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«¿PUEDES CORRER UNA MILLA?»

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Llegué a la Universidad de Lynchburg un poco resentida, pero muy contenta de estar lejos de casa. Para mi sorpresa, me pareció un sitio muy bonito y agradable y, aunque me costara admitirlo, desde la primera semana me encantó estar ahí. Temía que el ambiente de la universidad fuera demasiado extremista en cuanto a religión, pero resultó que los únicos que te vendían su fe eran los estudiantes de teología. El resto de la universidad era sorprendentemente equilibrado, teniendo en cuenta que estaba justo en medio del Sur fundamentalista.

Sin embargo, algunos de esos chicos supuestamente angelicales que estudiaban para ser sacerdotes eran pequeños demonios. Quedaban contigo para ir a ver una película y después aparcaban el coche en una carretera rural y pretendían quedarse ahí toda la noche. La primera vez que me pasó, salí del coche y me negué a volver a entrar hasta que el chico me prometió que me llevaría directamente de vuelta a mi dormitorio. Me quedé atónita cuando, después de toda esta escena, me preguntó si podía acompañarme a la iglesia al día siguiente, como si nunca hubiera roto un plato.

El ambiente académico me gustaba: era un desafío, pero no me resultaba intimidante, y las clases eran lo bastante pequeñas como para que no fueras una más. Eso también permitía que los profesores mostraran su propia personalidad. Como estaba convencida de que quería ser periodista (incluso aunque mi padre militar los odiara a muerte, porque pensaba que la mayoría eran «rojos zalameros que no habían visto un arma en su vida»), por primera vez me hacía ilusión estudiar.

Así que, naturalmente, estaba entusiasmada por ir a mi primera clase de inglés en la universidad. Fue un día que nunca olvidaré. El profesor era Charles Barrett, un hombre gracioso, interesante y tranquilo. Nos pidió que escribiéramos un ensayo sobre un relato de Orwell. Después tuvo que sofocar una risita y nos dijo que siempre es difícil poner título a un ensayo, porque tiene que llamar la atención del lector. «Serpientes» y «Sexo» son dos grandes títulos, ya que ambas palabras consiguen atrapar a los lectores. Nunca había oído a un profesor decir «sexo» en clase antes, y me pareció una travesura maravillosa. Trabajé mucho en mi ensayo, lo firmé como K. V. Switzer y, en un momento de atrevimiento, lo titulé «SEXO». La semana siguiente, el Dr. Barrett dijo que quería leer uno de los ensayos a la clase y empezó: «SEXO». Todos los alumnos dieron un respingo y yo me encogí en mi asiento. Después leyó el resto del texto y explicó por qué era bueno y por qué le había puesto un sobresaliente. Estaba completamente aterrorizada.

—¿Te imaginas usar ese título? —me dijo una compañera al salir de clase.

—Ya ves—respondí.

Al final me apunté a todas las clases de inglés y escritura creativa de Barrett, así como a algunas de periodismo, y pronto empecé a escribir para el periódico de la universidad, The Critograph.

La única cosa que de verdad me decepcionó de la Universidad de Lynchburg fue el nivel del equipo de hockey sobre hierba femenino. Bueno, y los acentos sureños y las fajas. Una vez que se te pega un deje local es difícil sacártelo de encima, y me parecía que las mujeres que hablaban con un lento acento sureño sonaban menos serias. Me preocupaba empezar a hablar en el mismo tono zalamero, así que me esforcé en adoptar un acento más áspero. Debía de parecer idiota, pero estoy convencida de que me vino bien muchos años después, cuando empecé a trabajar en televisión.

