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Capítulo I

Veinticuatro horas

Dentro de cinco minutos el reloj marcará las diez. Es una hermosa y cálida noche de primavera, la noche del 24 de abril de 1942.

Me doy prisa. Tanto como me lo permite mi papel de hombre viejo que cojea. Me doy prisa a fin de llegar al hogar de los Jelínek antes de que cierren la puerta de la casa. Allí me espera mi “colaborador” Mirek. Sé que esta vez no me comunicará nada importante. Tampoco yo tengo nada que decirle. Pero faltar a la cita convenida podría sembrar el pánico. Y, sobre todo, quisiera evitar preocupaciones infundadas a las dos buenas almas que nos acogen.

Me reciben con una taza de té. Mirek me está esperando. Y, con él, el matrimonio Fried. Una imprudencia más. Me alegra verlos camaradas, pero no así, de esta manera, todos juntos. Es el mejor camino para ir a la cárcel y a la muerte. O respetan las reglas de la conspiración o dejan de trabajar, porque así se exponen y ponen en peligro a los demás. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—¿Qué me han traído?

—El número de mayo de Rudé Právo.2

—Muy bien. Y tú Mirek, ¿cómo vas?

—Bien. Nada nuevo. El trabajo marcha bien…

—Bueno. Nos veremos después del Primero de Mayo. Les avisaré. Hasta la vista.

—¿Otra taza de té, jefe?

—No, no, señora Jelínek. Aquí somos demasiados.

—Por lo menos tome una tacita. Se lo ruego.

Del té, recién servido, se alza una nubecilla de vapor.

Alguien llama a la puerta. ¿Ahora, de noche? ¿Quién podrá ser?

Los visitantes muestran su impaciencia. Golpes en la puerta.

—¡Abran! ¡La policía!

Rápido, a las ventanas. ¡Huyan! Tengo pistolas, les cubriré la retirada.

¡Demasiado tarde! Debajo de las ventanas se hallan los hombres de la Gestapo, apuntándonos con sus pistolas. Después de forzar la puerta y de cruzar el corredor, los agentes de la policía secreta se abalanzan atropelladamente en la cocina y luego en la habitación. Uno, dos, tres, nueve hombres. No me ven porque estoy a sus espaldas, detrás de la puerta que han abierto. Podría tirar con relativa facilidad, pero sus nueve pistolas encañonan a dos mujeres y a tres hombres indefensos. Si disparo, mis compañeros caerán antes que yo. Y si yo me pegara un tiro se iniciaría un tiroteo del cual ellos serían las víctimas. Si no tiro, los encerrarán seis meses, quizás un año, y la revolución los libertará. Mirek y yo somos los únicos sin salvación posible. Nos torturarán. A mí no me sacarán nada, pero ¿qué hará Mirek? Él, que combatió en España; él, que permaneció dos años en un campo de concentración en Francia para volver desde allí ilegalmente a Praga en plena guerra; no, estoy seguro que no traicionará. Tengo dos segundos para reflexionar. ¿O quizá tres?

Si tiro nada salvaré. Tan sólo me libraré de las torturas, pero sacrificaré inútilmente la vida de cuatro camaradas. ¿Es así? Sí.

Decidido.

Salgo de mi escondite.

—¡Ah! Uno más.

El primer golpe en el rostro. Bastante fuerte como para dejarme sin sentido.

—¡Hände auf!3

Segundo, tercer golpe.

Tal y como me lo había imaginado.

El piso, donde antes reinaba un orden ejemplar, se convierte en un montón de muebles destrozados y de vajilla rota.

Más puñetazos y patadas.

—¡Marsch!4

Me introducen en un auto, siempre encañonado por las pistolas. Durante el viaje comienza el interrogatorio.

—¿Quién eres?

—El profesor Horák.

—¡Mientes!

Me encojo de hombros.

—Estate quieto o disparo.

—Dispare.

En lugar de una bala, un puñetazo.

Pasamos junto a un tranvía. Me da la impresión de estar coronado de flores blancas. ¿Cómo? ¿Un tranvía de bodas a estas horas, en plena noche? Será la fiebre que comienza.

