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Qué buen perro

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Nos fuimos adentrando cada vez más en lo profundo de la cueva. La antorcha se redujo hasta convertirse en un simple resplandor, y tropezábamos a cada paso. La vista de Gambler era muy buena en la noche, pero ni siquiera él podía distinguir algo en la oscuridad total. Tratamos de alimentar la llama, pero el único combustible que teníamos a mano eran trocitos del musgo húmedo que cubría las paredes y el suelo. Cuando la antorcha se apagara del todo, quedaríamos completamente a oscuras, obligados a tantear el camino allá abajo, lejos del alcance del sol.

—Percibo que más adelante se abre el túnel —dijo Kharu—. El aire se siente diferente.

—Sí —afirmó Gambler—, pero sin luz.

También yo podía sentir que el aire ya no estaba tan rancio. Detecté algo conocido, pero a la vez nuevo: agua. Pero no era agua de mar, ni agua de manantial. Ésta tenía un olor a minerales extraños, a cenagal y hongos.

La antorcha soltó un par de chispas y se apagó, sumiéndonos en un vacío negrísimo. Puse mi mano a un palmo de mi cara y no logré distinguir nada. Era una sensación extraña y sofocante eso de perder del todo uno de los sentidos.

—Puedo ver un poco —dijo Gambler—. Byx, sujétate a mi cola, y los demás agarraos de la mano.

Avanzamos de la mano, o mano con cola, con la velocidad de los lunaracoles. Durante unas dos horas, o quizá más, permanecimos en un espacio sin tiempo. En ese lento recorrido, nos quejábamos del dolor y de nuestros vendajes, tratando de distraernos del pánico aturdidor de estar tan dentro bajo tierra que ni siquiera nos alcanzaba un resplandor de luz.

Cuando se nos terminaron las palabras para quejarnos, Tobble entonó una vieja canción sobre los gusanos tuneladores gigantes, uno de los grandes terrores de los wobbyks, que viven en madrigueras bajo tierra.

El coro de la canción era horrorosamente adecuado para nuestras circunstancias, y al poco tiempo estábamos todos cantando también:

Cuando los wobbyks se entregan al dulce sueño,

el gusano tunelador sabe que será señor y dueño.

Con colas podrá cenar, de patas se atracará

(mas como las odia, las uñas escupirá).

—¿Alguna vez has visto un gusano tunelador gigante, Tobble? —pregunté.

—Sí, una vez —respondió—, cuando era un crío. —Se estremeció y sentí que sus grandes orejas temblaban como hojas en la brisa—. Créeme que con esa vez fue suficiente. Son gigantescos, y viscosos, y siempre andan hambrientos.

Estábamos quedándonos roncos de tanto cantar cuando Gambler se detuvo súbitamente.

—Hay claridad más adelante —nos informó—. ¡Debe haber una salida!

Tenía razón en lo de la claridad, pero se equivocaba al pensar que venía de una abertura hacia la luz del sol. Pronto nos dimos cuenta de que las paredes de la cueva emitían una tenue luz dorada. Después de la oscuridad total, aquel espectáculo fue maravilloso.

Nuestra vista se acostumbró gradualmente y pudimos ver lo suficiente para no tropezarnos cada dos pasos. La sensación de espacio abierto también se acentuó. Rodeamos una curva del túnel y vimos un círculo de luz aguamarina al frente. Parecía deslumbrante pero no debía ser más brillante que una luna creciente.

El túnel terminaba un poco más allá, por encima del suelo de una caverna enorme. Contemplamos con perplejidad y asombro una escena que desafiaba la imaginación.

La cueva no era grande. Era vastísima, descomunal.

La capital real de Nedarra, Saguria, hubiera cabido entera en este inmenso espacio. Por encima de nosotros había un techo increíblemente alto, erizado de agujas rocosas. El suelo de la caverna tenía su propia versión de lo mismo: un bosque de dagas que apuntaban hacia arriba. Las proyecciones que surgían del suelo formaban un anillo en las orillas de lo que era una de las características más llamativas de esta cueva: un lago de aguas oscuras tan perfectamente calmas que parecía un espejo negro y límpido.

