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«CREO QUE ME HE LIBRADO DE ELLA»
ОглавлениеMi dormitorio en la Universidad de Siracusa estaba en una casa decrépita en la avenida Comstock que incumplía todas las normativas antiincendios y se llamaba Huey Cottage. Había escogido el alojamiento más barato posible para intentar reducir la carga económica para mis padres, que era considerable. Por aquel entonces Siracusa ya era cara, y me sentía muy culpable.
Mi habitación estaba en el último piso, que era el tercero, y era un ático gigantesco. Parecía que iba a compartirla con dos mujeres más, ya que había tres camas. Teníamos nuestras propias llaves y podíamos entrar y salir cuando quisiéramos. Cuando la «gobernanta» (que en realidad era una estudiante de posgrado que trabajaba a cambio de alojamiento y comida) me dio mi llave, me temblaron las piernas de la emoción ante tanta libertad.
Unos días después de instalarme, al volver de una sesión de orientación de jornada completa, descubrí que mis compañeras de cuarto habían llegado al fin. Estaban sentadas en sus camas, fumando y charlando. Claramente ya se conocían de antes; de hecho, todas las ocupantes del piso habían vivido juntas durante los últimos dos años y yo era la nueva. Entré de un brinco y las saludé con confianza:
—¡Hola, soy Kathy!
Ellas se me quedaron mirando fijamente y siguieron fumando. Finalmente, una echó el humo y dijo:
—Por el amor de Dios.
Me di cuenta al instante de que les parecía una pringada total. Yo pensaba que iba a la última moda con mi vestido de cuello redondo y estampado de flores de Villager, con zapatos y bolso a juego. Y ellas iban todas con vaqueros, jerséis negros de cuello alto y pendientes de aro. Aquí había que ser «guay», así que me fui corriendo a la calle Marshall y me compré unos vaqueros y un jersey de cuello alto. No es que sirviera de mucho; yo era la tercera en discordia y no había nada que hacer. Por supuesto, no ayudó que una de las primeras cosas que les pregunté fue si sabían dónde estaba la oficina local de la AAU.
En cuanto el curso empezó oficialmente, me dejé caer por la oficina del departamento de atletismo, en el estadio de Manley. El departamento de atletismo masculino, para ser exactos. Había un departamento de atletismo femenino, pero solo competían a nivel interno. Eso quería decir que en las grandes universidades, los deportes incluían equipos potentes y con becas de fútbol, baloncesto y lacrosse, e incluso de atletismo, natación y gimnasia… para hombres. Pero las becas para mujeres ni siquiera se tenían en cuenta. Las mujeres tenían «días de juego». Ya lo sabía antes de ir a Siracusa y, francamente, no me importaba. Asumí que las mujeres de Siracusa y el resto de universidades no querían campeonatos deportivos interuniversitarios, o los habrían organizado de alguna manera. Yo había decidido que quería correr, y de todas maneras nunca había oído hablar de un equipo de atletismo femenino a nivel universitario. Así que correría con un equipo si era posible, o sola si no. No tenía nada que perder, así que cuando entré en la oficina del entrenador Bob Grieve para preguntar si podía correr en el equipo de cross masculino, me sentía segura de mí misma.
—Sabes, he leído algo sobre ti. Sí, fue en la sección Faces in the Crowd de la Sports Illustrated —dijo cuando le conté que había corrido con el equipo masculino en Lynchburg.
Parecía bastante agradable. Había otros dos tipos en la oficina, haciendo como que no estaban escuchando. Uno tenía unos cincuenta años, era flacucho y totalmente inofensivo. El otro tenía unos veinticinco y era muy grande y atractivo. Cada vez que miraba en mi dirección yo le fulminaba con mi mejor mirada de «no te metas conmigo, listillo», hasta que pilló el mensaje y se fue de la oficina. Entonces el entrenador Grieve me dijo, muy amable:
—Mira, Siracusa está en la liga de la NCAA, que solo admite hombres, así que las mujeres no pueden competir en equipos masculinos. Pero si quieres venir y entrenar con el equipo, no tengo ningún problema.
Eso era suficiente para mí. Incluso mejor, ya que estaba segura de que si no podía ganar a nadie en Lynchburg, segurísimo que no iba a poder ganar a nadie en una universidad de las grandes.
Me explicó que el equipo entrenaba en el campo de golf de Drumlins, como a kilómetro y medio del estadio.
