Читать книгу Compórtense como señoritas - Karen Luy de Aliaga - Страница 6

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4. Ahora despierta la mujer que en mí dormía


Me han regalado la bicicleta montañera que quería, turquesa con motas negras, frenos con cables en neón amarillo, aros plateados y sin los pedales de fierro de la anterior. No puedo ir muy rápido porque mi hermana viene detrás en su BMX enana. Trata de acelerar lo más que puede pero tengo la orden de bloquearle el paso en cada esquina para que no se siga de largo y la aplaste un carro. También me han regalado las prendas que escogí de una maleta repleta de ropa norteamericana que trajo a vendernos una señora. Mi madre al principio me colocaba vestidos y bikinis sobre la cama, «mira qué lindos». Escojo una camisa azul marino, de esas que parecen mojadas y arrugadas, «azul para la playa, mamá». Hago juego con un short blanco que me llega hasta las rodillas. Me siento como en un comercial de Hamilton Lights. Soy el capitán de un yate solitario en medio del Pacífico. Me despierta el grito de mi hermana: se ha caído media cuadra atrás.

La rodean tres chicas más grandes que yo. Dos chicos que juegan a mete-gol-tapa se detienen para correr hacia ella, más por el morbo de la sangre que por amabilidad. Mientras más cerca me encuentro de mi hermana puedo ver las caras de las tres chicas. Sé que ya me estoy poniendo roja. Nunca he tenido vecinas. He estado acostumbrada a primas y primos mayores, y a los amigos de todos ellos, con los que jugaba a los carnavales. ¿Qué se dice? Debo parecer la peor hermana. La primera en acercarse es Susana. Los lentes de gruesas lunas y marco de carey marrón se le chorrean por la nariz. Tiene una mancha de mostaza en la camiseta blanca, es de un equipo de beisbol. Las otras son Renata y Andre, que en realidad es Andrea pero le gusta Andre, y más aún, le gusta que le digan Marciana. Mi hermana ya no llora, le han secado los mocos y está engreída entre sus nuevas amigas mayores. No he tenido que decir ni media palabra, ella se ha encargado de presentarme a todas. Esta técnica se repetiría en cada mudanza familiar que hiciéramos. No necesitaba ni un día en una casa nueva para que mi hermana conociera a medio barrio. La Marciana repara la cadena que se ha salido de la pequeña BMX. Se sacude la grasa de las manos y algo de sus hombros bronceados me engancha, lleva el bividí de un club deportivo italiano. Mi hermana tiene una rodilla abierta, uno de los peloteros se ofrece a llevarla cargada hasta la casa. Es Fernando, tiene un par de años más que yo, lleva otra camiseta italiana, el peinado cinematográfico, las piernas como el lobo adolescente americano. No le cuesta nada levantar a mi hermana en sus brazos, el otro es un flaquito amable que lleva la bicicleta. No juego vóley pero hemos quedado en vernos todos en la cancha al día siguiente, antes de que caiga el sol.

A la mañana siguiente no sé si son los nervios o algo que he comido, pero estoy mal del estómago. Mi hermana está muy emocionada, camina por la casa enfundada en sus rodilleras y muñequeras, y practica contra la pared en el patio trasero. Yo no sé ni bolear. Tengo mucho calor y todo me parece pegajoso. Al entrar al baño compruebo el peor de mis temores. No es mucho, pero ya sé de qué se trata. Me da náuseas. Se supone que al fin comienza la vida. O que algún día podré engendrarla. Me quedo encerrada por un rato porque no sé qué hacer. Esto significa que no podré jugar vóley, o al menos intentarlo, y mucho menos usar mi short blanco. ¿Quién puede moverse y lanzarse hacia la bola con un ladrillo de algodón prensado entre las piernas? Si se mueve y me desangro será el final de mi reciente amistad con los vecinos. La Marciana me mirará con cara de asco, ni siquiera Fernando querrá llevarme cargada a casa. No pienso salir hoy, ni en toda la semana, porque mi mamá ya se enteró y dice que dura una semana, ¡una semana de cada mes los próximos cuarenta años de mi vida!, y mi papá me ha traído una plantita de regalo porque la menarquía me ha convertido en una señorita. No sé en qué momento la primera menstruación se oficializó como la señal de que te has convertido en mujer. La primera sangre. Si es que hay un momento en el que te vuelves mujer, no creo que dependa de un flujo.

