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«¡PUEDES CORRER LA MARATÓN DE BOSTON!»

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Después de la última tirada de veintinueve kilómetros, Arnie me dijo que la semana siguiente intentaríamos hacer los cuarenta y dos. No sé por qué decidió dar el salto a la distancia completa. Quizás porque solo quedaba un mes para Boston, o quizás porque pensaba que ya estaba lista. No me preocupaba; las decisiones eran cosa de Arnie. Pero admito que estaba emocionada. Muy, muy emocionada. Era mi gran momento, o mejor dicho, mi gran día, ya que calculamos que nos llevaría la mayor parte del día.

Quedamos por la mañana y aparcamos el coche en la Academia de Hermanos Cristianos de la calle Randall. El plan era correr una vuelta de veintiséis kilómetros por el campo y después añadir los dieciséis de Manlius. De esta manera, estaríamos más cerca de casa y no corríamos peligro de quedarnos atrapados en algún lugar remoto. Arnie nunca mencionó el incidente en el que tuvo que parar un coche para llevarme a casa, pero no queríamos arriesgarnos a que se repitiera. Tampoco queríamos correr por las monstruosas cuestas de Pompeya; nuestro recorrido ya tenía bastantes sin necesidad de hacernos los héroes. Como siempre, buscamos un recorrido con el menor tráfico posible, que tuviera cierto interés y que no pasara nunca al lado del coche o de nuestras casas. Cuando pasas por casa, la tentación de parar es demasiado grande, y obligarte a seguir corriendo cuando estás cansada te cansa más todavía. Esa es una de las razones por las que nunca se me dio bien correr en pista: mentalmente, las vueltas me mataban.

Los dieciséis de Manlius eran interesantes por las casas bonitas que nos encontrábamos. Yo fantaseaba con tener algún día una casa y un jardín así de bonitos; a veces, incluso me imaginaba cómo los decoraría. Además, en una de las más lujosas vivía la llama Larry. Un rico ligeramente excéntrico tenía una hermosa finca que nos pillaba de camino, con una colección de lo que yo llamaba «animalitos de granja». Uno de ellos era una llama irritable a la que Arnie llamaba Larry. Supongo que esto suena bastante soso como entretenimiento, pero créeme, cuando estás planeando un recorrido de cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros, agradeces tener cualquier tipo de distracción agradable durante los últimos quince.

Cuando llevábamos unos diez kilómetros por el campo, un chucho negro de una granja que habíamos visto antes se acercó corriendo, ladrando y gruñéndonos. Como de costumbre, le plantamos cara y corrimos de espaldas hasta que salimos de su territorio. Pero en lugar de darse la vuelta, el perro empezó a menear el rabo y a seguirnos. Después de pararnos y gritar «¡a casa!» una docena de veces, nos rendimos. Y a partir de ese momento, Blackie fue nuestro acompañante. «Craso error, Blackie», pensé. Mi padre me había contado que los humanos pueden correr durante más tiempo que la mayoría de los animales, incluyendo los ciervos, así que pensé que tras un par de kilómetros Blackie se cansaría y se iría cojeando a casa. Pero los kilómetros pasaban y Blackie seguía ahí, con la lengua fuera, tan leal como si fuera nuestro. Diez kilómetros después empezó a quedarse atrás, cojeando, y después trataba de acelerar para pillarnos. «Pobrecito, sé cómo te sientes», mascullé. Finalmente, tras trece kilómetros, Blackie se quedó tumbado al lado de la carretera mirándonos marchar. Me dio pena: ¿y si se moría o algo? Pero Arnie me convenció de que no tenía que estar triste, de que los perros siempre encuentran el camino a casa. Lassie lo había hecho un montón de veces en la tele, y además, ¿qué íbamos a hacer si no, llevarle de vuelta en brazos?

Nunca había visto a Lassie en la tele, pero Blackie era una distracción tan buena como cualquiera: llevábamos veintiséis kilómetros, estábamos empezando los últimos dieciséis y no estábamos fatigados en absoluto. Pasábamos al lado de casas bonitas, los árboles que colgaban sobre nosotros tenían un pelín de verde, y Larry, la llama desaliñada color melocotón, se acercó al muro de piedra de la casa y nos miró con su cara de camello amargado. ¡Ja! Salvo por el hecho de tener cuatro patas, estaba exactamente igual de impávida que algunas de las personas que nos habíamos encontrado por el camino.