—¿Y cómo llegan hasta ahí? —pregunté.
Él titubeó por un segundo; me di cuenta de que dudaba.
—Van corriendo —respondió.
Caminé el kilómetro y medio de vuelta hasta Huey, calculando que serían tres kilómetros corriendo hasta Drumlins y otros tres para volver, y eso ya era más de lo que corría al día. Y solo Dios sabía cuánto tendría que correr durante el entrenamiento. Me sentí idiota por haber pensado que era lo más por correr cinco kilómetros al día, pero había dicho que iría y pensaba hacerlo. En la oficina, cuando yo ya me había ido, el entrenador Grieve se dirigió al otro tipo y le dijo: «Creo que me he librado de ella».
Al día siguiente cogí un taxi para ir al campo de golf. «Bueno, parece que este deporte no era tan barato después de todo», me dije tras pagar al conductor. «Será mejor que mejore rápido o me voy a arruinar». Necesitaba un bolsillo para el dinero, así que me puse unos pantalones de vestir y una blusa de manga larga. De todas maneras, nunca había estado en un entrenamiento de cross antes, así que no tenía ni idea de qué ponerme. Estaba nerviosa porque tenía que pasar por medio de la calle del campo de golf, con todos esos chicos flacos en pantalones cortos naranjas y blancos corriendo por ahí. Seguro que me iban a odiar. En Siracusa, las chicas guais se apuntaban a hermandades y tenían una pinta fantástica todo el tiempo, no se dedicaban a correr.
Cuando me dirigía hacia ellos, el tipo mayor inofensivo que estaba en la oficina del entrenador Grieve vino corriendo a recibirme, dando saltitos como una liebre.
—¡Hola! ¡Nunca habíamos tenido una chica! ¡Soy Arnie y llevo aquí veinte años y nunca habíamos tenido una chica! Eres Kathy, ¿verdad? ¡Eh, chicos, esta es Kathy y va a correr con nosotros!
Los chicos me saludaron y me dieron la bienvenida. «Cielos», pensé. Hasta aquí, todo bien. De repente los corredores se agruparon y se quedaron quietos, y el entrenador Grieve hizo sonar el silbato. Todos echaron a correr por los prados ondulantes como una manada de galgos. La rapidez y la belleza de sus movimientos me dejaron sin aliento. Sus siluetas resplandecían sobre la amplitud verde. Subieron una larga cuesta como flotando antes de desaparecer entre los árboles. El asistente atractivo pulsó el cronómetro y escribió algo en una tablilla. Se llamaba Tom y, con ese tamaño, seguro que no era corredor. Era a él a quien había mirado mal en la oficina del entrenador, y esta vez no se dignó a dirigirme la mirada.
El entrenador estaba en un carrito de golf motorizado y Arnie se subió con él.
—Vale, vamos a ver qué puedes hacer —me dijo Grieve.
Señaló al perímetro visible del campo de golf y me preguntó si podía correr esa distancia.
—Claro —dije, calculando que serían poco más de tres kilómetros a lo sumo, y después me reí—: ¡Solo que no muy rápido!
Y para allá que me fui, tratando de tomármelo con calma porque no sabía qué más iba a mandarme. Cuando volví, algunos de los corredores de primer año habían terminado, así que el entrenador le pidió a uno de ellos que me llevara trotando al campo donde entrenaban. Me disculpé por lo despacio que iba, pero el chico me dijo que no le importaba, que de todas maneras estaba enfriando (fuera lo que fuera eso). Y así terminó mi primer día. Había corrido más de ocho kilómetros en pantalones de vestir y blusa. Me encontraba perfectamente y estaba contenta de no haber quedado del todo mal.