—Veo fuego —dijo Renzo—. Al otro lado del lago, hacia la derecha. Quizá son varias fogatas.

—Y yo las alcanzo a oler —dije, olfateando el aire.

Bajamos casi a gatas por la empinada cuesta, y comenzamos una marcha extraña y difícil. La única manera de rodear el lago requería pasar a través de grupos de estalagmitas de formas extrañas. Algunas se veían como panales achatados. Otras parecían lanzas de un caballero, estrechas y pulidas. Otras recordaban velas gigantescas que se hubieran consumido y derretido en formas grotescas.

Sin importar la figura que tomaran, todas podían producir un corte o un moretón y eso, en nuestra condición de heridos y maltrechos, era un gran problema.

Cuando finalmente llegamos a una playa angosta de arena negra, nos derrumbamos formando un montículo, unos sobre otros.

—¿Deberíamos buscar leña para hacer una fogata? —preguntó Tobble, examinando una venda ensangrentada en su pata izquierda.

Kharu negó con la cabeza.

—No, hasta que sepamos quién encendió esas fogatas al otro lado del lago.

—¿Alguien necesita vendas limpias? —pregunté.

Habíamos utilizado toda la tela disponible y no nos quedaba nada para cubrir las heridas excepto algunas hojas de lammint, de olor amargo, que yo había recogido antes. Esas hojas tienen propiedades medicinales, pero, como todos teníamos tantas heridas superficiales producidas por las gaviodagas, y tantos raspones y magulladuras de las estalagmitas, de poco servirían. Mi cuerpo era un moretón enorme, acentuado por un montón de cortes dolorosos.

Estrujé unas cuantas hojas de lammint y se las pasé a mis amigos, que se frotaron con ellas las heridas más recientes que se habían hecho en la cueva.

—Lo lamento mucho —dije.

—¿Qué es lo que lamentas? —preguntó Renzo.

Señalé la venda de su brazo.

—Esto —y señalé alrededor con la mano—. Todo esto. No estarías herido si no fuera por mí.

—Byx —dijo él mirándome a los ojos—, ése es un camino y una forma de pensar que no te puedes permitir. Estamos juntos en esto. Todos.

—Renzo tiene razón. Todos estamos comprometidos con esta misión. Si hay dairnes que vivan aún, Byx —dijo Kharu—, vamos a encontrarlos.

Asentí. Pero era difícil evitar el sentimiento de que yo era la responsable de todo esto. Ahí estábamos, en medio de la nada, heridos y agotados, por la única razón de que me había parecido ver a otro dairne. A causa de ese fugaz vistazo que me detuvo el corazón unos momentos, mi nueva manada de amigos estaba dispuesta a arriesgarlo todo.

En los últimos tiempos había tenido que acostumbrarme a las decisiones difíciles. Pero es más fácil tomar ese tipo de decisiones cuando los amigos no están involucrados. Lo peor era que, incluso si encontrábamos más dairnes, no estábamos seguros de poder regresar a salvo a nuestra patria. El Murdano no estaba exactamente feliz con nuestra presencia. Aunque quizá sería más correcto decir que estaría feliz de vernos muertos a todos.

Nos había encargado la misión de encontrar más dairnes, con la expectativa de capturar a unos cuantos y matar al resto.

El Murdano tenía sus razones, aunque fueran malvadas. Como los dairnes pueden distinguir cuando alguien miente, resultan extremadamente útiles para quienes están en el poder. Por otro lado, si llegara a haber demasiados dairnes, se convertirían en una amenaza para alguien como el Murdano, que desea concentrar todo el poder. La verdad puede ser algo peligroso. Sobre todo, cuando uno miente y engaña.

Como solía decir Dalyntor, el anciano de mi manada, es “nuestro costoso don”.

