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1. El desalojo

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Antes de cumplirse un año desde la batalla de Lircay (librada el 17 de abril de 1830), el ministro Portales expresaba a la Corte Suprema su preocupación ante el «estado deplorable» en que se encontraba la administración de justicia, a su juicio el «ramo más importante» entre los que debía atender cualquier gobierno serio y con pretensiones de eficacia. Fruto de ello, continuaba, eran las «frecuentes y amargas quejas de varios pueblos de la República por la continua alarma en que pone a sus vecinos la repetición de atroces asesinatos y robos inauditos». Sin negar la efectividad de los hechos denunciados, el presidente del máximo tribunal, Juan de Dios Vial del Río, respondía que el desborde criminal respondía, entre varios otros factores, a «la desorganización política de los pueblos», consecuencia inevitable de las convulsiones que el país venía experimentando desde 1810. Precisaba, para mayor abundamiento, que «cada revolución política arroja, como la erupción de un volcán, una lava de malhechores que por mucho tiempo permanecen cometiendo las depredaciones y atentados más horribles». Era la discordia civil la que «ponía en acción a tan infames agentes», los que al convertir sus intenciones criminales en «objetos de alta política», se «embanderaban» en los partidos, recibían armas, y «aun cuando siguen en la carrera de sus excesos, es con un nuevo colorido que los autoriza para cometerlos peores». Pasada la tormenta, los malhechores «continúan habituados con la impunidad sin máscara alguna en su ejercicio», reforzados adicionalmente por «la copia de prófugos, desertores y otros muchos desvalidos que en estas crisis de horror pierden su pequeña fortuna y carecen de arbitrios para sobrellevar sus deberes». Todo ello, concluía, no podía sino inutilizar el buen funcionamiento de la justicia, «cuyo movimiento regular sólo puede existir en el seno de la paz y del orden»99.

El desquiciamiento del orden social, reconocido y deplorado por dos de las máximas autoridades del naciente estado portaliano, era así vinculado de manera directa con la crisis del orden político. Empeñados en resolver esta última, los conductores del régimen debían por tanto ocuparse preferencialmente del primero, cuyos principales promotores se encontraban dentro del mundo popular, componente mayoritario de aquella «lava de malhechores» que tanto horror causaba al presidente de la Corte Suprema. Es verdad que, como lo ha demostrado la historiografía relativa al período colonial tardío, los sectores plebeyos nunca habían sido particularmente «mansos» frente a superiores jerárquicos o autoridades establecidas. La insolencia, la refractariedad al trabajo subordinado, la afición a las fiestas, el alcohol y los juegos de azar eran conductas populares largamente denunciadas y perseguidas por los grupos dirigentes, particularmente bajo la vocación disciplinadora inaugurada por las reformas borbónicas100. Sin embargo, la disolución de los controles políticos que acompañó la ruptura independentista, sumada a las fracturas que esta misma provocó en el bloque patricio, tuvieron el no muy sorprendente efecto de ensanchar las compuertas a través de las cuales tradicionalmente se filtraba dicha insubordinación. Junto con ello, la instauración de un nuevo orden político que buscaba legitimarse bajo el principio de la soberanía popular, sin mencionar la movilización militar impuesta por las guerras, creaba posibilidades inéditas de penetración plebeya en ámbitos antes proscritos.

Hay, en efecto, más de algún indicio de participación plebeya en los sucesos políticos que conmocionaron la segunda mitad de la década de 1820, exaltada por Gabriel Salazar como evidencia de una «democracia pipiola» plenamente asumida, o relativizada por Sergio Grez como «convocatoria política instrumental», digitada por diferentes sectores de la élite101. «El bajo pueblo», sostiene el segundo de los autores citados, «constituía una mera fuerza de choque o, como ocurría con una fracción del artesanado, masa electoral que los bandos trataban de ganar en períodos de votaciones». En esas circunstancias, «los sectores más miserables y marginales de la plebe urbana estaban dispuestos a venderse al mejor postor o, en su defecto, a seguir a aquellos que les permitiesen obtener beneficios concretos e inmediatos en un contexto político inestable»102. Pero aun si sólo se hubiese tratado de eso, no pueden desconocerse las múltiples expresiones de insubordinación social protagonizadas durante esos mismos años por tales actores, desde la proliferación de la delincuencia y el bandolerismo (incluyendo fenómenos de clara proyección política, como la guerrilla de los Pincheira), hasta la acentuación de prácticas culturales y de sociabilidad repudiadas por todos los sectores patricios, tales como las chinganas, el «vagabundaje» y diversas formas de recreación y convivencia popular103. Se ha discutido si estas expresiones, en tanto no portaban una propuesta explícitamente articulada y alternativa, importaban un desafío político real, pero los personeros portalianos parecen haberlo considerado así104. Las rebeldías subalternas, siempre preocupantes, cobraban en un contexto de crisis hegemónica una peligrosidad aumentada, tanto en los espacios sociales tradicionales como en el novedoso espacio de la política republicana y nacional.

A partir de ese diagnóstico, el régimen instaurado en Lircay implementó prontamente una serie de medidas destinadas a erradicar toda intromisión plebeya en un escenario que se quería restringir a quienes se consideraba los únicos capacitados para ejercer tan delicadas y complejas funciones. Editorializando sobre los efectos perniciosos de la Constitución pipiola de 1828, el periódico oficial El Araucano, portavoz de la opinión pelucona triunfante, privilegiaba entre ellos «la demasiada extensión del derecho de sufragio y la multitud de elecciones populares», lo que a su juicio abría excesivo campo a «las maquinaciones de los partidos». Apuntando al fondo del problema, señalaba: «el derecho de sufragio solamente debiera concederse a los individuos que sean capaces de apreciarlo en su justo valor, y que no estén expuestos a prestarse a los abusos de un intrigante, ni a ser engañados por algún corruptor, ni sometidos a voluntad ajena». «La miseria», abundaba, «hace al hombre perder su dignidad por el abatimiento del espíritu a que le reduce la escasez, por el entorpecimiento de la razón que le ocasiona la desdicha, y en este estado adquiere una propensión a usar de todos los medios que pueden proporcionarle algún interés, sin consideración a la decencia, ni a ningún respeto». Una persona reducida a esta condición «frecuentemente es víctima de las pasiones, o esclavo de los vicios, y un ser de esta clase no puede tener voto en esas solemnes conferencias en que se estipulan las obligaciones de la vida social». En consecuencia, concluía, «circunscribiendo este privilegio a los que tengan una propiedad que les produzca para una subsistencia decente y cómoda, se evitarían muchos peligros, y se disminuirían las causas de los desasosiegos»105.