Arnie se ofreció a llevarme a casa en coche, sin tener ni idea de lo agradecida que estaba por la oferta. Fue hablando todo el camino, sin filtro, contándome que había sido un buen corredor en sus tiempos e incluso quedó décimo en la maratón de Boston y después de todos esos años todavía tenía el récord de maratón del norte de Nueva York, ¿te imaginas?, pero ahora estaba lesionado, la rodilla, el Aquiles, bueno, son cosas que pasan, de todas maneras estaba demasiado mayor para seguir corriendo, ya era bastante duro hacer su ruta de reparto, en realidad era el cartero de la avenida Comstock y por eso iba en coche al campo de golf en vez de ir corriendo, y llevaba veinticinco años casado y su mujer odiaba correr desde el mismo día de su boda, no entendía por qué a él le gustaba tanto, bueno, nosotros tampoco lo entendemos, ¿verdad? En todo caso, llevaba entrenando y ayudando a los chicos desde el año en que volvió de la II Guerra Mundial, se había roto la espalda saltando en paracaídas en Francia y el médico le había dicho que corriera para prevenir la artritis así que ya que estaba seguía ayudando con el equipo, el entrenador Grieve le necesitaba porque tampoco era precisamente un chaval, así que ese soy yo, soy como el encargado no oficial del equipo. Sonrió de oreja a oreja. Nos dimos la mano y le di las gracias.
—¡Nos vemos mañana! —me gritó cuando bajé del coche.
Iba a entrenar todos los días. A veces corría hasta el campo de golf, pero la mayoría de las veces Arnie me recogía en Huey Cottage cuando acababa su ruta de reparto de correo, íbamos a cambiarnos al estadio y de ahí al club de campo. Decidí intentar correr durante todo el tiempo que estuviera en el campo, pero era tan lenta que no es que no pudiera seguir el ritmo del chico más lento, es que lo perdía de vista y nunca sabía por dónde iba el recorrido. Pronto Arnie empezó a trotar un poco conmigo. Probablemente le daba pena, pero también pensaba que, incluso estando lesionado, podría seguirme el ritmo. Así que en seguida nos convertimos en habituales, el hombre mayor cojeando y tambaleándose y la mujer joven que corría con estilo, pero despacio.
Arnie charlaba como una cotorra todo el rato. Tenía un montón de historias que contar y yo no estaba acostumbrada a correr tanto, así que no tenía los pulmones preparados para correr y hablar a la vez. Iba resoplando como una locomotora y muy de vez en cuando jadeaba una respuesta monosilábica. Sorprendentemente, Arnie había perdido muy poca capacidad cardiovascular con los años, y se le veía en plena forma. Bueno, se le veía canoso y tirando a calvo, y tenía la cara llena de arrugas, pero seguía estando delgado y, como todos los corredores, tenía unas piernas fabulosas. Siempre llevaba unos pantalones cortos y una camiseta grises, y como también tenía el pelo gris y la tez ligeramente cenicienta, yo le llamaba «el Monocromático». Podía meterme con él, y a él le gustaba. Pero a decir verdad, si no fuera por sus problemas de rodilla, habría podido dar una paliza a los chicos del equipo, y yo le admiré un montón desde el primer momento. O sea, ¡tenía cincuenta años! Era todo un anciano.
Todos los días Arnie tenía una historia nueva sobre la maratón de Boston. La había corrido quince veces. Así que, aunque a veces me hablaba de aquel día de calor en Yonkers que arruinó a Buddy Edelen, o de sus triunfos en Around the Bay, la mayoría de las veces era otra historia de Boston. Como la de la vez que Arnie quedó décimo en medio del calor de 1952, o la del legendario Johnny Kelley el Viejo, que había corrido Boston docenas de veces, o la de Johnny Kelley el Joven, que no estaba emparentado con el anterior, pero que ganó en 1957, o la de Tarzan Brown, que se tiró a un lago en mitad de la carrera porque tenía calor. Gracias a la hierba blanda y al ritmo suave, Arnie se estaba recuperando de sus lesiones y dejó de dolerle al correr. Los días y los kilómetros pasaban volando, y enseguida Arnie había acabado de contar sus quince historias de Boston y empezaba otra vez desde el principio. Era como ver una película repetida cada dos semanas. Para el caso, era como si estuviera hablándome de Aquiles, Héctor, Áyax y Apolo, ya que los héroes de Arnie se habían convertido en dioses para mí, y Boston era el más sagrado de los campos olímpicos.
Tres meses más tarde, en diciembre de 1966, me senté en las gradas del estadio a esperar a que Tom, el asistente joven y atractivo, acabara de entrenar a los atletas. Me sentía bien; Arnie y yo habíamos corrido dieciséis kilómetros en la carretera, con la oscuridad y el frío. Correr entre los elementos siempre me hacía sentir purificada, y correr dieciséis kilómetros de una vez era un hito para mí. Ahora, Tom y yo teníamos una relación cordial. Me había explicado que mis zapatillas de lona eran de mala calidad; cuando quedó claro que yo no tenía ni idea del tema, se ofreció amablemente a llevarme a una tienda especial donde podía encargar deportivas buenas de Alemania. Hoy habíamos quedado para ir a comprarlas.