En cuanto a las fajas, parecía que todas las chicas llevaban esas cosas elásticas horribles, que daban calor y te cubrían desde la cintura hasta justo encima de las rodillas. En teoría eran para sujetar las medias y afinar las caderas, pero incluso las chicas delgadas las llevaban. Para mí era un misterio por qué alguien querría usar una prenda que te arruina el tono muscular y convierte un simple pis en un calvario de diez minutos… hasta que descubrí las reglas. En un momento dado me di cuenta de que mis compañeras de habitación miraban mi liguero estándar de algodón con desaprobación o incluso sacudían la cabeza. Pero si llevabas una faja larga con triple cremallera, era una señal de que no eras una chica fácil. Al final, varias de esas damas de látex se quedaron embarazadas antes de terminar mi primer curso, y yo no era capaz de concebir cómo habían sido capaces de quitarse aquella cosa en el asiento trasero de un coche y luego volver a ponérsela a tiempo para el toque de queda de medianoche.

Esperaba que el equipo de hockey sobre hierba tuviera más nivel para aprender de mis compañeras, pero resultó que ya era una de las mejores jugadoras. Y esto no era un subidón de ego, sino una frustración. Cuando algunas jugadoras se quedaron sin aliento y tuvieron que andar después de un esprint a lo largo del campo, supe que el equipo estaba condenado al fracaso. Y cuando una de las defensas insistió en jugar con su sujetador y faja largos de Playtex, me di cuenta de que éramos un caso perdido.

El campo era una vergüenza; estaba tan lleno de piedras, malas hierbas y calvas que la pelota salía disparada en todas las direcciones, le dieras como le dieras. Lo bueno era que muy de vez en cuando conseguíamos ganar en casa, porque nadie más era capaz de jugar en ese campo. Las jugadoras visitantes, sobre todo las de escuelas pijas como Hollins, estaban acostumbradas a jugar en campos estupendos que parecían greens de golf, así que no tenían ni idea de qué hacer en el nuestro.

Un día, Constance Applebee, la legendaria inglesa que trajo el hockey sobre hierba a Estados Unidos en 1901, vino a darnos un seminario. Yo la adoraba. Pensé que tendría unos ochenta años, así que me quedé totalmente boquiabierta cuando descubrí que en realidad eran noventa y tres. No era para nada frágil; tenía una complexión bastante robusta en la cintura y llevaba una túnica color chocolate con cinta y espinilleras a juego.

Después de una pequeña charla, Miss Applebee nos dejó estupefactas llevándonos con ella al campo. Estábamos corriendo hacia la meta cuando Miss Applebee, que estaba bastante cerca de mí, tropezó con uno de aquellos terrones enormes y se dio un costalazo. Fui hacia ella gritando:

—Oh, Miss Applebee, ¿está bien?

Pensé «Dios mío, hemos matado a Miss Applebee». Pero cuando llegué hasta ella, se puso de pie de un salto, extendió el brazo hacia el campo como un general y gritó en un increíble acento inglés:

—¡Seguid jugando!

En aquel momento supe que quería hacer deporte y estar en forma el resto de mi vida. Miss Applebee era una viejecita aguerrida y atlética, y así es como quería ser yo de mayor. El problema era que después de la universidad no había equipos femeninos en los que jugar, a no ser que fueras entrenadora, en cuyo caso podías seguir un poco. No quería ser entrenadora, y no quería conformarme con «un poco». Quería ser deportista, pero no solo eso; también quería tener una carrera profesional como periodista. Quería ser como los filósofos deportistas griegos, con una mente y un cuerpo fuertes, equilibrada, enfrentándome a desafíos y superándolos.

Tuve esta conversación conmigo misma muchas veces, sobre todo cuando corría, cosa que seguía haciendo casi todos los días después del entrenamiento de hockey. Correr era increíblemente satisfactorio, incluso aunque solo fuera darle vueltas al campo o, de vez en cuando, una más grande rodeando el campus. Era algo que podía medirse, que me hacía sentir realizada. Y era una buena manera de descargar la frustración después de las escaramuzas con el equipo, en las que apenas sudaba y nunca me quedaba sin aliento. Estaba preocupada por perder mi forma física entrenando con el equipo (¡eso sí que sería irónico!) y sabía que correr me mantendría fuerte y segura de mí misma hasta que encontrara la respuesta.

