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2. La contención

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Más allá de los deseos y prejuicios aristocráticos, la expulsión del mundo plebeyo de los espacios comunes, ya fuese figurada o literal, no era a largo plazo una estrategia viable, ni plenamente deseable. No era viable, porque era imposible mantener a los incómodos y escandalosos actores populares permanentemente alejados de aquellos lugares en que transcurría gran parte de sus vidas, y los cuales naturalmente se resistían a abandonar. Tanto por hábitos de movilidad ancestral y sociabilidad grupal como por la miseria que ensombrecía sus reductos privados, lo normal era que el pueblo prefiriese interactuar y expansionarse en los espacios públicos y no en el confinamiento «entre-muros» (al decir de María Angélica Illanes) al cual querían relegarles las clases patricias. Pero tampoco era ésta, a final de cuentas, una opción deseable, porque esos mismos aristócratas requerían de la plebe para que les trabajara, les sirviera, luchara en sus guerras, y dotara de un mínimo de credibilidad a un proyecto republicano teóricamente basado en la soberanía popular, o a un proyecto de nación que se fundaba sobre el principio de pertenencias e identidades compartidas. En consecuencia, más que excluir, lo que verdaderamente correspondía era disciplinar, reactivando los hábitos de acatamiento y subordinación. Para tal fin, ha propuesto María Angélica Illanes, los instrumentos más adecuados parecían ser el azote, el salario, y la ley158.

En teoría, lo que debía primar en esta trilogía era la ley, invocada por el orden portaliano como su principio máximo de legitimidad. En sus momentos más «doctrinarios», la ley se confundía, o era el sustento fundamental, de los dos grandes referentes sobre los cuales debía edificarse el nuevo pacto social: la patria y la república. «Si la ley y la sujeción a ésta son tan necesarias», argumentaba con vehemencia Andrés Bello, «puede decirse con verdad que ellas son la verdadera patria del hombre y todos cuantos bienes puede esperar para ser feliz». Y agregaba: «no es ciertamente patria por sí solo el suelo en que nacimos, o el que hemos elegido para pasar nuestra vida». Patria era, al menos para él, «esa regla de conducta que señala los derechos, las obligaciones, los oficios que tenemos y nos debemos mutuamente: es esa regla que establece el orden público y privado; que estrecha, afianza y da todo su vigor a las relaciones que nos unen, y forma ese cuerpo de asociación de seres racionales en que encontramos los únicos bienes, las únicas dulzuras de la patria: es pues esa regla la patria verdadera, y esta regla es la ley sin la cual todo desaparece»159. Lo propio valía para el concepto de república: «el alma de una república es el respeto a las leyes que consagran la libertad, propiedad & c., y el odio a todos los que violen estos derechos. Donde se quiere ensanchar tanto las facultades individuales, que cualquiera puede cometer los crímenes más atroces, sin sentir la acción represora de la sociedad, no hay propiamente libertad sino licencia, no hay república sino confusión; por consiguiente la institución más adecuada para refrenar estos desórdenes debe ser la más republicana»160. Como bien lo entendía quien a la postre se convirtió en el mayor símbolo y forjador de la arquitectura jurídica portaliana, sólo la ley podía conferir continuidad (e idealmente, también legitimidad) a un orden fundado inicialmente sobre la violencia. La «anarquía» postindependentista, fruto del colapso de la institucionalidad colonial, sólo podía subsanarse, en un vocablo compartido por todos los regímenes que este libro estudia, mediante un ejercicio de «restauración de las leyes».

En la práctica, sin embargo, y por las razones que se expondrán más adelante, lo que de verdad prevaleció fue el azote. A través de este y otros dispositivos similares, las autoridades peluconas se abocaron, bajo la conducción personal del ministro Portales, a restablecer una obediencia plebeya que juzgaban seriamente resentida por el desgobierno pipiolo. A un mes exacto de la Batalla de Lircay, el alcalde de Casablanca consultaba al intendente de Santiago si podía, «siguiendo la práctica de los juzgados de esa Capital y de Valparaíso», aplicar la pena de azotes a un presunto criminal que acababa de arrestar. Este recurso, argumentaba, «es el único capaz de contener los actos de innumerables rateros, que abusando de la impunidad con que cuentan, infestan cada vez más estos lugares, dejando en descubierto la responsabilidad de los jueces, y en ridículo el respeto de la autoridad que pueda contenerlos». Le respondía su superior al día siguiente que «la pena de azotes se restableció en 10 de Junio de 1829, para que se ejecute según las leyes y como antes se practicaba»161.

