Читать книгу Compórtense como señoritas - Karen Luy de Aliaga - Страница 3

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1. Y todo lo que quieres es bailar


Una grapa en el parietal izquierdo. Dieciocho puntos de sutura. Un par de ellos pespunteados sobre el párpado con una aguja del grosor de un cabello de bebé. El doctor Lauro, traumatólogo de ochenta y dos años, dijo que las costuras estaban bien pulidas, aunque no se explicaba cómo no me había quedado tuerta. Mientras me pasaba una pequeña linterna para verificar la reacción en las pupilas, comenta risueño «ayer atendí a un chico al que le cayó una bola de espejos de discoteca en la cabeza. Bailar es peligroso». «Al chico le cayó una bola, a mí me cayó encima un chico», dije. El resto de puntos quirúrgicos fueron repartidos en la ceja, confundidos entre antiguas cicatrices de un piercing y un golpe con el pasamanos de la escalera de mi abuela a los cuatro años. De regreso a casa pienso que tal vez era una cicatriz necesaria, un recuerdo de cómo no debes hacer las cosas a los veintitantos. Una señal de alerta ante la repetición de malos pasos. El punto —o los dieciocho puntos— finales de mi aplazada adolescencia.

No, no me lo busqué. Tampoco me lo esperaba. Celebraba mi cumpleaños en Antro, que es eso, un antro, pero al fin y al cabo era nuestro lugar seguro. Luego, se me ocurrió que me lo merecía. Fui mala hija, mala hermana y mala novia múltiples veces. Sentí que ya había hecho mi pago a la tierra. Mi sangre, abundante, derramada como tributo. Mi madre a veces nos decía que cuando uno se ríe mucho, termina llorando. Aunque eso es solo un discurso heredado del abuelo para asustar y controlar a todo su rebaño.

Todas mis teorías sobre el golpe fueron absurdas.

Los últimos años, antes del juicio, simplemente eliminé el momento. No podré borrar las cicatrices en mi cara, pero sí extirpar ese día de mi línea de vida. Si no lo recuerdo, no existió. Para sobrevivir, ya sabrás. Las imágenes que tengo del hospital son parecidas a una película de terror de bajo presupuesto. Te limpian la sangre con varias gasas que prensan con unas pinzas, luego te colocan una inyección para desinfectar la herida y hay un dato que nadie ha podido corroborar pero está registrado en mi memoria como si fuera cierto: la doctora que me atendió dijo «voy a tener que suturar sin anestesia», aunque, años después de reunir información sobre ese día, tal vez lo que dijo fue «si tus amigos no dejan de hablar, te voy a suturar sin anestesia». Mis amigos, que en realidad eran casi todas amigas, estaban afuera de Emergencias, con latas de cerveza esperando a que terminaran de coserme. Si tus amigas no dejan de hablar, te voy a coser sin anestesia. Un trapo color verde hospital cubría toda mi cara a excepción de la herida. A mi lado solo tenía a Bibi, que no era mi amiga pero se ofreció voluntariamente a acompañarme. Por ese entonces Mariana, mi novia, se había ido de intercambio a Florida y, entre broma y broma, le pidió a su mejor amiga que me cuidara. Cuídate, decimos los peruanos siempre al despedirnos. Parece un cliché, pero entre mujeres sabemos bien que es una realidad del día a día, del minuto a minuto. Cuando me golpearon, la frase dejó de ser un cliché. Bibi hablaba con serenidad para distraer mi atención de las agujas que ingresaban una y otra vez en el volcán erupcionado que era mi frente. Uno aprende el significado de la incondicionalidad en los momentos menos esperados.

El día del golpe yo solo quería bailar. Hicimos previos en casa de una amiga que vivía al lado de la discoteca. Preparamos jelly shots con tequila, cada vez que llegaba un invitado le entregaba uno y yo tomaba otro. Por eso, cuando vino el golpe, no sentí nada. Solo unos segundos de desconcierto, levantarme del piso, las luces de colores, la gente corriendo hacia mí. Con el único ojo que podía abrir distinguí, algo confundida por los gritos, que Bibi me cargaba, mientras los guardias de seguridad rodeaban en una esquina al tipo que me había golpeado.

