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Mi ley para el futuro

Ustedes han renegado de la cátedra del apostolado, abandonándola por la tribuna del debate; su palabra dogmática ya no habla solamente de las necesidades, los sufrimientos de la mujer; ya no le pone con autoridad los límites de cierta ley para el futuro, sino que alienta a cada mujer a revelar sus necesidades, sus sufrimientos, a formular por sí sola su ley para el futuro.

Y ustedes han obrado con sensatez.

En efecto, hoy en día, cada palabra de mujer debe ser dicha, y será dicha para la liberación de la mujer, porque, hoy en día, una voz de mujer enérgica, poderosa, de grandes repercusiones, o bien temerosa, indecisa o inarticulada, amiga o enemiga discordante y contrariada como los mil y un ruidos confusos, el estrépito fúnebre provocado por el choque de las sociedades que se derrumban y quedan en ruinas, las civilizaciones que se demuelen, o, si no, suave y armoniosa como el himno de las fiestas del porvenir… Cada voz de mujer será oída y escuchada.

Por ende, ustedes han tomado la única posición conveniente y posible, han hecho un llamamiento y ya no juzgan más.

Ustedes tienen que velar por que cada una diga o, al menos, pueda decir todo lo que siente, todo lo que ama, todo lo que quiere.

Y yo, una mujer, respondo a su llamamiento.

Y yo, una mujer, voy a hablar, yo que no sé retener mi pensamiento cautivo y silencioso en el fondo de mi corazón, que no sé velar sus formas hombrunas, groseras y audaces, poner a la VERDAD un vestido de gasa, detener en el borde de mis labios una palabra franca, libre, valerosa, una palabra desnuda, verdadera, mordaz, punzante, para esclarecerla con el filtro de las conveniencias del mundo antiguo, pasarla por el tamiz místico de la mojigatería cristiana.

Yo voy a hablar, yo que, sola ahora, sin el apoyo, el aliento o la aclamación de ninguna mujer, ya he hecho un llamamiento al pueblo. Y no importa qué haya sido de mi llamamiento.

Lo digo sola y sin ayuda de ninguna mujer, porque no es inútil comprobar el escaso vínculo que nos une. Sí, sola, porque incluso las mujeres que se decían nuevas, que pretendían hacer un apostolado, no se dignaron a detenerse en una gacetilla escrita, tal vez sin talento, pero al menos con conciencia y entusiasmo, y que se alejaba removiendo, en beneficio de ellas, toda la podredumbre cadavérica de las viejas instituciones y de una ley moral impotente. ¡No! Ni una de esas mujeres fuertes tuvo la fuerza suficiente para dar cuenta de esa actitud. Y, sin embargo, la autora y el escrito les eran conocidos.

No es que me queje o esté irritada; así son las cosas, señoras, porque, sin duda, así tenían que ser. Las acepto tal como me las ha enviado la providencia o la voluntad de ustedes. Pero son hechos personales que tengo en mi haber; tomo nota de ellos y los relato. Los analizo, porque quizá también sea algo bueno; y algunos días también habrá sido bueno tomar nota de los hechos, analizarlos, relatarlos: por lo demás, tienen una relación directa, una íntima ligazón con el sentimiento, con el pensamiento que les voy a manifestar, y forzosa, naturalmente allí me llevan.

¡Sí, señoras, al igual que ustedes, espero; al igual que ustedes, hago todos mis votos y convoco la hora santa que establecerá las relaciones del hombre y de la mujer sobre los cimientos de esta ley moral nueva que, al resultar del concurso simpático y simultáneo del hombre y la mujer, rodeará al hombre y a la mujer de un lazo de amor religioso y puro! ¡Hora que, eternamente grandiosa y fecunda entre todas las horas de la humanidad, dará inicio a una nueva era de vida social para la gran familia de los hombres! Hora gloriosa en que todos los pueblos de la tierra, unidos en torno a un mismo estandarte de asociación, listos para marchar por las inmensas sendas de un porvenir de concordia y armonía, verán, por primera vez, al hombre y a la mujer –obedeciendo a las leyes de una atracción divina, confundidos uno en el seno del otro, pareja sublime– hacer realidad, por fin, al individuo social imposible hasta esa hora.

Entonces, por fin se romperá la pesada cadena de la esclavitud que durante tanto tiempo atrapó en una red de desdicha a todas las naciones del mundo y así dejaba en manos de algunos ociosos privilegiados el trabajo, la libertad e incluso la sangre, incluso la vida, de varios millones de semejantes suyos que, fuertes, laboriosos, activos, nobles y confiados, gemían ante la astucia y la debilidad de un azote fratricida.

Sí, la liberación del proletario, de la clase más pobre y numerosa, no es posible, estoy convencida de ello, si no es mediante la liberación de nuestro sexo, de la asociación de la fuerza y la belleza, la rudeza y la suavidad del hombre y de la mujer.