El resto del equipo de cross llevaba un mes entrenando en el interior. Corrían en una pista de tablones de unos ciento cincuenta metros que estaba en el estadio de Manley. Por supuesto, odiaba la pista. Me sentía como un hámster dando vueltas en su rueda; pero es que además el objetivo de la pista interior era ir rápido, no ir lejos, y eso no me interesaba. Cuando hice mis primeras sesiones de velocidad en el interior, la garganta me sabía a sangre y las piernas no me sostenían.
También odiaba estar dentro del estadio; en aquellos tiempos, la superficie de la pista era de tierra y estaba llena de polvo de los jugadores de lacrosse. Para mantener a raya el polvo, cada dos días un camión iba a rociar la tierra con gasolina. Así que ahora no solo te manchabas la ropa y la piel, sino que también se te ponían grasientas; el pelo te olía a motor y la nariz y los pulmones se te llenaban de partículas que seguro que eran peligrosas. ¡Y uno de mis motivos más importantes para correr era limpiar los pulmones con aire fresco todos los días! Había llegado a creer que una hora respirando fuerte al aire libre cura más padecimientos que casi cualquier otra cosa, y todavía lo creo. Así que Arnie y yo decidimos enfrentarnos al invierno y seguir corriendo en el exterior. «¡Nadie había corrido conmigo durante el invierno antes!», dijo Arnie, exultante. Fue una decisión más importante de lo que pensaba.
Tom estaba en su elemento cuando trabajaba con los lanzadores en vez de con los corredores de cross. Nunca me cansaba de verle enseñar cómo girar para impulsar mejor el disco o cómo utilizar las caderas para lanzar el peso más lejos. Era fascinante; Tom tenía la fluidez de un bailarín, y resultaba curioso verlo en un hombre tan grande y corpulento. Solo medía un metro setenta y nueve (cada centímetro contaba para él, por eso le gustaba que le llamasen Tom el Grande), pero pesaba más de 105 kilos. Tenía los cuádriceps, la espalda, los hombros y el cuello grandes, pero no se le resaltaban particularmente los músculos del brazo o los gemelos. Y sus pies eran diminutos, como un 39 o 40. Eran el mayor orgullo de Tom, ya que decía que le permitían girar más rápido y eso era una gran ventaja para poder llegar a ser un lanzador de martillo de categoría internacional. Y era verdad que cuando enseñaba a los lanzadores a moverse, sus pies giraban con él; nunca estaban en medio. Verle tirar el martillo era un espectáculo fantástico; hacía piruetas y sus pies se movían tan rápido que no podías verlos. Me fascinaba su habilidad en este deporte tan extraño; aunque yo no tenía ni idea, podía ver que lo suyo era auténtico talento. No podía tirar el martillo a menudo porque era demasiado peligroso. Casi nunca lo hacía en interiores a no ser que el estadio estuviera completamente vacío, y eso no solía ocurrir. Y hasta que el tiempo cambiara, no podía tirar fuera. Así que entrenaba con los lanzadores universitarios, hacía pesas y lanzaba pesos de 16 o 25 kilos, que podían tirarse con seguridad en el interior porque no llegaban muy lejos.
Su pecho y su barriga alternaban entre parecer más bien regordetes fuera de temporada o sólidos y firmes cuando estaba en forma, pero nunca estaba muy definido. Era el tipo de hombre que parece discretamente capaz, más que poderoso. De hecho, se parecía mucho a las fotos antiguas que había visto de mi abuelo y mi bisabuelo, hombres muy fuertes, cuadrados y con un centro de gravedad bajo. Era un tipo estable y, más que ser abiertamente sexy, hacía que las chicas se sintieran cómodas a su lado. Si hubiera tenido una personalidad más cálida o una cara amable, hubiera sido un osito de peluche. Pero rara vez mostraba ninguna de las dos, y era muy impaciente. Cuando entrenaba a los lanzadores, nunca decía «Vale, mejor». Siempre era «¡Vamos! ¡Las caderas! ¡Las caderas! ¡¡¡Las caderas, por el amor de Cristo!!!».