No había transcurrido otro mes cuando el propio Portales procedía a la organización en Santiago de un cuerpo de policía que se hiciera cargo, «con mayor vigilancia que hasta aquí», del cuidado de la seguridad pública, «de la decencia de las costumbres, y del aseo de la población». Entre sus atribuciones figuraban la de impedir «toda reunión de personas en que se usen gritos sediciosos, o en que se pronuncien palabras obscenas y escandalosas; o en que se trate de golpear, insultar o hacer burla de alguna persona; o de turbar la paz de alguno de los transeúntes, exigiéndole alguna limosna o contribución o forzándole a practicar algún acto que él resiste». También se la facultaba para aprehender «a toda persona que encontraren manifiestamente ebria en las calles y ventas públicas: a los que ejecutasen actos o vertiesen palabras indecentes y obscenas: y a los que estuviesen golpeándose o provocando riña». Se reiteraba, asimismo, la ley de 1824 que prohibía a la población civil cargar «cuchillo, puñal, daga, bastón con estoque y cualquiera otra clase de armas», y se conminaba a dispersar toda «reunión de personas sospechosas o reputadas por vagas, que sin objeto racional se hallen detenidas en las calles». Por último, debía velar la policía porque no se arrojaran «a algún edificio, o a los transeúntes piedras y lodo», ni tampoco «despedir cohetes o bota-fuegos, romper vidrieras o faroles, rayar paredes o de cualquiera otro modo hacer daño a los edificios»162. De alguna manera, este cúmulo de prerrogativas evocaba el sentido tradicional (colonial) de la palabra «policía», como encarnación de la vida ordenada y «civilizada» que teóricamente suponía la coexistencia en la polis163.

En cuanto a la inseguridad rural, Portales solicitaba en julio de 1830 al Poder Legislativo autorización para crear «comisiones ambulantes de justicia, que repartiéndose por los campos pusiesen algún término a la multitud de crímenes que se cometen». La idea era que estas comisiones procediesen sumariamente, obviando los procedimientos judiciales que solían dilatar las causas criminales, «sobre todo las de asesinato y salteo», hasta concluir en su impunidad164. En apoyo de esa propuesta, El Araucano invitaba al Poder Judicial a tomar medidas que, como la aplicación expedita e implacable de la pena de muerte, «si no previenen los delitos, siquiera los repriman por medio de ejemplares que infundan terror». Asumiendo que «quizá nuestras palabras van a chocar con los principios de la filantropía, con los consejos de los filósofos, y con los sentimientos de humanidad, aconsejando a los jueces que irremisiblemente condenen al último suplicio al asesino», se insistía en que la lenidad judicial terminaría por hacerlos «también responsables de esa sangre que se vierta por su compasión, de los caudales que se gasten en perseguir criminales que al día siguiente se hallen en el rango de hombres libres y honrados, y de esa sucesión no interrumpida de malhechores que han formado una especie de vínculo de la sangre de sus compatriotas»165.

Sin hacerse cargo directamente de estas impugnaciones, la Corte Suprema sugería al gobierno derogar una antigua ley de las Siete Partidas que eximía de la pena capital a quien hubiese cometido un homicidio en estado de embriaguez. Esta última medida, inmediatamente aplaudida por El Araucano, fue efectivamente sancionada como ley en octubre de 1832: «la Corte Suprema piensa muy bien cuando pide que se desprecie esa ley que favorece a los asesinos bajo el pretexto de la embriaguez, porque a la verdad no se alcanza la razón por qué un vicio pueda servir de disculpa para el mayor de los crímenes»166. En una línea análoga de razonamiento, y ante los escrúpulos que podía suscitar la aplicación sumaria de la pena de muerte, Mariano Egaña, en su condición de Fiscal de la Corte Suprema, oficiaba al gobierno en diciembre de ese año sobre la vigencia legal de la pena de azotes, que aunque suprimida por el gobierno de Ramón Freire en 1824, había sido repuesta por esas mismas autoridades apenas un año después. Argumentaba el jurista en aval de su propuesta que «los crímenes se aumentan en una progresión espantosa, y la nación corre a su ruina moral; ni puede ser de otro modo si se considera la impunidad en que quedan los delincuentes, y que fuera de la capital, no hay una pena que aplicarles, o viene a ser la que se decreta (cuando no se elude absolutamente) tan tardía, y tan distante del teatro del delito, que no produce escarmiento», por lo que parecía preferible reemplazar los castigos «excesivos o atroces» por otros más «prontos e indefectibles», como los azotes167. De hecho, antes aun del recordatorio del fiscal Egaña, el intendente de Santiago decretaba que a toda persona sorprendida portando cuchillo –justamente una de las prohibiciones establecidas en el Reglamento de Policía emitido en 1830 por Portales–»se le subrogue la pena de presidio en cincuenta azotes, cuyo remedio juzgo más aparente para remediar de algún modo estos males tan repetidos»168.

