Читать книгу La vuelta al mundo en 80 días - Julio Verne - Страница 16
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ОглавлениеDONDE PICAPORTE TIENE LA FORTUNA DE SALIR BIEN,
PERDIENDO SU CALZADO
Nadie ignora que la India —ese gran triángulo invertido cuya base está al norte y la punta al sur— comprende una superficie de un millón cuatrocientas mil millas cuadradas, sobre la cual se halla desigualmente esparcida una población de ciento ochenta millones de habitantes. El gobierno británico ejerce un dominio real sobre cierta parte de este inmenso país. Tiene un gobernador general en Calcuta, gobernadores en Madrás, en Bombay, en Bengala, y un teniente gobernador en Agra.
Pero la India inglesa, propiamente dicha, sólo cuenta una superficie de setecientas mil millas cuadradas y una población de ciento a ciento diez millones de habitantes. Mucho decir es que una notable parte del territorio se haya librado hasta hoy de la autoridad de la reina; y en efecto, entre algunos rajás del interior, fieros y terribles, la independencia india es todavía absoluta.
Desde 1756 —época en que se fundó el primer establecimiento inglés en el sitio ocupado hoy por la ciudad de Madrás—, hasta el año en que estalló la gran insurrección de los cipayos, la célebre Compañía de las Indias fue omnipotente. Iba agregando a sus dominios poco a poco las diversas provincias adictas a los rajás por medio de rentas que no pagaba o pagaba mal; nombraba un gobernador general y todos los empleados civiles y militares; pero ahora ya no existe, y las posesiones inglesas de la India dependen directamente de la Corona.
Por eso el aspecto, las costumbres, las divisiones etnográficas de la península tienden a modificarse diariamente. Antes se viajaba por todos los antiguos medios de transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, a cuestas de otro, en coatch, etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran velocidad el Indo y el Ganges, y un ferrocarril que atraviesa la India en toda su anchura, ramificándose en su trayecto, pone Bombay a tres días tan sólo de Calcuta.
El trazado de este ferrocarril no sigue la línea recta a través de la India. La distancia a vuelo de pájaro no es más que de mil a mil cien millas, y los trenes, aun con la velocidad media, no emplearían tres días en el trayecto; pero esta distancia está aumentada en una tercera parte al menos por la curva que describe el camino elevándose hasta Allahabad al norte de la península.
He aquí, en suma, el trazado del Great Indian Peninsular Railway. Partiendo de Bombay, atraviesa Salcette, salta al continente en frente de Tannah, cruza la sierra de los Ghates Occidentales, corre al nordeste hasta Burhampur, surca el territorio semi independiente de Buldelkund, se eleva hasta Allahabad, se inclina al este, encuentra al Ganges en Benarés, se desvía ligeramente, y volviendo al sureste por Burdivan y la ciudad francesa de Chandernagor, va a formar cabeza de línea en Calcuta.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando los pasajeros del Mongolia habían desembarcado en Bombay, y el tren de Calcuta salía a las ocho en punto. Mister Fogg se despidió de sus compañeros, salió del vapor, dio a su criado la orden de hacer algunas compras, le recomendó expresamente que estuviera antes de las ocho en la estación, y con su paso regular, que batía segundos como el péndulo de un reloj astronómico, se dirigió a la oficina de pasaportes.
Por consiguiente, nada pensaba ver de las maravillas de Bombay, ni la casa municipal, ni la magnífica biblioteca, ni los fuertes, ni los docks, ni el mercado de algodones, ni los bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni las iglesias armenias, ni la espléndida pagoda de Malabar-Hill, adornada con dos torres poligonales. No contemplaría ni las obras maestras de Elefanta, ni sus misteriosos hipogeos, ocultos al sureste de la rada, ni las gratas kankerias de la isla de Salcette, esos admirables vestigios de la arquitectura budista.
¡No, nada! Al salir de la oficina de pasaportes, Phileas Fogg se fue sosegadamente a la estación, y allí se hizo servir la comida. Entre otros manjares, el fondista creyó deberle recomendar cierto guisado de conejo del país, que le ponderó mucho.
Phileas Fogg aceptó el guisado y lo probó concienzudamente, pero a pesar de la salsa lo halló detestable.
Llamó al fondista.
—Señor —le dijo mirándole cara a cara—, ¿es esto conejo?
—Sí, milord —respondió el perillán—, conejo de esta tierra.
—¿Y no ha mayado cuando lo han sacrificado?
—¡Mayado! ¡Oh, milord! ¡Un conejo! Os juro...
—Señor fondista —replicó con frialdad mister Fogg—, no juréis, y acordaos de esto: antiguamente en la India los gatos eran animales sagrados. Eran buenos tiempos.
