Читать книгу El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera - Страница 11

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¿Sophie?, ¿Sophie, te encuentras bien? Este es mi primer recuerdo de La Casa de La Playa. Sophie, querida, contesta por favor. ¿Puedo entrar? Nuestra primera noche juntas es lo más parecido a un sueño del que te despiertas convencido de haberlo vivido. Amanecí semidesnuda y encogida bajo el edredón, replegada sobre mis músculos agarrotados. Horas después Dolly me contaría que había intentado despertarme cuatro veces; entró sigilosa y se quedó a los pies de la cama esperando hasta que hiciera algún ruido o movimiento inconsciente que le diera indicios de que estaba viva. Repitió mi nombre varias veces. Sophie, Sophie, insistía alzando la voz… ¡Sophie!, gritó por fin.

Salté desde mi letargo y clavé las rodillas en el colchón, el edredón voló ligero sobre mí y me quedé desnuda frente a la cara de sorpresa de aquella desconocida que escondió la mirada detrás de sus manos, liberó un grito ahogado y salió tan acelerada que tropezó consigo misma. ¡Ay, caramba!, exclamó desde el otro lado de la puerta. ¡Vaya golpe me he dado!, ¡qué torpe soy!

Intenté encontrarme entre las desconocidas paredes de la habitación. Perdona, querida, no quería asustarte, pero ya han pasado más de treinta horas… Y no sé si estás bien o si necesitas alguna cosa… Dolly no dejaba de hablar, su voz era un murmullo de disculpas, y yo apreté los ojos con fuerza y empecé a llorar en silencio. Apenas podía respirar. Estaba aterrorizada. Las imágenes desenfocadas de una realidad que no reconocía sobrevolaron mi duermevela y me convertí en espectadora de mi propia ficción. Escenas confusas y voces familiares que se sucedían a cámara rápida. El sobre marrón, los zapatos rojos asomando por debajo de la puerta, el color del atardecer desde la ventana de un avión, mis mechones de pelo rubio desperdigados por el suelo, las botas chapoteando en los charcos, el caldo caliente abrasando mi lengua… El océano oculto en la noche cerrada. Me levanté de un salto y noté cómo todo daba vueltas a mi alrededor. Olvídalo todo. Clavé los dedos en mi pecho. No puedo respirar. No puedo respirar. ¿Me estoy muriendo? Por fin voy a descansar. No puedo respirar, no puedo respirar…

El tintineo de una campana sonó a lo lejos.

—¡El desayuno está listo!

—Qué… quién…

No se trata de ser fuerte, sino de aceptar el destino que la vida ha elegido para nosotras. Aunque no puedas verme, yo estaré siempre a tu lado. Nunca te abandonaré. Pase lo que pase.

Mis muñecas se tambalearon, pero conseguí ponerme en pie durante unos segundos. La habitación empezó a girar a mi alrededor. Las lágrimas de cristal de la lámpara brillaban como estrellas fugaces, y un intenso zumbido estalló dentro de mi cabeza antes de que todo se volviera negro.

—Shhh… No grites tanto que no está sorda.

—Pues parece que sí, porque llevamos aquí más de diez minutos y no se ha inmutado… Dale unas palmaditas en la cara, espera, voy a por un vaso de agua.

—Sí, es buena idea, trae un poco de agua… ¿Sophie?, vamos pequeña despierta…

—Súbele las piernas… El otro día explicaban en un documental que cuando te da una libido lo mejor es subir las piernas…

—Qué tonterías dices, Maggie. ¿Cómo te va a dar una libido? Será una lipotimia, hija, li-po-ti-mi-a.

