemplaciones. «Una de las cosas que dan idea de orden en las poblaciones», decía una colaboración particular publicada en el periódico oficial, «es el cuidado de evitar la vergonzosa mendicidad, que confundiendo a los verdaderos indigentes con los viciosos holgazanes, que afectan invalidez y privan a los que son realmente acreedores a la conmiseración, fomentan la impudencia y deshonran la policía»221. De hecho, el reglamento de policía dictado por Portales en 1830 conminaba a los vigilantes, cuerpo creado expresamente por el ministro para garantizar la seguridad urbana, a aprehender a todos los mendigos «que no presentaren en el acto un certificado del administrador del hospicio», autorizándolos, por incapacidad física o mental, a practicar dicha acción. Sin embargo, cinco años más tarde los directores de la institución nombrada se lamentaban del escaso efecto que la medida había tenido, viéndose la capital aquejada de una «plaga de holgazanes, que recorre la población con el mayor escándalo». A modo de prueba, informaban al intendente de Santiago que de treinta mendigos detenidos un día determinado por la policía, «sólo 7 u 8 se encontraron verdaderos pobres dignos de quedar en el establecimiento»222. Como bien lo ha dicho Macarena Ponce de León en un estudio monográfico sobre la materia, el ejercicio de la caridad bajo la inspiración portaliana respondió claramente a «una sociedad que necesitó de individuos disciplinados y trabajadores»223.

La reactivación económica que comenzó a experimentar el país a partir de la década de 1830, en parte por el restablecimiento del orden interno, en parte por razones circunstanciales como el hallazgo del mineral de plata de Chañarcillo en 1832, confirieron a esta insistencia en la virtud del trabajo una urgencia adicional. Fruto de ello, el estado comenzó a tomar alguna injerencia en las relaciones laborales, dictando reglamentos encaminados a ordenar las faenas, y sobre todo a «corregir» diversos hábitos y disposiciones plebeyas que tenían efectos perniciosos sobre su rendimiento productivo. Uno de los primeros oficios en concitar la atención oficial, situación bastante lógica en una economía que ya había optado por la vocación exportadora, fue el de la carga y descarga de mercaderías en los puertos, ejecutada por los denominados «jornaleros» y «lancheros». Como ya lo han estudiado Aldo Yávar y Sergio Grez, estas labores fueron organizadas por el gobierno mediante el «Reglamento y tarifa para el gremio de jornaleros del puerto de Valparaíso», decretado en abril de 1837224. Junto con regularizar cuidadosamente el servicio y restringir su ejecución sólo a trabajadores debidamente matriculados, la normativa creaba una caja de ahorros de carácter obligatorio, cuyos fondos estaban destinados a aliviar contingencias como la enfermedad, la invalidez o la muerte.

Considerando la centralidad que comenzaba a adquirir la minería como rubro productivo y comercial, y la consiguiente aparición en ella de las primeras relaciones laborales de carácter propiamente capitalista, no llama la atención que en su entorno se haya desatado un interés gubernamental particularmente manifiesto. La política de disciplinamiento y proletarización implementada por el empresariado minero, cuidadosamente estudiada por María Angélica Illanes y otros autores225, contó con el apoyo decidido del estado a través de su acción policial y legal, y también mediante reglamentos laborales de intención análoga a lo ya efectuado con el Gremio de Jornaleros. Tomó así cuerpo un reglamento elaborado por el propio gremio empresarial de minería, a instancias de una autoridad regional abrumada por «el desorden y la desmoralización que habían llegado a su colmo en los minerales de Chañarcillo», y que recibió la sanción del Poder Ejecutivo en abril de 1841.

En el oficio que a tal efecto remitió el intendente de la Provincia de Coquimbo, a la que aún pertenecía la región de Copiapó, se aludía a los constantes robos perpetrados por «trabajadores corrompidos por la multitud que allí se establecía con distintas ocupaciones y ejercicios», así como a «la inmoralidad y escándalos que allí había», todo lo cual redundaba en «incalculables perjuicios que sufrían los dueños de minas por este desorden y la paralización de sus labores de beneficio»226. En tal virtud, el reglamento propuesto y aprobado establecía diversas disposiciones atingentes al régimen interno de los campamentos y placillas, a la movilidad de los peones, al pago de salarios, al comercio permitido y prohibido, e incluso a la alimentación. En el apartado correspondiente a «disposiciones generales» se insistía en varias prohibiciones que ya han comparecido nutridamente en estas páginas, tales como las que afectaban a los juegos de azar (sólo se consideraban diversiones lícitas «el billar, las canchas de bolos y—paradójicamente—las riñas de gallos»), la internación de licores, el cargar armas de cualquier tipo, y en una innovación ideada exclusivamente para aquellos parajes mineros de alta concentración masculina, la de entrar o permanecer en ellos ninguna mujer. Ni siquiera las casadas podían visitar a sus maridos en las faenas, salvo que contasen con un permiso especial y por escrito del gobernador departamental227. Como se ve, en la zona productiva más estratégica del país, la contracción al trabajo no debía exponerse a distracciones o alteraciones de ninguna especie.

Por aquel mismo tiempo, y aproximándose ya el término de la administración Prieto, El Araucano reflexionaba sobre los beneficios que ésta dejaba al país, y sobre los desafíos que enfrentaba la que habría de asumir la sucesión. «Una era de paz y orden, de seguridad y organización», argumentaba, «debía preparar y aun iniciar otra de adelantamientos y mejoras de todo género, y abrirnos la puerta, por decirlo así, del bienestar y prosperidad». A un gobierno consagrado al orden, en otras palabras, debía seguir casi como por fuerza natural otro consagrado al progreso. Sin embargo, añadía, «la historia de todos los países, como la de todos los tiempos, y principalmente la del nuestro, nos demuestra claramente que es del todo ineficaz la acción de los gobiernos, en materia de adelantamientos, cuando no es asegundada por la cooperación unánime y espontánea de los gobernados», por lo que cualquier medida encaminada a apoyar el desarrollo material «quedaría inútil y sin resultado, si se encontrase con un pueblo indolente o desaplicado, vicioso o enemigo del trabajo»228. Así, lo que ya se había insinuado incipientemente en casos como el del Gremio de Jornaleros de Valparaíso o la peonada de Chañarcillo, debía ahora proyectarse a un plano más sistemático y general. Con un pueblo ilustrado, disciplinado y trabajador, el tránsito desde el orden hacia el progreso debía quedar más expedito.

Caudillos y Plebeyos

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