Y todas estas cualidades, en su conjunto, hacían que me sintiera locamente atraída por él. Tenía muchas de las cosas a las que yo estaba acostumbrada y que valoraba, como fuerza y habilidad, y también tenía características que eran totalmente nuevas para mí y que me intrigaban: a menudo se mostraba malhumorado y arrogante pero, sobre todo, era un deportista nato. Nunca había conocido a nadie que tuviera talento natural, solo a gente que trabajaba duro. Hiciera lo que hiciera, yo sabía que no tenía talento de verdad, no solo corriendo, sino también en cuanto a mi aspecto y mi inteligencia. Simplemente era mejor que la media, y por tanto no me sentía a la altura de Tom. Y por supuesto, de alguna manera retorcida, esto le hacía más atractivo, ya que por lo tanto él era de alguna manera superior. En serio, la lógica adolescente es absurda, aunque no estoy segura de que se pueda seguir usando la adolescencia como excusa a los diecinueve.
Así que aquel día, después de comprar las zapatillas, me sentí sorprendida y halagada cuando Tom el Grande me preguntó si quería cenar con él. Esa noche me pareció casi dulce, definitivamente menos distante, y muy interesante. Todavía me intimidaba un poco, porque era un deportista de los de verdad, tenía cuatro años más que yo y sabía más de deportes de lo que nunca había imaginado. Me contó sus planes de llegar a los Juegos Olímpicos; era su sueño, pero pensaba que la AAU, la autoridad reguladora del atletismo a nivel nacional, ponía demasiados límites. La AAU era la que organizaba las pruebas para escoger a los deportistas olímpicos y nuestra única representante en la Federación Internacional de Atletismo Amateur (IAAF), la autoridad reguladora del atletismo a nivel mundial. Y a su vez, la IAAF era nuestra única representante en el Comité Olímpico Internacional (COI). Por lo tanto, la AAU era todopoderosa, y sus normas prohibían a Tom ganar dinero con el deporte más allá de su puesto de entrenador adjunto en Siracusa. Me contó historias de terror sobre cómo la AAU había expulsado a deportistas por la más leve infracción y cómo tenías que seguir las reglas con muchísimo cuidado para evitar que te declarasen profesional y te prohibieran competir para siempre. Era realmente nefasto, ya que nadie tenía dinero para viajar a los campeonatos o comprar equipamiento decente o, lo peor de todo, tener tiempo para entrenar en condiciones. Me contó que su sueño era tener un par de años para poder dedicarse a entrenar y que sabía que, si lo conseguía, llegaría a los Olímpicos. Guau, estaba impresionada. En pocas semanas estábamos saliendo «en serio».
Una de las últimas tardes antes de Navidad, salí de la facultad de Newhouse a las cuatro y cinco, después de mi última clase del día. Estaba tan cansada que solo quería echarme una siesta antes de cenar. Era prácticamente de noche y estaba empezando a nevar; cada vez caía con más fuerza. Y ahí estaba Arnie, con el coche aparcado enfrente del edificio, en la zona de «Prohibido aparcar y estacionar», mirando ansiosamente desde la ventanilla con la esperanza de encontrarme entre la multitud de estudiantes antes de que la policía del campus le hiciera moverse de ahí.
Odié su insistencia. Incluso le odié a él. No habíamos quedado ese día; simplemente había aparecido, ya que sabía que era mi última clase del día y que no tenía escapatoria. Subí al coche. Yo estaba taciturna y él tan dicharachero como siempre.
—¿Tienes tus cosas? ¿Estás lista para entrenar? —Siempre estaba ahí, como un perro con un palo. Nunca me dejaba en paz. Me avergoncé inmediatamente de haber pensado eso, pero no iba a rendirme.
—No voy a correr hoy, estoy demasiado cansada —le respondí, cortante—. Y no tengo mis cosas, están en el dormitorio.
Arnie empezó a conducir en dirección a Huey.
—Joooooo —lloriqueó. ¡Como si fuera algo personal! Odiaba que Arnie lloriquease, y Arnie lloriqueaba todo el tiempo. Era él quien había decidido esperarme en el coche durante Dios sabe cuánto, no yo. —¿Qué tal diez kilómetros fáciles? Enseguida acabamos —sugirió.
