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ОглавлениеUnión Obrera
A los obreros y a las obreras
Obreros y obreras
Escuchadme: desde hace veinticinco años, los hombres más inteligentes y más abnegados han consagrado su vida a la defensa de vuestra sagrada causa;[1] ellos, con sus escritos, discursos, informes, memorias, encuestas, estadísticas, han señalado, han constatado, han demostrado al gobierno y a los ricos que la clase obrera, en el actual estado de cosas, se encuentra material y moralmente en una situación intolerable de miseria y de dolor; han demostrado que, de este estado de abandono y sufrimiento, resultaba necesariamente que la mayoría de los obreros, amargados por la desgracia, embrutecidos por la ignorancia y por un trabajo que excede sus fuerzas, se convertían en seres peligrosos para la sociedad; han demostrado al gobierno y a los ricos que no solo la justicia y la humanidad imponían el deber de acudir en socorro de las clases obreras mediante una ley sobre la organización del trabajo, sino que incluso el interés y la seguridad general reclamaban imperiosamente esta medida. ¡Pues bien! Desde hace veinticinco años, tantas voces elocuentes no han logrado despertar la solicitud del gobierno en torno a los peligros a que está expuesta la sociedad frente a siete u ocho millones de obreros exasperados por el sufrimiento y la desesperación, un gran número de los cuales se ve emplazado entre el suicidio… ¡o el robo!…
Obreros, ¿qué se puede decir ahora en defensa de vuestra causa?… ¿Acaso no ha sido dicho y redicho todo, desde hace veinticinco años, en todas las formas posibles y hasta la saciedad? No hay nada más que decir, nada más que escribir, porque vuestra desgraciada situación es bien conocida por todos. No queda más que una cosa por hacer: actuar conforme a los derechos escritos en la Carta [de 1830].
Ha llegado el día en que se hace necesario actuar, y a vosotros, a vosotros solos, os corresponde actuar en interés de vuestra propia causa. ¡Os va en ello la vida… o la muerte! Esa muerte horrible que mata a cada instante: ¡la miseria y el hambre!
Obreros, dejad pues de esperar por más tiempo la intervención que desde hace veinticinco años se pide en vuestro favor. La experiencia y los hechos os dicen suficientemente que el gobierno no puede o no quiere ocuparse de vuestra suerte cuando se trata de mejorarla. De vosotros solos depende, si lo deseáis firmemente, salir del laberinto de miserias, dolores y degradación en el que os consumís. ¿Queréis asegurar a vuestros hijos el beneficio de una buena educación industrial, y a vosotros mismos la certeza del descanso en vuestra vejez? Podéis hacerlo.
Vuestra forma de acción no es la revuelta a mano armada, el motín en la plaza pública, el incendio ni el saqueo. No, porque la destrucción, en lugar de remediar vuestros males, no haría más que empeorarlos. Los motines de Lyon y de París así lo han atestiguado. No tenéis más que una posibilidad de acción, legal, legítima, confesable frente a Dios y los hombres: LA UNIÓN UNIVERSAL DE LOS OBREROS Y DE LAS OBRERAS.
Obreros, vuestra condición en la sociedad actual es miserable, dolorosa: con buena salud, no tenéis derecho al trabajo; enfermos, lisiados, heridos, viejos, tampoco tenéis derecho a la hospitalización; pobres, faltos de todo, no tenéis derecho a la limosna, porque la mendicidad está prohibida por la ley. Esta situación precaria os sume en el estado salvaje en que el hombre, habitante de los bosques, se ve obligado cada mañana a pensar en el medio de procurarse el alimento de la jornada. Semejante existencia es un verdadero suplicio. La suerte del animal que rumia en el establo es mil veces preferible a la vuestra; él está seguro de comer al día siguiente; su dueño le guarda en la granja paja y heno para el invierno. La suerte de la abeja, en su cavidad del árbol, es mil veces preferible a la vuestra. La suerte de la hormiga, que trabaja en verano para vivir tranquila en invierno, es mil veces preferible a la vuestra. Obreros, sois desgraciados, sí, sin duda; pero ¿de dónde viene la causa principal de vuestros males?… Si a la abeja y a la hormiga, en lugar de trabajar concertadamente con las otras abejas y hormigas para aprovisionar la vivienda común de cara al invierno, se les ocurriera separarse y querer trabajar solas, también ellas morirían de frío y de hambre en su rincón solitario. ¿Por qué pues vosotros permanecéis aislados?… ¡Aislados sois débiles y caéis aplastados bajo el peso de toda clase de miserias! ¡Pues salid de vuestro aislamiento! ¡Uníos! La unión hace la fuerza. Tenéis a vuestro favor el número, y esto ya es mucho.
Yo vengo a proponeros una unión general de los obreros y obreras, sin distinción de oficios, que vivan en el mismo reino; una unión que tendría por objetivo CONSTITUIR LA CLASE OBRERA y construir varios edificios (Palacios de la UNIÓN OBRERA), igualmente repartidos por toda Francia. En ellos se educaría a los niños de ambos sexos, desde los 6 hasta los 18 años, y se acogería a los obreros lisiados o heridos y a los ancianos. […] Oíd hablar a las cifras y os haréis una idea de lo que se puede hacer con la UNIÓN.
