Читать книгу El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera - Страница 6
ОглавлениеEs inevitable, por muchos futuros que soñemos, siempre terminamos viviendo en el pasado. Los niños tienen miedo a la oscuridad de la noche. Y piden agua. Y lloran. Y ese miedo no desaparece, aunque consigamos apaciguarlo con un abrazo. Y también lloran cuando se sienten solos. Y los niños nunca envejecen. Nunca envejecemos porque viviremos en nuestra niñez el resto de nuestra vida, aunque el futuro sea lejano e impredecible. Inalcanzable para los menos valientes. El pasado, sin embargo, no termina de marcharse nunca, por eso nos pasamos la vida viviendo en él y por más que intentemos huir, siempre termina manejando los hilos de la realidad, aunque esta duela. Y es un dolor que nos paraliza, un nudo muscular que nos bloquea y que duele aún más cuando hundimos el dedo en él y, aunque aullamos de dolor, sentimos un alivio fugaz. El pasado es ese nudo. Duele, pero es un dolor que conocemos. Y conocerlo reconforta tanto como reconforta el olor del hogar en el que nos sentíamos a salvo, o el tacto de las sábanas limpias en los días de tormenta. Reconforta tanto como pasar las tardes de lluvia frente al calor de la chimenea.
A mi madre le gustaba preparar chocolate caliente en los días de lluvia, se pasaba la tarde encerrada en la cocina, llenando cazuelas de todos los tamaños. Yo siempre creí que lo hacía por nosotros, que no era más que un gesto de amor por sus hijos, pero no, en realidad lo hacía para espantar el recuerdo de su madre. Porque ella era su recuerdo doloroso de la infancia, y solo podía ahuyentarlo dejándose envolver por el aroma del chocolate caliente. Mamá y la abuela no se gustaban. La abuela tenía celos de mamá porque papá la prefería a ella. No entiendo cómo se puede tener celos de una hija, a lo mejor es más habitual de lo que creo, pero como nunca fui madre no puedo opinar. Estuve a punto de serlo, hace muchos años me quedé embarazada. Pero nunca llegué a dar a luz. No creo que haya un dolor mayor al que se siente al palpar ese vacío. No hay cura ni consuelo que logren mitigar la ausencia de lo que podría haber sido, solo tiempo. Un tiempo lento y pesado, casi agonizante. A mí, además, también me salvaron las palabras. Ellas fueron mi consuelo y mi terapia por aquel entonces.
Escribir me ha salvado la vida en más de una ocasión. Todo el mundo debería escribir, y no para ser leído o criticado, sino más bien para poner palabras a los secretos más íntimos, esos que se acomodan en las entrañas de un pasado en el que nos pasamos la vida sobreviviendo. Y no me gusta escribir acerca de lo que no conozco, porque creo que mi mentira se podría intuir entre los párrafos y detesto mentir. Bueno, aborrecí la mentira hasta que no me quedó más remedio que aprender a hacerlo. Y esta es una de las pocas cosas de mi niñez a las que no podré regresar: a la verdad. Escribo acerca de lo que he vivido y de lo que conozco. Y, a partir de ahora, hablaré de los que estuvieron a mi lado, porque si algo he aprendido a lo largo de los años, es que la soledad se alimenta del vacío que dejan los que formaron parte de nuestra vida.