Una bonita tarde de otoño tuvimos un partido en la Universidad de Sweet Briar, que estaba cerca. Era el campo más cuidado que había visto, así que el partido fue rápido. Nuestras chicas no estaban en forma, y las de Sweet Briar nos daban mil vueltas. La defensa de la faja, que era particularmente inútil, dejaba una y otra vez que una oponente le pasara y cuando ocurría, se echaba a reír. Yo salía corriendo para cubrir su posición e intentar evitar que nos marcaran un gol. Molesta por tener que hacer su trabajo además del mío, la siguiente vez le grité:

—¡No es gracioso! ¡Ve a por ella!

Y os juro que se paró, se puso las manos en las caderas y me dijo con su acento sureño:

—Solo es un juego, Kathy.

Después del partido, a nadie de nuestro equipo parecía importarle la derrota; estaban embelesadas tomando té con las chicas de Sweet Briar. Estaba tan enfadada que me escapé y me quedé mirando las líneas suaves de las montañas de la Cordillera Azul, preguntándome por qué no era solo un juego para mí, por qué era más importante. La entrenadora se acercó y me dijo:

—No te gusta perder, ¿verdad?

Era más complicado que eso, pero no era capaz de explicar cómo me sentía. Todo lo que fui capaz de decir fue:

—No, no me gusta perder.

Pero empezaba a preguntarme si quizás los deportes de equipo no eran lo mío. Quizá necesitaba un deporte individual; así, solo podría echarme la culpa a mí misma. De todas maneras, en solo tres años me quedaría sin equipos donde jugar, ya que no había deportes de equipo para mujeres.

Ahora, cuarenta años más tarde, a veces sigo soñando que juego a hockey sobre hierba. En mis sueños, tengo toda la velocidad y la resistencia de entonces, pero con la astucia de ahora. Mis compañeras y yo trabajamos en equipo, ideando jugadas y tiros brillantes que nunca hubiera sido capaz de concebir a los dieciocho. Me despierto riendo y me pregunto cómo habría sido mi vida si el hockey sobre hierba femenino hubiera sido un deporte olímpico por aquel entonces, tal y como lo es ahora.

Dave y yo siempre habíamos dado por supuesto que saldríamos con otra gente en la universidad, pero que nuestra relación era la principal. Como él era un cadete de primero en Annapolis, solo podíamos vernos como media docena de veces al año, así que no tenía sentido no pasárselo bien con otros amigos. La fiesta definitiva era la semana de fin de curso en junio, con bailes en la academia todas las noches. Mi madre estaba encantada de que su hija asistiera al evento. Fue una de las pocas veces que se dejó llevar por fantasías femeninas. Esa Navidad me regaló vestidos de fiesta, bolsos y accesorios varios para que estuviera preparada.

La primera Navidad que volví a casa de la universidad me sorprendió lo mucho que Dave había cambiado. O quizás, lo mucho que la academia le había cambiado. No solo había perdido los últimos restos de gordura infantil entrenando a las órdenes de los instructores, sino que su actitud también se había vuelto bastante estricta. Ya no era el chico despreocupado que yo conocía; se había vuelto un mandón. Me dijo que tenía que cambiarme a la Universidad de Goucher para estar más cerca de él y de la academia, ya que no importaba donde estudiara si de todas maneras no iba a trabajar. Me reí a carcajadas cuando me lo dijo, ya que habíamos hablado de nuestros futuros trabajos en el instituto.

—Cuando sea oficial de la Marina, mi mujer no va a trabajar —declaró.

—Claro —respondí—. ¿Y qué voy a hacer los seis meses al año que estés en alta mar?

—Mi madre no trabajaba, y era perfectamente feliz cuidando de la casa para nosotros.

—Bueno, mi madre trabaja y también es perfectamente feliz ganando dinero y reconocimiento, y yo pienso trabajar, así que prepárate.