—Pues eso, pero tú me has entendido, ¿no? —Las voces sonaban como un eco lejano—. Toma el agua, Dolly, ya verás como esto funciona, échasela por encima…

—Pero ¿¡tú también te has dado un golpe!? De verdad te lo digo, Maggie, si pensaras un poco antes de hablar. Porque tienes unas ocurrencias…

—¡Ay, mujer!, no te pongas tan dramática, que solo era una idea. Y, para que lo sepas, en las novelas despiertan así a los que se desmayan, cogen un vaso de agua y… ¡Zas! Y funciona, ¿eh? Despiertan de inmediato, algo atontados siempre, eso sí… La de cosas que se pueden aprender con los libros, ¿no te parece?

—Sí, sí, una barbaridad de cosas… A ver, sweetie —El agua fría empezó a correr por mi paladar seco— vamos Sophie, haz un esfuerzo…

—Eso Sophie, haz un esfuerzo, que hoy hace un día precioso, mira qué cielo tan azul, mira qué luz, mira qué… ¡Ay, Dolly!, no me mires así, a lo mejor le pica la curiosidad y abre los ojos… Perdone usted doctora, ya veo que lo tienes todo controlado.

—No tengo nada controlado, Maggie, pero ya me dirás qué sentido tiene que le digas a la pobre chica que hace un día bonito, si ni siquiera puede abrir los ojos, ¿no ves qué está inconsciente?

—¡Pues por eso se lo digo! Si le decimos que hace un día bonito, nos escuchará en sueños y pensará: ¡Uy!, pues a ver si es verdad, y abrirá los ojos para verlo…

—Virgen del Océano…

Permanecí consciente el tiempo que duró la rocambolesca escena interpretada por las hermanas y, cuando las conocí más, tuve claro que aquella conversación fue tan real como la recordaba. Apenas tenía fuerzas para hablar ni para parpadear, hasta que la curiosidad pudo con mi agotamiento y abrí los ojos. Una luz brilló como un destello al otro lado de la ventana. ¡Sophie!, gritaron al unísono. Me sentí extraña en los brazos de unas mujeres a las que ni siquiera reconocía. Shhh, tranquila, sweetie, no te asustes, solo ha sido un golpe de nada… Vamos Maggie, ayúdame a levantarla. Fue entonces cuando la dueña de la voz más cómica empezó a tirarme del brazo con fuerza. ¡Pero no seas animal, que la vas a descoyuntar!, exclamó la otra, la miré y reconocí su cara. Recordé la noche de la tormenta. Y el autobús. Desvié la mirada hacia el cielo azul. Dolly le asestó una colleja que hizo que me soltara.

—¡Ay!

—¿No ves que la chica está aturdida? Y tú venga a tirar para arriba…

—¿Para dónde quieres que tire? ¿Para abajo?

—Para ningún lado, Maggie, quiero que te quedes un momento calladita y quieta…

Discutían sin perder de vista mis movimientos. Me fijé en sus caras, eran como dos gotas de agua. Intenté incorporarme para evitar que siguieran riñendo. Ellas me imitaron, retrocedieron dos pasos y se acercaron la una a la otra después de intercambiar un gesto cómico. ¡No es que veas doble!, ¿ves?, acercaron sus caras, es que somos gemelas. Esbozaron una sonrisa idéntica. El azul de sus ojos brillaba con tal intensidad que no pude mantener su mirada. Intenté atrapar el aire con las manos para sostenerme y agarrarme a un punto fijo, pero terminé abrazándome a mis rodillas y un repentino llanto brotó de mi garganta. Aguardaron en silencio, me dieron unas palmadas de consuelo en la espalda, o quizá no…, quizá se vieran desbordadas y salieran de la habitación. Creo que se quedaron. Sí, estoy casi segura.

