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UNA LARGA SAGA DE PIONEROS

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—Aquí tienes unos papeles. Guárdalos y enséñaselos a tu médico cuando llegues. Y aquí tienes otros. Enséñale estos a las autoridades cuando vayas a subir al barco. Buena suerte.

Mi madre, Virginia, recogió los papeles y le dio las gracias al médico.

Estaba embarazada de casi ocho meses de mí y se disponía a embarcar en el primer barco que llevaba a familiares de miembros del ejército a una Europa devastada por la guerra. Allí iba a reunirse con mi padre, a quien no había visto en siete meses. Corría el mes de noviembre del durísimo invierno de 1946. Si no iba entonces, quizás nunca podría hacerlo, porque viajar con un bebé recién nacido y con mi hermano Warren, de dos años, era mucho más difícil que viajar embarazada y con un solo niño. El médico había sido comprensivo y le había dado a mi madre unos papeles para las autoridades en los que ponía que estaba embarazada de solo seis meses y por tanto podía viajar… por los pelos.

En mitad del Atlántico, el viejo barco de vapor reacondicionado se averió y se quedó flotando de aquí para allá durante nueve días, mientras esperaba a que les remolcaran. A mi madre no le preocupaban las minas sin detectar, los mareos constantes o la idea de que yo naciera en alta mar, pero sí que le remolcaran de vuelta a Nueva York. En vez de eso les llevaron a Bremerhaven, donde les esperaba un tren para llevar a todos los pasajeros, mujeres y niños, a Alemania.

Viajar para encontrarte con alguien a quien amas es una cosa magnífica. Puedo imaginarme el reencuentro de mis padres; mi padre, un gigante llamado Homer, recogiendo a mi diminuta madre y riéndose de cómo había cambiado desde la última vez que se habían visto. Está bien tener un amor así cuando vas a un sitio complicado, porque mi madre estaba horrorizada de lo que veía en Alemania. Ciudad tras ciudad en ruinas, pilas de cascotes por todas partes, grupos enormes de personas sin techo y desplazadas por la guerra apiñándose en las calles… Parecía que todo el mundo tenía hambre y buscaba refugiarse del frío inclemente.

Por aquel entonces mi padre era comandante del Ejército, y una de sus tareas era organizar campos de desplazados para acoger a estas personas hasta que pudieran encontrar a sus familiares, volver a casa o empezar una nueva vida. Ser una familia unida era importante para mis padres; ellos lo eran, querían ayudar a otros a serlo y querían transmitírselo a sus propios hijos.

Para empezar, mi madre reclutó a una niñera entre el grupo de personas desesperadas que estaban junto a nuestra casa para que cuidara de mí, que estaba a punto de nacer. La niñera, Anni, preguntó si podía traer a una amiga para que fuera nuestra cocinera, y después el hermano de Anni apareció para trabajar de empleado doméstico, y enseguida teníamos un profesor de piano (había un piano de cola en la casa) y un sastre para hacernos la ropa. La mayoría de estas personas vivían en nuestra casa. Mi madre, el Plan Marshall unipersonal, compartía todo lo que tenía, incluso la calefacción, que era terriblemente escasa.

De hecho, hacía tanto frío en el hospital militar donde nací que me pusieron en una incubadora, para gran diversión del personal, ya que pesaba más de cuatro kilos y medía casi sesenta centímetros. Mi padre rellenó el certificado de nacimiento y con la emoción escribió mal mi nombre. Se olvidó de la «e» de en medio y el resultado fue Kathrine. A mi padre, que medía 1,95, le gustaba que yo tuviera las piernas largas. Pensaba que sería genial que yo también fuera alta de mayor, y dijo con un poco de picardía que ya que me habían concebido después de una animada fiesta de fin de la guerra en el Derby de Kentucky, a lo mejor acababa siendo un caballo de carreras. Qué curioso.

En realidad ni siquiera aprendí a andar hasta los dieciocho meses, y mis padres estaban bastante preocupados. No tenía ganas de caminar. ¿Para qué molestarme, si tenía a meine Anni para llevarme a todas partes? Anni me adoraba. Yo era la hija que estaba segura de que nunca tendría, porque en Alemania quedaban pocos hombres jóvenes vivos y ella ya tenía veintiocho. Era como una segunda madre para mí, y una maravillosa hermana para mi madre, que estaba muy ocupada ayudando a mi padre.