Con el propósito de precisar el tipo y la gravedad de las faltas que ameritaban la aplicación de la pena de azotes, el 13 de marzo de 1837 el propio ministro Portales expedía un decreto «aclaratorio» de la recién aprobada Ley de Administración de Justicia, a la espera de que se elaborara un código penal propiamente tal. Según el Artículo 2º de ese cuerpo legal, los jueces de menor cuantía podían aplicar dicha pena «en los delitos de hurto, especialmente si hubiere reincidencia o escalamiento de cerca, y en los de ebriedad habitual o uso constante de entretenerse en juegos prohibidos», siempre que los azotes «no excedieren el número de cincuenta»169. También podía actuarse de esa forma frente al robo de animales, penalizado por un decreto de julio de ese mismo año (firmado por Mariano Egaña, ahora desde el cargo de ministro de Justicia) con 25 a 50 azotes, más ocho a dieciocho meses de servicio en las obras públicas, en casos menores, y cien a doscientos azotes, más seis a ocho años de presidio o servicio público, en caso de reincidencia170. Tal como lo argumentara María Angélica Illanes, la pena de azotes se convertía así en una de las intermediaciones más características y reiteradas entre el orden portaliano y el bajo pueblo.

Sólo podría disputarle ese sitial, tal vez, la tantas veces aludida y estudiada institución del presidio ambulante, mejor conocida como los «carros-jaula», en que los delincuentes eran encerrados «como fieras», y bajo condiciones execrables, en carretas que los conducían diariamente a la ejecución de trabajos públicos171. Los estudios existentes ahorran la necesidad de referirse largamente a este dispositivo de castigo, en el que se unía la voluntad de combatir la impunidad delictual con una utilización económicamente «provechosa» de los presidiarios. Como lo establece uno de sus autores, «los carros-jaula constituían una solución integral o global, pues a través de ellos se organizó provisionalmente la expiación de crímenes, se castigó de modo rápido y efectivo a los delincuentes, y se expandió el respeto a la autoridad y la necesidad de reponer el orden social»172. Pero vale la pena reproducir aquí las consideraciones con que el discurso oficial justificó su implantación, defendida por El Araucano como «la más oportuna y arreglada a la conveniencia pública y a la particular, y a la moral que de todos modos debe introducirse y conservarse en los pueblos». Más allá de los costos e inseguridad de los presidios existentes, especialmente el que funcionaba en la Isla de Juan Fernández, o de la urgencia de mejorar unos caminos públicos que la reactivación económica en curso tornaba más transitados, la instalación de los «carros-jaula» tenía la virtud de exhibir a los delincuentes ante el escrutinio general, subrayando «la suerte miserable a que los han condenado sus excesos, y todo esto proporcionará las más eficaces lecciones, en todos los puntos de la República, lecciones que harán aprender sus deberes a los que no han tenido otras proporciones de conocerlos, y que contendrán en su cumplimiento a los que quieran extraviarse; porque siempre estarán a la vista, e impondrán, a los que por desgracia no tienen otro convencimiento que el castigo»173. Tan importante era esta función «comunicacional» del castigo, como la califica Antonio Correa citando a Foucault174, que en una oportunidad el intendente de Santiago se sintió en la obligación de recordar al director del presidio ambulante que éste se había establecido «con el único y exclusivo objeto de castigar y poner en seguridad a los hombres, que, cargados con grandes crímenes, hagan necesaria la aplicación de esta pena», razón por la cual en ningún caso podían recluirse en él, como estaba ocurriendo, presidiarios de ambos sexos, pues dicha promiscuidad sólo conducía a «ofender en alto grado la decencia pública», y «fomentar la inmoralidad de unos y otros, poniéndoles en la ocasión próxima de cometer frecuentes desórdenes»175.