Cuando vivimos algo por primera vez, los detalles se quedan grabados en nuestra mente, aunque a lo largo de los años apenas pensemos en ellos. Durante ese primer encuentro, ya se trate de una persona o de un lugar, despierta en nosotros una emoción desconocida que aguardará paciente, dormitando en un recoveco de la memoria hasta que, tiempo después, un detalle más o menos insignificante conseguirá despertarla. Imágenes, olores o sonidos que, aunque apenas tengan un segundo de vida, se quedan atrapados en nosotros. Porque es imposible escapar del recuerdo de las primeras veces. Después, las rutinas se acumulan a toda prisa y la emoción de la novedad se esfuma con la misma rapidez con la que nos invadió y, pasados los años, tan solo sobreviven unas cuantas anécdotas que incluso llegaremos a reescribir para crear una historia diferente a la que vivimos. Para intentar olvidar. Fingir que nunca sucedió. Engañarnos. Pero hay momentos que se pegan a nuestra piel como una gasa húmeda y crean una realidad paralela. Momentos que marcan la diferencia y que, ante la incertidumbre, son la prueba de que estuvimos allí.

Los peldaños de nogal de la escalera brillaban y chirriaban a cada paso. El aire era húmedo y su aroma a salitre se mezclaba con el olor de la leña y la madera. La luz blanca de la mañana entraba por el ventanal junto al que aguardaban las dos hermanas. Reconocí la butaca en la que me acurruqué durante la noche de la tormenta, acaricié con la yema de los dedos la manta que aún colgaba de su respaldo. Las flores frescas de los ramos se abrían en los jarrones de cristal y sus tallos se doblaban sobre la mesa. Y las fotografías, bañadas por la luz del día, ahora mostraban un pasado más cercano. La mirada centelleante de las hermanas me perseguía por el salón. Buenos días, musité antes de sentarme junto a ellas. Salvo por el color de su cabello, no era fácil diferenciarlas. Un escalofrío me sacudió cuando levanté la mirada hacia el exterior y me topé con la imagen del océano, denso e infinito, que se mecía bajo el horizonte azul. Apreté las mandíbulas y los puños dentro de los bolsillos de mi chaqueta y contuve un llanto inminente.

—Así que usted es la hermana de Dolly —dije con un hilo de voz—es un placer. Me llamo… mi nombre es… Sophie. Sophie Roberts.

—Lo sé —contestó— Sophie, la joven perdida que llegó con la tormenta… Yo soy Maggie.

Nos dimos la mano y reaccionó a mi mirada de sorpresa hundiendo los dedos en el azul turquesa de su cabello. ¿Qué te parece?, preguntó. Sonreí y me limité a asentir. Me explicó la cantidad de mezclas que había tenido que hacer hasta conseguir el color que quería. Se teñía ella misma. Tengo un salón de belleza en mi casa, dijo orgullosa, si quieres cambiar de peinado solo tienes que decírmelo. Dolly intervino y la riñó de nuevo.

—No a todo el mundo le gusta llevar el pelo pintado.

—Teñido.

—Pues eso.

Dolly colocó su mano, cálida y suave, sobre la mía. Pero Maggie hizo oídos sordos e insistió: Puedes elegir el color que más te guste, tengo rosa, rojo, verde… Y colocó su también suave y cálida mano sobre el dorso de la mía. Comprendí de inmediato que no importaba el asunto del que hablaran, Dolly siempre estaría de un lado y Maggie del otro. En dos frases, sus conversaciones se transformaban en discusiones, les gustaba disentir en todo, aunque nunca se peleaban. Tú hazme caso a mí, concluyó Maggie, que yo de colores y de personalidades entiendo bastante, y algo me dice que ese color que llevas… entre tú y yo, no creo que le cayeras muy bien a la persona que te lo recomendó… Su contundencia me puso nerviosa, deslicé las manos debajo de las suyas y apreté una con la otra en mi regazo. Dolly dio una palmada encima de la mesa que nos hizo brincar a las tres y le recriminó a su hermana que dijera todo lo que se le pasaba por la cabeza. Mientras se enzarzaban en una nueva discusión me concentré en el ritmo acelerado de mi corazón. Maggie y Dolly eran dos estrellas de cine de otro tiempo, fatigadas por la vida y los caprichos no satisfechos. Sus conversaciones eran algo similar a diálogos ensayados y sus frases eran tan rápidas como partes de un guion que se hubieran aprendido de memoria. Si no conseguía reír con aquellos dos personajes, ya nunca volvería a reír. Dolly puso delante de mí una cesta con bollos humeantes: son de canela, dijo sonriente, los ha hecho Maggie, que no te condicione lo de su pelo, estos son los mejores bollos que has probado en tu vida, sentenció. Y con esa frase dio por terminada su disputa. El olor de los bollos me llevó hasta el tío Jack, al tío Jack le encantan estos bollos, querría haber dicho. Y ellas se habrían interesado por saber más acerca del tío Jack, y yo habría hablado sin parar, y les habría contado todo, incluso los detalles de cómo se conocieron mis padres y él. Tomé un bollo y lo dejé sobre mi plato. Di un sorbo al zumo de naranja y ellas me imitaron, con tal celeridad, que resultaron más chaladas que cómicas.