Entonces, ¡corresponde a las mujeres hacer oír ese grito de liberación, repudiar la protección injuriosa de aquel que se decía su amo y no era sino su par! ¡Que se levante entre las mujeres la que, ramo de roble y olivo en mano, firmará el tratado de recuperación, alianza e igualdad!

Yo también la convoco y la aclamaré con entusiasmo; yo también sumerjo la mirada en ese inmenso horizonte, preguntando a las naciones del Norte, del Sur, de Oriente y de Occidente: ¿dónde está?, ¿cuándo vendrá?

¡Y no hay ninguna voz que responda o pueda responder a estos gritos de un alma sufriente!

Porque aún no ha llegado la hora; el mundo no está listo y, durante largo tiempo, seguiremos debatiéndonos en esta atmósfera pestilente de la ley moral cristiana, que nos ahoga; y durante largo tiempo también, nuestras voluntades, nuestras palabras, nuestros actos chocarán confusamente en medio de las tinieblas de esta noche, de este caos del pensamiento, antes de que una luz vacilante e incierta nos presagie la aurora de renovación, de redención definitiva, ese sol que, después de tantos siglos, verá que el pie de la mujer habrá aplastado para siempre la cabeza de la serpiente.

Pero ¡pocas de nosotras podremos alzar un párpado debilitado por la edad para ver los rayos de esa aurora resplandeciente, pocas de nosotras podremos sumar nuestras voces al himno de alegría, a las aclamaciones incesantes que, de todas partes, saludarán en dulce concierto la llegada de la mujer mesías!

Más venturosas, las que en el decurso de la vida lleguen después de nosotras formarán su cortejo numeroso y pacífico para entonces. En cuanto a nosotras, lamentablemente arrojadas en estos tiempos de destrucción, lucha y anarquía, tendremos un papel de lucha, de acción, que no será menos bello, menos noble, menos digno de los cantos piadosos de reconocimiento del porvenir, ¡si sabemos comprenderlo y estar a su altura! Desde luego, se dará cierta gloria a estas primeras mujeres que, ya olvidada cualquier individualidad, habrán hecho oír un grito de liberación y caminado sin mirar atrás hacia ese orden de mejores cosas que presagiamos, en medio de los insultos, de los ultrajes, de las calumnias, de los disgustos más crueles que incesantemente alzan contra nosotras aquellas mismas por cuya dicha luchamos.

Lo sé, señoras: con más confianza que yo, no van tan atrás en el tiempo, al límite de las miserias y los sufrimientos de nuestro sexo y de la humanidad. Ya me parece oírlas decir, incluso, que las sendas de la providencia son amplias, secretas, misteriosas, y están por encima de nuestra débil inteligencia mortal, que, en nuestra fe, debemos descansar en ella, y que es irreligioso dudar de ello.

[…]

Ustedes no se ofenderán. Lo he dicho, lo repito: mi palabra es cruda; a veces, es mordaz e irritante, pero siempre es verdadera. […]

Y bien, sobre la base de los términos así planteados, digo que debemos escuchar con respeto y recogimiento, sin posibilidad de juzgar o de culpabilizar, cada palabra de emancipación que repercuta, por extraña, inaudita e incluso –me atrevo a decir– indignante que sea. Y voy un poco más lejos: sostengo que la palabra de la MUJER REDENTORA SERÁ UNA PALABRA SOBERANAMENTE INDIGNANTE, porque será la más amplia y, por ende, la más reparadora para todos los caracteres, para todas las voluntades.

[…]

Oigan bien: el púlpito cristiano se hace eco de las proclamas de matrimonio. ¡Abran los ojos! Los muros de la iglesia y de la casa consistorial están cubiertos con ellas; los periódicos mismos colman con ellas sus columnas inútiles. Si esa hilera de carrozas se estaciona delante de nuestros templos, a la puerta de las alcaldías de nuestros doce distritos, es para festejar alguna ruidosa boda. Ante el alcalde y ante el sacerdote, ante los ojos del mundo material y del mundo religioso, un hombre y una mujer han arrastrado un largo séquito de testigos de todas las edades y de todos los sexos; y el sacerdote que usa su estola con toques dorados, y el alcalde que lleva la banda tricolor [francesa], en nombre de Dios y del Código, han bendecido o ratificado una alianza indisoluble. Y allí vemos una unión legítima: ¡¡¡la que permite a una mujer decir, sin sonrojarse, tal día a tal hora voy a recibir a un hombre en mi ALCOBA de MUJER!!!… La unión que, contraída de cara a la multitud, se deja llevar lentamente a través de una orgía de vinos y danzas, hasta el lecho nupcial, convertido en lecho del libertinaje y la prostitución, y permite a la imaginación delirante de los invitados seguir de cerca y penetrar todos los detalles, todas las incidencias del drama lúbrico ¡puesto en escena con nombre de día de boda!