Y antes de lo que esperaba, subimos la cuesta de la calle Randall y vimos el coche azul de Arnie en el parking a lo lejos. Solo quedaban ochocientos metros, la recta final de aquellos cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Parecía que habíamos llegado rápido y que habíamos tardado todo el día a la vez. No estaba cansada en absoluto.

—Lo vas a conseguir —dijo Arnie—. No me lo puedo creer. ¡Lo vas a conseguir!

Me sentía extrañamente desconectada, casi desilusionada. Se suponía que era mi momento de la verdad, la victoria, la validación. Pensaba que llegar al aparcamiento aquella tarde gris sería como entrar en el estadio olímpico y en cambio me pareció tan… bueno, tan anticlimático.

—¡Tienes buena cara, te ves fuerte! —me estaba diciendo Arnie.

—Arnie, la verdad es que me encuentro bien. Así que igual no son cuarenta y dos kilómetros de verdad, igual son menos, ¿no?

Arnie se puso muy inquieto, casi furioso.

—¡Claro que son cuarenta y dos! Si acaso, son más: lo medí con el coche.

Por supuesto, en los años siguientes todos descubrimos que medir los recorridos de las carreras con el coche es muy impreciso. Durante mucho tiempo, cientos de corredores se quedaron sin récords oficiales ni marcas precisas por culpa de recorridos mal medidos. Eso hizo que el legendario ultramaratoniano Ted Corbitt y otros amantes de la exactitud crearan métodos de medición y certificación precisos.

—Bueno, vale, entonces ¿por qué no corremos otros ocho kilómetros, solo para asegurarnos? —dije—. Si corremos ocho kilómetros más, ¡sabré seguro que nada nos detendrá en Boston!

—¿Puedes correr ocho kilómetros más? —preguntó Arnie asombrado.

—¡Claro! ¡Me encuentro genial! ¿Y tú?

—Bueno, si tú puedes, yo también —no sonaba muy convencido, pero estaba dispuesto a apuntarse a la aventura.

Pasamos de largo el coche. Los dos nos quedamos mirándolo mucho rato. Doblamos la esquina y nos comprometimos con la carrera de nuevo. Por supuesto, en cuando pasamos el coche, nos entró la pereza a los dos. Siempre pasa cuando pasas por la casilla de salida. Se estaba haciendo tarde, se había puesto el sol, y el paisaje era muy solitario. Había gris por todas partes. ¿Cuándo iba a llegar de una vez la primavera? Ahora era yo la que intentaba estar animada y dar conversación, mientras que Arnie iba con el alma en los pies. Después de todo, la idea había sido mía. Después de unos cinco kilómetros, Arnie se puso raro. Estaba como enfadado, decía cosas sin sentido y mascullaba blasfemias. ¡Nunca había oído a Arnie blasfemar! Era católico y un mojigato sin remedio. Llevaba un rosario, nunca bebía y le daba vergüenza cuando alguien contaba un chiste verde. Para ser sinceros, muchas veces me preguntaba cómo había conseguido dejar embarazada a su mujer.

Me asusté cuando Arnie empezó a vagar sin rumbo y acabó en medio de la carretera. Le arrastré de vuelta al arcén.

—Eh, ¿estás bien? —le pregunté. Parecía sorprendido, como si le hubiera despertado o algo.

Un coche pasó a nuestro lado, dejándonos un montón de sitio. Arnie se enrabietó, cogió una piedra enorme del arcén y se la tiró al coche.

—¡Maldito bastardo! —gritó. —¡Valiente hijo de puta! ¡Mira que intentar echarme de la carretera! ¡Maldito bastardo, te voy a matar! —Estaba ahí plantado como un espantapájaros, con los pelos ralos y grises de punta y los ojos desencajados.

—¡Mierda! Arnie, vamos, no pasa nada. —Intenté sacarle de la carretera y se resistió. Tenía la mirada aterrorizada.

—Están. Intentando. Matarnos —susurró, como si no entendiera cómo podía ser tan estúpida como para no ver que mi vida corría peligro.

