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La condición de la reina
ОглавлениеHe montado a caballo. También, aunque durante muy poco tiempo, he montado en un garilán desbocado, un animal de seis patas que forma manadas, con cuerpo carmesí, cola dorada y el cuello increíblemente largo.
Ni una cosa ni la otra me resultaron sencillas. Los dairnes confiamos más en nuestras patas (o en nuestras aeromembranas, en caso de emergencia).
Así que cuando me subí a lomos de una viscosa babosa-poni, con un empujón de un natite servicial, sentí algo que iba más allá de un simple temor. Este poni era más alto que un caballo, pero su cabeza (si es que un tubo terminado en un esfínter que se contraía y se expandía puede llamarse así) la mantenía baja contra el suelo.
Para poder montar había tenido que trepar, a pesar de la ayuda del natite. Hundí los dedos en lo que me pareció gelatina fría y me acomodé más arriba, untándome por el camino de la sustancia viscosa que cubría a la criatura.
No era mi montura preferida. Sin silla de montar, sentarse sobre la criatura con una pierna a cada lado era como estar sobre un charco viscoso. Se movía con pulsaciones rítmicas que me producían náuseas.
Por otro lado, mi poni y los otros parecían tranquilos e imperturbables. No se apartaban del grupo ni eran asustadizos, sino que se arrastraban sin cesar.
Lar Camissa, que no vino con nosotros, nos ofreció tres guías, uno de los cuales, Daf Hantch, parecía de alto rango. Era adusto y callado, y su voz nada tenía de la musicalidad de la de Lar Camissa.
Rodeamos el lago, y luego nos metimos por un túnel que descendía. La temperatura del aire iba subiendo al avanzar. Nuestros acompañantes parecían abatidos en sus cabalgaduras, como si estuviéramos marchando a través de un desierto bajo un sol inclemente.
Cerca del lago, la fosforescencia nos iluminaba el camino. Pero en las profundidades del túnel, la única luz provenía de los ojos de nuestros guías.
—Me pregunto si podemos confiar en ellos —murmuró Gambler, trotando a nuestro lado—. Podrían estar llevándonos a cualquier lugar para luego abandonarnos en la oscuridad.
Tras un buen rato percibí una nueva luz más adelante, un suave brillo anaranjado que parecía hacerse más intenso a medida que la temperatura subía. Nuestros guías jadeaban sin aliento y los ponis babosa se arrastraban con mayor lentitud. Hacía algo de calor, como un día de primavera. Sin embargo, era obvio que la temperatura les afectaba mucho.
Dimos un giro brusco. Las paredes rocosas, que hasta ese momento habían sido rugosas y rezumaban humedad, de pronto se veían lisas y secas.
Daf Hantch nos detuvo.
—No podemos avanzar más —dijo, jadeante.
Kharu se apeó de su viscosa cabalgadura y yo la imité, muy contenta de hacerlo.
—Entonces, más vale que nos expliquéis cuál es la condición de la reina —dijo—. ¿Qué son exactamente esos objetos que desea que nosotros recuperemos?
Daf Hantch tomó aire.
—Cuando huimos y vinimos a parar bajo tierra, trajimos nuestros objetos más sagrados: la Corona, el Escudo y el Ojo. El primero, la Corona de Beleeka, es un símbolo de la noble cuna de Lar Camissa. El segundo era un objeto menos importante pero también venerado, el Escudo de Ganglid. Por último, estaba el Ojo, un juguete sin demasiada importancia, sólo la que le confiere el hecho de haber sido un regalo que la reina recibió de su madre cuando era niña.
Kharu se cruzó de brazos.
—¿Y? —preguntó.
—Una banda de soldados, traidores, de la propia reina trató de huir junto con los objetos al poco tiempo de llegar aquí. Cuando escaparon, hubo una violenta erupción volcánica. No hay duda de que los mismos dioses estaban enfurecidos con esta traición.
—No hay duda —repitió Kharu, y Renzo ocultó una sonrisa.
—Los soldados quedaron sepultados por el magma y perdimos los objetos preciados.
—¿Y queréis recuperarlos? —preguntó Kharu.
Daf Hantch asintió.
—Si seguís adelante encontraréis un arroyo entre otros riachuelos, y piscinas entre más pozas, peligro y promesas. En la piscina más alejada, al pie del muro, se hallan los tres objetos sagrados.
Kharu me miró, y yo hice un leve gesto de asentimiento. Estaba mintiendo por omisión, obviando detalles importantes, para burlar mis sentidos.
—¿Si os traemos esos objetos, nos dejaréis partir? —preguntó Kharu.
—Eso fue lo que dijo la reina.
No, en realidad no lo había dicho. Ella no se comprometió, sino que se limitó a pronunciar una condición. De nuevo, Daf Hantch respondía con evasivas.
Kharu no necesitaba que yo le señalara eso. Sin embargo, hizo un gesto afirmativo, como si se hubiera creído semejante embuste.
—Nosotros esperaremos aquí —continuó Daf Hantch, respirando con dificultad—. No hay otra manera de salir o entrar a este lugar. —Hizo un respingo al decirlo y me lanzó una mirada que pretendí no ver, al igual que pretendí no haber oído esta nueva mentira.
Más valía dejarlo pensar que le creíamos.
Dejamos a los natites y a nuestros ponis babosa atrás, y seguimos a pie. Hacía calor incluso para nosotros, como en un mediodía de verano; no era insoportable, pero tampoco agradable. La luz se fue haciendo más intensa, y pronto encontramos la fuente de donde venía.