Si la costumbre o la ley que hace comparecer así a la joven esposa, palpitante y temerosa, ante la mirada audaz de toda una numerosa asamblea, que la prostituye a los deseos desenfrenados, a las indignantes burlas de hombres en ardor, exaltados por las fumaradas de una fiesta licenciosa; si, digo, esa costumbre, esa ley, no les parece una HORRIBLE EXPLOTACIÓN; si, reflexionando, nunca se han estremecido de disgusto y de indignación… me pierdo… Las consignas de dignidad de la mujer, de liberación, de emancipación de la mujer ¡¡¡ya no tienen ningún sentido para mí, no representan ya ninguna idea en mi pensamiento!!!

Sin embargo, estos son solo algunos de los resultados de la ley de proclamación pública, que ustedes reclaman como garantía, como base de la nueva moral.

También se debe a esa puesta en público que, en el antro de la rue de Jérusalem, ¡¡¡una pluma infame registre a tantas jóvenes perdidas, marchitas, en el libro rojo de la policía!!!

También se debe a la puesta en público que se lleven a cabo uniones brutales de una hora, que la desdichada prostituta comience en un rincón, en la esquina de la calle, y, con toda prisa, ¡¡¡termine en su reducto, en el altar de la depravación, para volver a comenzar un instante después!!!…

También se deben a la puesta en público esos escandalosos debates judiciales que, en nuestros cursos, en nuestros tribunales, hacen resonar ante nuestros jueces las palabras de adulterio, impotencia, violación, y dan lugar a investigaciones odiosas y a sentencias indignantes.

Pero dejemos de lado esta fatigosa enumeración, estos cuadros tan odiosos como repulsivos, y veamos si, como ustedes sostienen, el misterio podría prolongar aún más la explotación de nuestro sexo. ¿Cómo? Porque una mujer no hubiera confiado públicamente sus sensaciones de mujer; porque, entre todos los hombres que la colmarían de cuidados y atenciones, que le ofrecerían su amor, otra mirada diferente de la suya no habría sabido distinguir al de su preferencia; porque su vecina no podría animar una conversación maliciosa con detalles de su vida íntima; porque sus noches de amor no serían transparentes y claras; porque no abriría sus puertas y ventanas cuando quisiera para entregarse a los brazos de un hombre, prodigarle sus besos y sus caricias: ¿resultaría entonces que la mujer sería, necesariamente, el juguete, el esclavo de un hombre; que no habría más asociación posible; que la felicidad de la humanidad estaría por siempre destruida?… ¡¿Cómo?! ¡¿Una mujer sería explotada y desdichada porque, sin temor a verla desgarrarse, odiarse, podría dar satisfacción simultáneamente a varios hombres en su amor; procurar una porción de dicha y placer a todos los que no creerían poder encontrar dicha ni placer sino con ella y por ella?!

Dichosos los pobres de espíritu, señoras: ni toda la sutileza, ni toda la fineza del sentimiento o del razonamiento han logrado siquiera hacerme recelar de las altas razones que las llevaron a resolver tan perentoriamente esta cuestión. Sin embargo, es grave, y vale la pena sondearla, profundizarla. Por ello, tengan a bien suspender la reprobación, el anatema del que les parecen dignas tanto mi persona como mis teorías. En efecto, voy más lejos y […] creo en la necesidad de una libertad sin reglas ni límites y en una libertad tan amplia como sea posible, sostenida por el misterio, que considero la base de la nueva moral, aunque nos conduzca al revoltijo que les parece grosero e indignante.

Hoy en día, con mucha frecuencia, el hombre y la mujer son arrojados uno a los brazos del otro, sin amarse, sin conocerse, por voluntad de padres déspotas y arbitrarios, para satisfacer alguna razón de conveniencia, algún cálculo en su interés o en busca de fortuna. De allí que haya tantas uniones mal combinadas, tantas existencias desdichadas, condenadas a un sinfín de lágrimas, a un odio siempre vivaz, que a cada hora renace, se irrita, se exalta, que durante largos años se arrastra por obra de la astucia y la mentira, y aparece más de una vez, luego de atroces sufrimientos, para pedir al veneno o al puñal liberador el alivio final.

[…]

En el futuro, la unión de los sexos deberá ser resultado de simpatías más amplias, mejor estudiadas, desde todos los puntos de vista posibles, sin intervención de ninguna voluntad ajena, sin el concurso de ninguna circunstancia determinante más que el libre albedrío, surgido, las más de las veces, de la ebullición de la sangre ardorosa por la exaltación de los sentidos.

