Читать книгу El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera - Страница 13
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ОглавлениеNo paró de llover durante cuatro meses. El cielo despertaba encapotado y apenas vi su azul en ese tiempo. Cuatro meses grises sin más luz que la de la bombilla amarillenta de lámpara de la mesilla de noche. Mi piel se volvió de un color cetrino, y dos sombras oscuras se hundieron bajo mi mirada. Los recuerdos se colaban por las rendijas de las ventanas, evocados por un olor, una palabra o una canción tarareada en otro tiempo, y se quedaban suspendidos sobre mi letargo. Desarrollé una magistral habilidad para espantarlos. Cuando aparecían me decía: Jazmín. Y visualizaba un jazmín enorme cubierto de flores, inspiraba su aroma, y me concentraba en la perfección de sus idénticas formas. No hay nada tan hipnótico como dejarse envolver por su aroma y observar sus frágiles ramas suspendidas en el aire, es imposible mostrarse impasible ante su presencia. El jazmín es la flor de mi infancia. El jardín de Maggie estaba lleno de plantas, pero no tenía ningún jazminero, cuando le dije que era mi flor favorita, plantó uno para mí. Fue el primer regalo que me hizo. Y me comprometí a regarlo cada día, esa fue su manera de hacerme salir de la habitación. El día que brotó la primera flor recuperé algo parecido a mi sonrisa.
A Maggie le gustaba sorprender y agradar a los demás. No concebía que los días pasaran desapercibidos en los calendarios. Hay que celebrar, decía siempre, incluso cuando no haya nada que celebrar, hay que inventar una excusa. Solo perdía la paciencia cuando intentaba sonsacarme información acerca de mi pasado. Estuve a punto de caer en su trampa en cierta ocasión, y las verdades casi salieron despedidas de mi boca.
Olvídate de ti. No existes. Olvídate de ti. No existes.
La mañana en la que decidí salir de mi habitación me topé con Maggie y Dolly paradas en medio de la escalera. Cuchicheaban acerca de algo —relacionado conmigo, posiblemente— y, al verme, levantaron la cabeza, sonrieron y se miraron. Descendí tras ellas. Me sumergí en el aroma de la chimenea que flotaba en el salón, pero la humedad ya apenas se sentía en el aire. Acababa de entrar en la primera primavera de mi nueva vida. Dolly se detuvo junto a la puerta de la entrada, descolgó varias prendas de la percha, y me tendió un gorro de un amarillo tan brillante que no pude sostener la mirada mucho tiempo.
—Es de pesca —aclaró Maggie asomando la cabeza por el agujero del plástico trasparente que le cubría el cuerpo entero—. Son feos, pero son los mejores para este tiempo. —La luz blanca entraba por las ventanas—. No te dejes engañar por el sol y escucha el mar. El mar nunca miente —sentenció.
No entendía nada, pero obedecí, me puse un chubasquero como el suyo, y apreté el gorro amarillo. Nada más cruzar el umbral de la puerta un velo húmedo se posó sobre mi cabeza, las gemelas me miraron de reojo y acto seguido me calé el gorro hasta los ojos.
Fue el primer día que pasé por el lugar en el que me había escondido. Ni siquiera me había molestado en averiguar cómo era aquel pueblo más allá del jardín en el que el triciclo seguía oxidándose. Dejamos detrás de nosotras La Casa de La Playa y llegamos hasta una calle solitaria. Las luces de varios semáforos suspendidos por unos cables cambiaban de color, para controlar un tráfico invisible, y el rugido de las olas sobrevolaba los techos de la fila de casas que bordeaba la línea de la playa. El escenario que descubrí aquel día, rodeada por las fachadas que se levantaban a nuestro paso, tan pulcras y perfectas, y la calma en la que caminábamos me pareció tan poco creíble que apenas presté atención a la conversación de las gemelas hasta que Maggie apretó mi brazo. Escucha, escucha, me ordenó con la mirada clavada en su hermana. Dolly estaba hablando de sus bisabuelos, los de la fotografía de casa, ¿recuerdas?, me preguntó. Y se colgó de mi otro brazo. Cada vez que Dolly quería asegurarse de que tenía mi atención se colgaba de mi brazo. Y así fue como, por la idílica quietud del entorno y el increíble relato que escuché por primera vez, descubrí el pueblo de Hats.