—Vamos, Arnie, un kilómetro más, uno más y ya llegamos.

Le tomé del brazo para guiarle. Estaba tan gris como su sudadera y tenía la mirada perdida. Aun así, corrió conmigo, cojeando, con las piernas de goma, los dos cogidos del brazo. Y ahí estaba el coche, a una manzana de distancia. Os juro que podía oír los vítores distantes de la multitud en el estadio olímpico.

—¡Vamos a conseguirlo de verdad, Arnie! —seguí murmurando, con el corazón saliéndoseme del pecho.

Y ahí estábamos, en su cacharro salpicado de barro con un Jesús de plástico en el salpicadero. Me tiré a abrazarle y darle palmaditas en la espalda.

—¡Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido, nos vamos a Boston!

Arnie se desmayó en mis brazos.

Me tambaleé un poco bajo el peso muerto repentino, lo agarré con fuerza por los sobacos y lo bajé hasta dejarlo sentado en el arcén con la cabeza entre las rodillas. Traté de hacer un bailecito de celebración mientras cantaba «lo hemos conseguido, lo hemos conseguido», pero no podía levantar los pies. Estaba como borracha: no podía ni moverme ni dejar de sonreír. Nunca había sido tan feliz. Apoyarme en el guardabarros de aquel coche viejo era mi medalla de oro. Arnie levantó la cabeza, volvió a cerrar los ojos y dijo:

—Puedes correr la maratón de Boston.

Prácticamente todos los estudiantes que vivían en la avenida Comstock conocían a Arnie, porque era nuestro cartero. Y en un momento u otro, casi todo el mundo había recogido el correo para sus compañeros de dormitorio y charlado un rato con él. Le encantaba su trabajo, porque la gente se alegraba de verle. En ese sentido, la universidad se parecía mucho al ejército: todo el mundo estaba como loco por recibir cartas de sus seres queridos. Le saludaban con un «eh, Arnie, ¿qué tal?» y él les pasaba el correo por la puerta y les daba una respuesta graciosa, o les contaba qué tal estaba el tiempo.

El lunes, después de nuestra carrera (unos cincuenta kilómetros según mis cálculos), un par de chicos de mi clase de inglés me preguntaron qué pasaba con Arnie.

—Ni idea, ¿a qué os referís? —respondí.

—Bueno, hoy nos ha dejado el correo diciendo «las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza», así sin venir a cuento.

Me limité a reírme como respuesta. Después, cuando pasé por mi dormitorio entre clases, escuché a un par de mis compañeras comentando que les había pasado lo mismo. Una de ellas dijo: «Me dijo: “Me ha llevado a la ruina corriendo”. ¿Qué significa eso?».

Me imaginé a Arnie haciendo como Arquímedes, saliendo de la bañera de un salto, abriendo las puertas de todas las casas de Comstock y gritando: «¡Eureka! ¡Las mujeres tienen un potencial oculto en resistencia y fortaleza!». Solo que no me parecía tan gracioso porque, ahora más que nunca, teníamos que mantener esto en secreto. Estaba convencida de que la manera más segura de fracasar era contarle a todo el mundo que iba a intentar correr la maratón de Boston. Si lo contaba, la gente se haría expectativas, e hiciera lo que hiciera, no sería suficiente. No quería tener esa presión, y Arnie lo sabía, pero no podía contenerse.

—Es que estoy tan orgulloso de ti que tengo que decirle a la gente lo buena que eres —dijo.

—Vale, pero se acabó. No se lo digas a nadie más, y no digas nada de lo de Boston.

Arnie aceptó.

Después de aquello, seguimos con el plan. El martes, en lugar de recogerme delante de Huey Cottage como de costumbre, Arnie vino y me sentó en un escritorio en el recibidor. De todas maneras no podíamos correr, porque todavía nos dolía todo. Apenas podía bajar las escaleras y tenía unas ampollas de sangre terribles debajo de cuatro uñas. Estaban hinchadas, moradas y negras, levantando las uñas, y me dolían un montón.

—Aquí tienes. Tienes que rellenar el formulario de inscripción para Boston —me dijo, poniéndome en la cara un papel que decía «Maratón Americana bajo el patrocinio de la Asociación Atlética de Boston».