Señoras, tengo la desdicha –lo confieso para mi vergüenza de mujer sentimental–, tengo la desdicha de no creer en esos entusiasmos súbitos –por lo demás, tan poéticos– que del encuentro simultáneo de dos individuos hacen surgir un amor ardiente, muy impetuoso, irresistible, como del roce de dos guijarros surge una chispa vivaz. Tengo la desdicha de no creer en la espontaneidad de un sentimiento, en la irresistible ley de atracción de los espíritus. No pienso que un primer encuentro, una sola conversación puedan dar lugar a la certidumbre, la conciencia de un pensamiento, una sensación que seguirá siempre tal cual, siempre idéntica en todos sus aspectos. No es sino después de un largo y maduro examen, de una seria reflexión, que está permitido confesarse a una misma que, por fin, ¡ha encontrado a esa otra alma complemento de la suya propia, que podrá vivir su vida, pensar con su pensamiento propio, sentir con sus propios sentimientos, confundirse con aquella, darle y a la vez recibir impulso, goce y felicidad!

Entonces, tal como hoy, el tiempo y el estudio nos revelarán la existencia de una simpatía más o menos amplia, más o menos fuerte, más o menos completa, base de cada amor. Habrá que conocerse, relacionarse, estudiarse, probarse durante un tiempo más o menos largo, con el riesgo de perderse en medio de sueños engañosos, de decepción en decepción, perseguir un vano fantasma, hijo de una imaginación delirante, forma inasible a la cual un prisma mentiroso ha dotado de colores falsos, con el riesgo de abrazar, en lugar de una realidad, apenas una sombra fugitiva que se disuelve y se desvanece al tocarla, que desaparece con la luz.

Aceptar que, por desdicha, a veces habrá que confesarse que a fin de cuentas una se ha equivocado, que ha sido el juguete de aspectos falsos, de apariencias engañosas… Y, por último, señoras, apelo a su experiencia de mujer.

[…]

Por la inequívoca necesidad providencial de una ley constante e invariable del progreso, la vida se formula incesantemente en todo el universo, bajo el doble aspecto de concepción y de ejecución, bajo la forma de espíritu y de materia.

Comparen, analicen cada hecho, cada circunstancia, cada accidente; combinen, compongan de mil maneras cada uno de los seres de la humanidad, cada una de las porciones del universo, cada uno de los fragmentos del gran todo, y siempre llegarán a estos dos principios: espíritu y materia.

Un espíritu que concibe, que ordena, una materia que ejecuta, que realiza. Esta es la única razón posible y comprensible de todas las obras, pues la concepción sería eternamente infecunda sin la ejecución. Y yo no podría concebir una ejecución posible sin una concepción previa.

¡Espíritu y materia! Es la gran fórmula, la razón última de todo lo que corresponde a la vida de DIOS, de DIOS, que crea sin cesar, porque sin cesar concibe, ejecuta, de DIOS, que es la soberana concepción, la soberana ejecución.

En el total equilibrio, en la perfecta armonía de estos dos principios, tan necesarios, tan coexistentes de toda eternidad, es donde debemos buscar, debemos situar la ley futura de nuestra felicidad, de nuestro porvenir de liberación y de satisfacción; y por ello hoy sentimos, reclamamos la restitución de la carne azotada, torturada durante tantos siglos bajo la ley cristiana que consagraba la predominancia injusta de uno de los principios por sobre el otro.

Y ha llegado el momento en que la carne debe ser reivindicada, en que la materia será una igual del espíritu, y no esclava suya, en que ya no más un principio se desarrollará en detrimento del otro, sino que cada uno realizará su acción con toda su fuerza, con toda su energía, con toda su santidad, ¡¡y así la vida retomará su curso uniforme, majestuoso, y completará, por todas las vías, su obra fecunda!! Y solo entonces, por fin, el hombre será la imagen de DIOS.

Estas consideraciones abstractas eran indispensables para la comprensión de lo que me queda por decir. Llego finalmente a la solución del gran problema que nos ocupa:

Del amor, de la unión de los sexos, debe en definitiva resultar, como de cualquier otra causa, una creación necesaria; en él, como en todas partes, los dos principios, espíritu y materia, deben desarrollar su acción simultánea; en él también siempre debe haber reivindicación. Nótese bien que no me quejo de que, hasta ahora, esa necesidad de realización no haya sido sentida, comprendida o satisfecha: por el contrario, incluso bajo el más absoluto imperio de la ley cristiana, los hombres más espiritualistas tomaron ampliamente las sendas de reproducción y de vida; en todo momento, hemos realizado, realizado mucho, y en esa cuestión nunca la humanidad ha temido que su desarrollo se detuviera. En cuanto a mí, solo querría que tuviéramos la franqueza de reconocer, de proclamar en alta voz esta necesidad, ¡sin bajar párpados mentirosos, sin sonrojarnos por un pudor místico que no comprendo!

Seamos algo consecuentes con nosotras mismas, con nosotras que proclamamos la reivindicación de la materia, la santificación de la carne, y tengamos en cuenta el principio material, demos satisfacción a la carne.