—¿Para los gatos, milord?
—Y tal vez también para los viajeros.
Después de esta observación, mister Fogg siguió comiendo con calma.
Algunos instantes después de mister Fogg, el agente Fix había desembarcado también del Mongolia y se había ido corriendo a ver al director de la policía de Bombay. Le dio a conocer la misión de que estaba encargado y su situación respecto del presunto autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una orden de prisión?... No se había recibido nada. Y en efecto, la orden no podía haber llegado todavía.
Fix quedó desconcertado. Quiso conseguir del director la orden, pero le fue negada. Era asunto que competía a la administración metropolitana, siendo ella quien sólo podía dar legalmente un mandato de prisión. Esta severidad de principios, esta observancia rigurosa de la ley se explica perfectamente por las costumbres inglesas, que en materia de libertad individual no admiten ninguna arbitrariedad.
Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg, convicción de que participaba Picaporte, lo cual daría lugar a la llegada del mandato.
Pero desde las últimas órdenes que le había dado su amo, Picaporte había comprendido que sucedería en Bombay lo que en Suez y París, y que el viaje no terminaría allí y proseguiría por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y si la fatalidad no le llevaba a él, que quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en ochenta días.
Las bayaderas de Bombay.
Entre tanto, y después de haber comprado algunas camisas y calcetines, se paseaba por las calles de Bombay. Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas las procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas con turbantes redondos, sindos con bonetes cuadrados, armenios con traje largo y parsis con mitra negra. Era precisamente una fiesta que celebraban los parsis o gnebros, descendientes directos de los seguidores de Zoroastro, que son los más industriosos, los más civilizados, los más inteligentes, los más austeros de los indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes indígenas más ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de carnaval religioso, con procesiones y festejos, en los cuales figuraban bayaderas vestidas de gasas recamadas de oro y plata, y que al son de gaitas y tam-tams danzaban maravillosamente, y por otra parte con perfecta decencia.
Superfluo es insistir aquí en que Picaporte contemplaba tan curiosas ceremonias, siendo todo ojos y oídos para ver y escuchar, y dando a su fisonomía la facha del papanatas más perfecto que imaginarse pueda.
Desgraciadamente para él y para su amo, cuyo viaje por poco comprometió, su curiosidad le llevó más lejos de lo que convenía.
Después de haber visto ese carnaval parsi, Picaporte se dirigía a la estación, cuando al pasar por delante de la admirable pagoda de MalebarHill tuvo la desventurada idea de visitarla por dentro.
Ignoraba dos cosas; primero, que la entrada de ciertas pagodas indias está formalmente prohibida a los cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no pueden entrar sino dejando el calzado a la puerta. Hay que notar aquí que, por razones de sana política, el gobierno inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus más insignificantes pormenores la religión del país, castiga con severidad a cualquiera que infrinja sus prácticas.
Picaporte entró dentro sin pensar en lo que hacía, como un simple viajero, y admiraba ese deslumbrador oropel de la ornamentación bramánica, cuando de repente fue derribado sobre las sagradas losas del pavimento. Tres sacerdotes con la mirada furiosa se arrojaron sobre él, arrancaron sus zapatos y calcetines y comenzaron a molerle a golpes, prorrumpiendo en salvaje gritería.
El francés, vigoroso y ágil, se levantó con viveza. De un puñetazo y de un puntapié derribó a dos adversarios muy entorpecidos por su traje talar, y lanzándose fuera de la pagoda con toda la velocidad de sus piernas, dejó muy presto atrás al tercer indio, que había salido en su seguimiento amotinando a la multitud.
De un puñetazo y de un puntapié derribó a dos adversarios.
A las ocho menos cinco, algunos minutos antes de marchar el tren, sin sombrero, descalzo y habiendo perdido su paquete de compras, Picaporte llegaba al ferrocarril.
Allí en el andén estaba Fix, que había seguido a Fogg hasta la estación, comprendiendo que este tunante se iba de Bombay. Tomó la inmediata resolución de acompañarle hasta Calcuta, y más lejos si preciso fuese. Picaporte no vio a Fix que estaba en la sombra, pero Fix oyó la relación de las aventuras que Picaporte estaba brevemente haciendo a su amo.
—Espero que no os volverá a suceder —respondió simplemente Phileas Fogg tomando asiento en uno de los vagones del tren.
El pobre mozo, desconcertado y descalzo, siguió a su amo sin hablar palabra.
Fix iba a subir en otro vagón, cuando le detuvo una idea que modificó súbitamente su proyecto de partida.
—No; me quedo —dijo—. Un delito cometido en territorio indio... Ya tengo asegurado a mi hombre.
En aquel momento la locomotora dio un vigoroso silbido, y el tren desapareció en la oscuridad.