Nuestra relación estaba empezando a perder la chispa. Todavía quería ir a la semana de fin de curso; ¡qué diablos, ya tenía todos los vestidos! Pero cada vez estaba menos cautivada por Dave por otras dos razones. La primera es que de repente odiaba que yo corriera y creía que eso me convertía en un bicho raro. Me lo dijo en una fiesta, y yo me enfadé tanto que me fui sola y eché a andar. Estaba a varios kilómetros de casa. Era tarde y sabía que estaba haciendo una idiotez, así que cuando un amigo se acercó con el coche y se ofreció a llevarme a casa, acepté agradecida. Pero al subir al coche me di cuenta de mi error: no era mi amigo, era un perfecto desconocido. El coche se puso en marcha y pensé: «Dios mío, esto es muy peligroso». Cuando el conductor se paró en una señal de stop, salté del coche, eché a correr por una serie de patios de casas a oscuras y me tiré debajo de un seto. Me quedé ahí escondida durante lo que me parecieron años mientras el conductor me buscaba. Cuando oí el coche alejarse y supe que estaba a salvo, volví a la fiesta y le pedí a un amigo que me llevara a casa en coche. Más tarde, Dave vino a mi casa, tuvimos una discusión con lágrimas incluidas y le grité que menos mal que corría, o nunca hubiera podido escapar del depredador del coche.

La otra razón era que a finales de otoño había empezado a salir con un compañero de clase de Lynchburg llamado Robert Moss, que no se parecía a ningún chico que hubiera conocido. Su madre era inglesa y su padre estadounidense, así que era un poco extranjero. Era alto, delgado, reservado e irónico, y siempre llevaba un paraguas. Todas estas características eran muy poco americanas y me parecían fascinantes. Además, estaba en el equipo de cross, que para mí era el epítome del heroísmo romántico. Fue la primera persona a la que le conté mis sueños secretos y mi deseo de destacar en los deportes, un gran riesgo en una época en la que los estereotipos de género eran muy fuertes. Robert nunca se rio de mi entusiasmo solo porque yo fuera una chica y, desafortunadamente, di por sentada esta igualdad extraordinaria.

En primavera, los dos estábamos locos el uno por el otro. En lugar de ir a estudiar a la biblioteca, nos pasábamos buena parte del tiempo besuqueándonos bajo el dulce olor de una madreselva hasta el toque de queda de medianoche. Como yo era la novia de otro chico, estas sesiones creaban un montón de tensión romántica, que es lo que siempre pasa con la fruta prohibida. Estaba enamorada, pero atada a Dave. Estaba oh, tan desesperada… hasta que Robert sugirió que dejara a Dave. ¿Y no ir a la fiesta de fin de curso? ¡Imposible! Era la respuesta equivocada. Me empeñé en ir a la semana de fin de curso y Robert, que se sintió dejado de lado por unos vestidos de fiesta, se empeñó en no continuar con nuestra relación cuando volví. Seguimos siendo amigos, pero la verdad es que me costó años superarlo.

Dieciocho meses después, una tarde lluviosa y deprimente entre la temporada de baloncesto y la de lacrosse, decidí correr por la pista de atletismo porque los campos de tierra y hierba donde solía hacerlo estaban embarrados. Normalmente odiaba correr por la pista, porque era muy aburrido dar vueltas y vueltas y también porque pasaba al lado de los dormitorios de los chicos. La última vez que había corrido ahí unos idiotas se asomaron por la ventana y gritaron: «¡Bote! ¡Bote!». Pero ese día estaba lloviendo bastante y no había nadie.

Últimamente había estado corriendo con una chica de primero muy rápida llamada Martha Newell. Marty y yo jugábamos a hockey juntas, y a partir de ahí empezamos a correr. Incluso nos apuntamos a una organización que se llamaba la Unión Atlética Amateur (AAU) porque nos habían dicho que organizaba competiciones de atletismo. La carrera más larga para mujeres eran los 800 metros; Marty hizo una marca muy respetable, 2:23, y también era rápida en carreras más cortas. Mi mejor tiempo de 800 era 2:34. Me sentía frustrada, porque no me daba tiempo ni de arrancar. Fuimos a un par de competiciones en Baltimore. Aunque pensaba que apenas merecía la pena viajar para correr dos vueltas a la pista, entrenar con Marty me entusiasmaba y correr me interesaba tanto que estaba dispuesta a dejar el hockey, el lacrosse y el baloncesto. Podía correr con una amiga o sola durante el resto de mi vida; no necesitaba una entrenadora ni un equipo. Había encontrado la solución a mi dilema.