Un día, mi padre le dijo a Anni que había un baile en el pueblo de al lado y que tenía que ir. Anni se hizo la remolona: no tenía manera de llegar hasta allí y nada que ponerse. Mi madre le dejó un vestido de fiesta y mi padre la llevó en su todoterreno. En el salón de baile, un joven acordeonista llamado Heinz vio entrar a Anni y pensó que llevaba el vestido más bonito que había visto nunca. Se conocieron y empezaron a salir.

Fue una gran suerte porque, tres años después, cuando llegó la hora de irnos de Alemania, mis padres querían llevarse a Anni con nosotros, pero el sistema de inmigración de Estados Unidos solo permitía traer a miembros de la familia. La despedida fue devastadora para todos, especialmente para mí. Lloraba a gritos y trataba de arrastrarme de vuelta a ella, hasta que finalmente mi padre, llorando como todos los demás, tuvo que arrancar el coche, dejando a Anni en la carretera con Heinz apoyándola a su lado.

Finalmente, Anni y Heinz se casaron y se establecieron en lo que se convertiría en Alemania del Este, aislada bajo el régimen comunista. Por miedo a las represalias, mis padres dejaron de escribirse con Anni y Heinz. Durante cincuenta años, nos preguntábamos todas las Navidades dónde estaría Anni, y brindábamos por ella. Fue mi primera experiencia de una gran pérdida, y aunque tenía cerca el amor de mi familia, me dejó sintiéndome vulnerable. No me gustaba que me dejaran sola. Pero dos años más tarde, cuando mi padre se fue a la guerra de Corea, vi que tenía que acostumbrarme a ello, porque a lo mejor era una cosa permanente. A día de hoy pocos estadounidenses se acuerdan de la guerra de Corea, pero fue terrible, como todas las guerras, y mi padre estuvo en el campo de batalla. Estuvo fuera dieciocho meses. Cada mañana, antes de ir al colegio, mi madre leía en voz alta la lista de muertos y desaparecidos en combate del Washington Post. A los cinco años, yo no entendía el proceso de notificación a familiares y pensaba que era así como te enterabas si tu padre había muerto. No sabía qué pasaría, pero sabía que tenía que ser muy fuerte para el día en que ocurriera.

Mi madre era sensible, amable y femenina, y no le tenía miedo a absolutamente nada: ni a la guerra, ni a las arañas, ni a las cosas que hacen ruidos de noche. No es que su aplomo e iniciativa me inspiraran, es que era un ejemplo tan fuerte que simplemente me daba vergüenza tener miedo. Cuando mi padre volvió de Corea, me estaba volviendo autosuficiente y estaba preparada para empaparme de sus muchas historias sobre la fuerza y la determinación de nuestros antepasados.

Escuché una y otra vez cómo nuestros ancestros protestantes viajaron al Nuevo Mundo en 1727 para escapar de la persecución religiosa, los impuestos abusivos y el servicio militar obligatorio, en busca de una vida decente, pacifista y temerosa de Dios como granjeros holandeses en Pensilvania. Las historias seguían sus pasos hacia el oeste, a medida que iban haciendo sus granjas en los Territorios del Noroeste (ahora Illinois), y siempre mencionaban a W. H. (Washington Harrison) Switzer, que se fue de casa (andando, no corriendo) para incorporarse al Ejército de la Unión. En la década de 1870, después de la Guerra Civil, se fue con su mujer y sus tres hijos a Dakota del Sur, a cultivar las tierras que le habían concedido como recompensa a sus servicios en el Ejército. El sueño de tener su propia granja, o incluso un rancho, merecía trabajar duro toda la vida y correr un gran riesgo personal. Me contaron que era importante dejar siempre un sitio mejor para las generaciones venideras.

