Читать книгу El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera - Страница 9
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ОглавлениеDesde mi asiento de la última fila apenas podía ver qué sucedía. Delante de mí los pasajeros alargaban el cuello, y sus cabezas, cubiertas con pelo alborotado o con gorros de lana, asomaban por encima del respaldo de los asientos y se ladeaban hacia las ventanas. El murmullo era cada vez más fuerte. Un bebé rompió a llorar. La oscuridad impenetrable del exterior se iluminaba con los relámpagos que atravesaban las nubes negras. Una lluvia torrencial caía sobre nosotros y el viento zarandeaba las copas de los árboles como si estuvieran sostenidas por frágiles ramas. Una luz tenue se encendió en el techo del pasillo y la oronda figura del conductor apareció junto a la entrada. Explicó lo sucedido a voz en grito, aunque sostenía un micrófono en la mano. El murmullo cesó de inmediato, algunas cabezas volvieron a acomodarse en los respaldos de los asientos y el conductor, ataviado con un chubasquero brillante, descendió del autobús acompañado por un joven con aspecto de boxeador que se levantó de las primeras filas.
Un murmullo se quedó suspendido en el aire. Las voces gruñían entre la queja y la resignación. Podría haber sido peor, así que demos las gracias, bramó una voz grave. El bebé dejó de llorar. El conductor regresó con cara de circunstancia. No podremos continuar, explicó, llamaré por radio de inmediato y con un poco de suerte en dos horas llegará otro vehículo. Algunos pasajeros empezaron a alterarse y el joven con aspecto de boxeador, aún cubierto con el chubasquero brillante, pidió calma; hemos estado a punto de chocar con un ciervo, dijo, y si no llega a ser por la habilidad de este buen hombre, podría haber sido peor. Amén, exclamó la voz grave. El maletero se abrió para que cada cual recogiera sus objetos personales. Unos y otros se refugiaban en los paraguas que iban cambiando de manos. Llevo más de veinte años tomando este autobús y nunca me había sucedido algo parecido, le contaba una señora de pelo blanco a la joven que viajaba a su lado. Yo es la primera vez que voy a Seattle, respondió esta. Sorteé los paraguas, cogí mi mochila y me alejé de allí.
Caminé en dirección norte bajo la lluvia durante largo rato, el viento había amainado y las copas de los árboles se sacudían ligeras. Cada cincuenta pasos una farola iluminaba la solitaria carretera. Mis pies chapoteaban dentro de las botas y apenas podía sortear los charcos que se multiplicaban en el arcén. Escuché búhos ulular y lobos aullar. O quizá no fueran más que sonidos inventados por mi incertidumbre. No sentí miedo. Me guiaba gracias a las farolas, convertidas en migas de pan que alguien hubiera dejado para mí. Llegué a un desvío iluminado por la única luz que parpadeaba. Busqué señales o carteles que pusieran un nombre a mi meta. Me adentré en el camino sin asfaltar y aposté toda mi suerte a la confianza de mi instinto. Giré hacia el oeste y descendí colina abajo. Los relámpagos eran ahora linternas que iluminaban la noche cerrada. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, las piernas me pesaban y mis zancadas eran patadas al aire. Un destello de luz a lo lejos me devolvió la esperanza. La lluvia intentaba darme un respiro y arreciaba unos minutos antes de volverse torrencial de nuevo. Clavé mis ojos en la luz parpadeante, y supliqué a quien pudiera escucharme que no fuera un espejismo. Sentí una presencia pegada a mi espalda y aceleré el paso. Una franja de cielo empezó a clarear en el horizonte, era un fenómeno extraño, imposible, y en esa claridad descubrí las sombras del perfil de varios tejados. Vida. El aire se impregnó de un aroma a salitre y a algas. Las olas rugían más allá de los tejados y la luz que había vislumbrado desde lo alto de la colina se convirtió en un farolillo junto a la puerta de una casa. Un cartel de madera parcialmente cubierto por las ramas desnudas de un matorral por fin ponía un nombre a mi destino: La Casa de La Playa. Hice sonar la campana de hierro sin mucha energía. Una luz se encendió en el interior, la puerta chirrió y una mujer diminuta apareció sonriente. Al verla, rompí a llorar.