Casi había terminado mis tres millas cuando me di cuenta de que el entrenador del equipo de atletismo masculino, Aubrey Moon, había salido y estaba de pie al lado de la pista, empapado, con un impermeable con capucha y una pinta bastante triste. Tenía unos cuantos cronómetros en cada mano, con las cintas colgando entre los dedos, pero no había ningún corredor al que cronometrar. Cuando terminé la última vuelta, me llamó.

—¿Puedes correr una milla? —me preguntó.

—Puedo correr tres millas —respondí un poco indignada.

—Bueno, bien. Es que solo tengo dieciséis chicos en el equipo de atletismo esta temporada, y solo dos corren la milla, Mike Lannon y Jim Tiffany. Si corres la milla con nosotros, ganaríamos algunos puntos. Solo tienes que terminar.

Creo que si hubiera podido llevarse a su perro y hacerle correr cuatro vueltas a la pista, lo habría hecho con tal de ganar esos puntos. Pero aun así, estaba contenta de poder ayudarles a él y al equipo. No era para tanto; después de todo, en Lynchburg el atletismo no le importaba a nadie.

—¡Claro, entrenador, cuente conmigo! —respondí riendo. Siempre había querido decir esa frase, como en las películas.

La Universidad de Lynchburg participaba en dos ligas de atletismo, la Mason-Dixon Conference, que prohibía que las mujeres participaran en equipos masculinos, y la Dixie Conference, que no lo hacía. Las siguientes tres competiciones, con la Universidad de Frederick, St. Andrew’s y la Universidad Baptista de Charleston, eran todas de la Dixie Conference, así que serían las únicas en las que iba a correr.

Esa noche le pedí consejo a mi amigo Mike Lannon, ya que era la primera vez que competía en la milla. Supongo que Mike era lo más parecido que había en Lynchburg a un atleta becado. Era muy bueno y vivía encima del antiguo gimnasio, lo que debía ser el equivalente a una beca de alojamiento. Mike sacó un papel y dijo que pensaba que yo podía correr una milla en seis minutos, esto es, a noventa segundos por vuelta. Lo más importante era no correr la primera en menos de noventa segundos, o me quedaría sin fuerzas. Mike era un tipo alegre, me animaba y no era condescendiente en absoluto. Los días siguientes, en los entrenamientos de atletismo, ningún chico del equipo me sonrió con superioridad ni me guiñó el ojo. Solo me daban ánimos. Estaba claro que estos no eran los tíos que me habían gritado desde la ventana del dormitorio, y me sentía genial con ellos.

Unos días más tarde, el entrenador Moon le pidió a Marty que corriera también en la competición. Ella iba a correr los 800. ¡Menos mal que no tenía que hacerlo yo! Como no tenían camisetas para nosotras, nos compramos dos tops rojos y blancos iguales en una tienda de artículos deportivos para que se parecieran todo lo posible al rojo de los Avispones de la Universidad de Lynchburg.

Me da vergüenza admitirlo, pero por aquel entonces también participé en el concurso de belleza Miss Lynchburg. Pensaba que esos concursos eran una estupidez y así se lo dije una noche en la cena a unos amigos, incluyendo a mi compañera de habitación y de hockey y mejor amiga, Ronette Taylor, que compartía mis convicciones sobre los derechos de las mujeres. Mis amigas me hicieron callar a gritos, diciendo que los concursos de belleza habían cambiado, que ahora incluían entrevistas y concursos de talentos y que eran una oportunidad para ganar becas, viajes y ropa bonita y poder usar un coche nuevo durante unas semanas. Cuando volvimos a nuestra habitación, Ronnie me dijo que estaba loca si no participaba, que tenía tantas posibilidades de ganar como cualquiera. Yo respetaba la opinión de Ronnie, y lo cierto es que tenía los vestidos de fiesta, así que me apunté.

