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Capítulo 1 La «operación plebeya» del ministro Portales 98
ОглавлениеLa Guerra Civil de 1829-1830, que culminó con el asalto al poder por parte del grupo «portaliano» o «pelucón», no fue propiamente una guerra social. Como era la norma en el Chile de aquellos tiempos, los dos bandos en disputa correspondían a grupos de élite, aunque con diferentes visiones respecto del país que se estaba en proceso de construir. El mundo plebeyo ciertamente estuvo presente en el conflicto, ya sea como tropa combatiente o como público espectador, pero no era su propio proyecto de sociedad lo que estaba en juego –con la posible pero no muy numerosa excepción del artesanado, que en los meses y años anteriores se había identificado con la facción «pipiola» o liberal–. Sin embargo, el triunfo del bando portaliano sí implicaba, como de hecho implicó, profundas consecuencias para el futuro de la convivencia social en Chile. Instalada firmemente en el timón político, la oligarquía agrario-mercantil que rodeaba al ministro Portales inició un proceso de construcción social del estado en el que los sectores populares ocuparon un lugar clara y rigurosamente definido, y no en un sentido favorable para ellos mismos. No se visualizaban allí perspectivas de nivelación social, participación democrática, o incluso derechos ciudadanos elementales. En el esquema portaliano, la plebe estaba básicamente llamada a obedecer, trabajar y, si la patria lo requería, ofrendar su sangre en los campos de batalla, todo a cambio de una recompensa simbólica cifrada en la pertenencia a una «comunidad nacional», por cierto que jerarquizada y desigual, reputada como ordenada, exitosa y progresista. ¿Qué más podía ambicionar una «masa humana» reunida por el todopoderoso ministro bajo el estigma de «el peso de la noche»?
El problema era que esa «masa humana» no se iba a prestar mansamente para semejante operación. Al fracturar temporalmente las jerarquías coloniales, la Independencia había permitido al mundo plebeyo no tanto aproximarse a la utopía del «mundo al revés» (o a utopía alguna), pero sí ganar algunos espacios de libertad para vivir la vida más de acuerdo a sus propios parámetros, e incluso, en las etapas de mayor despliegue liberal, adquirir un rol levemente más participativo dentro de las deliberaciones políticas en curso. La instalación del orden portaliano obviamente clausuraba ese panorama, reemplazándolo por otro de muy dudoso aliciente. En esas circunstancias, el estado chileno conservador iba a tener que edificarse por sobre previsibles resistencias populares, respuesta de un actor histórico convocado a ajustarse a un libreto que escapaba a sus propias preferencias e intereses.
Enfrentado a ese escenario, el orden portaliano debió partir por «desalojar» a los sectores plebeyos de los espacios políticos, ya fuesen de orden deliberativo o eleccionario, a los que los experimentos pipiolos les habían permitido asomarse. A ese desalojo de orden institucional se sumaría otro de corte más «expresivo», delineado por las formas de sociabilidad popular –concurrencia a las chinganas, pasión por los juegos de azar, «desarreglo» familiar, profusión de festividades y cultivo de los espacios lúdicos en general– que los constructores de estado consideraban atentatorias contra el orden que anhelaban restaurar. La primera fase de la «aclimatación» plebeya a ese orden, por tanto, consistió en una suerte de expulsión de la comunidad autoproclamada como «decente», y en el consiguiente levantamiento de barreras fácticas o institucionales –represión sumaria, dispositivos policiales y legales– que bloquearan cualquier prurito de retorno a los territorios ahora vedados.
Pero como un orden verdaderamente nacional no podía edificarse sobre la base de la exclusión permanente de sus clases populares, un segundo momento de la operación plebeya portaliana consistió en «domesticar» o disciplinar a los expulsos, extrayendo de ellos al menos una aceptación resignada del diseño político y social en vías de implantación. Esto suponía naturalizar conductas de acatamiento espontáneo a la autoridad de las leyes y de las clases superiores, inculcar hábitos de trabajo reglamentado y cada vez más ajenos al control de los propios trabajadores, y en general fomentar una actitud de subordinación acrítica al orden establecido. «La tendencia de la masa al reposo», una disposición que el ministro Portales consideraba consustancial al alma plebeya (o al menos así lo decía en sus escritos), era en realidad en esos momentos más bien un objetivo a lograr.
Pero no podía ser sino un objetivo transitorio. Porque si lo que se ambicionaba era reemplazar el fenecido estatuto colonial por otro igualmente hegemónico, ahora en clave republicana y «nacional», no bastaba con el acatamiento pasivo de un componente del cuerpo social que, en su doble condición de mayoritario e imprescindible para el funcionamiento colectivo, debía identificarse de manera más auténtica y profunda con dicho proyecto. Para tal efecto, lo que se requería era nada menos que un «reformateo» del ser plebeyo en función de ese imperativo, una suerte de «revolución cultural» que hiciese de la masa «bárbara», «supersticiosa» y «concupiscente» un cuerpo ciudadano en plena sintonía con las demandas de una agenda progresista, capitalista e ilustrada. Materializado ese ambicioso libreto, Chile supuestamente quedaría en una situación expectante para encarar con la frente en alto los desafíos de la modernidad, con el crédito consiguiente para quienes hubiesen conducido el proceso.
El capítulo que se desarrolla a continuación se propone reconstruir esa secuencia de «desalojo-contención-disciplinamiento» durante el primer decenio del régimen portaliano, aquel que se verificó bajo la presidencia de José Joaquín Prieto (1831-1841). Por supuesto, el ordenamiento sugerido tiene un sentido más analítico que cronológico, pues los componentes de lo que se ha denominado aquí la «operación plebeya portaliana», como cualquier proceso histórico complejo, no se ajustan a un esquema tan pulcro, caracterizándose más bien por la superposición y el aparente «desorden» de los acontecimientos. Sin embargo, se estima que un esquema de ese tipo puede resultar útil para recuperar y dimensionar bien el sentido de la política seguida por ese régimen respecto de los sectores populares, a objeto de hacerlos más funcionales a su propio afán fundacional. Dicho de otra forma, el capítulo persigue reconstruir la etapa inicial de la «construcción social del estado» bajo conducción portaliana, considerando por cierto no tan sólo las iniciativas desplegadas «desde arriba», sino también las respuestas que éstas despertaron entre su «público objetivo»: el mundo plebeyo.