Nadie de mi familia o de mis ancestros es temerario, más bien al contrario, pecamos de prudentes o incluso de prepararnos demasiado. A pesar de ello, a W. H. le sorprendió un invierno diabólico en Dakota del Sur, negro y lleno de tormentas de nieve. La familia tuvo que refugiarse en una choza de tierra semisubterránea. La historia de cómo sobrevivieron a base de comer tubérculos, salar la carne de la última vaca y derretir hielo para beber se convirtió en leyenda. Dos años más tarde volvieron a su granja de Illinois, no como fracasados, sino triunfantes por haberlo intentado. Al final, W. H. y su mujer tuvieron once hijos, y diez de ellos llegaron a la edad adulta. Era un logro inconcebible entonces e incluso ahora, ciento treinta años más tarde. W. H. murió en su cama a los ochenta y ocho años de edad. Por eso, de pequeña jamás se me ocurrió preguntar por qué alguien abandonaría la seguridad para ir en pos del sueño de algo mejor, o pensar que algo era demasiado difícil para intentarlo. La determinación estaba en los genes de los Switzer.

Mis padres aprendieron estas historias durante la Gran Depresión. Se criaron en granjas en un pueblo pequeño, y no tenían un duro. Pero estaban tan decididos a ir a la universidad que se pelearon por becas y trabajaron todo lo que hizo falta para conseguirlo. Fueron los primeros de sus familias en tener una educación superior. Estuvieron prometidos durante siete años, hasta que se sintieron lo bastante seguros económicamente como para casarse. Entonces, mi madre fue al centro de salud de la universidad para que le dieran un diafragma y así poder planificar su familia. No dejaban nada al azar. A mi hermano y a mí nos criaron con las mismas expectativas y sin nada de favoritismo, lo que era increíble en aquella época. En nuestra familia era obligatorio que los dos fuéramos a la universidad. No se me permitía conformarme con menos, y que Dios me ayudara si echaba a perder esa oportunidad. La perseverancia, la paciencia y la gratificación aplazada también estaban en nuestros genes.

Los hombres de la familia siempre fueron grandes. No, enormes. Mi padre era tan grande que cuando era pequeña le confundía con Dios, porque decían que Dios era un hombre grande que te miraba desde el cielo. Todos se acercaban al metro noventa como poco, eran corpulentos y tenían una fuerza tremenda. Hubieran sido grandes deportistas, pero no tenían ni tiempo ni dinero, así que la idea no solo era inconcebible, sino extravagante. Estaban orgullosos de su fuerza y le daban un buen uso. De verdad, podían hacer cualquier cosa. Las mujeres que escogían como esposas eran sus iguales; femeninas, pero capaces y decididas. Me crie en los años 50 y principios de los 60 en los barrios residenciales de Chicago y Washington D. C. Las madres de mis amigos solían quedarse en casa, jugar al bridge y recibir a sus maridos en la puerta con una bebida fría. Mi madre también solía prepararle un Martini a mi padre y recibirle en la puerta, pero solo después de volver a casa tras un ajetreado día como profesora y orientadora y ponerse un vestido ajustado. Podía hacerlo todo, y mi padre la respetaba muchísimo. Además, su sueldo era un recurso importante.

Crecí trepando cuerdas y árboles, jugando a la guerra con los niños del vecindario (y corriendo más que casi todos) y saltando del tejado para demostrar que yo también podía ser paracaidista. Cuando los niños tenían que escoger equipos, era la primera chica a la que elegían. Y cuando mi hermano mayor me ganaba en los deportes (o sea, siempre), nunca pensaba que era porque él era un chico, sino porque era mayor. Al mismo tiempo, adoraba llevar vestidos con volantes, me tomaba muy en serio lo de jugar a las muñecas con mis amigas y tenía un flechazo terrible por el vecino de al lado. Me encantaba bailar las lentas con él cuando mi colegio hacía un baile para niños.

Era digna hija de mis padres. No tenía más modelos que ellos y mi hermano, y quizás eso fue una suerte. Pensaba que el mundo era un lugar emocionante, en el que podía ser femenina y fuerte, decidida y soñadora, metódica y atrevida, y al mismo tiempo cumplir con las expectativas de mi familia de mejorar la situación para la próxima generación. Venía de una larga saga de pioneros, no famosos, pero sí infatigables. Y no quería decepcionarles.

La maratoniana

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