El concurso de belleza y la carrera de una milla con el equipo masculino iban a ser el mismo día; después de correr por la tarde, me ducharía, me cambiaría y me prepararía para el concurso. Estaba acostumbrada desde el instituto a jugar un partido de hockey o de baloncesto y después cambiarme y «ponerme guapa» para ir a un baile, así que no me pareció que tuviera nada de particular. Pero los medios, mis compañeros de clase y el público en general no lo vieron así.

Todo empezó de manera inocente, cuando un chico muy simpático de la oficina de relaciones con la comunidad de la universidad vino al entrenamiento de atletismo y me sacó un par de fotos para pasárselas a los periódicos de Lynchburg y darle publicidad al campeonato. De repente, era toda una noticia a nivel local. ¡Una chica iba a correr en el equipo de hombres! ¡Y la milla, nada menos! Como si correr una milla fuera subir al Everest. Hasta me citaron en los periódicos diciendo que me gustaría que las chicas pudieran correr las tres millas. Era la comidilla del campus. A algunos les encantaba la idea y admiraban mi entusiasmo, otros susurraban con pesimismo que correr una milla era peligroso y me podía convertir en un hombre (¡o aún peor, en una lesbiana!). Los chicos que se dedicaban a gritar cosas a las mujeres dijeron que seguro que estaba acostándome con los hombres del equipo. Si no, ¿por qué iba a estar ahí con ellos en pantalón corto? La mayoría de las críticas se dirigían a mí porque mi historia apareció primero en los medios, pero Marty también se llevó su parte. Mis allegados, incluyendo a las cinco chicas de mi residencia, el Dr. Barret, la profesora Wilma Washburn y Robert, me apoyaron entusiásticamente, así que les escuché a ellos e ignoré al resto.

Cuando los responsables del concurso de belleza les contaron a los periódicos que yo era finalista en Miss Lynchburg, la historia y las fotos se enviaron al Richmond Dispatch y a las agencias de información; al día siguiente, estaba en los periódicos de todas partes. Mi padre estaba desayunando con el Washington Post y se encontró mi foto de repente. No había llamado a mis padres porque no quería molestarles; al principio, todo parecía muy insignificante.

Mi primera competición era el jueves y la siguiente el sábado. En ambas ocasiones, cuando Marty y yo salimos a la pista, no estábamos preparadas para la muchedumbre que nos recibió. Parecía que todos los estudiantes del campus estaban ahí, incluso más que cuando había fútbol. Los escasos asientos estaban hasta arriba y había gente por todo el muro, hasta la parte alta de la colina. Había un montón de cámaras montadas en trípodes, en la línea de salida y meta y en la primera curva de la pista. Mis padres también estaban por ahí, ya que habían decidido ir en coche desde Washington para ver de primera mano qué demonios estaba pasando.

Me había comprometido con el entrenador y ahora habían venido reporteros de todas partes, incluyendo el New York Times, el HeraldTribune y varias cadenas de televisión. Y ni siquiera me habían cronometrado en una milla antes. En serio, lo único que se supone que tenía que hacer era terminar la carrera, y aquí estaba toda esa gente esperando… ¿el qué? ¿Que ganara? ¿Que me desmayase?

Mike Lannon acertó de pleno: corrí como me había dicho y terminé en 5:58. Tal y como esperaba, acabé la última, pero conseguimos los puntos. Después Marty corrió el 800 y ¡vaya si no adelantó a un chico de la Universidad de Frederick en el último momento! Esto fue fantástico, porque de repente la gente no nos veía como chicas que trotaban al lado de los chicos, sino como chicas que corrían de verdad. Estábamos encantadas de ayudar al equipo y no teníamos ni idea de que estábamos haciendo historia. El Lynchburg News informó de que la Universidad de Lynchburg era «posiblemente la única universidad de Virginia con dos corredoras en el equipo de atletismo… y uno de los pocos centros del país con chicas compitiendo en igualdad con los hombres a nivel universitario». Pero no era la primera vez que una mujer había participado en la Dixie Conference; en 1964, una esprínter había competido junto a un puñado de chicos en los inicios del equipo de atletismo de la Universidad de Charleston.