«Si buenamente se anhela porque las elecciones se hagan con la propiedad que debe apetecerse», concurría en una misma línea El Mercurio de Valparaíso, «es necesario no prodigar con ligereza la acción de votar; porque los perjuicios que se originan en la práctica perniciosa de prodigarla no se irrogan como podría decirse a los traficantes en elecciones, sino a la nación y principalmente a aquellos a quienes indebidamente se les confiere la acción de votar». Estos últimos, según el articulista, «claman por la acción de votar únicamente para venderla después», lo que aparte de desvirtuar el sentido de dicho ejercicio, daba origen a todo tipo de tumultos, como supuestamente venía ocurriendo desde 1823. Por otra parte, la venta de votos hacía que los poderosos pudiesen disponer a su arbitrio de la voluntad política de sus subordinados, tal como ya se veía entre los hacendados respecto de sus inquilinos, o de los patrones respecto de sus sirvientes. «Todas aquellas personas», concluía el artículo, «que en la clase ínfima del pueblo se hallan en estado de servidumbre», no trepidaban en sacrificar un derecho electoral «cuyo objeto no conocen» a los imperativos de su «subsistencia y bienestar», lo que obviamente distorsionaba el sentido de una práctica cuyo verdadero espíritu era garantizar «la más estricta igualdad entre los votantes hábiles, para que la opinión forme los gobiernos, y no la compra de votos». En tal virtud, y en una curiosa contorsión lógica, «si el legislador sabiamente los priva de la acción de votar, no hace otra cosa más que poner el hacendado al nivel de los ciudadanos que no tienen inquilinos»106.

Un ámbito en el cual la ampliación de la ciudadanía política había cobrado particular relieve (y por tanto, desde la perspectiva pelucona, particular peligrosidad), era el de la generación de las autoridades regionales y locales, atribución que la Constitución de 1828 había radicado en las asambleas provinciales y los cabildos (lo que Gabriel Salazar ha caracterizado como la «soberanía local»)107. Como era de suponerse, esta autonomía respecto del poder central no fue bien vista por el bando portaliano, en tanto la «buena marcha» de la administración se veía «entorpecida» por instancias que a final de cuentas quedaban entregadas a la voluntad de los electorados locales. «Siendo el Gobierno obligado a velar sobre la tranquilidad pública y la conservación del orden», editorializaba al respecto el periódico oficial, «parece muy natural que todos los subalternos que le han de auxiliar en el desempeño de este cargo, deban ser de su entera confianza y satisfacción, y nombrados por él para que su responsabilidad sea efectiva». Este principio tenía la ventaja adicional de aquietar las tensiones políticas, pues con la designación centralizada de las autoridades locales «se minorarían en gran parte las causas de las convulsiones, y se evitaría el incendio de los partidos que son consiguientes en las elecciones que se verifican por las asambleas y cabildos». Es verdad que esto podía ser visto (y criticado) como una vulneración del sistema representativo, y como un ataque a los derechos de los pueblos. Sin embargo, aseguraba el redactor oficialista, «los pueblos desean gozar de una libertad organizada, y exigen un sistema de administración firme, estable y vigoroso que no les exponga a esas alteraciones que frecuentemente los inquietan». Porque a final de cuentas, «ni la soberanía popular, ni la libertad consisten en instituciones producidas por ideas exageradas»108.

Ya verificadas las primeras votaciones bajo mandato pelucón, El Araucano insistía una vez más en la necesidad de restringir la participación electoral, juicio ahora inserto en un debate más general sobre la necesidad de reformar la Constitución liberal de 1828: «hasta ahora no se ha negado que la constitución de 828 (sic) contenga principios reconocidos, y cosas comunes a otros códigos de su clase; mas esto no quita que sea defectuosa, e insuficiente para asegurar la tranquilidad pública». Prueba palmaria de ello era «ese tráfico escandaloso que se hizo del derecho del sufragio, debido a la extensión ilimitada que se dio en el código a esa preciosa facultad». A la luz de esa experiencia, quedaba claro para el periódico oficial que «la facultad de sufragar sólo debe concederse a los ciudadanos que sepan apreciarla y que no hagan de ella agente de desorden, vendiéndola a los intereses de un partido, como lo hemos visto en el año de 29, que se abrieron puestos públicos para comprar calificaciones». El solo hecho de ser chileno, argumentaba, «no basta para intervenir en esos actos sagrados de la vida social; es necesario que haya, además, alguna propiedad, y ciertas cualidades que aseguren la libre voluntad del sufragante y el recto uso del sufragio». Ello valía también para los requisitos para ser electo, que en el caso de los diputados consistía sólo en tener «un modo de vivir con decencia, sin designar cantidad», en tanto que para los senadores bastaba con «una renta de que goza cualquier artesano de segundo orden». Así las cosas, «la formación de las leyes puede encargarse, según esa constitución, a personas incapaces de servir, y de hacer respetar tan augusta función»109.