Valiéndose de la (corta) vida del gañán y bandolero Marcos Baeza, también conocido como «el Maestro», Daniel Palma ha trazado una descarnada radiografía del funcionamiento de la justicia bajo la férula portaliana. Apresado a mediados de 1830 (a los veinte años de edad) por salteador público y ladrón, tres años después Baeza era confinado al presidio de Juan Fernández por un término de diez años, pena que en definitiva no cumplió, por unirse a un motín y fuga verificada en febrero de 1834. Tras ser desembarcado al norte de Cobija, Baeza y su cuñado y compañero de fechorías Simón Yáñez («el Negro»), se devolvieron a pie hasta sus tierras natales en el Maule, trabajando por el camino como peones. A mediados de 1836 era apresado nuevamente, acusado esta vez por salteo y doble homicidio, lo que le valió ser sentenciado a muerte, tras extraérsele una confesión a punta de azotes. Pese a que el defensor fiscal argumentó que la pena adjudicada no era propia de un país ilustrado y «emancipado 27 años hace», que la confesión era inválida por haber sido obtenida a latigazos (un total de 281 en cuatro días consecutivos, según declaración del propio inculpado), y que era más útil para el país utilizar a esos reos para las obras públicas o para enviarlos a combatir contra la Confederación Perú-Boliviana, Baeza enfrentó igualmente el pelotón de fusilamiento el 28 de septiembre de 1837. Una vez muerto se le cortaron la cabeza y las manos, las que fueron colocadas «en los lugares más públicos donde cometió sus horrendos crímenes». De esta forma, y en una ironía de la historia, la carrera delictual del «Maestro» coincidió casi a la fecha con la de Diego Portales a la cabeza de los asuntos del estado176.

Esta sombría coincidencia da pie a Daniel Palma para emitir un juicio global sobre el sentido y el funcionamiento de la justicia portaliana, obsesionada por lo que reputaba la «plaga del bandolerismo». Sin negar la existencia real del robo, el abigeato o el salteo, este autor enlaza la supuesta proliferación de actividades delictuales con los temores de la elite frente a un sujeto plebeyo que, como se vio en el apartado anterior, era difícil de controlar e imposible de domesticar: «el bandido personificó todos aquellos rasgos temidos y peligrosos que alimentaban las peores pesadillas de la clase dominante al iniciarse la década de 1830». Lo peor era que, para conjurar esos «fantasmas de Portales», no se contaba con instituciones judiciales bien establecidas o con leyes a la altura de los tiempos. Respecto de las primeras, la falta de jueces competentes y la precariedad de un aparato estatal recién en proceso de articulación dejaban la administración de la ley en manos muchas veces inoperantes, y otras abiertamente arbitrarias. Hacia el término del decenio de Prieto existían en todo el país apenas catorce juzgados de primera instancia y dos cortes superiores (estas dos últimas en Santiago), lo que se traducía en que el ejercicio concreto de la justicia a menudo recayese en personas sin conocimientos jurídicos o, como ya ocurría en tiempos de la Colonia, en los poderosos locales177. Esta medida ya había sido recomendada en 1831 por la Corte Suprema, para quien los cargos subalternos de gobierno y policía debían confiarse a «los vecinos más instruidos y respetables en todos los pueblos»178. Los propietarios, argumentaba años después en el mismo sentido el periódico oficial, eran los más calificados para asumir tales funciones, pues «la subsistencia de la propiedad está ligada necesariamente al orden, y en el desorden encuentra su destrucción»179. De esa forma, las insuficiencias materiales del aparato estatal podían ser suplidas por los beneficiarios directos del orden que se pugnaba por imponer, aun cuando ello implicara desacreditar al poder público en una de sus funciones fundamentales, y de paso dejar al desnudo el carácter de clase del proyecto portaliano. Por otra parte, y como bien lo ha demostrado Mauricio Rojas, la institucionalidad judicial también podía ser utilizada en su propio provecho por los actores subalternos, convirtiéndose más en un campo de disputa social que en un instrumento unilateral del estado180. Por el lado que se lo mire, entonces, la eficacia controladora de dicho aparato quedaba seriamente interpelada181.