Ese sábado por la noche, después de la carrera, tuve que embutir mis pies hinchados en tacones altos y estar de pie durante horas para el concurso de belleza. Fue la sentencia de muerte para mis uñas, que ya habían sufrido bastante en las dos últimas carreras, ya que las zapatillas de clavos que llevaba me quedaban dos tallas pequeñas. Después se me pusieron negras y se cayeron. Era la primera vez que me pasaba algo así (¡pensé que tenía gangrena o algo!) y marcó el inicio de una década de problemas de pies.

Mi «talento» en el concurso era tocar el acordeón. Si no te estás riendo todavía, lo habrías hecho al ver las noticias, que decían cosas como «después de darle fuelle a sus pulmones durante la carrera, Kathy Switzer tocará el acordeón en el concurso de belleza». Cumplí con mi deber tocando «Lady of Spain» o alguna canción por el estilo y, como puedes imaginarte, no impresioné a nadie, sobre todo porque tenía cara de dolor por culpa de mis pies hechos polvo. No gané el concurso de Miss Lynchburg. Y después de aquello, guardé el acordeón y no volví a tocarlo.

El alboroto continuó: empezaron a llegarme cartas de todas partes. Había cartas aduladoras de viejos compañeros de escuela y parientes, marines de Quantico que me pedían citas, soldados de Vietnam que querían ser amigos por correspondencia y una propuesta de matrimonio directa de un carnicero de Alabama. Se las pasé a mis compañeras de apartamento y nos deleitamos con ellas. También estaban las cartas amenazantes, normalmente de gente que creía tener la verdad absoluta en cuanto a religión y me informaba de que iba a freírme en el infierno. Esas las tiré a la basura. Toda la experiencia fue una lección bastante interesante sobre la polarización y la percepción humanas, tanto en las opiniones en el campus como en las cartas. Nadie parecía neutral al respecto.

También fue una interesante lección de periodismo, y me dio aún más ganas de hacerme reportera. Yo era la editora de deportes del Critograph y, entre otras cosas, tuve que escribir sobre la participación de Marty y la mía en las competiciones. Esa fue la única noticia objetiva que leí sobre lo que habíamos hecho. También tenía otros eventos que cubrir, entre ellos, la participación de Robert y su amigo Jim Tiffany en una gran carrera llamada «la maratón de Boston». Nadie sabía que estaban entrenando para ella, ni siquiera yo, así que cuando volvieron entrevisté a Robert y descubrí que la maratón eran 42 kilómetros y 195 metros y que Jim y él la habían corrido en 3:45. ¡Anda! Después de tanto quejarme de que mis carreras eran demasiado cortas, resultaba que había algo llamado «maratón» que sonaba como el evento más emocionante del mundo entero. Estaba fascinada, y de repente tenía ganas de probarlo por mí misma. Le pregunté si había chicas que corrieran y Robert me dijo que una lo había hecho y que había tardado unas tres horas y veinte minutos. No pude evitarlo. Le dije: «¿Dejaste que una chica te ganara?».

También envié mi solicitud de traslado a la Universidad de Siracusa. Les dije que quería hacer una especialización doble: inglés en el Colegio de Artes y Ciencias y periodismo en la famosa Newhouse School. Estaba contenta en Lynchburg, pero tenía muchas ganas de especializarme, y me emocioné un montón cuando la Universidad de Siracusa me aceptó. Mi último día de clase en la Universidad de Lynchburg en 1966 hicieron una entrega de premios de fin de curso, y estaba tan absorta pensando en estudiar en Siracusa que casi ni me enteré cuando dijeron mi nombre. El entrenador Moon estaba entregando premios al equipo de atletismo y Marty y yo recibimos uno por participar en el equipo masculino, un acontecimiento pionero en los deportes. Solo habíamos corrido tres carreras, así que no creía que nos lo mereciéramos de verdad, pero es uno de los premios más bonitos que he recibido.

La maratoniana

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