Estos juicios dieron lugar a una interesante polémica con un defensor de la constitución impugnada, quien objetó con vehemencia el sesgo «aristocrático» y autoritario que deseaban entronizar los redactores del periódico oficial. «Nuestra Constitución», afirmaba el contradictor de El Araucano, «no ha vinculado el mérito a las riquezas», puesto que no era raro encontrar «un ciudadano pobre, pero virtuoso», en tanto que no faltaban los ricos «que no se harten, y que puedan ceder en los congresos a los estímulos de su propio interés». También le preocupaba el ensanche que se les quería dar a las atribuciones del Ejecutivo, así como la supresión de las instancias autónomas de poder local: «La constitución, señor Editor, ha querido también, y no sin especiales motivos, que todos los actos de la administración se hagan con acuerdo de un consejo y no por un individuo aislado que no preste garantías y que no puede tener los conocimientos prácticos de diez o doce personas que le dirigen». En respuesta a este último argumento, el cronista oficial aclaraba que «no hemos pedido la facultad de erigir cadalsos al arbitrio de un malvado, ni que se inmolen víctimas a sus aspiraciones», sino simplemente que «conociendo la necesidad de establecer un gobierno vigoroso, se le faciliten los medios que la constitución le niega, para asegurar el orden, y se destruya la acogida que ella presta a los perturbadores». Y en cuanto a su llamado a restringir el derecho electoral, insistía en su juicio de que «en los campos y talleres hay millares con derecho a sufragio sin libertad ni reflexión», carentes por tanto de aquellas cualidades cívicas «que la constitución no tuvo cuidado de designar». En consecuencia, la exigencia de propiedades para acceder a dicha condición no era otra cosa que establecer garantías para que el acto de sufragar no fuese distorsionado por intereses espúrios, «premiando al laborioso»–entendiendo por tal al propietario–»y separando al holgazán de las distinciones que no merece». Y por último, «más tendríamos que temer de esa democracia absoluta que el autor (del artículo crítico) quiere establecer, que de la aristocracia moderada y necesaria para equilibrar el poder popular»110. O como lo decía más descarnadamente otro prohombre del régimen portaliano, el jurista Mariano Egaña, un orden político en regla no podía quedar entregado al «voto inconsciente de la muchedumbre»111.

A la postre, ese fue el espíritu que inspiró a la «Gran Convención» que reemplazó la cuestionada carta de 1828 por la Constitución «pelucona» de 1833, mediante la cual se consagró el diseño político de los nuevos gobernantes. La reforma constitucional, sostenía ese cuerpo deliberante, se justificaba como un necesario antídoto frente a «las exageraciones de una falsa democracia» que, por evitar el hipotético despotismo de un gobernante, daba lugar al despotismo de todos, «o lo que es lo mismo, a la anarquía»112. En plena sintonía con ese juicio, que equiparaba abiertamente la democracia con la anarquía, se congratulaba el periódico oficial que el nuevo código no incluyese «aquellos principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia», y que claramente obedecían «a teorías inaplicables a las circunstancias del país». Especialmente destacable le parecía «la restricción del derecho de sufragio, barrera formidable que se ha opuesto a los que en las elecciones hacían de la opinión pública el agente de sus aspiraciones secretas. Únicamente se ha concedido esta preciosa facultad a los que saben estimarla, y que son incapaces de ponerla en venta»113. También celebraba la supresión de las asambleas provinciales, resabio de «la fiebre federal que en los tiempos anteriores hubo de devorarnos», y cuyo principal oficio había sido el de «servir de hincapié a las revoluciones». En la nueva carta, se jactaba, el nombramiento de intendentes provinciales y jueces letrados se confería a las instancias a quienes «naturalmente» les correspondía, vale decir, al Poder Ejecutivo. En suma, «la organización del gobierno de Chile establecido por la Constitución reformada, es la más adecuada que puede apetecerse»114.

Muy parecidos fueron los juicios pronunciados por el Presidente de la República, Joaquín Prieto, en la ceremonia de promulgación de la nueva carta. Sus redactores, aseguraba el mandatario, «despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables», sólo se habían preocupado de «asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos». En su opinión, el nuevo ordenamiento institucional ponía fin «a las revoluciones y disturbios a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia», conectando así explícitamente la crisis que se quería superar con la ruptura hegemónica instalada por el colapso del régimen colonial. Lo propio afirmaba su ministro del Interior Joaquín Tocornal en su memoria de 1834: «las empresas útiles han sucedido a las convulsiones políticas; el hábito del orden se fortifica, sus inestimables beneficios se sienten y aprecian; y el respeto a las autoridades constituidas ocupa el lugar de aquel desenfreno licencioso, que se equivocaba con la libertad y que sólo sirve para abrir su sepulcro»115. Dos años después, ya en vísperas de la reelección de Prieto a la primera magistratura, El Araucano todavía pulsaba la misma cuerda, agradeciendo que «las tempestuosas agitaciones, que suelen acompañar estas crisis políticas, no turban nuestra quietud, los odios duermen, las pasiones no se disputan el terreno, la circunspección y la prudencia acompañan el ejercicio de la parte más interesante de los derechos políticos». E ironizaba, a modo de conclusión, con la previsible frustración de aquellos sectores críticos que supuestamente «querrían que este acto fuese solemnizado con tumultos populares, que le presidiese todo género de desenfreno, que se pusiesen en peligro el orden y las más caras garantías: ¡Oh! ¡Nunca lleguen a verificarse en Chile estos deseos!»116.