Ahora que lo pienso, el primer dolor que tendrás en la vida no lo recordarás, pero será una etiqueta: te perforarán los lóbulos de las orejas para que el mundo te reconozca como mujer. Y mientras no te las perforen, tus roponcitos deberán ser rosados, a lo mucho morados o amarillos, porque sino puede surgir la incómoda confusión de ¿bebito o bebita? Incómoda para quién, no lo sé. Eres un pequeño ser humano al que aún no le jode nada, pero si te dicen «qué lindo bebito» siempre habrá una tía o abuela que remarque: be-bi-ta. «Es bebita». Y entonces el otro se sentirá estúpido, claro, «cómo no me di cuenta, si se ve tan mujercita, es carita de mujer». Incómoda es esta toalla entre las piernas. Tengo puesto el buzo de nailon del colegio y mi madre se burla de mi forma de caminar. «No exageres», dice. Tengo retorcijones, frío, calor, frío, calor. Me llegan flores amarillas de mi madrina, la tarjeta: «qué lindo, justo en tus quince añitos». Madrina, todavía tengo catorce. Sigo sin entender qué estamos celebrando. Yo hasta siento que ya perdí a mis vecinos y que todas las vacaciones de verano me las pasaré en cama.

Son las 4:30 p. m. Me duele todo. Mis antebrazos están morados de tanto practicar. Pienso en los hombros y los brazos bronceados de la Marciana. Son perfectos. Además, es la única que al conversar me ha tocado, dijo «veámonos mañana en las canchas» y me ha tomado de la parte gordita del brazo. Ha sonreído. Busco entre mi ropa de deporte algún polo sin mangas que le haga juego al buzo. Mi madre dice que me voy a morir de calor con pantalón. Discutimos. No puedo ni estar parada porque siento que me desangro. Finalmente me pasa un short negro medio largo, «si te manchas nadie se va a dar cuenta y a la vez estarás fresca». Acepto. Me hago una cola de caballo, me alivia sentir el aire frío en la nuca, que llevo rapada desde hace una semana, después de discutir por tres horas en la peluquería con mi madre.

Fernando toca el timbre a las cinco en punto. Nunca quedé en que nos recoja pero igual fue, por si a mi hermana le dolía la rodilla. Mi madre lo adora. «Qué lindo chico, un poco mayor pero está guapito», dice, como quien vende un producto con yaya. No veo a la Marciana por ningún lado, así que avanzamos hacia la cancha. Solo con dar unos pasos me ataca la paranoia de mancharme o de que se mueva la toalla y se caiga por un lado del short. Mientras mi hermana le enseña la costra de su rodilla a Fernando, yo camino lento por detrás de ellos.

—¿Por qué cojeas? No me digas que ahora también tendré que cargarte a ti.

Es la primera vez que lo miro a los ojos, son amarillos e intensos, las pestañas largas y rizadas. Una pequeña cicatriz le cruza el tabique, ¿alguien lo ha golpeado hace poco? Se sonroja y me sonroja a mí.

—¿Pueden apurarse? —grita la Marciana—. ¿Y a ti, qué te pasó?

—Creo que me estiré algo ayer.

—Yo soy una experta con las terapias, a cada rato me lesiono en el equipo, déjame ver.

Me paralizo sobre el sitio. Si la Marciana se acerca, se dará cuenta. Si me toca y me da cosquillas y hago un falso movimiento, todo puede terminar en catástrofe, en Masacre en Texas. Me salva Susana, que toca el pito para avisarnos que estamos diez minutos tarde. «Luego vamos a ver la película, apúrense», dice mientras nos pasa la pelota de plástico duro y gris.

Quiero decirle que gracias, que no sé jugar vóley y que tampoco he pedido permiso para ninguna película después del partido y que, además, no iría porque seguro debo regresar a casa, a cambiarme, pero la Marciana me ha tomado de los hombros y me ha puesto en una esquina de la cancha, «tú vas aquí, en mi equipo», y me he quedado callada. Fernando es el capitán del equipo contrario y se lleva a mi hermana. Su mirada es un mate directo sobre mi capitana. «No te preocupes si te duele mucho la pierna, yo te voy a cubrir», me dice la Marciana, mientras me guiña el ojo y siento cómo me quema la cara de la vergüenza.

Creo que llevo en la misma posición los primeros cinco puntos del partido. Semiagachada, las manos juntas, como me enseñó mi hermana, los antebrazos desnudos a la espera del rebote del plástico sobre la piel. Tiesa. No quiero ni pensar en mi short o en lo que siento que se desliza por debajo. Es solo mi ansiedad que quiere engañarme, es imposible que se escape algo con la última tecnología en malla, alitas, tela antishock y demás cualidades del bloque de algodón que llevo puesto. Los brazos de la Marciana vuelan en torno a mi esquina y de rato en rato me empuja para salvar una bola, aplaude frente a mí, me echa barras, yo no me he movido un centímetro pero mi nariz gotea de sudor y nervios. Le sonrío al aire, concentrada en mi propio partido contra la toalla, trato de imaginar que hoy no me vino nada.