Arnie tenía cerca de una docena de formularios, ya que, como era el presidente desde hacía años de Los Lebreles de Siracusa (mayormente extintos), estaba en la lista de correo de la maratón de Boston y todos los años recibía unos cuantos formularios para los miembros del club.

—Yo me ocupo del permiso de viaje, pero tienes que rellenar esto y pasarte por la enfermería de la universidad para que te hagan un certificado médico de que puedes correr. Y tienes que mandar tres dólares. En efectivo, ¿eh? No valen cheques.

—Vaya, Arnie, no sé. ¿Por qué tenemos que registrarnos? ¿No podemos ir y correr sin más?

—¡No puedes hacer eso! Esto es una carrera seria. No puedes ir y correr sin dorsal. Estás registrada en la AAU, tienes que seguir todas las reglas.

—Bueno, a eso me refiero. ¿Y si no soy bienvenida en Boston?

—¡Por supuesto que serás bienvenida! Has hecho la distancia entrenando, y eso es mucho más que la mayoría de esos zoquetes. Algunos de estos niños ricos de Harvard piensan que pueden ir y correr cuarenta y dos kilómetros, como si fuera una novatada. Se meten sin dorsal y tratan de seguir a los líderes de la carrera. ¡Idiotas! Esta es la carrera más importante del mundo después de los Juegos Olímpicos y te has entrenado para ella, así que tienes que hacerlo bien.

—Esa chica del año pasado, Roberta, no llevaba dorsal.

Arnie se puso muy serio.

—No tendría que haber hecho eso. Esto es una carrera seria. Tienes que registrarte y seguir las reglas. ¡No hay que molestar a la gente de Boston! La Asociación Atlética de Boston es estricta, y muy estirada también. ¡Y ya conoces a la AAU!

Solo con mencionar a la AAU me dio un escalofrío. Nunca sabías quién era el Joe McCarthy que iba a ponerte en la lista negra por algún insulto o alguna infracción de la que ni siquiera eras consciente. Arnie y Tom me habían hablado de grandes deportistas que se metieron en problemas, como el corredor de millas Wes Santee, al que habían engañado para que aceptara un premio que tenía un valor superior a los límites de la AAU y le habían expulsado. ¡Y eso que era un héroe americano! Así que tenías que hacer las cosas bien.

—Vale pero ¿y qué pasa si va en contra de las reglas que una mujer corra, o algo así? No quiero meter la pata; prefiero ir a Boston sin registrarme y pasar desapercibida.

—¡Ja! Sabía que me ibas a preguntar eso, así que he traído conmigo el reglamento de la AAU. Mira —me pasó un librito de bolsillo blanco, de unos trece por dieciocho centímetros. Después volvió a cogerlo y me enseñó una página—: Aquí está: «Reglamento del atletismo masculino». Y aquí «Reglamento del atletismo femenino». Y mira, la tercera sección se titula simplemente «La maratón». ¡No pone nada del sexo en ninguna parte! Y mira el formulario de inscripción: no pone nada de que tengas que ser hombre para correr.

Ojeé el libro, deteniéndome en las pruebas para mujeres, que ya conocía muy bien. La prueba de pista más larga eran 880 yardas (poco más de 800 metros), y el recorrido de la carrera de cross eran 2,4 kilómetros. En cambio, los hombres también tenían la milla (1609 metros), los 3000 metros con obstáculos, las tres millas (cerca de cinco kilómetros) y las seis millas (casi diez). Su carrera de cross eran 12 kilómetros. Por supuesto, la AAU nunca animaría a las mujeres a correr distancias más largas incluyéndolas en sus pruebas; además, se te podía caer el útero si lo hacías.

Pero técnicamente, Arnie estaba en lo cierto. En la sección independiente de la maratón, no ponía nada sobre género. Revisé el formulario de inscripción: también era neutro. Pero yo sabía que eso era porque nadie podía concebir que una chica quisiera correr la maratón. A las mujeres no les interesaba correr. Tenían miedo porque se creían los mitos que decían que correr distancias largas las convertiría en marimachos. De hecho, la única gente que corría maratones eran tíos bastante chiflados, como Arnie. Mi experiencia con los corredores era que cuanto más larga era la distancia en la que se especializaban, más raros eran. Y no solo raros, sino también más interesantes, extravagantes pero no creídos. Ninguna chica en su sano juicio se plantearía siquiera correr una maratón. Y junto con todos los viejos mitos, eso significaba que a los autores del reglamento y el formulario de inscripción no se les había ocurrido que una mujer quisiera participar. Ni en un millón de años.