Repito: en el futuro, la unión de los sexos deberá ser el resultado de las más amplias simpatías, mejor estudiadas desde todos los puntos de vista posibles; y entonces, reconoceremos la existencia de las relaciones íntimas, secretas y misteriosas de dos almas; entonces, a la vez, tendremos conciencia de una perfecta unidad de sentimientos, pensamientos, deseo. Todo ello bien podría llegar a chocar contra una última prueba decisiva, pero necesaria, indispensable.

¡¡¡LA PRUEBA de la MATERIA por la MATERIA; la CARNE puesta a PRUEBA por la CARNE!!!

* * *

He pronunciado, por fin, la gran palabra ante la cual tantos audaces innovadores se han detenido, temerosos de los clamores, del tumulto y de las odiosas imputaciones que el eco de su palabra intrépida e incisiva alzaría en torno a ellos.

Y también yo, débil mujer, inquieta y alarmada, he tenido que permanecer largo tiempo en suspenso, y mientras la tormenta se disponía a hacer rodar mi nombre de mujer por las agitaciones de la corriente popular, permanecer preparada para perder definitivamente, en la tormenta de ese dar a publicidad, el reposo de mi vida solitaria e ignorada, y la necesidad de decir lo que he comprendido tanto como el deber de plasmar la obra que, según yo sentía, tenía la misión de llevar a término.

Mi decisión está tomada: hablo. Sin dudas, no me faltarán fuerzas para sostener mi palabra.

Ahora vendrán las calumnias, con su cortejo de burlas mordaces, palabras amargas, insinuaciones pérfidas. Estoy preparada. ¡Mi vida, por completo amurallada, no transcurre bajo la luz sombría, voluptuosamente misteriosa, de los cortinados de seda de un tocador! Mi puerta siempre se abre al visitante, sin importar a qué hora llame a ella.

Puede venir el anatema, la persecución; repito: estoy preparada.

¿Acaso el que opera, dejándose vencer por los llantos, las lágrimas, las injurias de un enfermo, aleja de este el hierro que penetra la carne, el fuego que la cauteriza?

Y considero que estaba bien, que era buena cosa; que era cristiana, espiritualista en sus actos, aquella que se atreviera a abogar por la causa del amor material.

He hablado de la necesidad de una prueba plenamente física de la carne por obra de la carne.

Esto, porque muy a menudo, en el umbral de la alcoba, una llama devoradora termina por apagarse. Muy a menudo, en más de una gran pasión, las sábanas perfumadas del lecho se han convertido en mortaja fúnebre; acaso lea estas líneas más de una que, palpitante de deseos y de emociones, por la noche, habrá entrado en el tálamo del himeneo, para luego levantarse fría y gélida por la mañana.

Soy YO la que habla. He podido descansar voluntariamente solo durante una hora en los brazos de un hombre, y esa hora erigió una barrera de saciedad entre él y yo; esa hora, la única posible para él, fue suficientemente larga para volver a colocarlo, respecto de mí, en la multitud monótona de los indiferentes; él volvió a ser para mí una de esas unidades que no dejan más rastro en nuestra vida que un recuerdo común, frío y banal, sin valor, sin placer, sin lamentos.

Y aquí ya no pretendo hablar de las decepciones que pueden resultar del extraño y enorme sacrificio, por cuyo riesgo, bajo el cielo ardiente de Italia, más de un niño puede a edad temprana correr la suerte de convertirse en un célebre maestro; antes bien, hablaré de las que hallan sus causas en las desproporcionadas liberalidades de una naturaleza cruel, burlonamente pródiga. No hago alusiones. Mil causas diversas pueden dar el mismo resultado.

[…]

Ahora bien, admitida la necesidad de poner a prueba la carne, ¿qué sucede con la ley de proclamación pública? ¿Habría que incluir entonces, en la confidencia de esas pruebas más o menos prolongadas, si llegan o no a un resultado? No lo creo. Pero, entonces, ¿en qué punto exacto deberá concluir el misterio? ¿Quién fijará la hora exacta de la puesta en público?… En esta cuestión, estamos forzosamente obligados a someternos al libre arbitrio de los interesados; debemos conceder la mayor amplitud a cada individualidad, de modo que aquellos puedan permanecer en el misterio, si así lo desean. Si así no fuera, ya no sé qué debemos entender por libertad, por satisfacción dada a cada carácter, porque cada carácter es bueno…

¿Dónde culmina el período de prueba? ¿Dónde comienza la etapa del matrimonio? Allí radica toda la cuestión. O, antes bien, el matrimonio es apenas una seguidilla continua y prolongada de pruebas, que tarde o temprano debe llevar –al menos en el caso de las naturalezas móviles, inconstantes– a un enfriamiento, a una separación.

[…]

Dicen ustedes que hay hombres constantes, estables, y otros que, en cambio, son móviles, inconstantes. Señálenme, entonces, ¿cuál es el punto de separación entre la constancia y la inconstancia, entre la estabilidad y la inmovilidad, dónde finaliza una y dónde comienza la otra? En verdad, mis ojos débiles y miopes no podrían hacer esta distinción.