—Perdonadme —dije mirándola a una y a otra—, pero es que sois tan, tan…

—¿Divertidas? —La sonrisa de Maggie iluminó su cara.

—¿Simpáticas? —Dolly imitó a su hermana.

—Sí, eso también, pero quería decir que sois tan parecidas que a veces…

—Bueno, claro, es que somos gemelas… Te habías dado cuenta, ¿no? —su cara de preocupación me hizo sonreír por fin.

—Sí, Maggie —respondí—, creo que es difícil pasar ese pequeño detalle por alto. Si no fuera por tu pelo, creo que me sería muy difícil diferenciaros.

—¡Claro!, ese es el asunto. Lo del pelo fue idea mía, ¿sabes? Dolly nunca se habría atrevido —le asestó un bocado a su bollo y esperó a tragar antes de continuar—: Yo siempre he sido la más valiente de las dos. ¿Verdad, hermana? —Dolly la miró con indiferencia y se atusó con delicadeza los mechones plateados y ondulados que caían sobre los hombros. Saboreé el bollo de canela hasta empezar a engullirlo, Maggie me puso otro en el plato junto con una generosa cantidad de huevos revueltos, mientras su hermana servía el café.

—Come, sweetie, come todo lo que quieras. Debes de estar hambrienta después de dos días sin probar bocado. Además, estás muy flaca, mira, se te ven los huesos y todo…, el desmayo de antes seguro que ha sido por culpa del hambre.

Paladeaba cada bocado como si se tratara del manjar más delicioso que jamás hubiera probado. Mi estómago se había encogido tanto que en seguida me sentí llena. El café tenía el mismo aroma del café que había tomado en el bar de carretera en el que paró el autobús antes de averiarse. Hasta ese momento no había pensado en lo sucedido. ¿Qué autobús, querida?, preguntó Dolly cuando les hablé acerca de ello. Por primera vez les conté cómo y por qué había llegado hasta Hats. El autobús en el que viajaba se estropeó en medio de la carretera y nos dijeron que tendríamos que esperar dos horas como mínimo hasta que llegara un nuevo vehículo. Pero ¿os echaron?, Dolly mostró verdadera preocupación. No, no, ni mucho menos, pero yo no quise esperar y me marché… No me gusta esperar. Es una suerte haber llegado hasta aquí. ¿Suerte, dice?, interrumpió Maggie. Llegar a Hats es cosa del destino, querida, no tiene nada que ver con la suerte. La misma frase que Dolly dijo la noche en que llegué.

—¿Y hacia dónde ibas? —preguntó Maggie.

—Seattle —respondí.

—¿Y de dónde venías?

—De San Francisco.

—Oh, San Francisco, es un viaje largo…

—Sí, lo es.