—Voy a llamar la atención —suspiré, pensando en todo el alboroto que se había montado en Lynchburg cuando participé en la milla masculina llevando dorsal. La reacción del público me había sorprendido, pero se les había pasado enseguida. Y además, ¡no tenía ninguna duda de que podía correr una milla! Esto era una maratón. Cualquier cosa podía pasar en cuarenta y dos kilómetros. Todo lo que quería era correr y pasar desapercibida.

—Sí, vas a llamar la atención. Pero estás acostumbrada. Siempre eres la única chica, estemos donde estemos. —Arnie parecía orgulloso al decirlo.

Subí las escaleras, miré mi número de la AAU, cojeé de vuelta y rellené el formulario. En el apartado del nombre, escribí «K. V. Switzer» y firmé la exención de responsabilidad de la parte inferior del formulario de la misma manera. Siempre me sentía bien cuando firmaba como K. V. Switzer; me parecía fuerte y rápido.

—Tres dólares, por favor. —Le pasé los tres pavos—. Vale, ahora vete a la enfermería y que te hagan un certificado diciendo que eres apta para correr una maratón. No queremos perder el tiempo en la cola del médico del instituto de Hopkinton para que te ausculten. Además, habrá chicos desnudos correteando por todo el gimnasio y te daría vergüenza.

Así que Arnie volvió a la oficina de correos y yo me fui a la enfermería de la universidad. Me sentía lo bastante atrevida como para decir la verdad: que pensaba correr una carrera de cuarenta y dos kilómetros y que había hecho cincuenta entrenando, así que estaba segura de que estaba muy en forma y era capaz. El médico, un señor corpulento de unos sesenta años, se limitó a sonreír. Me dijo que recordaba la época de Clarence DeMar:

—Caramba, ¡me parece genial!

Me examinó el corazón y la presión sanguínea y luego me pidió que subiera y bajara las escaleras corriendo para auscultarme de nuevo.

—¡Estás como una rosa! —proclamó.

Me escribió un certificado con la información exacta que yo quería y usó mi nombre de paciente, Kathy Switzer.

—¡Buena suerte! —me gritó de la que me iba.

No te imaginas lo animada que me dejó esta experiencia. Quizás él también se alegró. Probablemente era la primera estudiante en semanas que no iba a su consulta llorando por una crisis nerviosa, un embarazo sorpresa o un misterioso caso de gonorrea. ¡Boston! ¡Me iba a Boston!

Le di el certificado a Arnie en el entreno del día siguiente. Íbamos a trotar ocho kilómetros a ritmo tranquilo. Normalmente esto era casi como un día de descanso, pero hoy íbamos a sufrir. Parecía que me habían pasado los cuádriceps por una picadora de carne. Tenía un dolor muy profundo en las caderas, justo donde la parte de arriba del fémur conecta con la fosa de la cadera. No me había hecho daño de verdad, pero estaba machacada. Pero lo peor, incluso peor que las ampollas espectaculares, eran mis uñas, que estaban tan hinchadas de sangre que no podía ponerme las deportivas. Tuve que recortar un triángulo de la parte delantera de mis preciosas zapatillas Adidas, que finalmente habían llegado desde Alemania. Me rompió el corazón. Era el calzado más caro que había tenido nunca, y el primero que había esperado con ansias. Y ahora tenía que mutilarlas para poder ponérmelas.

Cada vez estaba más convencida de que tenía que priorizar la funcionalidad, como si me fuera a la guerra o algo así. Estaba recortando y centrándome, quitando todo de mi vida salvo las necesidades más básicas, prescindiendo de la apariencia a cambio de la utilidad. Bueno, salvo en mi modelito para la carrera. No era una tarea fácil, porque la moda no se tenía en cuenta en el mundo del deporte, y si vas a correr una maratón, no solo quieres que tu ropa tenga buen aspecto, sino que funcione bien. Un trocito de encaje rasposo puede acabar contigo.

