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Escrito en la cárcel de la Gestapo, en Pankrác, durante la primavera de 1943

Estar sentado en posición de firme, con el cuerpo rígido, las manos pegadas a las rodillas, los ojos clavados hasta enceguecer en la amarillenta pared de la “cárcel nacional” en el Palacio Petschek1 no es en verdad, la postura más adecuada para reflexionar. Pero, ¿quién puede forzar al pensamiento a permanecer sentado en posición de firme?

Alguien, un día —quizá nunca sepamos quién ni cuándo—llamó a este cuarto del Palacio Petschek “sala de cine”. ¡Qué idea tan genial! Una amplia sala, seis largos bancos, uno tras otro, ocupados por los cuerpos rígidos de los detenidos, y ante ellos un muro liso, como una pantalla cinematográfica. Todas las casas productoras del mundo no han llegado a hacer la cantidad de películas que sobre esta pared han proyectado los ojos de los prisioneros en espera de un nuevo interrogatorio, de la tortura, de la muerte. Películas de vidas enteras o de los más pequeños fragmentos de vida; películas de la madre, de la esposa, de los hijos, del hogar destruido, del porvenir destrozado; películas de camaradas valerosos y de la traición; películas del hombre a quien entregué aquella octavilla, de la sangre que correrá otra vez, del fuerte apretón de mano, del compromiso de honor; películas repletas de terror y de decisión, de odio y de amor, de angustia y de esperanza. De espaldas a la vida, cada uno contempla aquí su propia muerte. Y no todos resucitan.

Cien veces he sido aquí espectador de mi propia película, mil veces he seguido sus detalles. Ahora trataré de explicarla. Y si el nudo corredizo de la horca aprieta mi cuello antes de terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un happy end.

1 Cuartel General de la Gestapo en Praga.

Reportaje al pie de la horca

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