¡Proclaman ustedes dos naturalezas! Y bien, mañana, dependiendo de que el mayor número confiese ser de una o de otra, darán mayor importancia a una sobre la otra; tal vez involuntariamente harán predominar a una sobre otra, proclamarán que una es mejor que la otra; y pronto tendremos una naturaleza mala y una naturaleza buena, un pecado original; y pronto recaeremos en un paraíso y un infierno; pondrán una aureola de santo en la frente de una; y sumirán la otra en las llamas vengadoras de los condenados; ustedes serán de Dios; yo, del demonio.

[…]

Que las mujeres que me lean dejen de lado cualquier orgullo vano, cualquier prurito de mando desplazado; que, por una hora, una vez en su vida, olviden un sonrojo mentiroso, que ya no disimulen su rostro bajo los pliegues de un abanico engañoso, bajo las amplias alas de un sombrero, y, con una mano sobre la conciencia, respondan a esto: “Díganme, señoras, ¿hay entre ustedes una sola que, en el seno de la unión más fecunda de dicha y alegría, no desviara por un momento, por breve que haya sido, la mirada de su esposo o de su amante para posarla, con complacencia y placer, en otro hombre y –haciendo, a escondidas, una comparación en completa ventaja de este último– no deseara que el amante o el esposo se le parecieran?”.

Sí, si entre todas ustedes pudiera hallarse una sola con esa conformación, que se levante, me condene y me arroje la piedra, porque entonces habré pronunciado un discurso imprudente y calumnioso, y debo ser condenada por ello. ¡Estoy resignada!

[…]

Desde el momento en que han mirado a un hombre con placer, con satisfacción, y que les ha parecido más bello, más espiritual que su amante o esposo; desde el momento en que lo han considerado superior a uno o a otro, no importa desde qué punto de vista, en qué relación del espíritu o de la materia, yo declaro: ha habido prostitución, se ha cometido adulterio, al menos en la intención. Solo el prejuicio, el temor o algún otro motivo desconocido las ha refrenado, y han sumado al adulterio las artimañas y las mentiras.

Adulterio, artimañas, mentiras. Allí caemos incesantemente en la ley de la constancia respaldada en la puesta en público.

Debemos confesar, entonces, que la más pura, la más fiel, ha sido culpable (hablo según los supuestos morales antiguos del mundo antiguo), culpable al menos de deseos, infiel con su voluntad… ¿Qué importa si el acto no siguió al pensamiento? Por una penosa necesidad habrá gemido muchas veces; y cuando hace alarde de su constancia, se vanagloria de ella, hombres, tengan la certidumbre de que en su corazón se desprecia y se apena de sí misma; porque su pretendida constancia no es más que mentira y engaño, para ella tanto como para las demás.

Luego de la pomposa virtud teatral de las Lucrecias, tal vez podrían evocarse los furores de los Otelos para, de los celos a la constancia, llegar a una conclusión en mi contra.

Por favor, respondan: ¿acaso son los celos otra cosa que la expresión más alta, mejor pronunciada, de ese egoísmo que remite todo a uno mismo, que, exento de condicionamientos, trabas o cualquier abnegación personal, querría encadenar para siempre el cuerpo al espíritu, el pensamiento, la voluntad, la sensación de todo ser amado, y así someterlo a su ley, a su placer, a su capricho? Los celos no son otra cosa que el sentimiento antisocial de propiedad que les hace decir: mi castillo, mis dominios, mi casa; que les hace rodear el castillo de una enorme fosa, la casa, de una fuerte muralla, los campos, de un impenetrable cerco vivo.

Ustedes hablan de Otelo: ¿acaso no invocan también a las matronas, los eunucos y los mudos del serrallo…? ¿No hablan también de los grilletes, las cadenas y los cerrojos preservadores? Sublimes inventos de Italia, que garantizan la constancia, la fidelidad, permitan al esposo, vejete tembloroso, viajar seguro de la virtud de su joven esposa, cuya llave se ha llevado en algún bolsillo de su maleta… Es cierto que el amor también sabe, durante el reposo del himeneo, poner una llave postiza en manos del amante dichoso y compensar a la joven esposa lánguida, abandonada… ¡conmovedora y dulce reciprocidad de franqueza y de confianza!