En los días más cálidos, probé muchos tipos diferentes de pantalones cortos en los entrenamientos. La mayoría de ellos me rozaban sin remedio, por una razón muy sencilla: estaban hechos para el cuerpo de un hombre. Las mujeres no corrían, así que los pantalones cortos no tenían en cuenta nuestras caderas redondeadas y muslos más carnosos. Por ejemplo, ese poquito de grasa dentro del muslo, en la parte de arriba, era especialmente vulnerable a las rozaduras. Si añadías el sudor salado a la piel rozada, era todo un desastre. Arnie tenía un botín de ropa deportiva en el maletero del coche, que había ido afanando a lo largo de los años de diferentes vestuarios. Y para mi sorpresa, ahí encontré unos pantalones cortos grises con las perneras un poco acampanadas que me iban bien. Ese año estaba de moda el bermellón. Tenía un top de punto bermellón que había usado para correr y que quedaba estupendo, así que teñí los pantalones para que fueran a juego. Me cargué el lavabo antiguo de porcelana de Huey y la gobernanta puso el grito en el cielo, pero nadie se chivó y aquel lavabo siguió siendo rosa hasta que tiraron Huey abajo, unos quince años después.

Iba a estar fabulosa (salvo por los agujeros en las zapatillas) y eso era importante para mí. Después de verme, nadie iba a decir que las deportistas parecían pordioseras. Estaba harta de ese estereotipo y sabía que, al mismo tiempo que corría la carrera, al menos podía poner de mi parte para derribar aquel mito. Arnie dijo que teníamos que llevarnos los chándales más viejos y hechos polvo a Boston. Los usaríamos para calentar y al principio de la carrera, y después los tiraríamos por el camino. «La gente de Boston nunca consigue devolverte el chándal en la línea de meta, así que es mejor llevarte algo que vayas a tirar de todas maneras», me dijo. Bien, pensé, aprovecharé para librarme de este trapo viejo, y cuando me lo quite, ¡voilà!: seré un espectáculo de color bermellón.

Nos encontramos con John Leonard en el entrenamiento. Hacía bastante poco que había decidido venirse a Boston con nosotros y correr la maratón. Me parecía una decisión alarmante, ya que había venido muchas veces a entrenar con nosotros entre semana pero no había hecho casi ninguna tirada larga. No podía imaginarme corriendo cuarenta y dos kilómetros «en público» sin haber hecho esa distancia antes, pero Arnie me aseguró (resoplando un poco) que la mayoría de la gente lo hacía así, y añadió a John al permiso de viaje.

Más tarde, cuando nos quedamos solos, le dije a Arnie que John me caía bien pero que no éramos los tres mosqueteros; si empezaba a venirse abajo y nos retrasaba, tendríamos que seguir sin él. Cada vez me sentía más como un soldado en el desembarco de Normandía: éramos compañeros, pero teníamos que tomar esa playa a toda costa.

—Si alguno de nosotros no puede acabar la carrera, Arnie, el otro tiene que seguir adelante.

Arnie dijo que sí pero, sorprendentemente, nunca planeamos lo que haríamos si eso ocurría. Años más tarde, sabiendo lo improbable que es que dos personas lleguen juntas a la línea de meta de una maratón (por no hablar de tres), me parece sencillamente increíble que no tuviéramos un plan de contingencia. Era tan ignorante que ni siquiera pensé en ello, así que eso significa que Arnie o bien no tenía intención de cumplir con su palabra, o era tan ingenuo como yo.

En cualquier caso, Arnie envió todos nuestros papeles juntos y nos inscribió como Los Lebreles de Siracusa. Yo no sabía lo que era un lebrel, y Arnie tampoco debía de tener ni idea, porque ni siquiera lo pronunciaba bien. Pero éramos un equipo: la suerte estaba echada y comenzaba la cuenta atrás. Quedaban tres semanas: dos de entrenamiento, con dos tiradas semilargas, y después otra en la que prácticamente no correríamos. Me parecía increíble que tuviéramos días libres, pero Arnie dijo que necesitábamos descansar durante esa semana: «Si no estamos listos para entonces, no hay nada más que podamos hacer, así que para el caso podemos aprovechar para dormir». Esto era toda una revelación: yo pensaba que teníamos que seguir entrenando intensamente hasta el día antes, y fue una buena lección en otros sentidos, como estudiar para los exámenes. Me sentí idiota: todos los libros sobre cómo estudiar decían eso, y yo nunca me lo había creído. Empecé a esperar con ilusión esa última semana, como quien espera a las vacaciones.