De esta forma, los políticos y legisladores portalianos se hacían partícipes de los temores que invadieron en la Europa postrevolucionaria a numerosos círculos de opinión liberal que, sin renunciar a las ideas fundantes de 1789, tomaron categórica distancia de los «excesos» derivados de una aplicación a su juicio demasiado literal del principio de soberanía popular, error en el que también habría incurrido el pipiolaje chileno de los años veinte117. Como lo dejan en evidencia todas las expresiones reproducidas en los párrafos anteriores, la presencia plebeya en los espacios de deliberación y decisión política, ya fuese en clave electoral o tumultuaria, resultaba a todas luces inconveniente para el logro de ese objetivo supremo que era el restablecimiento del orden, entendido como acatamiento a las jerarquías sociales y políticas de viejo o nuevo cuño. Una encarnación hasta cierto punto extrema de esos temores fue la conformada por la montonera de los hermanos Pincheira, defensores empecinados de una causa realista militarmente desahuciada desde mediados de la década anterior118. Pese a reivindicar hasta el final su condición de movimiento político, esta guerrilla sólo mereció del gobierno portaliano una estigmatización como mero desborde destructivo o delictual, verdadero paroxismo de la «barbarie» plebeya contra la que se había declarado la guerra total. Haciéndose eco retrospectivo de ese sentimiento, el historiador conservador Ramón Sotomayor Valdés descalificaba el posicionamiento doctrinario de los Pincheira –a quienes denominaba «bárbaros» y «bandidos»– como «un ridículo pretexto para alzarse contra la sociedad y sus leyes más sagradas», en tanto que Diego Barros Arana, otro historiador emblemático del siglo XIX, descartaba el apoyo social que éstos conservaron hasta el final en la zona de Chillán como mero «fanatismo político o religioso, o depravación moral»119. Al representarlos como delincuentes, la opinión patricia podía descartar, sin mayores argumentos, su interpelación en clave política a la tarea de ordenamiento portaliano.

Consumada la derrota final de la guerrilla a manos del general Bulnes a comienzos de 1832, el propio ministro Portales no disimulaba su euforia en una carta escrita desde Valparaíso: «alcé las manos al cielo y recé el credo en cruz… la noticia ha endulzado mi alma y parece que me hubieran regalado 100 talegas. Felicite Ud. a mi nombre al Presidente, y dígale que cuando a Bulnes escriba, le diga de mi parte muchas cosas, especialmente por la viveza con que ha hecho jugar el fusil; pues esos facinerosos son incorregibles y habrían vuelto a formar montoneras, si Bulnes no les hubiese aplicado ese remedio tan radical». Instaba asimismo a su interlocutor a inducir al Araucano a resaltar el logro «en una hora» de lo que los gobiernos pipiolos no habían podido hacer en diez años120.

Recogiendo la recomendación ministerial, el órgano oficial aseguraba pocos días después que «ningún objeto más glorioso podía ofrecerse al gobierno de Chile que la destrucción de la gavilla de salteadores que capitaneaba Pincheira», librando al país tras catorce años del «yugo espantoso de las devastaciones de estos bárbaros». Luego de reconstruir minuciosamente dichas devastaciones, tal como lo había sugerido Portales en su carta, y enlazando abundantes referencias a «las ruinas de las provincias del sur, los gemidos de familias desoladas, el abandono de campos fecundos, la sangre vertida, de que ellos mismos han sido testigos, los alaridos de las víctimas y todos esos males que muchas veces han lamentado», el articulista daba cuenta de las exigencias de Pablo Pincheira de que se respetase su adhesión a la monarquía española como «condiciones muy ignominiosas en que el gobierno no podía convenir», y mero pretexto para que «se le dejaran bajo sus órdenes los forajidos que le acompañaban», y «se permitiese vivir en Chile a su gavilla como al resto de los ciudadanos honrados». Por último, homenajeaba a Bulnes, «ese verdadero ciudadano armado que en 829 (sic) fue mandado por los pueblos a la vanguardia del ejército que sostuvo la causa de sus leyes», por haber logrado introducirse «en los aduares de la semi-horda» y «con la vehemencia del rayo libertar a Chile en pocas horas de esos enemigos que lo devoraban»121.

El propio Bulnes, en el parte elevado a sus superiores para dar cuenta de su tan celebrada hazaña, se refería al enemigo derrotado como «horda de bandidos», unida casi como por un lazo carnal con «los bárbaros pehuenches», cuyo exterminio era calificado por el general vencedor como «la más interesante parte de este triunfo»122. Por su parte, el presidente Prieto se sumaba al coro de alabanzas señalando al Congreso que «conquistada la independencia a costa de infinitos sacrificios, aún nos restaba por conquistar la propiedad y seguridad individual constantemente atacada por una horda de bandidos» –la misma expresión de Bulnes–»que validos de su movilidad, han desolado nuestros campos esparciendo en ellos la desolación y la muerte por espacio de catorce años, hasta que últimamente un conjunto de acertadas disposiciones debidas a la experiencia, actividad y pericia del general en jefe, proporcionaron la ocasión de atacarlos y concluirlos de un modo que jamás volverán a sentirse sus estragos»123. «El hacendado», concurría exultante El Mercurio de Valparaíso, «podrá contar segura la posesión de sus intereses», en tanto que «el pacífico labrador se entregará tranquilo al cultivo de las fértiles campiñas, que han servido tantas veces de abrigo a los bárbaros del interior de la cordillera»124. El exterminio de los Pincheira, en suma, hermanaba el restablecimiento del orden político-militar con el afianzamiento de un derecho de propiedad que, al menos en la mente de las autoridades portalianas, nunca estaría garantizado bajo condiciones de «desenfreno» plebeyo.

En ese contexto, el júbilo exteriorizado por los más distinguidos personeros del orden emergente, y el mismo vocabulario empleado para referirse a los Pincheira y a la trascendencia de su derrota, aportan elementos sugerentes para calibrar esta discusión referida al pueblo como actor político temido y digno de ser reprimido. En primer lugar, los epítetos asociados a los integrantes de la montonera («bárbaros», «forajidos», «depravados») guardan estrecha y no circunstancial semejanza con los que sistemáticamente se empleaban para caracterizar a un «bajo pueblo» que era una y otra vez asimilado a la «barbarie». No en vano fue Benjamín Vicuña Mackenna, reconocidamente asiduo a comparar el mundo plebeyo con los «aduares africanos» y las «hordas bárbaras», uno de los primeros en historiar sistemáticamente la guerrilla de los Pincheira125. Interesante resulta asimismo su identificación como «porción de chilenos que se habían separado de nuestra comunidad»126, lo que podría interpretarse no sólo en términos de su obstinada filiación realista (que por otra parte el propio discurso pelucón se empeñaba en trivializar), sino también, por extensión, como una suerte de dictamen sobre los sujetos sociales con quienes se les podía espontáneamente emparentar. No parece en este sentido excesivo sugerir que la «gavilla» de los Pincheira se erigía como una suerte de encarnación simbólica de lo que podía llegar a ser una comunidad plebeya librada a sus propios arbitrios, sin un control aristocrático que la encaminara por la senda del orden, la civilización y el respeto a la propiedad.