Por último, si me atreviera a poner mi propio ejemplo –algo que, según creo, puede permitírseme, después de lo anterior–, haría mi confesión con la ingenua espontaneidad, con la noble franqueza de ese pobre asno de la fábula que, en un prado, había mochado el pasto marcando el ancho de su lengua y que tigres y leones descuartizaron piadosamente en holocausto a los dioses irritados…

Diría que yo, porque era celosa, y muy celosa, durante largo tiempo me creí constante y, más tarde, llegando a mirar mejor, a descifrar mejor el problema de mi individualidad, comprendí a las claras que, con la seguridad que dan el silencio y el secreto, ¡en verdad no sé muy bien qué podría haber sido de mi fidelidad! Entre todos los hombres, ciertamente hay uno a quien amé más que a los demás, hacia quien siempre me lleva con preferencia mi afecto; pero a fin de cuentas encontré a otros que me agradaban más o menos, y con los cuales voluntariamente bien habría podido, de vez en cuando, olvidar al primero, con la certeza de preservar toda su ternura, gracias a su ignorancia. Y esta historia mía es la de muchas mujeres: lo digo a expensas de mi amor propio, ¡maldito sea quien mal piense!

Debo resumir.

Los celos no son sino un sentimiento odioso de egoísmo y de personalismo, que no prejuzgan nada en favor de la constancia, por el contrario…

La fidelidad casi siempre se ha basado solo en el temor o en la imposibilidad de hacer algo mejor o diferente.

Y ello no es más que la consecuencia rigurosa de este hecho, de esta verdad: que solo existen naturalezas móviles, inconstantes. Porque la movilidad es la condición del progreso, y yo no podría concebir otra inmovilidad, otra constancia más que la de DIOS, el único eternamente y necesariamente inmutable, porque DIOS es todo lo que ES, es el progreso, es la vida.

Por la proclamación de la ley de inconstancia, y solo por ella, la mujer se liberará.

La unión de los sexos debe basarse en las simpatías más amplias, mejor establecidas; y como la vida se formula constantemente entre los dos aspectos del espíritu y de la materia, tendrá que haber simpatía del espíritu con el espíritu, de la materia con la materia, prueba más o menos prolongada de uno y otro por uno y otro, convivencia más o menos prolongada.

En estos términos, ¿no se vuelve acaso necesario el misterio? ¿No es una garantía indispensable de la libertad para la mujer?

[…]

Me parece que debería detenerme aquí, después de haber tratado, desde sus principales ángulos, la cuestión de la liberación de la mujer. Pero aquí no termina mi tarea, ya que esta cuestión plantea otra muy grave, a la cual está íntimamente ligada y de la cual depende: la cuestión de la filiación, de la generación.

[…]

El hombre y la mujer, obedeciendo a la imperiosa voluntad de los sentidos, llevados uno hacia el otro por esa necesidad de placeres a la cual Dios, siempre bueno y previsor, ligó la conservación de nuestra raza, se arrojan uno a los brazos del otro, confunden su vida en un largo abrazo, y olvidan las consecuencias naturales y probables que deben surgir de esa unión por un misterio divino e insondable.

Sin embargo, las leyes de la naturaleza reciben su sanción, y la mujer ha concebido.

Entonces, maldicen ustedes a menudo ese desenlace natural de sus placeres, que de improviso viene a alterar sus cálculos de egoísmo y ambición, a interrumpir el curso de sus voluptuosidades.

Después, se ven forzadas a someterse a los decretos de una voluntad más poderosa que la de ustedes, contra cuyos actos les es imposible luchar; y, transcurridos los nueve meses, reciben en sus brazos a esa débil criatura, cargada desde el vientre materno de su odio, de su injusta cólera; ¡esa criatura que no había pedido el ser!

Pronto, tendrán en sus manos a ese nuevo individuo social, aún débil e imposibilitado, que al ritmo de los caprichos de ustedes se transforma en un juguete cuyos movimientos adaptan a los de su péndulo; con sus risas, con sus caricias, alientan las más mínimas futilidades de esa imaginación flexible que compone todos sus actos según cómo vea su rostro, según los pliegues de su frente; y ustedes se extasían, desfallecen de gusto y contento; se admiran ante cada una de las pretendidas gentilezas que salen del niño. El niño crece y desarrolla incesantemente su cuerpo y su espíritu; continúa los juegos que ustedes alentaban con sus caricias y sus aprobaciones; pero el prisma se ha roto, la saciedad colma el alma de ustedes; el disgusto y el aburrimiento suceden al entusiasmo, reemplazan la admiración… y un día, látigo en mano, inculcan a los miembros heridos de aquel una primera lección de injusticia y de saber vivir, que repetirán a menudo.

A partir de ese día, ya no más reposo, ya no más alegría para él: le habrán asignado un casillero en el vasto tablero del mundo, sin preocuparse por si el desarrollo de su organización le permitirá llenarlo. Lo modelan, lo hieren, lo extienden o lo mutilan, según convenga a los proyectos de ustedes; y después de largos años, piden al monstruo odioso que se les escapa de las manos gratitud por los dones que le han hecho; no dejan de perseguirlo con sus exigencias insaciables; lo obligan a rendirles un culto de amor y de veneración; y cuando, al final, ustedes agonizan, él puede recobrar el aliento e intenta enderezar sus propios miembros deformados, su cabeza gacha, pero prueba en vano: sus miembros y su cabeza no dejarán de estar encorvados, y su porte raquítico lleva para siempre un germen de destrucción.