Escoltada por las gemelas, fui testigo de una de las historias reales más fascinantes que jamás he escuchado. Hubo un tiempo en el que Hats era solo un lugar sin bautizar, un rincón perdido en la costa más allá de las montañas, al oeste del oeste. Un destino desconocido hacia el que se dirigían los peregrinos en busca de oro. De tierras vírgenes. En busca de un nuevo comienzo. Peregrinos que huían para encontrar, no para escapar. Eso era lo que me diferenciaba de ellos. Maggie y Dolly se contagiaban de su mutuo entusiasmo, parloteaban sin parar, brujuleaban por los años pasados y su discurso, a ratos atolondrado y otras emotivo, era cada vez más apasionante. La una terminaba las frases de la otra y representaban sus diálogos con una coordinación ensayada.
Entre la incredulidad y el asombro descubrí que los bisabuelos de aquellas dos mujeres fueron las primeras personas que habían llegado hasta allí a finales del siglo XIX. El señor y la señora Hat, exclamó Maggie. Así es, sweetie, este lugar se llama así por ellos. Y por nosotras, agregó Dolly. Es cierto, hermana, es cierto. Y por nosotras. Enmudecí. Caminé a su lado y atendí al resto de su relato mientras mis ojos, aún doloridos por los días de aislamiento, tanteaban los rincones que se iluminaban a nuestro paso. Los Hat estuvieron viajando durante más de dos años con su vida empaquetada en un carro de madera tirado por dos caballos, saltando de un estado a otro, sin llegar a descubrir su particular tierra prometida. No vayas a creer que solo hay una tierra prometida en este mundo redondo, aclaró Maggie, esa es una de las muchas mentiras que nos cuentan los libros de historia… Depende de quién la busque, la tierra prometida está más hacia el este o hacia el oeste. Al norte o al sur. Cuando los bisabuelos Hat llegaron a la cima de una de las montañas que rodeaban el pueblo y vieron el mar, supieron que habían encontrado su oro. O eso fue lo que aseguraban las hermanas. La bisabuela jamás había visto el mar, y al verlo por primera vez creyó que el océano era algo místico, una representación de dios en la tierra… Y por eso nosotras solo creemos en el dios del océano. ¡El Santo Océano cuida de nosotras!, exclamaron al unísono. Es imposible que mi desconcierto no aparezca con este recuerdo, aunque tengo la duda de que el tiempo lo haya idealizado. No se debe creer lo que uno no ha visto con sus propios ojos, ni tampoco se debe confiar en las palabras que nosotros mismos no nos atreveríamos a decir. Esta es la razón por la que aquella historia se ha quedado en el imaginario de mi memoria, aunque con el tiempo decidiera convertirla en realidad.
Hasta Hats llegaron familias enteras, agotadas de su cruzada por todo el país, y que solo buscaban un lugar en el que descansar y comenzar una vida tranquila.
—Nosotras somos esos hijos de los hijos de los hijos…
—Maggie, creo que esa parte ha quedado clara —replicó Dolly.
—A ti te ha quedado claro, porque tú conoces la historia. Pero Sophie igual no nos ha seguido, mira qué cara de susto tiene…
—Sí, sí, me ha quedado claro.
Las gemelas habían nacido y vivido toda su vida en Hats. Habían salido de su burbuja costera en contadas ocasiones. Cinco veces, para ser más exactos. Era posible vivir al margen de la vida que latía más allá de las montañas, y aunque estuvieran al tanto de lo que sucedía al otro lado, no tenían interés en verlo con sus propios ojos. Se mostraban felices. Eran felices. No soñaban con tener otras vidas. Nacieron en La Casa de La Playa, crecieron con la ampliación de la misma, ayudaron a pintar la fachada y las ventanas, renovaron las habitaciones, pusieron en marcha el restaurante, enterraron a sus abuelos, y a sus padres. Y a muchos amigos. Se despidieron de los que no quisieron pasar sus vida aislados en aquel lugar remoto.
