Читать книгу Compórtense como señoritas - Karen Luy de Aliaga - Страница 7

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5. Cada domingo después de la misa


Tocaron la puerta y nos decomisaron todos los dulces. ¿Puedes creer que revisaron hasta la tapa del inodoro? Era el invierno del 94, aún no nos habíamos emborrachado y a las justas sabíamos lo que era la marihuana por una canción de Tierra Sur, así que no sé qué estaban buscando. Sin dulces, solo quedaban las pastillas para la gripe y el Walkman, escondido dentro de una bota, porque también la música estaba prohibida. La música distrae tus pensamientos de la santidad. Nos dijeron «escriban una carta triste». Tal vez esa no fue la misión exactamente, pero algo de triste debía tener porque todas escribían y lloraban en diversos rincones del jardín. Me sentía anormal por no sufrir. Subí a la rama de un árbol para concentrarme en algo triste y llorar y escribir, pero el día era hermoso en esa inmensa casa de campo, las hojas olían a recién podadas, el cielo no era gris como en la ciudad. Solo me provocaba estar tranquila y mirar a dos chicas que, a pocos metros, también me miraban.

Tuve una experiencia similar a los ocho años. Todos estamos de blanco. Frente a mi banca hay una niña con dos trenzas. Están tan ajustadas que puedo ver su cuero cabelludo a través de la línea por donde parte el perfecto laberinto de cabellos entrelazados. Su cabeza impide que vea el altar. Los pasillos huelen a flores blancas y grandes como campanas, con un pistilo gigante y amarillo al centro. Están en cada esquina. Creo que se llaman narcisos, aunque a esa edad nadie sabe de flores. He empapado el cancionero con el sudor de mis manos. Todas hablan de amor, de un pescador, de que tenemos dos madres y cuando escucho a quienes las cantan con tanta tristeza, solo me provoca meterme en mi cama y abrigarme. Lo único que me anima es que la niña de las trenzas tiene un perfume a jazmín fresco que contrasta con el olor de las otras flores blancas de entierro. Cada vez que el monaguillo toca una campanita me arrodillo en la banca y me reconforta percibir el aroma de las trenzas de la niña, mientras intento olvidar que hoy me obligaron a ponerme un vestido blanco, medias cubanas y unos zapatitos de charol. Parezco una novia enana y me duelen los pies. No recuerdo nada más, ni cómo se veía el altar ni la primera vez que probé una hostia ni qué pasó con mi cancionero. Solo recuerdo a la niña alejándose, y yo corriendo a intercambiar mi estampita con la suya, feliz de tener algo con qué recordarla. Tengo ocho años y es lo más lejos que puedo remontarme para saber desde cuando me gustan las chicas. ¿Que si se lo conté a alguien? ¿Para qué pensaría que tenía que contárselo a alguien? ¿Por qué creería a los ocho años que estaba mal si me gustaba una niña? ¿Porque estábamos dentro de una iglesia o porque las dos éramos mujeres?

En este retiro religioso aprendí a abrazar. Creo que de niños nos enseñan bien a hacerlo. Sin embargo, en otro momento alguien me hizo creer que acercarse, abrazar y besar a alguien de tu mismo sexo era algo equivocado, que era de machonas. Hay una lista de situaciones de mi adolescencia que por un tiempo no quise recordar. Principalmente porque solía pensar que representaban una época donde reprimí mis sentimientos para que nadie ni nada me hiciera daño. Había escuchado tantas veces la palabra «machona» de forma despectiva que se me erizaba la piel al pensar que yo era una. Peor aún, que algún día mis propios amigos se dirigirían a mí con esa etiqueta hiriente. Ya lo había escuchado en los programas cómicos de la televisión. Mil y una bromas para referirse a un homosexual se transformaban en el lenguaje favorito de mis compañeros a la hora de insultar a los chicos más callados de la clase. Me dediqué a desempolvar esos momentos en mi cabeza, hice un delicado trabajo de arqueología para descubrir cuándo había sentido que me echaban en cara mi «machonería».

Solo nos fuimos un fin de semana, sin embargo mis padres estaban tan preocupados como cuando me fui de viaje por primera vez sola y al extranjero por un mes. En mi habitación éramos cuatro chicas, mis mejores amigas hasta entonces, era nuestro último año en el colegio. Ninguna sabía que después de ese retiro espiritual no volveríamos a vernos de la misma manera, sobre todo porque yo fui la única que siguió asistiendo fervorosamente a las misas y reuniones durante dos años más. La casa de retiro era enorme, cómoda, en un distrito que hasta ese día yo nunca había conocido. El jardín era del tamaño de una cancha de fútbol y al lado había una capilla con una cruz gigantesca que podías atravesar por un hueco que tenía al centro, como una puerta hacia otra dimensión, tal vez una en la que se borraran todos tus pecados. O una en la que solo te hicieran sentir más culpa.

El primer día todo me daba risa, no entendía por qué había dinámicas en las que se contaban parábolas tristes e historias trágicas que solo parecían una provocación a la depresión y al llanto. Nadie debería intentar ponerte triste a tus dieciséis solo para luego hacerte creer que te han salvado. Además, como estaba resfriada, llevaba escondidas unas pastillas llamadas Nocturnyl que venían en un sobrecito verde y que te curaban con pseudoefedrina. Para mi sistema, entonces inmaculado, era igual a drogar un elefante con carfentanil o chupar las escamas de un sapo del desierto de Sonora.