La Marciana discute con Fernando sobre una bola, que fue dentro, que fuera, que dentro, que fuera. Se gritan con la net sobre sus narices. Mi hermana aprovecha para llamarme a un lado. Le duelen los bracitos, pero está feliz. «Mira, aquí ya está morado con puntos rojos, pero tú no tienes ni media marca». Susana vuelve a reorganizarnos a base de pitazos y carajeadas. Fernando y la Marciana se han insultado en italiano, es saque para el equipo contrario. Me doy cuenta de que estoy en otra posición, más adelante, nadie me ha enseñado a bloquear un mate, mi hermana abre los ojos y la boca porque también sabe lo inútil que soy. De lejos puedo escuchar a la Marciana gritar mi nombre, «levanta las manos, salta, bloquea, bloquea», pero yo sigo en posición de bolear, no quiero saltar para quedar en evidencia de mi limitada movilidad. Son casi las seis de la tarde de un día de marzo, el sol revienta entre las copas de los cedros del parque, lo siento en mi espalda, lo veo acentuar la expresión iracunda de Fernando, que ha retrocedido colorado y masticando groserías en italiano hacia la línea de saque, porque la Marciana ha escupido sobre su zapatilla antes de que empiece toda esta jugada. Da un par de botes en el suelo, furioso, solo mira la pelota, el sonido del plástico aporreado por su mano abierta es doloroso, eleva la bola, saca hacia el medio de mi cancha, donde Renata la bolea de regreso, pero Fernando ya viene bramando como un toro desde la línea de saque, está a punto de embestir la pelota en dirección a mi capitana. Sabe que necesita el impulso del rebote para atacar con más velocidad y fuerza. Mi hermana grita. La Marciana grita. Siento una gota gruesa que resbala por mi entrepierna, por dentro también estoy gritando, suplicando, rogando que no. Fernando fulmina, la bola se desvía.

Cuando abro los ojos mi hermana está llorando a un lado, Susana le seca los mocos, Renata discute a un lado con Fernando y yo solo siento como si en lugar de ojos, nariz y boca tuviera un gran corazón que late al centro de mi cara, porque frente a mí está la cara de la Marciana que me mira y me pide que no me mueva. Aclara que lo que gotea de mi cara no es sangre sino hielo, Susana se acerca.

—Está feo, ¿no? Hay que traer más hielo, hasta otra nariz. Tu vieja nos va a matar. Primer día afuera y nos va a matar —dice Susana, mientras corre a sacar hielo de su cocina.

—¿Cuántos dedos ves?

La Marciana me pone el dedo medio a pocos centímetros de los ojos. Me ayuda a sentarme.

—¿Cuánto tiempo he estado en el suelo?

—Fernando te ha noqueado, hace unos diez minutos. Es solo un pelotudo que quería venganza desde la vez pasada.

¡Diez minutos! La gota. ¿Dónde está esa gota? No puedo abrir los ojos para ver cómo o sobre qué estoy sentada, y si la toalla sigue en su lugar. Quiero que desaparezcan todos para buscarla y comprobar que no tengo un charco de sangre cuando me pare del suelo. Quiero llorar pero no quiero que la Marciana me vea. Me llevo la mano a la nariz. ¿Estará peor que la de Fernando? Son más de las siete de la noche y es mejor ir a dejar a mi hermana. Susana se ofrece a inmolarse y llevarla. Mi hermana obedece y promete no contarle nada a nadie. Dirá que me quedé conversando en la banca. Da igual, todas mis alertas de adolescente me advierten que mi mamá me castigará. Solo hago un poco más largo el suplicio. Que ya oscurezca de una vez, mierda.

Fernando intenta acercarse pero la Marciana le cierra el paso, «¡cazzo!», le dice. Aprovecho para tomar fuerzas y buscar la gota, algún vestigio, pero al inclinarme hacia delante siento una punzada en la cara, una leve cosquilla y se me escapa un estornudo. Los nudos que antes caminaban como extraños animales en mis fosas nasales han salido expulsados. Me mancho de sangre las manos, las rodillas, la entrepierna. La Marciana corre con un trapo y el hielo. Me vuelvo a desmayar.