Discutí con él hasta que me di cuenta de lo infantil que estaba siendo y del tiempo que estaba desperdiciando. Ya que estaba, podía ir a correr con él. Total, ya no iba a dormirme, la gente ya estaba saliendo para el comedor. Así que cogí mis cosas y fuimos al estadio a cambiarnos. Con toda mi procrastinación y mis quejas habíamos perdido casi una hora y estaba avergonzada y enfadada conmigo misma, ya que tiempo era precisamente lo que más necesitaba y lo habíamos perdido por mi culpa. Además, teníamos que darnos prisa, o el comedor cerraría antes de que acabáramos de correr. Tal y como estaban las cosas, solo me iba a quedar la última ración del guiso misterioso del día, la que se había pegado a la cazuela. Estaba más enfadada con Arnie que nunca.
Cuando salimos por la puerta de atrás del estadio de Manley y subimos por la calle Colvin ya había diez centímetros de nieve, e incluso con el tráfico de la hora punta, las huellas de los coches quedaban cubiertas casi al instante. Al principio avanzamos a trompicones en fila india, buscando nuestro sitio al lado de la carretera, intentando pillar ritmo entre los coches que pasaban silbando y dando luces. No podíamos ver el asfalto ni el bordillo, pero los conocíamos bien. La nieve nos venía por detrás, formando nubes, volando por encima de nuestras cabezas y cayendo ante nosotros como una vela enorme que ondulaba desde los postes de las farolas. Los coches avanzaban en medio de la tormenta y yo sabía que los conductores apenas podían ver a dónde iban, mucho menos vernos a nosotros. «Es una noche absurda para correr en cualquier caso, nos vamos a matar, ¡y no me importa!», recuerdo que pensé.
Una vez que pasamos el campo de golf, la carretera se convirtió en un camino rural. Como había poco tráfico, cambiamos a nuestro modo habitual de correr, uno al lado del otro, prácticamente al unísono. Podíamos ver a bastante distancia, así que teníamos tiempo de sobra para apartarnos de la carretera si se acercaba un coche. Me sentía más segura, pero todavía estaba muy irritable y tensa. La mejor parte de correr es cuando el enfado desaparece de repente, cuando se aleja discretamente por la corriente de recuerdos y ansiedades inconexos y empiezas a correr libre y relajada. Siempre pasa si dejas que ocurra, o si simplemente corres lo suficiente. Pero esa noche estaba de mal humor, y por alguna razón vengativa y autodestructiva, quería seguir de mal humor, así que iba corriendo y dando puñetazos al aire como un boxeador. Arnie se dio cuenta e intentó charlar conmigo, pero todo lo que conseguía sacarme eran monosílabos o gruñidos. En todo ese espacio blanco, amplio y abierto, yo me sentía como si me hubieran encerrado en la cárcel con este compañero de celda durante más tiempo del que podía soportar. Pero en vez de callarse y correr en silencio, Arnie hizo la cosa que más podía sacarme de quicio: empezar a contar otra historia más sobre uno de sus quince maratones de Boston. Era su manera de decir que era un asco de noche y que sabía que yo estaba cansada, pero mira, aquí estamos, vamos a intentar aprovechar.
Giramos la esquina de la parte más alta de la calle Peck Hill, justo después de la mitad del recorrido, y nos metimos en el corazón de la tormenta. La capa de nieve era profunda: ya se habían acumulado más de quince centímetros, y era resbaladiza. No tenía agarre, como pasa a veces con la nieve buena para correr. Y lo que era peor, la carretera había vuelto a estrecharse. No había un arcén propiamente dicho, y cuando venían coches teníamos que saltar a un lado, normalmente a una zanja. Los copos de nieve eran tan espesos y tan pesados que nos subían por la nariz y se nos quedaban atrapados en las pestañas. Toda la oscuridad parecía una pelusa de gasa, y las luces de los coches que nos venían de frente eran como manchas desdibujadas. Volvíamos a correr en fila india. Nos caíamos uno encima del otro al ir cuesta abajo y nos tropezábamos cuesta arriba. Se acercaron unos coches, pero Arnie estaba tan enfrascado en su historia de Boston que no se apartó. Yo sí. Era como si me hubiera despertado y no quisiera morir después de todo. Después tuve que derrapar para alcanzarle. Las deportivas nuevas aún no habían llegado y mis zapatillas de tenis de lona negra eran como hidroaviones. Los conductores que se encontraban con nosotros estaban desesperados. Bueno, no os culpo, pobrecillos, pensé. Cualquiera que haya salido hoy por la razón que sea es idiota, pero correr con este tiempo es demasiado idiota para ser verdad. Y ahí seguía Arnie, vociferando despreocupadamente, como si no estuviéramos en crisis.