Nos dieron un break en el que teníamos que alejarnos a un rincón a pensar qué estamos haciendo con nuestras vidas. Qué haremos cuando dejemos el colegio en pocos meses. Estoy en el árbol, feliz, observando la cruz gigante de concreto, un coloso que se erige con los brazos abiertos desde el subsuelo, hasta que se rompe la rama donde estoy sentada y caigo de codo. Me sobo, me limpio el barro y sacudo la colonia de hormigas que mi cuerpo invadió en la caída. Siento aquellos cuatro ojos mirándome desde el otro extremo del jardín. Corre una chica a levantarme, la cara roja de risa. Lleva puesta una chompa de color amarillo sol, amarillo luna, amarillo alegría. Detrás del árbol escuché una voz: «¿estás bien?». Otra chica de chompa amarilla, el pelo largo y unos pequeños lentes de medida a lo John Lennon. Se aguantaba la risa hasta acumularla en unos pequeños hoyuelos que parecían pintados con plumón.

Antes de poder contestarles suena el timbre de regreso a los salones donde tenemos que contar las respuestas que, previa petición mediante unos rezos, nuestra cabeza nos debe haber dictado en esos breves momentos de soledad. Como si fuera fácil decidir qué quieres hacer con tu vida cuando ni siquiera te has enamorado por primera vez o no has salido de tu ciudad a mirar si existe un cielo distinto al gris o, peor aún, si nunca se te ha ocurrido preguntarte si realmente saliste de la costilla de Adán.

¿Qué quieres ser? Algunas responden abogadas, otras dicen que doctoras. Yo me sigo sobando el codo. Una, que me ha robado tres pastillas para la gripe, dice que quiere ser una «power ranger». Nos dicen que la respuesta correcta es que queremos ser santas. ¿Qué? Que salgamos corriendo al jardín y lo gritemos. Quiero ser santa. Me sigue dando risa. Corremos, somos las hormigas de la colmena que aplasté, sin rumbo exacto, chocando unas contra otras, en una especie de éxtasis colectivo, gritando cualquier cosa. Mi amiga la Chata grita «quiero ser alta». En ese gran jardín, en donde solo corríamos nínfulas vírgenes, volví a encontrar a las chicas de amarillo que parecían un par de pollitos flacos, abrigados por sencillas chompas tejidas a mano. Yo atravesaba la cruz gigante y ellas venían abrazadas desde el lado opuesto. Chocamos y rodamos las tres por la entrada de la capilla. Reímos, me apachurran, pero yo no muevo mis brazos ni les toco un solo pelo. Me sudan las manos y son las primeras personas en dieciséis años en decirme que eso no les importa. Me quedo tiesa a la voz de «abrazo en grupo» mientras me rodean y yo no recuerdo esa orden de la dinámica dictada por las fraternas del retiro, que son unas pequeñas jefas de faldas muy largas. Nos paramos del suelo y a pesar de que me sudan las manos a chorros, cada una sujeta una de ellas, heladas, acuosas.

Si la intención de ese retiro fue lavarnos a todas las ganas y el incipiente deseo, la sangre y las hormonas calientes de la adolescencia, sospecho que el efecto fue el contrario. Desde ese día las tres alzamos los brazos, cogimos el martillo y dulcemente atravesamos nuestras muñecas en un pacto secreto que duró varios meses, mientras seguíamos creyendo en el mismo dios. Luego, abrí los ojos. Ya sabes, cuando formas tu propio concepto de fe, piensas en el Big Bang, te preguntas al fin lo de la costilla de Adán.

Me la pasé dos años yendo a la iglesia y no me arrepiento. Intentar conocer a un dios me acercó más al amor de una mujer. Bueno, de dos. Entendí que el amor es el amor. Íbamos a voluntariados navideños a repartir chocolate caliente y panetón, al pabellón de niños con enfermedades graves a leerles cuentos, me recogían de la puerta de mi último año de colegio, comprábamos el almuerzo y el lonche, éramos una pequeña familia. Durante dos años esperé cada domingo al mediodía para pasar el resto de la tarde juntas. Mi último recuerdo es de la chica de los lentes John Lennon. Yo estaba en tercer o cuarto ciclo de universidad y nos encontramos caminando por un centro comercial. Tenía los mismos hoyuelos al sonreír, pero quedaba ya poco de aquella cándida mirada que encontré debajo de un árbol, mientras me sobaba un codo y me sacudía hormigas. A alguien de la agrupación (léase nuestro grupo parroquial en un centro pastoral) no le pareció que la relación de las chicas pollito era solo una amistad. Se lo contaron a sus padres y estos las lapidaron con mensajes que poco tenían que ver con la lógica y el amor a cualquier ser humano. Esto es enfermedad, cosa del demonio, maldición. Has caído en pecado. Ni todas las misas ni todas tus limosnas ni credos te salvarán del infierno.

Nunca más las vi.

Aún recuerdo sus timbres de voz, sus manos (las uñas prolijas de una, las mordisqueadas de la otra), el calor de sus cuellos en un abrazo, la colonia de baño fresca o el perfume dulce. Y una regla general: «Si lo sientes, lo dices. Si no lo dices, por lo menos lo escribes».

Compórtense como señoritas

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