Acabamos los ocho kilómetros en el estadio. Ahora que iba llegando la primavera, estaba prácticamente vacío. Habían retirado la pista de tablones y los corredores estaban en la del estadio Archibald, al otro lado del campus. El entrenador Grieve estaba ahí con ellos, pero la tierra seguía estando demasiado blanda como para tirar objetos pesados una y otra vez, así que Tom seguía entrenando a los lanzadores en el estadio. Mientras esperaba a que Arnie se duchara, estiré y miré a Tom, que nunca dejaba de fascinarme. Ese día estaba entrenando con los lanzadores de jabalina, enseñándoles a dejar caer el brazo atrás y transmitir el impulso. Nunca se lo diría a Tom, que era lanzador de martillo, pero la jabalina era mi prueba de lanzamiento favorita: griega, olímpica, muy cercana a sus orígenes como lanza. Cada año leíamos sobre alguna pobre víctima que cruzaba un campo en alguna parte y acababa empalada, normalmente un organizador entregado a su labor que se había despistado un momento. «Para que veas lo rápido que vuelan las jabalinas», decíamos chascando la lengua.

Arnie estaba saliendo del vestuario cuando Tom se acercó a mí.

—Hola. ¿Nos vemos luego para una cerveza, sobre las ocho?

—Claro —dije.

Lo que significaba esa conversación abreviada es que los dos volveríamos a casa para comer algo, ya que no podíamos permitirnos cenar fuera. Pero a veces nos daba para una cerveza en el Orange, el bar de la universidad. Aunque era un sitio mugriento, nos valía como cita. Para Tom, era una manera de salvaguardar su orgullo herido por no poder permitirse nada mejor y una manera menos obvia de llevarme a dormir a su apartamento. Además, yo podía ponerme una falda y un suéter y sentirme femenina e incluso sexy, un gran alivio después de días y días llevando chándales unisex para entrenar y vaqueros para ir a clase.

Más tarde, en el bar, Tom tenía uno de sus días distantes. Quizá estaba preocupado por el dinero o los estudios. Todos nos preocupábamos por eso. Pero pensé que era muy raro que dos personas que tenían tanto en común y que llevaban cuatro meses acostándose a menudo tuvieran tan poco de lo que hablar. Sus estados de ánimo siempre eran un misterio para mí. A veces pensaba que sencillamente no era muy buen conversador, pero después me arrepentía de pensarlo, ya que tenía mucho talento en otros aspectos. Quizás simplemente se aburría conmigo. Tom siempre se portaba como si fuera tan guay que me hacía sentir que yo no lo era. Lo cierto es que cuando estás sentada con alguien que se queda callado y parece que te está juzgando, te sientes como una idiota parloteando sin parar, o como si estuvieras interrogándole. Sabía que no debería sentirme incómoda con alguien con quien me acostaba, pero me quité esa idea de la cabeza.

Finalmente, él rompió uno de los silencios.

—Entonces, ¿cómo vas con lo de trotar?

Ya estaba otra vez con aquel énfasis sarcástico, esta vez en la palabra «trotar», y aquella fue la gota que colmó el vaso. Por poco talento que tuviera, por lenta que fuera, yo corría, maldita sea, no trotaba.

—Lo de correr va genial —dije, con el doble de sarcasmo que él.

Me había visto hacer las tiradas largas los sábados y domingos. De hecho, a menudo me acercaba al coche de Arnie la mañana después de haber pasado la noche juntos. Solíamos bromear con el tema, imaginándonos el shock de Arnie si lo supiera. Tom no tenía ni idea de que nos íbamos a Boston, y yo sabía que debería decírselo, pero seguía posponiéndolo. No quería sentirme presionada por parte de nadie, pero ya solo quedaban tres semanas. Además, quería responder con una buena réplica. Le di un sorbo a mi cerveza, tratando de aparentar tranquilidad.

