Читать книгу Compórtense como señoritas - Karen Luy de Aliaga - Страница 5

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3. Eso le pasa por maricón


Mis padres estaban comprando en un chifa y yo los esperaba afuera, sentada con otras niñas en un Citroën DS gris, una joya de los cincuentas. Sus tapabarros traseros cambiaban de altura, y quedaba como si se arrastrara con las llantas delanteras. Lo llamábamos «el sapito», aunque en Francia le decían la déesse, «La Diosa», DS. Sus asientos de cuero eran muy cómodos y en verano era bastante fresco, se podían bajar las lunas de las cuatro puertas, y al no tener marcos, quedaban dos gigantescas ventanas por donde el viento te cacheteaba de lado a lado. Quien diría que tendría mi primer encuentro cercano con el mundo gay dentro del auto más bello de todos los tiempos.

Tenía doce años y vivía en una burbuja, envuelta en conversaciones absurdas sobre chicos a los que no les encontraba gracia pero que sabía que deberían gustarme. Seguía el hilo de los chismes con aparente atención, pero puede que haya estado pensando en el arroz chaufa y los wantanes fritos que había pedido, en cuántas veces me alcanzaría grabar «Patience» de los Guns N’ Roses en cada lado de un casete o en si mis padres por fin me regalarían un Walkman por Navidad. Conversar como una chica normal a la que le gustaba un chico normal hacía menos tediosa la espera de mis padres y los padres de las otras chicas, en aquella avenida larga y concurrida donde el sapito tenía las luces de emergencia encendidas. A lo lejos escuchamos ulular las sirenas de un patrullero, de dos, de tres. Con tanto alboroto creí que venían por nosotros, por estar mal estacionados. Supe que algo andaba mal cuando escuché los gritos y vi gente correr. Nuestros nervios lograron que fuera peor. Mi hermana de ocho años y su amiga de nueve empiezan a llorar e intentan abrir las puertas para correr hacia el restaurante, pero las hermanas mayores lo impedimos y dentro del sapito se arma una revolución porque nos pegan manotazos desesperados, asustadas, con la mitad de los cuerpecitos flacos retorciéndose por la ventana, entre alaridos.

Todo pasa en slow-motion. Personas que corren, el sonido de sus tacos, las respiraciones agitadas. Mis padres se levantan aletargadamente de sus asientos. Giro la cabeza y ahí están ellas. Tres chicas con los vestidos jaloneados, el maquillaje azul-rojo intenso (aunque esto tal vez se debiera al reflejo de los patrulleros), los peinados de cerquillo batido y el frisado hecho una maraña. La policía acelera, vocifera por un parlante que se detengan, pero ellas solo parecen flotar con los tacones sobre la vereda con una destreza que no vería ni en mi madre ni en mis tías. Las niñas y nosotras seguimos en la misma pelea, brazos y piernas que patalean, melenas que se jalan, gritos y llantos de desconcierto. En un descuido, una de las niñas abre la puerta delantera, pone un pie afuera, su padre corre desde la puerta del chifa con las llaves en la mano. En el mismo segundo una de las mujeres que corre pretende saltar la puerta con sus enormes y largas piernas cubiertas por mallas negras, el impacto la gana. Nos la hemos llevado de encuentro. Los tacos vuelan hacia la pista, al igual que su bolso. Permanece doblada, de cabeza, solo vemos su minifalda adherida a la puerta. Todas estamos mudas. Rápidamente, la mujer, la pobre y asustada mujer, toma aire, se recupera, mira hacia dentro del carro, confundida, con el maquillaje corrido y la cara sudada. Las lágrimas retenidas en los ojos negros y desencajados. La mandíbula temblando de dolor. El golpe fue bajo y duro.

Nos despierta del shock una voz que retumba en todo el sapito y que por un momento nos cuesta entender de dónde viene. Sale desde sus entrañas: laputamare. La niña lanza un chillido espantoso y da un salto hacia dentro del carro; mi hermana le hace coro, junto a las dos otras chicas que están a mi lado. Yo solo miro a la mujer juntar la puerta y seguir con su carrera.

Mi padre, que ha visto a la distancia la humillante escena, dice algo que lo hace verse bastante peruano, como «esos maricones de mierda», secundado por otro que dice «bien hecho, por cabros». Mi madre y mi tía cuchichean a un lado con las bolsas de comida. Yo sigo en el asiento, recordando la lágrima que no se decidía a caer por las facciones angulosas de aquel rostro aterrado. Me bajo del carro para que mi madre me abrace y compruebe que estoy entera, que no me ha pasado nada, que solo estoy aturdida y pálida y «¿por qué no has gritado?» y que mejor me invitan un tecito porque estoy hecha un papel. La desesperación de la huida. Querer correr en sueños y no avanzar más de dos pasos. Puertas que se abren repentinamente y no sabes si saltarlas, seguir corriendo o cerrarlas. Una carrera contra ti misma, contra lo que sientes que eres pero que todos parecen odiar. Termino el té y luego, de regreso en el carro, todos ríen, todos nos preguntan «qué pasó, cómo eran, qué cara puso cuando se dobló en dos el marica ese». Yo me dedico a ver ese camino —el de la avenida que no recuerdo— y trato de mirar fijamente a cada luz, cada poste, cada semáforo, cada aviso luminoso para no llorar.

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