Era tal vez esa consideración, y no sólo su rechazo al orden republicano triunfante, la que tornaba impensable el reconocimiento de los Pincheira como expresión política autónoma. La pregunta de fondo era si los sujetos populares estaban capacitados, tal como eran y se comportaban en esos años fundantes de la nación, para ocupar responsablemente los espacios públicos u oficiales. Como ya se ha visto, la Constitución de 1833 (con su consiguiente Reglamento de Elecciones) y la derrota de los Pincheira habían zanjado esa disyuntiva en la órbita de lo «estrictamente» político por la vía de la exclusión. Otro dispositivo empleado en la misma dirección fue la reconstituida y fortalecida Guardia Nacional, que, como se verá con mayor detalle en otras secciones de este capítulo, se erigió en uno de los principales baluartes no sólo del disciplinamiento popular, sino también del control y la intervención electoral en beneficio del Ejecutivo. Como lo expresa uno de los más recientes estudiosos de esta institución, «al exigir la lealtad regimentada de los trabajadores urbanos de Santiago, Diego Portales y sus aliados en el gobierno buscaron anular la politización popular acontecida hacia fines de los años 20»127. En un gesto no exento de paradoja, el orden portaliano se valía así de un cuerpo eminentemente plebeyo –aunque sometido a dirección jerárquica– precisamente para alejar, o al menos para contener, cualquier intervención política de los de su clase. Porque la manipulación electoral del gobierno, ejecutada en buena medida a través de la Guardia Nacional, terminó siendo una estrategia más efectiva aun que las exclusiones constitucionales o legales para consumar el desalojo político plebeyo. Pero esa necesidad de «desalojo» no se agotaba en los comicios y en las urnas. También había otros ámbitos del espacio público, más asociados a la vida en común y a las formas de sociabilidad cotidiana, que debían ser «liberados» del desenfreno criollo. De ellos nos ocuparemos a continuación.

Como se dijo más arriba, una de las consecuencias de la disolución del lazo colonial, de las pugnas intra-élite que esto trajo consigo, y de la experimentación política que caracterizó a los años veinte, fue un relajamiento de los controles jerárquicos, lo que desde una perspectiva plebeya implicó una mayor libertad para exteriorizar sus preferencias y regir sus vidas. Para la óptica dominante, sin embargo, esto sólo significó exacerbar la ancestral tendencia popular a la violencia, a la ociosidad y al vicio128. La ciudad de Santiago, se lamentaba El Araucano a pocas semanas de su primera aparición, estaba infestada de vagos y ociosos129. Peor aun: se apreciaba en el país «una repetición de asesinatos desconocida en otras épocas», fruto del «vicio abominable del uso del cuchillo con que las últimas clases dan término a sus disensiones». «Esta fatal manía», aseguraba el editorialista, «proviene del carácter belicoso, que la ignorancia deja correr hasta el exceso, y que nunca podrá extinguirse mientras la ilustración y la moral no se apoderen del corazón de la plebe»130. El ministro Portales, por su parte, no vacilaba en atribuir los numerosos «robos y horrorosos asesinatos que desgraciadamente se han experimentado siempre en esta capital», al «ocio y la embriaguez que no han podido desterrarse, ni con las penas que les están señaladas en la legislación, ni con las precauciones tomadas hasta aquí»131.

Pero no era sólo la violencia delictual o cotidiana de la plebe, por muy real y peligrosa que ella fuese, lo que ofendía la moral pelucona. En el mismo sentido obraba un conjunto mucho más vasto de prácticas sociales, lúdicas o culturales que el discurso dominante solía reunir bajo el apelativo de «barbarie», y cuya reproducción, supuestamente exacerbada por la «permisividad» pipiola, se estimaba igualmente urgente erradicar132. Éstas iban desde la congregación colectiva en chinganas o fiestas populares hasta la afición por la bebida, los juegos de envite o el simple «vagabundaje», pasando por las más diversas expresiones religiosas y sexuales133. En esa lógica, no bastaba con el simple restablecimiento de la tranquilidad política o social, si ello no iba acompañado de una morigeración visible de las costumbres. «En medio de las ventajas que nos ha proporcionado el establecimiento del orden», decía al respecto El Araucano, «se observa con desagrado una afición a ciertas diversiones que pugnan con el estado de nuestra civilización. Se ha restablecido con tal entusiasmo el gusto por las chinganas, o más propiamente, burdeles autorizados, que parece que se intentase reducir la capital de Chile a una grande aldea». «Cada cual sabe la clase de espectáculos que se ofrecen al público en esas reuniones nocturnas», continuaba el editorialista, «en donde las sombras y la confusión de todo género de personas, estimulando la licencia, van poco a poco aflojando los vínculos de la moral, hasta que el hábito de presenciarlos, abre la puerta a la insensibilidad y sucesivamente a la corrupción. Allí los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos de la tierna joven, a quien los escrúpulos de sus padres o las amonestaciones del confesor han prohibido el teatro». Y concluía: «muy bueno es que el pueblo tenga sus distracciones, porque es una necesidad de la vida; pero no todas son aparentes para todas las clases de la sociedad, ni deben repetirse todos los días, ni abandonarse a la discreción de logreros que buscan ganancias en el exceso de los placeres, y en el progreso de los extravíos»134.