Despierto ¿Dónde estoy y de quién es esta mano? Hago un breve recuento: hermana ya en casa, toalla en su sitio, mano de la Marciana con una toalla y hielo sobre mi nariz. Estamos desparramadas sobre un sofá viejo, pegadas hacia un brazo, la luz del televisor me achina los ojos. Tardo unos segundos en entender que no me estoy quedando ciega, sino que no logramos coger la señal del cable. No está Fernando pero sí su amigo el flaquito, que intenta acomodar la antena, «muévete más hacia la ventana, ahí, ahí, un poco a la derecha». Solo vemos líneas negras, naranjas, rosas, acompañadas por gemidos, expresiones en inglés, gritos agudos, «yes, yes, yes». La Marciana no ha soltado el trapo con hielo en todo este tiempo. También ha limpiado la sangre que tenía encima. No me atrevo ni a hablar ni a mirarla. Huele a limón y a chicle rosado.

—Ya se despertó la nariz durmiente. No pienso sacar mi mano. Tu nariz es digna de Pesadilla en Elm Street.

—Creo que ya salió todo lo que tenía salir. Además debo irme a mi casa.

El Flaco coge la señal. Se emociona y grita que no me vaya, que ya empezó la peli, se queda inmóvil para no perderla.

—Come pop corn o algo, tu nariz ya no está tan fea, solo tenías que botar el coágulo.

—Shhh, no digas esa palabra, me da náuseas.

De reojo miro el asiento del sofá. Todo bien, cero manchas.

—Oye, Marciana —dice Susana—, ¿te has dado cuenta que ustedes dos tienen la misma nariz? Estará un poco hinchada y roja, pero la forma es idéntica a tu nariz de marciano. Son como hermanas de nariz.

Andrea, la Marciana, inspecciona mi rostro, como queriendo encontrar algo de ella, como si mi propia cara fuera su espejo. Me dibuja las facciones suavemente con el trapo helado. En la tele, me distrae el primer primerísimo plano que veo de un pene y una vagina juntos, moviéndose frenéticamente, con quejidos intercalados, «oh god, hell yes, fuck me». Ya no hay intermitencias ni lluvia. Todos están excitados. Y es la primera vez en mi vida que escucho la frase «dale duro, dale».

—Mírame de frente —susurra—. Después de este golpe creo que mi nariz es más bonita que la tuya. Pero sí, podríamos ser hermanas de nariz. Desde ahora seremos Marciana y Marcianita.

Los gemidos son cada vez más fuertes, Susana y Renata tiran pop corn por los aires y fingen ser la actriz porno al son de «yes, yes, yes»; el Flaco mueve las caderas como si follara contra la antena, el actor y la actriz se vienen. Ella parece de plástico, la expresión de placer fingida. Él se exprime sobre su boca. Pienso en Fernando, en lo guapo que es y en cómo no quisiera nada de él en mi boca. Ni siquiera un beso. Durante el orgasmo final de la película la Marciana no ha dejado de mirarme y tocarme la cara. ¿Qué está buscando en mí? El Flaco se ha emocionado tanto con la antena que nos ha dejado sin señal y un poco más a oscuras. La pierna de la Marciana está pegoteada de sudor contra la mía. No sé si estoy consternada por la película, si es que tengo un retorcijón menstrual o si es que sigo mareada por el golpe. Es una mezcla de todo, tengo hasta la respiración contenida, sus dedos siguen contorneando mi rostro, mi pierna sigue sudando, a ella parece no importarle, también sudan mis manos, mi espalda. Por dentro me caen mil pelotazos furiosos y quiero que todos los cure ella, con ese trapito helado, con la boca de chicle tutti frutti. De pronto recuerdo que tengo una toalla que debería haber cambiado hace horas. Es mi primera vez en esa engorrosa situación, tengo catorce años, aún no me sé muy bien las técnicas y los horarios. Solo sé que por el momento parece rebalsarse. Debo irme.

Susana prende la luz y yo me paro de un salto. Son las diez de la noche, mi nariz está roja pero recompuesta, aquí no pasó nada. La Marciana dice que me acompañará, que los pasajes del parque se ponen muy oscuros a estas horas. Mientras recogen el pop corn del suelo, acomodan la antena y se llevan cualquier residuo de mi accidentada tarde, veo con horror una mancha sobre el sofá. Casi me desmayo por tercera vez, pero al pasarle el dedo por encima compruebo que es translúcido, es solo un cojín mojado y húmedo. Me río. Debe ser del hielo.

Compórtense como señoritas

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