El Palacio Petschek. Nunca creí entrar vivo en él. Al galope hasta el cuarto piso. ¡Ah! La famosa sección II-AI, de investigación anticomunista. Me parece que hasta siento curiosidad.

El comisario alto y flaco que dirigía el pelotón de asalto coloca su pistola en el bolsillo y me lleva con él a su despacho. Me enciende un cigarrillo.

—¿Quién eres?

—El profesor Horák.

—Mientes.

Su reloj de pulsera marca las once.

—Regístrenlo.

Empieza el registro. Me quitan la ropa.

—Tiene identificación.

—¿A nombre de quién?

—Del profesor Horák.

—Verifíquenlo.

Telefonean.

—Como era de esperar. Su nombre no consta en los registros. La identificación es falsa.

—¿Quién te los dio?

—La Jefatura de Policía.

Primer bastonazo. Segundo. Tercero. ¿Debo contarlos? No, muchacho, esta estadística ya no la revelarás nunca.

—¿Tu nombre? ¡Habla! ¿Tu domicilio? ¡Habla! ¿Qué contactos tenías? ¡Habla! ¿Direcciones? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! Si no, te mataremos a palos.

¿Cuántos golpes puede aguantar un hombre sano?

La radio anuncia la medianoche. Cierran los cafés y los últimos parroquianos retornan a sus casas. Ante las puertas, los enamorados golpean levemente el suelo con sus pies, incapaces de llegar a despedirse.

El comisario alto y flaco entra en la sala con una sonrisa de satisfacción.

—Todo en orden. ¿Qué tal, señor redactor?

¿Quién se lo habrá dicho? ¿Los Jelínek? ¿Los Fried? Pero si éstos ni siquiera saben mi nombre.

—Ya lo ves, lo sabemos todo. ¡Habla! Sé razonable.

¡Qué forma de hablar más extraña! Ser razonable equivale a traicionar.

No soy razonable.

—¡Átenlo! ¡Y péguenle fuerte!

Es la una. Los últimos tranvías se retiran. Las calles están desiertas y la radio se despide de sus más fieles oyentes deseándoles buenas noches.

—¿Quiénes son los miembros del Comité Central? ¿Dónde están las radioemisoras? ¿Dónde están las imprentas? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

Ahora ya puedo contar con más tranquilidad los golpes. El único dolor que siento es el de mis mordidos labios.

—Quítenle los zapatos.

Es verdad. Las plantas de los pies no han perdido aún la sensibilidad. Lo siento. Cinco, seis, siete, y ahora parece como si los golpes me penetraran en el cerebro.

Son las dos. Praga duerme. Y quizás en alguno de sus lechos un niño solloza entre sueños y un hombre acaricia la cadera de su mujer.

—¡Habla! ¡Habla!

Paso la lengua sobre mis encías e intento contar los dientes rotos. No puedo. ¿Doce, quince, diecisiete? No. Ése es el número de los comisarios que me “interrogan” ahora. Algunos están visiblemente fatigados.Y la muerte tarda en venir.

Son las tres. Desde los suburbios llega la madrugada; los verduleros afluyen al mercado; los barrenderos aparecen en las calles.

Quizá viva todavía lo suficiente para ver el amanecer.

Traen a mi mujer.

—¿Lo conoce usted?

Me trago la sangre para que no la vea… Y es inútil, porque brota de todos los poros de mi rostro y de las yemas de mis dedos.

—No. No lo conozco.

Lo dijo sin que sus miradas dejaran traslucir un ápice de su horror. ¡Es de oro! Ha cumplido la promesa de no confesar nunca que me conoce, aun cuando ya es inútil. ¿Quién, entonces, les ha dado mi nombre?

Se la llevaron. Me despido de ella con la mirada más alegre de que soy capaz. Quizá no fue tan alegre. No lo sé.

Son las cuatro. ¿Amanece? ¿No amanece? Las ventanas cubiertas no me dan respuesta. Y la muerte todavía no llega. ¿Debo ir a su encuentro? Pero, ¿cómo?