—Oh, Arnie, ¡dejemos de hablar de la maratón de Boston y corrámosla de una vez! —grité por fin.
Arnie se sorprendió mucho. Se dio la vuelta y dijo con toda sinceridad:
—Oh, ¡las mujeres no pueden correr la maratón de Boston!
—¿Y por qué no? —pregunté.
—La maratón tiene cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco…
—Sé de sobra cuánto mide una maratón, Arnie. Así que, ¿por qué las mujeres no pueden correrla?
—Con las mujeres, se aplica la ley de los rendimientos decrecientes.
—¿Y eso qué porras significa? —En serio, Arnie era desesperante. A menudo usaba la teoría de la ósmosis o la ley de la termodinámica o cualquier otra «sagrada escritura» que se le ocurriera para explicar las cosas. Normalmente era bastante gracioso, ya que una cosa no tenía nada que ver con la otra, pero como decía, esa noche estaba de mal humor.
—Porque con la maratón, cuánto más corres, más difícil es —me estaba tratando como si fuera tonta.
—¿Y qué?
—Las mujeres no pueden hacer esas distancias. No pueden correr tanto —dijo. No lo dijo en plan apenado, condescendiente ni bravucón. Simplemente, era un hecho.
—¡Pero yo corro diez kilómetros contigo, o incluso dieciséis, todas las tardes! Todo este tiempo me has estado diciendo lo buena que soy, la capacidad que tengo. ¡¿Me estás diciendo que soy físicamente incapaz de correr una maratón?!
—Sí, eso es, porque de dieciséis kilómetros a cuarenta y dos hay mucho.
—Bueno, Arnie, pues te equivocas. Una mujer corrió la maratón de Boston en abril. Se llama Roberta Bingay, y es bastante buena, además. Hizo algo así como tres horas y veinte minutos.
Había llegado a la cima de la mala leche. Tenía la carta ganadora, pero no estaba preparada para la reacción. Arnie explotó. Me asusté un poco, porque nunca lo había visto enfadarse. Dejó de correr (algo que no hacía nunca) y gritó:
—¡Ninguna dama ha corrido jamás la maratón de Boston! ¡Esa chica se metió en el recorrido a la altura de Wellesley!
—La corrió, y lo sé porque lo vi en Sports Illustrated. —Puse énfasis en lo de Sports Illustrated. Si algo salía en esa revista, para mí era igual de cierto que si salía en la Enciclopedia Británica.
—Lo repetiré otra vez: ninguna mujer ha corrido una maratón jamás. —Nos quedamos en silencio durante un momento. La nieve nos inundaba por todas partes. Algunos coches no nos veían hasta el último momento, derrapaban y estaban a punto de atropellarnos. —Vale, vamos —dijo de mal humor.
—No voy a correr contigo hasta que creas que una mujer puede correr una maratón —dije bajito.
—Vamos, tenemos que movernos.
—Arnie, no. Tienes que admitir que las mujeres son físicamente capaces de hacerlo. A lo mejor no te crees la historia de Bingay, vale, pero alguna mujer tiene que poder. No puedo seguir corriendo contigo si no crees que las mujeres pueden hacerlo. Es importante.
Arnie respondió rápidamente y con soltura. Me sorprendí. Más tarde supuse que ya había pensado en ello antes, quizás durante meses.
—Si hay alguna mujer que pueda correr una maratón, creo que serías tú. Pero incluso tú tendrás que demostrármelo. Si me demuestras entrenando que puedes correr esa distancia, seré el primero en llevarte a la maratón de Boston.
—Vale —dije, sonriendo de oreja a oreja—. ¡De acuerdo!
Echamos a correr de vuelta a casa. Mi cansancio y mi mal humor se habían esfumado. Durante todo el camino de vuelta, Arnie se puso manos a la obra, explicando cómo íbamos a entrenar para la maratón. Solo teníamos tres meses, pero quizás fuera posible. Yo seguía sonriendo. «¡Diablos!», pensé. «Tengo un entrenador, un compañero, un plan y un objetivo: la mayor carrera del mundo. ¡Boston! ¡Boston!».