Oh, my Ocean!, pero si estás empapada, exclamó. Me agarró del brazo y me empujó con suavidad hacia el interior. Agradecí tener un techo sobre mí, pero aún sentía la lluvia calando mis huesos. El chasquido de mis dientes resonaba junto con el chisporroteo de la leña de la chimenea hasta que el calor empezó a derretir la fina capa de humedad que me cubría. La desconocida empezó a quitarme la ropa sin que yo pudiera oponer resistencia alguna. La miré fijamente, no dejaba de sonreír y de hablar en un murmullo. Me envolvió en dos mantas, me sentó junto al fuego y se quedó inmóvil junto a mí. Aunque yo estaba sentada nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tardé un rato en controlar los espasmos de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia ella y me hundí en su mirada azul topacio. Posó su diminuta mano sobre mi hombro, y apretó sus dedos con suavidad. Lanzó un leño a la chimenea con una mano mientras recogía mi ropa empapada con la otra. Se movía con agilidad. Me tapó con otra manta de colores y, en un acto reflejo, hundí la cara en ella y aspiré la calidez de su aroma.
Se llevó mi abrigo hasta una puerta al otro lado del salón, y dejó un rastro de agua detrás de ella. Oí sonidos de cazuelas y cucharas en la distancia y mi estómago empezó a rugir. La puerta tras la que había desaparecido mi anfitriona volvió a abrirse y su figura regresó entre las sombras:
—Aquí tienes —dijo— este caldo tiene poderes curativos… Bebe despacio que está muy caliente, ya verás, en seguida entrarás en calor.
Flexioné y estiré los dedos varias veces antes de agarrar la taza y sonreí. Inspiré el aroma del brandy y acto seguido me abrasé los labios sin apenas mojarlos. Sujeté la taza con las dos manos para evitar que el caldo se derramara. Ella levantó el dedo índice y puso los brazos en jarras, te lo he advertido, rechistó antes de hundir un atizador en las brasas. Dio unas palmadas y sacudió el hollín de sus manos, tomó el libro que había sobre la mesa y se sentó a leer en el sofá. Agradecí la distancia que momentáneamente puso entre nosotras. La observé con la mirada de confianza que tienen los que han compartido la rutina de una larga vida. El caldo se filtró por mis huesos y consiguió que los espasmos cesaran.
—Muchas gracias —dije apenas sin voz—, estaba delicioso.
—Lo sé —añadió sin apartar la vista de su novela—. Te dije que tenía poderes curativos. Todos lo saben.
—Sí, estoy segura de ello.
Busqué a mi alrededor a alguien a quien hiciera referencia con ese «todos». Escudriñé la estancia y junto a la chimenea descubrí varios marcos con fotografías, imágenes en blanco y negro, enmarcadas y arracimadas, que se extendían por los claroscuros de la pared.
—Es mi familia —explicó con su mirada posada en la mía—, desde mis bisabuelos hasta nosotras. — ¿Nosotras?— esos de allí son ellos, mis bisabuelos, —señaló la foto más alejada— llegaron desde el este allá por el año 1880, y en ese mismo año pusieron la primera piedra de este lugar… Oh, my Ocean! —su mirada se quedó suspendida en el álbum de fotos colgado—. El año pasado celebramos el primer centenario de La Casa de La Playa. ¡Un siglo de vida!… oh… Es una pena que no te perdieras por aquel entonces… Fue una celebración memorable.
Repitió el chasquido con su lengua, se sonrió, regresó a las páginas de su novela y sus palabras se quedaron flotando entre nosotras. Bajo el peso de las mantas mi cuerpo seguía tenso. Pensé en Alicia en el País de las Maravillas, en la madriguera y en el viaje que tantas veces había leído de niña. Apenas habían pasado unas semanas desde mi huida y sentada en aquel salón me parecía estar a una eternidad de distancia de mi vida.