En un registro equivalente al de su colega capitalino, El Mercurio de Valparaíso lamentaba que algunos habitantes de ese puerto estuviesen empeñados en instalar allí esas «sentinas de corrupción» que eran las chinganas, pese a estar prohibidas por los bandos de policía. «Nada habría que criticar», aseguraba el periódico porteño, «si en tales casas únicamente se cantaba y bailaba con moderación», pero la experiencia demostraba que «la gente más soez y corrompida es la primera que se apodera de todas las avenidas y asientos, para desde allí provocar la embriaguez y obscenidades», y aun en los alrededores de ellas «se ven espectáculos indecentes y por lo regular son sitios de prostitución». Y concluía, interpelando directamente a quienes establecían esos negocios: «Hay muchos modos de inventar diversiones para el público, en que los especuladores pueden sacar el mismo provecho sin provocar la disolución; pero si es preciso permitir tales casas, que sea dos veces en la semana y nada más»135. Se lamentaba el mismo periódico algunos meses después que las chinganas, «en donde se perpetran los vicios con más descaro», siguiesen proliferando en el puerto, fruto de lo cual «la disipación de la juventud se propaga con una marcha espantosa»136. Por su parte, el Gobernador del partido minero de Copiapó, en virtud de que «las fondas y chinganas corrompen la moral de los pueblos, y fomentan la ociosidad», resolvía a comienzos del año siguiente que esos establecimientos sólo pudiesen funcionar los sábados y domingos, y únicamente hasta el toque de queda137.

La historiadora Karen Donoso ha caracterizado a las chinganas del período portaliano como un espacio intrínsecamente popular, y por lo mismo intrínsecamente problemático para un régimen empeñado en restringir y reglamentar, y a final de cuentas erradicar, toda expresión de «desgobierno» plebeyo138. Así lo entendió claramente el intendente de Aconcagua y estrecho colaborador de Portales, Fernando Urízar Garfias (poco antes de su muerte, el malogrado ministro lo había elogiado por sus «gobernaderas», ilustradas por la «prudencia y la firmeza» con que conducía a los pueblos y los hombres puestos bajo su férula)139. A mediados de 1838, este funcionario tomó la determinación de «extinguir las chinganas en la provincia de mi mando», pues a su entender éstas eran «sumamente perjudiciales a la moral, a la civilización, al aumento del trabajo, al reposo de muchas familias y a la prosperidad pública en general». Interrogado por sus superiores sobre el sentido de tan drástica medida, que al parecer había perjudicado algunos intereses económicos locales, Urízar Garfias distribuyó un cuestionario entre las autoridades subalternas, curas párrocos, jueces de primera instancia y «personas notables de cada pueblo» de su jurisdicción. Se les preguntaba allí si la «extinción» de los cuestionados establecimientos había aumentado o disminuido los delitos, y si había provocado «desórdenes y males de otro género» que se hubiesen hecho «trascendentales a las masas»140.

Las respuestas recibidas permiten formarse una idea del imaginario que rodeaba a las chinganas, y por tanto a la sociabilidad y la conducta popular en su conjunto, entre lo que podría denominarse los «cuadros de base» del orden portaliano. El juez de primera instancia de la ciudad de Los Andes, por ejemplo, afirmaba que con su prohibición se había «mitigado el adulterio, la embriaguez por las calles y plazas, el taurismo (asistencia a las corridas de toros), el ocio, el hurto, el escándalo público, y en fin todo lo que no es capaz de relacionar en innumerables líneas». Para el gobernador de Quillota, gracias a la providencial medida de su superior «han cesado las riñas, los delitos han mermado, la corrección de costumbres en una gran parte se han mejorado» y las madres y esposas no seguían padeciendo de la dilapidación, por parte de sus hijos y maridos, de «cuanto habían ganado con el sudor de sus rostros durante toda la semana». En un registro más «pragmático», valoraba también este funcionario que ya «no se oían quejas de los hacendados y demás vecinos honrados haciendo presente los males que causaban las chinganas con perjuicio de la agricultura». En comprobación de este juicio, el hacendado José Tomás Rodríguez informaba que «al faltarles este asilo de los vicios», los trabajadores no disipaban sus salarios en la embriaguez y liberaban a sus familias de la miseria, además de desaparecer las puñaladas, «antes tan frecuentes». Y por cierto, «la agricultura no carece de brazos que veíamos con dolor los hacendados, careciendo los lunes y muchos toda la semana de los trabajadores entretenidos en las tabernas». Por último, el cura párroco de la villa de Putaendo se congratulaba de que «la moral y la religión han recobrado su divino imperio; la civilización y el trabajo han vuelto a ocupar el lugar que les tenía usurpado la molicie y la corrupción; y la prosperidad y abundancia se va aumentando a medida que los hombres se van viendo libres de estrellarse en los muchos escollos que a cada paso se presentan en las chinganas donde su trabajo, honradez y probidad todo desaparece a un tiempo».

Tan elocuente beneplácito, que podría seguirse ilustrando con muchos otros testimonios reunidos en el expediente citado, da cuenta de una percepción generalizada entre los sectores dominantes de lo que otro hacendado informante calificaba como «el estado de corrupción en que se encuentran nuestras campañas» y la sociedad plebeya en general. Es interesante a este respecto destacar que el intendente Urízar Garfias y sus subalternos tuvieron especial cuidado en distinguir «el mal» inherente a la sociabilidad propia de bodegones y chinganas de la convivencia puertas adentro en las casas de «lo que se llama la gente decente» (palabras textuales del intendente), aun cuando esta última también estuviese acompañada del canto, del baile y del consumo de alcohol. En el fondo, y en el largo plazo, el problema a «resolver» por las autoridades portalianas era la cultura plebeya en sí misma, para lo cual no parecía desacertado empezar por los lugares donde ésta se expresaba más públicamente, como lo eran las chinganas.

