Читать книгу Feminismos para la revolución - Laura Fernández Cordero - Страница 10

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Escribió Mi ley para el futuro (1834, póstumo) y se suicidó. Tenía poco más de 30 años. Al nacer la llamaron Émilie d’Eymard, pero ella, que renegaba de casi todo, quiso olvidarlo. Recién comenzaba el XIX, un siglo auspicioso para ser mujer en París y elegir un nuevo nombre; uno que, como su paso por aquel mundo, fue breve y centelleante. Pronto se deslumbró con las propuestas de Henri de Saint-Simon y su escuela. Siguiendo a ese teórico a quien se considera precursor de las ciencias sociales y del socialismo moderno, sus adeptos agitaron ideas antidogmáticas y esperanzadas en un porvenir industrial y científico. Convocaron a las mujeres y proclamaron su emancipación; sin embargo, terminaron por erigir una secta casi religiosa con uno de sus discípulos, el megalómano Père Enfantin, en la cima. Decían esperar a la MUJER, una mesías que estaba siempre por llegar. Pero no llegaba. Algunas saintsimonianas, más cercanas al trabajo manual, se sintieron traicionadas; para ellas la emancipación era una utopía urgente. Marie-Reine Guindorf, Désirée Véret, Jeanne Deroin, Eugénie Niboyet y Suzanne Voilquin lo dijeron en periódicos de vida breve como La Femme Libre [La Mujer Libre], L’Apostolat des Femmes [El Apostolado de las Mujeres] y La Tribune des Femmes [La Tribuna de las Mujeres]. Con ellas dialogaba Démar; pero, como su furia era mucha, escribió en solitario un folleto vibrante: Appel d’une femme au peuple pour la libération de la femme [Llamamiento de una mujer al pueblo por la liberación de la mujer], de 1833.

Dirigía sus críticas a toda la Francia de los años treinta porque, tras la prometedora gran revolución de 1789, se encontraba en un retroceso político y cultural, a pesar del avance de la burguesía. Como si Olympe de Gouges no hubiera denunciado que los Derechos del Hombre y del Ciudadano ignoraban a las mujeres, el Código napoleónico de 1804 y el gobierno monárquico de Luis Felipe I las obligaban a volver a luchar por su autonomía, el divorcio, la educación y la igualdad ante la ley. En medio de un fructífero desacuerdo femenino, Démar agitaba la versión más radical, polemizaba con fervor y señalaba la desunión y la indiferencia sobre su escritura. Se sabía intensa. Sin emancipación de la mujer no habrá liberación del proletariado, insistía. Y gritaba: ¡menos remilgo y más carne! Hoy, dos de sus párrafos alcanzan para desmentir la novedad de la teoría de la interseccionalidad y de las invocaciones prosexo.

Un ideario nunca es por completo original, pero el reclamo del placer en primera persona, la fuerza de la experiencia personal como valor político y el tono con que proponía desestimar la paternidad y liberar a la mujer de la crianza hacen de su breve obra una entrañable rareza. Casi sin dar respiro al combate, su prosa despliega disquisiciones teóricas sobre la política de las emociones, la corporalidad del deseo y una filosofía de la materia que le hizo un lugar en las carpetas de trabajo de Walter Benjamin.

Antes del disparo mutuo que pacta con su amante y la silencia, ella (nos) habla. Y esa verba hace empalidecer las tesis de La mujer y el socialismo de August Bebel (1879) y El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels (1884), las dos biblias de las izquierdas. Pero con Démar no se trata de precedentes, sino de tonalidades; y la pregunta que abre resuena potente y clara: ¿cuántas estridencias caben en una revolución?

Feminismos para la revolución

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