Ante nosotros se abría una enorme cueva cruzada por riachuelos de magma. Pero eso no era lo peor. El magma también goteaba desde el techo de la cueva, una lenta lluvia de gotas tan calientes que bien podían quemar la ropa y la carne. Nuestro objetivo estaba en el extremo más lejano, a unos cien pasos bajo ese diluvio mortífero. Allí, la pared de la cueva subía verticalmente hasta desaparecer en la oscuridad.
Al pie de esa pared había una poza rectangular rodeada de piedra. Una pequeña corriente de agua seguía un canal tallado en la piedra, y llenaba esta piscina, que producía una columna de vapor. El agua que rebosaba se acumulaba en un cauce serpenteante que hacía su camino entre los riachuelos de magma, hervía en los lugares en que se acercaba demasiado a éstos e iba soltando vapor en toda su longitud.
Entre nosotros y la piscina que esperábamos alcanzar había grandes gotas de roca fundida que caían, una red de corrientes de magma, otra de vapor, y debajo de todo esto, una corteza de suelo renegrido.
Tragué saliva. Sospecho que al igual que todos los demás.
—¿Y estos natites creerán que somos invulnerables a la lava? —preguntó Kharu, riendo sin poder dar crédito—. ¡Es imposible que crucemos!
Sin embargo, Renzo estaba estudiando la situación. Lo observé... la manera en que seguía cuidadosamente los movimientos, de izquierda a derecha, de arriba abajo, para percatarse hasta del último detalle. Se tomó su tiempo, asintiendo mientras pensaba, ignorando nuestras exclamaciones de irritación e incredulidad.
Al final, dijo:
—Creo que puedo hacerlo.
—¿Que puedes hacer qué? —preguntó Kharu.
—Puedo llegar hasta esa piscina y coger lo que sea que esté allí.
—Eres tonto —respondió Kharu.
—Quizá —respondió con una amplia sonrisa—, pero resulta que también soy un excelente ladrón. He logrado entrar y salir de las casas de personas con grandes riquezas, paredes muy altas, perros furiosos y hombres armados. Puedo hacerlo.
Kharu frunció el entrecejo.
—Perfecto, Renzo, el excelente ladrón, ¿qué ves tú que yo no veo?
—Veo teúrgia más allá de todo lo que sé que está aquí. El suelo posee una leve inclinación hacia arriba, con lo cual las gotas de magma ruedan por los canales antes de que puedan enfriarse y adherirse, pero a pesar de eso, el diseño de esos canales no se hizo sin teúrgia. Ninguna pendiente, por más inclinada que sea, podría mantener esos canales sin taponamientos de magma acumulado. No. Hay magia operando aquí, magia muy antigua y poderosa —esbozó una sonrisa traviesa—. Pero además de la teúrgia, tenemos también matemáticas.
Gambler enderezó la cabeza, con un gesto de sorpresa muy poco propio de un felivet.
—¿Sabes de matemáticas? Era una de mis áreas de estudio en la isla de los eruditos antes de que yo... bueno, antes de que yo molestara a las personas que no debí molestar y terminara en la mazmorra en la que me encontrasteis.
—Aprendo un poco de todo de todas partes —señaló Renzo—. Hay setenta y dos puntos diferentes de goteo. A primera vista, parece cosa del azar: que es inevitable quemarse. Pero veo un patrón, que podría explicar con más facilidad si tuviera un trozo de papel y algo de tinta... —miró alrededor, como si esperara que alguien le ofreciera lo que necesitaba, pero luego notó la impaciente exasperación en el rostro de Kharu—, o podría hablar de matemáticas con Gambler en algún otro momento.
—Tal vez sería lo ideal —comenté.
—Hay un ritmo, un patrón matemático. No será fácil, pero creo que puedo hacer el recorrido en doce saltos. El cuarto y el noveno serán los más difíciles.
—Si sobrevives para llegar hasta la piscina, porque el agua hierve a borbotones —agregó Gambler—. Te quemarás la mano.
—Así es. Necesitaré algo para sacar los objetos. Algo que pueda soportar el calor —miró intencionalmente la espada de Kharu.
—No, no, no —exclamó Kharu—. ¡Ésta es la Luz de Nedarra! Pertenece a mi familia y así seguirá. No tiene precio.
—Sí, y yo soy un ladrón.
Kharu frunció los labios, enfadada:
—Sí o no, Renzo —lo increpó—, habla claro para que Byx pueda oírte y juzgar si dices la verdad. ¿Estás planeando robar mi espada, sí o no?
Renzo esbozó una pequeña sonrisa y ladeó la cabeza con descaro.
—No voy a responder a eso, Kharu. O bien confías en mí o no. Eres la líder de nuestro pintoresco grupo y confiamos en tus instintos. ¿Qué te dicen ellos de mí?
Kharu no parecía complacida, en absoluto. Un sonido muy semejante a un gruñido animal brotó de su garganta. Dio un paso al frente, amenazante, con la mano en la empuñadura de la espada. Pero Renzo no dejó de sonreír.
Se miraron durante un buen rato, Renzo, con expresión divertida, Kharu, con gesto duro y lleno de sospecha. Durante unos instantes creí tener la certeza de que ella estaba a punto de cortarle la cabeza.
—Cógela —dijo Kharu, arrojando la espada con el mango hacia Renzo.
—Gracias, Kharu —respondió él, con apenas un dejo burlón.
La respuesta de Kharu sonó más o menos así: “Grrrrrrr”.