Un sentimiento similar de rechazo provocaba la pasión plebeya por el juego, calificada por El Araucano, junto con la holgazanería, como una de las ocasiones más propicias para inducir al delito: «casi todos los malhechores son hombres sin oficio que se han acostumbrado a ganar el pan estafando al infeliz que cae en sus redes. La policía debe perseguirlos de muerte»141. Abundan en los archivos de intendencias las denuncias y lamentaciones por esta afición, generalmente cultivada bajo el alero de festejos, o de las ya consideradas (y vilipendiadas) chinganas. Advertía a este respecto severamente el intendente de Santiago a uno de sus subdelegados que «en la jurisdicción de U., suelen haber algunas chinganas, y otras juntas donde hay canto y diversión publica, sin embargo de estar absolutamente prohibido por el artículo 39 del bando de policía. No ignorará U. que, esta clase de reuniones son la raíz de donde nacen el juego, la ebriedad, las disensiones en los matrimonios, y toda clase de excesos». El mismo funcionario llamaba la atención de otro de sus subalternos hacia los «muchos y graves desórdenes que a menudo se cometen dentro de la Chacra de Don Gaspar Solar (que no era una chingana), por efecto de la gente que allí se reúne todos los días de fiesta y en algunos otros de la semana, a consecuencia de las ventas, juegos y diversiones de toda clase que en dicho lugar se toleran, con notable perjuicio de la moral pública y del orden interior de las familias»142. Algo similar informaba una autoridad local al intendente de Concepción respecto de la morada de Margarita Trapamilla, en la que «se mantenían juegos de naipe y otros desórdenes que se cometían bajo la sombra de venta de licores y rifas». Habiendo resuelto allanarla, «hallamos una numerosa reunión de hombres y mujeres, unos jugando a los naipes que logré quitar y conservo en mi poder, otros bebiendo licores, otros embriagados y en fin en otra clase de desórdenes, que no pueden sostenerse sin el robo entre gentes que sólo viven de un trabajo miserable como es notorio»143. Todavía en 1842, ya entrado el segundo decenio portaliano, el ministro de Justicia Manuel Montt se veía en la necesidad de escribir a los intendentes «representándoles la lamentable propagación de los juegos de envite y azar, así en la capital de la República como en los demás pueblos del Estado, y los efectos funestos que está produciendo este vicio corruptor de las costumbres públicas y enemigo del bienestar social»144.

Adicional y singular inquietud provocaban entre las autoridades portalianas los «excesos» a que se abandonaba la plebe con motivo de ciertas fiestas públicas, particularmente las de origen religioso. Como es de suponer, uno de los principales destinatarios de esta censura era el Carnaval, que precisamente por esta época comenzaba a ser sistemáticamente erradicado de la cultura nacional por iniciativa del gobierno. Al aproximarse la fecha de esa fiesta en el año 1834, por ejemplo, el intendente de la Provincia de Coquimbo, José Santiago Aldunate, emitía un bando calificándola de factor de «degradación de la civilización actual», y de testimonio de las «groseras costumbres de aquellos tiempos bárbaros de donde trae su origen». Así y todo, reconocía, «tales ridiculeces, por inveteradas, no es posible desarraigarlas de una vez», razón por la cual la autoridad debía conformarse con «contener el desenfreno que se ha notado antes», prohibiendo el juego de la «chaya» en lugares públicos y el galope a caballo por las calles de la población145. Editorializaba al respecto El Araucano un par de años después: «estos días que por un canonizado abuso parecían exclusivamente destinados a la intemperancia y al desorden, ahora han sido señalados por la moderación y el sosiego: parece que nunca se hubieran visto en Santiago las tumultuosas cabalgatas, las desagradables reuniones de gentes provistas de cencerros y otros semejantes instrumentos, las voces descompasadas, ni tantas acciones ridículas, de que eran tan abundantes los carnavales entre nosotros, lo mismo que en otras muchas partes del mundo civilizado». Y sentenciaba, con no disimulada complacencia: «el pueblo que una vez llegó a gustar los bienes inherentes a la moderación y a la decencia, y a saborearse con los placeres puros aprobados por la recta razón, ya tiene abierto y expedito el camino que le lleva tranquilo al punto de su felicidad verdadera»146.

Pero no era sólo el Carnaval el que desataba la concupiscencia plebeya, sobre todo en las zonas rurales más alejadas del control gubernamental. Advertía al respecto el intendente de Santiago al aproximarse la Navidad del inaugural año portaliano de 1830 que la costumbre de formar ramadas en aquellos días era «una de las diversiones que a más de corromper la moral perjudican las buenas costumbres, y causan desórdenes que a la Policía le es imposible evitar, ya por la distancia en que se colocan, ya por la clase de hombres que allí comparecen». No sólo ocurrían allí «los mayores excesos por la embriaguez, principal objetivo de esas reuniones, sino también por los juegos prohibidos de que resultan las pendencias y por consiguiente los asesinatos que tantas veces nos han escandalizado»147. De igual forma, y al poco tiempo de haberse congratulado por el eclipse del Carnaval capitalino, El Araucano daba la voz de alarma respecto de los «males gravísimos» provocados por fiestas presuntamente religiosas, tales como las de los santos patronos «y aun las de Corpus Cristi». En ellas, se denunciaba, «al pretexto de celebrar lo más alto y más puro de la religión, se hace ostentación de lo más refinado del vicio, consagrando ocho, quince o más días al ocio y la disolución más desenfrenada». Y se precisaba: «en las plazas de los pueblos, o a la inmediación de las iglesias donde se celebra la festividad, se forma un círculo de pequeños cuartos cubiertos con ramas destinadas a la venta de licores fuertes, a los cantos y bailes indecentes, al juego y a la destemplanza». Esto naturalmente provocaba la parálisis de las actividades productivas, además del consabido cortejo de riñas, heridas y muertes. En suma, y proyectando estos efectos hacia un plano más general, se afirmaba que «si buscamos la causa de muchos males públicos, tal vez no la encontramos en otra parte que en estas fiestas: si la desmoralización de la multitud, si la poca sumisión de los hijos a los padres, si la suma pobreza de las clases inferiores, si la abyección en que viven, si en fin una mortalidad que sorprende a vista de la benignidad del clima que habitamos, si de todo esto buscamos la causa, en la intemperancia, en la disolución, en la prodigalidad de las fiestas la encontramos, y encontraríamos también sin necesidad de muchas reflexiones la de otros males públicos que nos afligen y cuyo número no es corto ciertamente»148.

