Читать книгу Compórtense como señoritas - Karen Luy de Aliaga - Страница 4
Оглавление2. Free the nipple
Es mi octavo cumpleaños y me preguntan qué quiero de regalo. De algún niño del colegio he escuchado que existe un grupo llamado Iron Maiden, y me ha sonado bien; aunque no sepa aún qué es Iron o qué es Maiden, igual pido ese casete. Mi padre regresa del supermercado una tarde y, algo consternado, me dice que no va a ser posible. Puedo imaginar su cara con el encargado de la tienda. «¿esta es la carátula? ¿Con un muerto viviente? ¿Qué es esto? ¿Música satánica?». «A ver, ¿le pongo play, señor?». Seguro que dijo que no, pero si hubiera escuchado la música apuesto a que volvía a decir que no. ¡Su niña de segundo grado de primaria escuchando esas guitarras! No le hacía mucha gracia. Ya teníamos problemas con que me gustara el fútbol y que coleccionara los muñequitos de Star Wars que él mismo importaba desde Taiwán. Además —y yo creo que esta es la teoría que más encaja—, si mi mamá escuchaba esa música en casa, nos llevaba a exorcizar con el padre Harold, el cura del barrio.
—Mira, hay dos opciones de éxitos recientes: Popi el payaso o Emmanuel. Escoge.
—Pero, papá, yo le tengo miedo a los payasos.
Cuál habrá sido mi cara al día siguiente cuando vi que no me trajo un muerto viviente en la carátula sino a Emmanuel semidesnudo, con una tetilla al aire, mirando solemne al vacío y con un puño en el pecho, a lo mea culpa.
Los seis adultos con los que vivía en la casa de la abuela me escuchaban cantar a viva voz: «Toda la vida, tirando amor por todos lados. Dejando besos enganchados en cada nueva despedida. Toda la vida, tiriri-rara». Ponía el Desnudo de Emmanuel a los ocho años y extrañaba a una chica que no conocía aún. Cantaba «y así la quiero, aaaasí, amor de cuerpo entero, la quiero mujeeeeer», mientras recortaba figuritas de animales salvajes bajo la mesa de la cocina. Mi gran decepción es «Luces de bohemia para Elisa», mi favorita de ese álbum, la cual casi treinta años después me doy cuenta de que habla de un tipo mayor que intenta «ligar a una puberta en flor», a lo Lolita’s way. Puaj.
A los ocho años también descubrí que los adultos normalizan más un torso desnudo masculino que uno femenino. Una tetilla al aire es normal. Una teta y un pezón, no. Ante los ojos de mi padre, la tetilla de Emmanuel era menos morbosa que la ilustración de un muerto viviente y pelucón. Mi hermana tenía más de diez Barbies, ninguna con pezones. Hasta la Barbie mamá, con una pancita que se desmontaba y de la cual salía un bebé enano y blandito, tampoco los tenía. Peor aún, el pobre Ken era eunuco.
La memoria es ingrata y selectiva, dicen. Yo, más bien, diría que es un arma de defensa y ataque. Pasan los años y así como olvidamos direcciones, teléfonos y nombres, también olvidamos que alguna vez tuvimos una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y velo de tul. Esto nos incluía a ti y a mí, por igual. Porque solo podías jugar con una muñeca si habías nacido niña. Y debía ser rosada. El azul quedaría confiscado de tus cajones, de tu ropa y de las paredes de tu cuarto.
Las actividades posteriores evitaban las rondas o el canto. Eso de agarrarse las manos y hacer círculos ya era vergonzoso a los nueve años. Y para mí era mejor: sufría de hiperhidrosis primaria. En la infancia desarrollas maneras curiosas de aplicar la creatividad, tal vez para reparar algo que rompes o para esconder lo que no quieres que vean. Yo aprendí a serlo mientras inventaba excusas para no tocar a nada ni a nadie con las palmas de mis manos, humedecidas sin razón. Cantar se volvió aburrido, así que lo mejor era correr sueltos en plaza, probar fuerzas y potencia, armar estrategias en plena carrera. Encantada, desencantada. Chapada. Contar hasta quince, esconderte y ‘ampay’ me salvo. Policías y ladrones. Un ruido amado: el timbre del recreo. Un mundo paralelo al que nunca me provocó pertenecer: las ligas y los yaxes. Como objetos de colección, al igual que las canicas, los yaxes me parecían hermosos. Fue un genio quien le dio forma de asterisco metálico con el suficiente peso y equilibrio para girar y girar. Pero las ligas me parecían inútiles. Además, los niños se paraban al lado para, en algún descuido, poder verte el calzón. Si te percatabas de eso, al día siguiente sacrificabas la libertad por la seguridad de un hot pants de licra. Era mejor que andar angustiada todo el día por si el viento, por si la calle, por si el mundo. El juego de la liga seguro fue inventando por un mañoso.
Pero yo hablaba de pezones. A los nueve años todos los teníamos iguales. En la playa, los niños van tranquilos al agua con un short. Las niñas, en cambio, debemos usar un bikini o una ropa de baño de cuerpo entero. Si preguntas por qué, mientras miras tu pecho plano y liso y lo comparas con el de tus amigos o tus hermanos, solo te dirán que «tú no». Y punto, a esos, por entonces, dos puntos.
En los dibujos animados la situación tampoco era distinta. Cheetara era la única thundercat adulta, pero ni seña de ellos; Gigi, la niña de pelo rosado que se transformaba en una adolescente, daba vueltas dentro de un lazo ondulante, desnuda, y a lo mucho se le veía la raja del trasero. Terry Grandchester nos confundía a chicas y chicos por igual con la ambigüedad de esos ojos azules tembleques; Lady Oscar era un comandante francés, dura pero atractiva para todas (¿qué chica heterosexual no se enamoró de ella?); Los Caballeros del Zodiaco fueron la androginia en pleno esplendor, eran como los Locomía pero envueltos en metal, regios, sobre todo Shun de Andrómeda. Con ellos, uno aprendía de muerte, de guerra, la sangre salpicaba (muere Anthony, muere Stear, atropellan a Gigi, los Thundercats reparten golpes y zarpazos, Lady Oscar y André mueren acribillados en la toma de la Bastilla, ya de Los Caballeros del Zodiaco ni hablar), todo estaba normalizado... pero de los pezones, ni la sombra. Solo los de Sabrina, la italiana de «Summertime Love», (Boys Boys Boys), no en el video de la playa veneciana, sino en un desliz en televisión abierta, la Noche Buena de 1987. Un escándalo tan grande que fue nombrado el «Pezongate», con todas las líneas del canal colapsadas de llamadas de gente indignada por un pezón al aire (al aire x 2), un pezón que se escapó casual al cantar con un apretado escote y hacer un movimiento de baile, hasta podría decirse que fue uno de los pioneros del free the nipple. La popularidad de Sabrina se hundió en el fondo del mar Mediterráneo. Ah, pero el mismo año, las tetillas de Emmanuel fueron nominadas al Grammy, reproducidas en las carátulas de los cinco millones de discos (o diez millones de tetillas) que vendió y con «Toda la vida» como la número uno del ranking de la prestigiosa Billboard. Nadie se escandalizó por su desnudez. Del otro lado, pezones satanizados, sexualizados e invisibilizados. Ni los lactantes se salvan de la discriminación. Todo el lío que nos hubiera ahorrado la Barbie.