He golpeado a alguien y caí al suelo.

Me dan patadas. Me pisotean. Sí, ahora el fin vendrá rápidamente. El comisario vestido de negro me levanta por la barba, riéndose con satisfacción mientras me muestra sus manos llenas de los pelos arrancados de mi barba. Es realmente cómico. Ya no siento ningún dolor.

Las cinco, las seis, las siete, las diez. Mediodía. Los obreros van y vienen del trabajo; los niños van y vienen de la escuela, en los comercios se vende, en las casas se cocina. Acaso, en este momento, mi madre se acuerde de mí. Quizá ya los camaradas sepan de mi detención y tomen medidas de seguridad.

Y si yo hablara… No, no teman, no lo haré, confíen en mi. Después de todo, mi fin ya no puede estar lejano. Esto ahora es sólo un sueño, una pesadilla febril: los golpes llueven, los esbirros me refrescan con agua. Y nuevos golpes. Y otra vez: “¡habla! ¡habla! ¡habla!” y aún no consigo morir. Mamá, papá: ¿por qué me han hecho tan fuerte?

Las cinco de la tarde. Todo el mundo está ya fatigado. Los golpes ahora sólo caen de tanto en tanto; esto ya es sólo por inercia. Y de súbito oigo desde lejos, desde muy lejos, una voz suave, dulce, tierna como una caricia:

—Er hat schon genug5

Más tarde me hallo sentado ante una mesa que aparece y desaparece de mi vista. Alguien me da de beber. Alguien me ofrece un cigarrillo que no puedo sostener y alguien intenta ponerme los zapatos y dice que es imposible. Después, medio que me cargan escaleras abajo, hasta un automóvil. Arrancamos. Durante el viaje me encañonan de nuevo con las pistolas: es como para reír. Pasamos junto a un tranvía adornado con flores blancas. Un tranvía de bodas. Pero quizá sólo sea una pesadilla o acaso la fiebre o tal vez la agonía o la propia muerte. Siempre pensé que la agonía era una cosa difícil; pero esto no tiene nada de difícil: es algo vago y sin forma, ligero como la pluma. Basta un soplo para que todo termine.

¿Todo? No, todavía no. Porque de nuevo estoy de pie. Verdaderamente, estoy de pie; yo solo, sin el apoyo de nadie. Ante mí se alza una pared de un amarillo sucio, salpicada de… ¿de qué? Parece sangre… Sí, es sangre. Levanto un dedo e intento extenderla…Lo consigo…Sí, está fresca. Es mi sangre…

Por detrás, alguien me golpea en la cabeza y me ordena levantar las manos y hacer genuflexiones. A la tercera caigo…

Un alto SS se inclina sobre mí y me da de patadas para que me levante. Es inútil. Alguien ne lava otra vez y de nuevo estoy sentado. Una mujer me da una medicina y me pregunta dónde me duele. Y entonces parece como si todo el dolor se concentrase en mi corazón.

—Tú no tienes corazón —me dice el alto SS.

—Sí, lo tengo —le respondo. Y de golpe me siento orgulloso porque he sido lo suficientemente fuerte para salir en defensa de mi corazón.

Después, todo desaparece ante mis ojos: el muro, la mujer con el medicamento, el alto SS…

Ante mí se abre la puerta de una celda. Un SS gordo me arrastra a su interior, arranca los girones de mi camisa, me tiende sobre el jergón, palpa mi cuerpo hinchado y ordena que me apliquen compresas.

—Mira —le dice al otro moviendo la cabeza—, mira lo que saben hacer.

Y una vez más desde lejos, desde muy lejos, oigo una voz suave y dulce, tierna como una caricia:

—No aguantará hasta mañana.

Dentro de cinco minutos, el reloj marcará las diez. Es una hermosa y cálida noche de primavera, la del 25 de abril de 1942.

2 Derecho Rojo, órgano del Partido Comunista de Checoslovaquia

3 “Manos en alto”. En alemán en el original.

4 “En marcha”. En alemán en el original.

5 “Ya tiene lo suyo”. En alemán en el original.

Reportaje al pie de la horca

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