—De hecho, en un par de semanas Arnie y yo nos vamos a Boston a correr la maratón —dije sin darle importancia, como si nos fuéramos de compras.

Al principio, Tom se sorprendió. Después, se recuperó rápidamente, puso cara de condescendencia aburrida, y gimoteó:

—La maratón son cuarenta y dos kilómetros y ciento…

Le corté en seco.

—Sé qué distancia es, Tom, la he corrido. Arnie y yo corrimos una maratón el sábado pasado.

Me sentí genial. En lugar de quedarme helada de los nervios, estaba empapada en sudor. Era la primera vez que quedaba por encima de él, y él lo sabía. Se hizo un largo silencio. Sonreí.

—Vale, pues yo también me voy a Boston —respondió al fin.

—¿Qué quieres decir?

—Yo también voy a correr la maratón de Boston. En serio, si una chica cualquiera puede correr cuarenta y dos kilómetros, yo también.

Estaba más incrédula que ofendida, especialmente por las palabras «chica» y «cualquiera».

—Tom, eres un deportista con mucho talento. Estoy segura de que puedes hacerlo. Pero incluso tú tendrías que entrenar. Y cuarenta y dos kilómetros es mucho entrenamiento.

—Lo dicho: si una chica cualquiera puede hacerlo, yo también.

Lo intenté de nuevo:

—Tom, ten en cuenta la relación entre altura y peso. ¡La gente de 107 kilos no corre maratones! Es una estupidez pensarlo siquiera.

Eso le cabreó.

—Podría salir por esa puerta ahora mismo y correr cuarenta y dos kilómetros —dijo.

—Solo quedan tres semanas para Boston, Tom —sonaba derrotada, y lo sabía.

—Tiempo de sobra para prepararme —dijo, bebiéndose su cerveza de un trago.

Fuimos a su apartamento, porque yo era demasiado cobarde para decir que me volvía a mi dormitorio, y él era demasiado cabezota para decirme que no fuera a casa con él. Así que no dijimos nada y nos fuimos a su sofá cama como siempre, pero esa vez no hicimos el amor. Resoplando, él se dio media vuelta para darme la espalda, y yo me quedé mirando al techo la mayor parte de la noche. Me molestaba no haber podido ni dormir ni estudiar, y me arrepentía de haberle dicho a Tom lo de Boston. «Ves, tenías razón, no hay que contarle tus sueños a nadie porque los estropean. Tendría que haber esperado hasta que llegáramos y llamarle o algo, pero no puedes tratar así a alguien con quien te acuestas», pensé. Le di vueltas en la cabeza hasta que llegó la hora de levantarme y arrastrarme a clase.

Al día siguiente, Tom no estaba en el estadio cuando Arnie, John y yo salimos a correr, y seguía sin estar cuando volvimos. Cuando estaba yéndome para volver a mi dormitorio, hizo una entrada triunfal. Ya había caído la noche, y estaba colorado, sudando y con aire desafiante. Era evidente que había entrenado duro: podía oler el aire frío que le rodeaba, y es un olor que no se consigue con solo unos minutos corriendo.

—Quince kilómetros, suficiente —dijo.

—Guau, Tom, ¿acabas de correr quince kilómetros? —Me dejaba atónita pensar que podía salir sin más y correr esa distancia.

—Sí, así que puedo correr Boston, ¿ves?

No le dije nada, porque estaba más impresionada con sus capacidades que con el abismo que media entre quince kilómetros y cuarenta y dos. Y eso fue todo. Arnie y yo le contamos el plan: empezaríamos juntos, pero si alguien flaqueaba, los demás seguirían sin él. Dado que habíamos enviado nuestras solicitudes hacía tiempo, Tom mandó sus propios papeles. Pero como llegaba tarde, tendría que hacerse el examen médico en el gimnasio del instituto en Hopkinton. Eso me cabreó: era otro retraso y otra complicación antes de empezar. Primero John, y ahora Tom el Grande: no les habíamos invitado y no estaban bien entrenados. Había demasiados factores impredecibles.

La maratoniana

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