¡Ah! Apoyada en un inmenso haz de puñales parricidas, en medio de los gemidos que de tantos pechos emanan, solo en nombre del padre y de la madre, me aventuro a alzar la voz por la ley de la libertad, de la liberación, contra la ley de la sangre, la ley de la generación.

¡Ya no más esclavitud, no más explotación, no más tutela! ¡Emancipación para todos, para los esclavos, para los proletarios, para los menores, los grandes y los pequeños!

Sin embargo, tengan cuidado: haría falta que el poder de la paternidad contra el que me alzo pueda al menos cubrirse con cierta apariencia de razón, de legitimidad, que ese derecho se base en algo.

Ahora bien, cualquier certidumbre, cualquier presunción de paternidad, choca contra mi teoría de la puesta a prueba, del misterio; certidumbre, presunción igualmente dudosas hoy día.

[…]

Para nosotros que junto con tantos otros creemos y proclamamos que la propiedad dejará de existir, que la herencia desaparecerá, porque la propiedad, la herencia son un privilegio de nacimiento, y todos los privilegios de nacimiento deben ser abolidos, sin excepción.

Para nosotros que reclamamos la clasificación según la capacidad, y la capacidad según las obras.

Para nosotros que, en todos lados, en todos los hombres, no vemos sino funcionarios que son sucedidos o reemplazados, pero no heredados.

Para nosotros, la objeción cae por sí sola y pierde su valor.

A quienes pretenderían que abolir la herencia significaría destruir la sociedad yo respondería que la sociedad se agota desde hace siglos, apegada, sin tomar aliento, a esa obra de destrucción; que ha perseguido la herencia de posición en posición, quitándole sucesivamente todas sus prerrogativas; que hoy en día la propiedad, reducida a su más simple expresión, se ampara vanamente detrás de las numerosas filas de la guardia nacional, al abrigo de un bastión hecho de leyes y ordenanzas. La descomposición ya la ha alcanzado; los términos “impuesto progresivo” ya tintinean como un toque fúnebre a los oídos del propietario ocioso y alarmado.

Antes, el hombre era el esclavo, la propiedad, la cosa del hombre, transmisible por herencia. ¿Qué ha sido de la esclavitud, esa gran propiedad? Destruida, aniquilada… y, sin embargo, la sociedad subsiste cada vez más bella, más grande, más perfecta.

¿Qué ha sido de la herencia del feudo cubierto de vasallos cargados de diezmos y cánones? La sociedad se ha sepultado bajo esa ruina de la edad media.

¿Qué ha sido incluso de la herencia del título que confería derechos y privilegios? La tierra tembló en sus polos cuando dos o tres privilegiados fueron los primeros en quemar sus pergaminos y sus credenciales en el altar de la patria, en plena asamblea nacional.

Sé que una revolución no se hace en un día, bruscamente, de improviso; comprendo que son necesarias ciertas cautelas para producir cambios y que la sociedad no se transformará sino poco a poco, con una transición imperceptible y controlada.

No es mi obra ni mi misión, al menos aquí, indicar en qué consisten o en qué consistirán esas precauciones.

Por consiguiente:

Ya no más paternidad siempre dudosa e imposible de demostrar.

Ya no más propiedad, ya no más herencia.

Clasificación según la capacidad, retribución según las obras.

Y, por ende:

Ya no más maternidad, ya no más ley de la sangre.

Digo no más maternidad.

En efecto, la mujer liberada, manumitida del yugo de la tutela, de la protección del hombre del que ya no recibirá alimento ni salario, del hombre que ya no le pagará más el precio de su cuerpo; la mujer deberá su existencia, su posición social, solo a su capacidad y a sus obras.

Para ello, es necesario que la mujer haga una obra, cumpla una función. Y ¿cómo podría hacerlo si sigue estando condenada a dedicar una parte más o menos larga de su vida a los cuidados requeridos por la educación de uno o varios hijos? O la función será descuidada, mal cumplida, o el niño terminará siendo mal educado y privado de los cuidados que exigen su debilidad, su largo crecimiento.

¿Desean liberar a la mujer? Y bien, del seno de la madre de sangre, lleven al recién nacido a los brazos de la madre social, de la nodriza funcionaria, y el niño será criado de una mejor manera, puesto que se ocupará de él aquella que tiene la capacidad de criar, de desarrollar, de comprender a la infancia; y todas las mujeres podrán clasificarse según su capacidad y recibir retribución por sus obras.

Entonces, solo entonces, el hombre, la mujer, el niño se verán liberados, todos, de la ley de sangre de la explotación de la humanidad por la humanidad.

Entonces cada una y cada uno, todas y todos, serán las hijas y los hijos de sus obras y solamente de sus obras.


Feminismos para la revolución

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