Dolly debió de percibir mi incomodidad porque me rescató del interrogatorio; no hemos escuchado nada relacionado con el autobús, interrumpió, pero tampoco es raro, si algo sucede fuera de Hats, no nos enteramos. Vivir aquí es lo más parecido a estar en una burbuja.

Y en ese momento, por primera vez en días, me sentí a salvo.

Si aprietas los puños con fuerza lograrás contener dentro de ellos el miedo, decía mi madre cada vez que me despertaba con pesadillas. Y me pasé meses durmiendo con los puños apretados recordando frases de mi madre o de mi tía que ahora se habían convertido en las lecciones que me ayudarían a sobrevivir. Si no hablamos acerca de lo sucedido, decía la tía, si no mencionamos el nombre de las personas que queremos olvidar, conseguiremos borrarlas de nuestra memoria. Hasta que llega el día en el que el pasado se convierte en un mal sueño. ¿Un mal sueño? Es mi presente, ¡maldita sea! Es mi vida. ¿Cómo pretendes que haga desaparecer treinta años de un plumazo? No, no desaparecerán. Has vivido y has sobrevivido, pero ahora debes ser fuerte y debes seguir escribiendo tu historia. Es lo que ella habría querido. Es lo que ella habría querido. Es lo que ella habría querido. Es lo que ellos habrían querido.

Continué con los puños cerrados, respondiendo a sus preguntas con monosílabos. Pero en un momento dado, bajé la guardia, y dije algo que llamó la atención de Maggie. Qué expresión tan poco corriente… La verdad es que tienes un acento muy bonito, exclamó. Enmudecí. La observé por el rabillo del ojo, tenía la mirada clavada en mis pendientes. Instintivamente me cubrí las orejas con las manos y, sin disimular mi nerviosismo, me disculpé y salí del salón a toda prisa. Al alcanzar el último peldaño de la escalera me quedé en suspenso, con todos mis sentidos puestos en la conversación que continuaba en la planta baja. Dolly insistía en que no estaba bien entrometerse en la vida de los desconocidos; no sabemos cuál es su historia y, además, parece que está asustada por algo. Eso dijo: Parece que está asustada por algo. Maggie estaba de acuerdo, pero no dejaba de repetir que el color de mi pelo era sospechoso, está hecho a toda prisa, recalcó antes de intentar imitar mi acento. Y después comenzó a enumerar los nombres de algunas ciudades dentro y fuera del país. Y esos pendientes, exclamó alzando la voz, ¿quién puede permitirse llevar unos zafiros como esos? Dolly la mandó callar de inmediato: ¡Y tú qué sabes de zafiros! Si no has visto uno nunca… Maggie continuó hablando a regañadientes, el sonido de los platos me impidió seguir el hilo de la conversación hasta que sus voces se perdieron en la cocina. Entré en mi habitación. Caminé hasta la ventana y la abrí de par en par. Quise saltar, echar a volar y dejarme llevar a otro lugar lejos de aquella casa en la que, en apenas unas horas, ya había levantado sospechas acerca de mi identidad. La pintura blanca del alféizar amenazaba con levantarse y algunos trozos de pintura seca se quedaron pegados a mis brazos. Oteé el horizonte con la vista puesta en un continente invisible, más inhóspito y alejado del que estaba pisando.

Los charcos se alargaban por el jardín de la parte trasera de la casa, y las hojas secas salpicaban el entorno. Debería haber optado por ser como el personaje de aquella novela de McCullers y ser muda… Había tantas cosas que no había planeado. Tenía el dinero suficiente para mantenerme con vida hasta los cien años, y la documentación que necesitaba para estar a salvo. Si lo hacía bien, no levantaría sospechas. Y, además,estaba a miles de kilómetros de distancia de cualquier rostro conocido. Pero había olvidado planear algo tan sencillo como justificar el porqué de mi acento o cómo una joven con mi aspecto de vagabunda podía llevar unos zafiros como los míos. Me recriminé entre dientes. Y me quedé quieta, enmudecí en mi propia soledad. Y entonces oí un silencio que nunca antes había escuchado. No era ausencia de ruido, sino que era algo más parecido a la quietud absoluta de la ausencia de vida. Llené mis pulmones de aire, conté hasta diez. Me llamo Sophie Roberts. Me llamo Sophie Roberts. Y el silbido de mi nombre llenó el silencio.