Por qué menciono a las mujeres
[…]
He aquí cómo, desde los seis mil años que el mundo existe, los sabios entre los sabios han juzgado la raza mujer.
Una condena tan terrible, y repetida durante seis mil años, podía impresionar al vulgo, dado que la sanción del tiempo tiene mucha autoridad sobre él. Sin embargo, hay algo que debe hacernos concebir esperanzas de que se pueda recurrir ante este juicio, y es que, de la misma manera, durante seis mil años, los sabios entre los sabios han mantenido un juicio no menos terrible sobre otra raza de la humanidad: los PROLETARIOS. Antes del 89, ¿qué era el proletario en la sociedad francesa? Un villano, un patán, una bestia de carga, pechero y sujeto a prestación personal. Después llega la Revolución del 89, y, de golpe, hete aquí a los sabios entre los sabios que proclaman que la plebe se llama pueblo, que los villanos y los patanes se llaman ciudadanos. En fin, proclaman en plena asamblea nacional los derechos del hombre.[2]
En cuanto al proletario, él, pobre obrero mirado hasta entonces como una bestia, quedó muy sorprendido al comprender que el olvido y el desprecio que se había hecho de sus derechos fueron los causantes de las desgracias del mundo.
¡Oh! Quedó muy sorprendido al comprender que iba a gozar de derechos civiles, políticos y sociales, y que, finalmente, se convertía en el igual de su antiguo señor y dueño. Su sorpresa aumentó cuando se enteró de que poseía un cerebro absolutamente con la misma capacidad que el del príncipe real por herencia. ¡Qué cambio! Sin embargo, hubo quien no tardó en notar que este segundo juicio manifestado sobre la raza proletaria era mucho más exacto que el primero, porque apenas se proclamó la aptitud de los proletarios para cualquier clase de funciones civiles, militares y sociales, se vio salir de sus filas a generales como ni Carlomagno ni Enrique IV ni Luis XIV habían podido nunca reclutar en las filas de su orgullosa y brillante nobleza.[3] Después, como por encanto, de las filas de los proletarios surgieron en tropel sabios, artistas, poetas, escritores, hombres de Estado, financieros, que dieron a Francia un esplendor que nunca había tenido. La gloria militar vino entonces a cubrirla como con una aureola; los descubrimientos científicos la enriquecieron, las artes la embellecieron; su comercio alcanzó una extensión inmensa, y en menos de treinta años la riqueza del país se triplicó. La demostración por los hechos y sin réplica. También hoy todo el mundo conviene en que los hombres nacen indistintamente con unas facultades más o menos iguales, y en que solamente deberíamos ocuparnos de tratar de desarrollar todas las facultades del individuo con miras al bienestar general.
Lo que ha ocurrido con los proletarios –hay que convenir en ello– es un buen augurio para las mujeres cuando les llegue su 89. Según un cálculo muy simple, es evidente que la riqueza de la sociedad crecerá indefinidamente a partir del día en que se llame a las mujeres (la mitad del género humano) a aportar en la actividad social la suma de su inteligencia, fuerza y capacidad. Esto es tan fácil de comprender como que 2 es el doble de 1. Pero desgraciadamente no hemos llegado todavía a este momento y, mientras esperamos ese feliz 89, constatemos lo que ocurre en 1843.
La Iglesia ha dicho que la mujer era el pecado; el legislador, que por ella misma no era nada, que no debía gozar de ningún derecho; el sabio filósofo, que por su constitución ella no tenía inteligencia; así, se ha concluido que era un pobre ser desheredado de Dios, y los hombres y la sociedad la han tratado en consecuencia.
No conozco nada tan poderoso como la lógica forzada, mecanicista, que se desprende de un principio dado o de la hipótesis que lo representa. Una vez proclamada y dada como principio la inferioridad de la mujer, ved qué consecuencias desastrosas ocasiona para el bienestar universal de todos y de todas en la humanidad.
[1] Saint-Simon, Owen, Fourier y sus escuelas, Parent-Duchâtelet, Eugène Buret, Willermé, Pierre Leroux, Louis Blanc, Gustave de Beaumont, Proudhon, Cabet; y, entre los obreros, Adolphe Boyer, Agricol Perdiguier, Pierre Moreau, etc.
[2] El pueblo francés, convencido de que el olvido y el desprecio de los derechos naturales del hombre son las únicas causas de las desgracias del mundo, ha resuelto exponer en una solemne declaración sus derechos sagrados e inalienables, para que todos los ciudadanos puedan permanentemente comparar los actos del gobierno con el objeto de toda institución social, y no se dejen jamás oprimir ni envilecer por la tiranía; para que el pueblo tenga siempre frente a sus ojos las bases de su libertad y de su felicidad, el magistrado la regla de sus deberes, el legislador el objeto de su misión.
En consecuencia, proclama, ante el Ser Supremo, la siguiente Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano:
1. El objetivo de la sociedad es la felicidad común. El gobierno se constituye para garantizar al hombre el disfrute de sus derechos naturales e imprescriptibles.
2. Estos derechos son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad.
3. Todos los hombres son iguales por naturaleza y frente a la ley.
4. La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general (Convención Nacional, 27 de junio de 1793).
[3] Todos los generales célebres del Imperio provenían de la clase obrera. Antes del 89, solo los nobles eran oficiales.