En lo que respecta a la renovación de los marcos legales vigentes, ya desde los primeros días del régimen quedaba claro para las máximas autoridades judiciales que éstos, «nacidos en las tinieblas de tiempos tan oscuros y remotos, y hechos para pueblos de un carácter y costumbres tan diferentes del nuestro», constituían «una barrera muy débil para contener los crímenes». Sin embargo, «la organización del código criminal de un pueblo es una de las grandes épocas de la vida de las naciones, y no está en nuestras manos anticipar el tiempo y las circunstancias en que deba suceder, si alguna vez ha de llegar para nosotros esta época dichosa»182. Dicho de otra forma, la elaboración y dictación de nuevos códigos debía ser una labor ardua y dilatada, pese a los desvelos de los principales juristas del régimen, Andrés Bello y Mariano Egaña183. «Leyes orgánicas constitucionales, policía, juzgados, código civil y criminal, código de procedimientos. ¡Cuánto nos resta por hacer!», exclamaba a comienzos de 1836 el primero de los nombrados; «¡qué intervalo tan considerable entre nuestra situación presente y el punto a que debemos llegar para llamarnos un pueblo libre y constituido!»184. En las postrimerías de la administración Prieto, todavía El Mercurio de Valparaíso denunciaba «los vicios y lagunas de la antigua legislación, y la necesidad en que nos hallamos de emprender una reforma pronta, general y absoluta»185. Así las cosas, concluye por su parte Palma, «las tentativas por estructurar un verdadero aparato judicial, dotado del personal apropiado y preocupado de impartir verdaderamente justicia según los principios ilustrados, quedaron a medio camino, o más bien, en el punto de partida». De ahí también, siguiendo al mismo autor, que al menos durante este primer decenio portaliano, el principal y casi único recurso para combatir la «plaga del bandolerismo» fuese la justicia sumaria y el endurecimiento de las penas corporales, incluyendo la de muerte. O dicho de otra forma, que el disciplinamiento plebeyo a la postre descansara más sobre el azote (ya se hablará del salario en el próximo apartado), que sobre la eficacia de la ley.

¿Qué tanto éxito tuvo esta cruzada judicial y policial? Años más tarde, el memorialista José Zapiola recordaría, polemizando con el Juicio Histórico de Lastarria a Portales, que la acción del recordado ministro había permitido superar una situación en la que «era preciso felicitarse el día en que en el pórtico de la cárcel sólo aparecía un cadáver apuñalado, cuyo asesino quizá estaba entre los curiosos espectadores», y cuando en el solo año de 1828 habían ocurrido 800 asesinatos en la capital186. El discurso oficial de la época concordaba plenamente. Ya en su Mensaje de 1835, el presidente Prieto se congratulaba «de la acelerada disminución en el número de estos delitos atroces que pocos años ha se cometían en esta ciudad y sus cercanías; disminución que no podréis menos de mirar como una señal evidente de la mejora que se verifica alrededor de nosotros en la condición moral del pueblo, y que bajo los auspicios de la paz y de la industria, se difundirá en breve a todos los ángulos de la República»187. «Antiguamente en Chile», coincidía poco después El Mercurio de Valparaíso, «no solo eran frecuentes los robos y asesinatos en los caminos, sino también en el centro de las poblaciones, principalmente al favor de la obscuridad de la noche». «Pero afortunadamente», añadía con alivio, «después de la regeneración política de la República, diversas causas han contribuido a disminuir los delitos de ambas especies, y más que todas, la planteación del ramo de policía, que aunque de un modo imperfecto hasta ahora, ha ejercido una influencia poderosa que quizá no se aprecia debidamente, en la mejora de las costumbres y por consiguiente en la tranquilidad jeneral»188. «El que ha visto el carácter de progresiva cultura que domina ya en las diversiones del pueblo», terciaba El Araucano, «turbadas antes por ejemplos de la más grosera ferocidad; el que ha contemplado la disminución admirable del espantoso número de delitos que manchaban antes nuestro país, y en fin, el que observa el ardor con que la juventud de todas las clases procura beber en las fuentes de la instrucción las benéficas máximas de la moral, no pueden menos de sentirse hondamente reconocidos hacia la Divina Providencia, que ha querido mirarnos con tan benévolos ojos, y ponernos en esta senda de engrandecimiento y de ventura, por medio de las instituciones liberales y de la paz interior»189.

Y como cerrando tan autocomplaciente diagnóstico, el propio presidente Prieto ponía fin a su mandato en 1841 exhortando a sus compatriotas en una veta similar: «no quiero sombrear este cuadro recordándoos la universal inseguridad y alarma en que se hallaba la República pocos años antes de mi elevación al Gobierno: fresca está en la memoria de todos aquella época de horror, en que cada día era señalado dentro de la capital misma por más de un crimen atroz, cuyas víctimas acusaban silenciosa pero enérgicamente la creciente desmoralización del pueblo y la relajación de los resortes sociales. Poco a poco vino a desaparecer aquel ominoso estado de cosas. El número de estos crímenes en el curso del año no iguala actualmente al de los que se cometían tal vez en una sola semana, casi a vista de las autoridades constituidas para reprimirlos; se empezaron a promover remedios para un mal tan grave; y continuados durante mi administración, han esparcido sobre vuestras ciudades y campos, un sentimiento general de seguridad y bienestar desconocido en otras épocas»190. ¿Misión cumplida? Como se podrá apreciar más adelante, estaba por verse si las circunstancias realmente ameritaban semejantes arrebatos de confianza.

Caudillos y Plebeyos

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