Pasé días, incluso semanas, encerrada en mi habitación. El amanecer y el anochecer se sucedían a través de la ventana sin que entre ambos pasara el tiempo. Las hermanas se limitaban a traerme comida y a cuchichear detrás de la puerta y yo solo articulaba palabra para darles las gracias. Hubo muchas noches de tormenta. Truenos y relámpagos que llenaron mis insomnios. Amaneceres limpios y cielos malva. La soledad de mi escondite escapaba por la ventana y envolvía todo lo que rodeaba la casa. El triciclo abandonado del jardín era la única señal de que, en un tiempo pasado, quizás, la vida había palpitado cerca de La Casa de La Playa. Apenas quedaban restos del rojo original en su manillar oxidado y una de las ruedas traseras estaba torcida y se tambaleaba con la fuerza del viento. Pasaba las horas con la mirada fija en él, rememorando las tardes de carreras por el pasillo largo y oscuro de nuestra vieja casa. Y la voz de mamá gritando desde el salón. Y el aroma a bizcocho y a chocolate caliente. Los recuerdos afloraban con el silencio y con la luz del atardecer y yo me cobijaba en ellos. Era la única manera que tenía de regresar a mi hogar.

Fue entonces cuando la soledad dejó de ser una amalgama de letras y de silencios para transformarse en un vacío profundo e insaciable. A pesar del tiempo que ha pasado, aquel momento está tan vivo en mi recuerdo como lo están todas mis primeras veces. Tras varios días de tormenta, los silbidos del viento y el sonido de las olas lejanas dejaron de atosigarme. El silencio invadió todos los recovecos de mi guarida y la luz del sol impregnó el aire de naranjas y ocres. Era un lugar diferente. Si aprendes a estar sola no tendrás razones para tener miedo. La soledad de la que hablaba mi madre no desaparecía encendiendo la lámpara del pasillo al acostarme, ni escuchando una voz familiar al otro lado del auricular. La soledad real es lo que queda cuando nada de eso existe y tu vida se queda flotando, sin un punto fijo al que agarrarse. Mamá se refería a las noches en las que los verdugos de la emoción aguardan a que los miedos empiecen a acomodarse en la oscuridad… Los amaneceres no son buenos anfitriones para las almas rendidas, es mejor aparecer en la noche, debe de pensar la soledad. Mejor la noche y su silencio. Mejor la ausencia de colores y de brillos. Mejor el vacío. No se trata de no poder hablar o de no abrazar a un ser querido, sino que es algo que nos eleva y nos arrastra más allá de lo terrenal, una fuerza asfixiante de la que solo se puede escapar desapareciendo para siempre. Pero yo había prometido no rendirme, había prometido mantenerme con vida y borrar cualquier para siempre de mi futuro. Hay tantas cosas que no nos enseñan. Tantas lecciones que debemos aprender por nuestra cuenta que, de pronto, un día nos encontramos inventando respuestas y llenando nuestras soledades de personas, reales o no. Y yo decidí llenarlo de personas que no lo fueran. La librería de Dolly se convirtió en un reto, leería todos los libros que tenía en su colección, y escogí el primero de ellos sin leer su título. Me propuse regresar a mi refugio y mantenerme a salvo. Aquella noche conocí a Beryl Markhan, volé con ella en su avioneta, viajé a África, disparé a los leones, domé caballos y tomé té en la casa de Karen Blixen. Todo resulta más sencillo cuando uno logra escapar a las páginas de una novela.

El sonido de un tren en la noche

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