Eran dos personas únicas. Dicharacheras, enemigas del silencio, cariñosas en exceso y rápidas en sus gestos y palabras. De corta estatura, aunque preferían definirse como personas de esencia concentrada. Eran jóvenes, aunque ya hubieran cumplido los sesenta, y por su mirada azul cualquiera podría creer la historia que inventaron acerca de cómo su madre dio a luz en el agua y el mar las escupió en la playa. Maggie repartía su tiempo entre la cabaña que se había construido en el jardín y La Casa de La Playa. Ninguna de las dos tenía hijos, y tampoco hablaban acerca de ello. Hasta el momento en el que yo las conocí solo habían salido de Hats para ir al hospital en dos ocasiones y para viajar hasta Grants Pass, una pequeña ciudad al sur del estado en la que vivía su tía Rachel. Pero la tía Rachel murió y fue enterrada junto a su hermana, en el cementerio de Hats. Explicaron, señalando más allá de los tejados que salpicaban la ladera de la montaña. No me gustan los cementerios, respondí cuando propusieron pasear hasta allí. Intercambiaron una mirada de sospecha. Y callaron.
Sentí la necesidad de abrazarme a las inhóspitas vidas de las gemelas, y de dejarme envolver por la extraordinaria fantasía que acababa de descubrir y en la que, extrañamente, me sentía a salvo. Cuando regresamos a La Casa de La Playa quise sellar un pacto conmigo misma y comprometerme con la emoción que acababa de invadirme. Saqué unos billetes del bolsillo secreto de mi mochila, y conté el resto antes de volver a guardarlo. Cuatro meses, dije. Cuatro meses, repitió Dolly. Cogió el fajo y se lo guardó en el bolsillo de la falda, ¿sigues en la número 7?, preguntó. Sí, si puede ser. Muy bien. Escribió mi nombre con letras mayúsculas en varias páginas de su agenda hasta llegar al mes de septiembre. Maggie esbozó una generosa sonrisa, asintió con la cabeza y dio unas palmadas en el aire.
Desperté tras una noche sin sobresaltos y con la nostalgia dormitando sobre la almohada. Giré los números de madera del calendario que colgaba en la pared. 27 de mayo. Cinco meses. Felicidades, Sophie, le dije al reflejo de mi espejo. Como cada día 27 me escribí una carta. Era mi manera de mantener mis recuerdos a salvo de la realidad que debía de estar viviendo. Ese día 27 la carta iba dirigida a mi hermano, inspirada, quizás, por una de las cartas de Karen Blixen que había leído en uno de los libros de la biblioteca de Maggie. En una de las misivas la autora le decía a su hermano que el destino de los otros siempre sirve para explicar algo. No sé qué explicación podrían encontrar los demás en mi destino, escribí, ni siquiera yo la encuentro, creo que en el fondo solo se trata de aceptar el nuestro y de no buscar explicaciones.
La lejanía de los recuerdos y la distancia física se hacían más reales cada vez que ponía un pie en la playa, tan fría e inabarcable. Incluso el mar tenía un color turquesa distinto a las aguas en las que me había zambullido cuando era otra persona. En Hats el mar era una masa de agua de un color tan oscuro como el del jade, se desplazaba pesada hacia el horizonte y las olas se alargaban, ligeras y silenciosas, hasta la mitad de la playa sin llegar a romper. Era imposible que aquel escenario me resultara familiar y que pudiera transportarme a un lugar conocido.
Durante las mañanas, el cielo y el horizonte se escondían tras la espesa bruma, y la humedad se palpaba en el aire. La lluvia a veces me sorprendía en mitad de mis paseos y tenía que correr a refugiarme. Dolly reía al verme y siempre me recordaba la noche en la que llegué a La Casa de La Playa. Hay que ver lo que te gusta empaparte bajo la lluvia, sweetie.
Terminé acostumbrándome a las tormentas y, era cierto, disfrutaba empapándome bajo la lluvia. Apenas reconocía mi cuerpo bajo las prendas mojadas, casi transparentes, y me observaba con la extrañeza de una mirada anónima. A veces me asustaba mi propio desconcierto al no encontrarme en mi propia figura. Palpaba y palpaba hasta hundir los dedos en unos huesos blandos y desconocidos. Y la simple caricia de una de mis cicatrices me empujaba a la rendición. Solo podía encontrarme en ellas.
Las cicatrices a menudo se cuelan en los versos de los poetas, su pluma es la única que consigue que cicatriz rime con amor, con dolor y con olvido. Las cicatrices perduran para recordarnos el dolor que sufrimos, la alegría que lo precedió y las lecciones aprendidas.