Llegamos al hospital alrededor de las cuatro de la mañana, en dos patrulleros y una ambulancia. En Emergencia pensaron que éramos varios los heridos, con tanto alboroto todos llevaban algo de mi sangre encima. Del resto recuerdo poco. Pero Bibi seguía a mi lado, inseparable. Iba y venía con radiografías, medicamentos y demás trámites que solicitaba la doctora. Cuando terminaron de coserme, bromeó acerca de la costura, que no estaba tan mal. No puedo recordar si durante ese lapso hicimos algún comentario. El único momento en que intercambiamos algunas palabras fue después del golpe, cuando me cargó escaleras arriba y nos sentamos en la oficina del administrador. Me saqué la mano de la frente y la sangre brotó hasta volverme el monstruo del lago Antro, una especie de Carrie gay el día de su cumpleaños, una explosión que hasta entonces solo había visto en películas de Robert Rodríguez o de Quentin Tarantino. Pude ver el horror en su cara. Insistí en que me trajeran hielo y algún antibiótico y que siguiéramos bailando. Se burló mientras buscaba un espejo en la oficina. «Voy a mostrarte el motivo por el que creo que necesitas puntos», dijo, y me paró frente al espejo. Casi vomito. Luego alguien trajo un rollo de papel toalla, lo puso sobre el cráter y bajamos abrazadas hacia la ambulancia.

Dos semanas después ya estaba con un parche en la frente, trepada en un avión hacia el norte, muy al norte, a pasar con Mariana unos días que se volvieron meses. Me rehusaba a regresar a una ciudad que poco a poco se volvía tierra de nadie. Fue allá que vimos la noticia de Bibi. Mariana lloró sin consuelo toda la madrugada. Para mí no era posible que la persona que estuvo a mi lado en el momento más traumático de mi vida fuera acusada de asesinar a alguien. Una tragicomedia gay que los medios se encargaron de mitificar, solo porque crearon un estereotipo de la chica mala de la historia (lesbiana, pelo corto, si no llora es porque es culpable), un bluff, una cortina de humo. No había chica mala, sino malos periodistas, amarillistas, de aquellos que le joden la vida a alguien en un segundo, con prejuicios y fake news. El proceso esta vez fue al revés. Como un verso de Juan Cameron: en verdad salí cachorro; en la calle me hice perro.

Pasaron diez años y a pesar de que me cambié de casa tres veces, las notificaciones del juicio por la agresión siguieron llegando. Pasó de ser lesiones leves a lesiones graves, cambió de juez a jueza, todo eso sin que yo participara una sola vez del proceso. Ese golpe era un fantasma que me seguía en vela. Una vecina le mandó una foto de la notificación a mi hermana, ella me la reenvió y me preguntó si ese juicio era por el «accidente de auto». Nunca tuve corazón para decirle a mi familia que un tipo, que medía treinta y dos centímetros más que yo y que pesaba casi cien kilos, me reventó una jarra de cerveza en la cara el día de mi cumpleaños. Por ser lesbiana. Le dije que lo olvidara. Faltaban dos días para la sentencia. Diez años. La cara hinchada un mes. Un parche del tamaño de una toalla higiénica. Una grapa en la sien. Meses encerrada por una repentina agorafobia, no solo a discotecas y conciertos, sino miedo de estar en aviones, plazas, autobuses. Miedo de volver a verlo, miedo de cada brazo que se alzaba, miedo de cada luz que se apagaba, miedo de una canción en alto volumen. Miedo de bailar y disfrutar la vida. Dieciocho puntos.

Cuando menos me di cuenta, ya estaba parada en la puerta del juzgado, esperando a un abogado que me presentaron vía e-mail la noche anterior. Tenía náuseas. Mi taxi se había atascado en el tráfico, no iba a llegar a tiempo, así que bajé y corrí tres cuadras hacia el edificio en el centro de la ciudad. Primavera en noviembre, más de veinticinco grados húmedos. Con la carrera boté algo de nervios, se me secó la garganta, vomité espuma en una esquina. Años antes, cuando estaba en la universidad, tomé seis energizantes en menos de veinticuatro horas. Debía entregar la tesis al día siguiente. Cuando quise dormir, solo lograba saltar sin control en mi cama gracias a la bomba que me había autoimplosionado. Mi madre durmió conmigo por unas horas hasta que dejé de rebotar. No volví a tomar un energizante en años. El día del juicio temblé tanto o más que aquellas convulsiones por exceso de cafeína y taurina. Mis piernas y mi mandíbula temblaban descontroladas, como si mi cuerpo estuviera a bajo cero grados. Tuve la sensación de que al entrar en aquella sala del juzgado todo se paralizaba y nuevamente la música retumbaba por los parlantes, las luces de colores se prendían y apagaban, su brazo derecho con la jarra como un hacha que cruza la pista de baile, y yo, treinta y dos centímetros más abajo, siento el vidrio macizo atravesar la piel y abrir la carne del parietal hasta cavar una fosa en donde caigo sin freno, un pozo helado donde vuelven a desbordarse todos mis miedos, a congelarse mis mandíbulas, con dientes que ahora castañetean desesperados ya no sé si de miedo o de rabia, y tengo la blusa empapada del grito que no puedo lanzar, que desde hace diez años no puedo lanzar.

Pequeñas esquirlas de vidrio brillan sobre la sangre que escarcha las paredes de todo el juzgado.

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