Por supuesto que habíamos decidido no cumplir tal misión. Y ahora, hasta donde sabíamos, nos perseguían los soldados del malvado déspota.

Suspiré, más sonoramente de lo que hubiera querido, y Perro se acercó, con la lengua fuera y batiendo la cola sin parar. Tenía el pelaje manchado de sangre, pero parecía tan contento como siempre.

—Quiere asegurarse de que estás bien —dijo Renzo, quien, por alguna razón, creía que Perro era incapaz de hacer daño.

Logré esbozar una sonrisa tolerante. Tengo sentimientos extraños con respecto a los perros.

Sé que no está bien. Mis padres me enseñaron a tratar a todas las especies con respecto, pero me parece importante dejar claro que yo no soy un perro.

Desafortunadamente, con frecuencia me confunden con un canino. Han sido demasiadas las personas que al pasar me acarician la cabeza y me dicen con voz cariñosa: “Qué buen perrito” (es evidente que los humanos no son los mamíferos más observadores, pues salta a la vista que no soy un perrito, ni bueno, ni nada parecido).

Para empezar, los dairnes tienen sus aeromembranas que les permiten planear por el aire, un poco como los murciélagos. Aunque no sirven para surcar grandes distancias. Pero eso de flotar por encima del mundo, aunque sea durante unos instantes, es una dicha que ningún perro podrá experimentar jamás.

Además, tenemos manos con pulgares oponibles. Son tan hábiles y capaces como las manos humanas. Y muy superiores a las torpes y poco confiables patas perrunas.

Más aún, podemos usar el lenguaje humano a la perfección. Mejor que muchos humanos, de hecho. En cambio, un perro que se quiera comunicar con humanos tiene opciones muy limitadas. Básicamente se reduce a tres: ladrar, mendigar o morder.

Hay otra ventaja de ser dairne: a diferencia de los perros, tenemos una membrana en la barriga llamada “patchel”, que es muy útil para cargar cosas. Hace tiempo, usaba la mía para guardar pequeños tesoros... una piedra brillante, una pelota para jugar con mis compañeros de la manada. Ahora conserva pocas cosas, entre las cuales se cuenta un mapa que tal vez contenga mi destino en sus pálidas líneas.

Y eso no es todo. Los dairnes no sólo estamos mejor diseñados que los perros, también nos comportamos mejor.

No enloquecemos de alegría al ver una ardilla cebra.

No nos retorcemos panza arriba en el suelo para humillarnos pidiendo que se nos rasque la barriga.

No olisqueamos de manera descortés el trasero de los que van pasando.

En una palabra, los perros son groseros. Y a pesar de eso, parece que en cualquier pueblo hay montones, de todas formas y tamaños. Unos son enormes y corpulentos, como loborrocas, y otros no mucho más grandes que ratoncitos bien alimentados.

Tantos perros.

Tan pocos dairnes.

Mi padre, cuyo corazón ojalá brille como el sol, tenía otro dicho preferido: “Un dairne sin otros a su lado no es un dairne”.

Se refería a que, para mi especie, la manada lo es todo. No tener manada implica dejar de ser quien se supone que debemos ser.

Yo solía mofarme de los dichos de mi padre. Mis hermanos también. Pero daría lo que fuera por oírlo, aunque fuera una sola vez más. ¡Por escucharlo decir mi nombre de nuevo!

Pero eso no será posible. Nunca veré a mi manada de nuevo, a mi familia. De hecho, aunque me aferre a la esperanza como a una antorcha vacilante en una cueva oscura, sé que puede ser que nunca llegue a ver a otro dairne, sin importar lo lejos que viaje con mis nuevos amigos. Sin importar lo mucho que busquemos.

Miré a Perro, que lamía mi mano, dejando una capa de saliva en el proceso.

—Qué buen perro —dije, y éste movió su cola frenético.

Supongo que los perros no son tan malos.

Y necesito a todos los amigos que pueda conseguir.

La primera

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