Como respuesta inmediata a esta amonestación, que seguramente no era sino una estrategia para ir preparando los ánimos del público lector, el 4 de julio de 1836 el ministro Portales enviaba a los intendentes una circular señalando que «la costumbre generalizada en toda la República de celebrar las Pascuas, la festividad de los Santos Patronos y la de Corpus Christi, formando habitaciones provisorias a que se da el nombre de ramadas» se prestaba como aliciente «a ciertas clases del pueblo, para que se entreguen a los vicios más torpes y a los desórdenes más escandalosos y perjudiciales», lo que resultaba en «el abandono del trabajo, la disipación de lo que éste les ha producido, y muchas riñas y asesinatos». Por tal razón, concluía «prohibiendo absolutamente en todos los pueblos de la República que se levanten dichas ramadas en los días señalados y en cualesquiera otros del año»149.

Ni las propias fiestas nacionales, cuya implantación en la sociabilidad popular constituyó uno de los afanes prioritarios de todos los gobernantes durante estos años de formación republicana, y en las que solían tolerarse manifestaciones como las que el documento recién citado tan fuertemente estigmatizaba, pudieron escaparse a este prurito moralizador. Así, el propio Portales firmaba un decreto de febrero de 1837 (precisamente en vísperas del Carnaval) en que las tres fechas nacionales que hasta entonces se conmemoraban oficialmente (el 12 de febrero, el 5 de abril y el 18 de septiembre) se reducían sólo a esta última. Fundamentaba el ministro esta disposición aludiendo a los «perjuicios de consideración al servicio público y a las ocupaciones de los particulares», originados por la multiplicidad de festejos, estimando que los fines patrióticos a que ellos propendían podían cumplirse perfectamente mediante su «reunión en un solo día». Con todo, es pertinente recordar que en ese día se siguió permitiendo oficialmente el funcionamiento de ramadas y chinganas, así como el consumo de alcohol y otras prácticas lúdicas que durante el resto del año se pugnaba por suprimir. El cerco sobre la sociabilidad popular, obvia y necesariamente, reconocía límites150.

Ejemplos como éstos podrían seguirse acumulando. Las lidias de toros, por caso, prohibidas oficialmente desde 1823, seguían celebrándose pese al disgusto de las autoridades peluconas. «Se trabaja con tesón por restablecer la moral en todas las clases del Estado», apuntaba un editorial de El Araucano de 1831, «y sin embargo se observa que no todos los funcionarios coadyuvan a este digno objeto. La fiesta de toros está justamente prohibida en toda la República, y no obstante en la villa del Monte se ha hecho varias veces, sin saberse con qué permiso, y en cada una de ellas no han faltado desgracias»151. «¿Será creíble», insistía un colaborador de ese mismo periódico tres años después, «que todavía exista el bárbaro, horroroso espectáculo de lidias de toros, después de haberlo sabia y humanamente prohibido el soberano Congreso?». Y añadía, recriminatoriamente: «se tendría esta inobediencia por un reto, un insulto a la autoridad, si no se supiese que es efecto del descuido de ésta. ¿Cuándo podremos decir lo mismo de la maldita casa de gallos?»152. Recogía el guante una vez más, con previsible indignación, el ministro Portales, en una nueva circular a los intendentes: «el gobierno ha sabido con el más alto desagrado que en algunos pueblos de la República se infringe escandalosamente la ley del Congreso Constituyente promulgada en 16 de septiembre de 1823, que prohíbe perpetuamente en el territorio de Chile las lidias de toros, y en su virtud V. S. vele sobre su observancia en la Provincia de su mando, bajo la más estricta responsabilidad»153.

Lo propio ocurría con las carreras de caballos (donde «se falta al respeto público y a las buenas costumbres por las palabras obscenas que se vierten en medio de la concurrencia»)154; con las procesiones religiosas, en las que ofendían la sensibilidad oficial prácticas como las de flagelarse («más de cuarenta individuos casi enteramente desnudos abrían la procesión cubiertos de sangre y desgarrándose sus carnes con una disciplina horrorosa»)155; y hasta con las relaciones amorosas, respecto de las cuales un intendente de Santiago deploraba «los males que sufre la moral pública con la multitud de amancebamientos que se notan principalmente en la clase pobre», transgresiones que no vacilaba en castigar con la cárcel156. En suma, era toda una forma de vida la que se estimaba urgente modificar, en plena consonancia con el impulso «civilizatorio» que se apoderó de las oligarquías latinoamericanas decimonónicas, y que sería inmortalizado discursivamente pocos años más tarde por ese gran admirador y colaborador del orden pelucón que fue Domingo Faustino Sarmiento. Como muy bien lo dijo María Angélica Illanes algún tiempo atrás, el orden social que quería implantar la élite portaliana era intrínsecamente «censurante», y su propósito era «mantener al pueblo entre-muros, despejando su presencia festivo-expansiva sobre el espacio abierto». O dicho más claramente: «el ordenamiento social republicano debía actuar limpiando las calles de pueblo, y resguardando el exclusivismo y la estratificación en los recintos públicos»157. Era, en suma, otra forma de desalojo, de urgencia similar a la de corte político que se analizó en la primera parte de esta sección.

Caudillos y Plebeyos

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