—Así que te has perdido —exclamó de pronto. Parecía que estuviera leyendo mi historia en su novela.
—Sí, bueno, iba a…, venía de…
—No te preocupes, no es algo habitual en esta época del año, pero a veces pasa —la miré extrañada—: No me refiero a perderse, no, la gente se pierde constantemente. Yo, sin ir más lejos, hace un par de meses me perdí cuando fui al mercado… Y eso que he crecido en las tres calles que tiene este pueblo… ¡Imagina! —Dio una palmada al aire—. Pero algunas personas creen que llegan hasta aquí por culpa de la carretera, un desvío confuso entre las montañas o algo parecido, pero eso no es cierto —la luz del fuego iluminó su rostro y habló en un susurro—: Si llegáis hasta aquí es porque el destino así lo ha querido. La casualidad no tiene nada que ver con Hats.
—¿Hats?
—Exacto, sweetie. Hats. Bienvenida a La Casa de La Playa… Un nombre muy original, ¿no te parece? —Una carcajada interrumpió su explicación—. Y justo ahí —señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro—, se sirve la mejor comida de la costa oeste. Y no es porque lo diga yo. Pero así es.
—Ah…
—Me llamo Dolly, por cierto.
—Yo…
—Quizá sea demasiada información. Lo siento.
—No, no… es que… yo. Sophie. Me llamo Sophie. —Sentí el calor subir por mis mejillas.
—Sophie… Mmmm… Bienvenida.
No dejé de revolverme en la butaca; estaba incómoda, me incorporé y desvié mi atenciLón hacia las siluetas inertes ocultas en la oscuridad. Dos mesas de madera alargadas protegían nuestra retaguardia y, sobre ellas, varios jarrones de cristal vacíos se reflejaban en la cristalera desde la que se intuía el mar. La luz tenue iluminaba las paredes del fondo, una alacena atestada de vajilla y copas de varios colores cubría una de las paredes. El brillo de la mirada de Dolly me vigilaba en medio de la oscuridad y las sombras de las plantas se propagaban por los rincones hacia el techo.
—Parece un museo.
—Ya lo creo que lo parece —sonrió orgullosa—. Mucha gente ha estado interesada en llevarse algo de aquí, una silla, un jarrón, un cuadro… Pero no, no, no —movió el dedo índice despacio y negó con la cabeza—, aquí no hay nada a la venta. Todo esto forma parte de nuestra historia. Es nuestra historia, y así debe seguir siendo.
—Es un lugar encantador, Dolly. Es tan…
—Mágico. Sí, lo sé.
Sí. Lo sabía. Ella formaba parte de esa magia. Y no era más que un salón atestado de muebles viejos decorado con objetos antiguos y fotografías de vidas pasadas, pero la historia que pesaba sobre ellos y la luz que iluminaba la estancia lo transformaba en un escenario extraordinario. La voz de Dolly flotaba en el aire, como una suave melodía, y parecía estar recitando su discurso, aunque hablara con la contundencia del que se sabe con la razón. En ocasiones, cada vez que descubría algún objeto nuevo, regresaba a ella, pero no me atrevía a preguntar nada. Me quedaba hipnotizada con los destellos del agua marina de su mirada. Apenas tocaba el suelo con los pies y sus cortas piernas se balanceaban en el aire y la dotaban de una graciosa jovialidad y, mientras hablaba, jugueteaba con los bucles plateados de su melena. Durante el breve tiempo que duró su bienvenida me liberé de la soledad desparramada por mi cabeza y me sentí protegida por los brazos de la butaca.
De pronto sentí la necesidad de salir corriendo, la prisa se apoderó de mí, me deshice de las mantas y me levanté de un salto. Dolly brincó en su asiento y me miró con sorpresa.
—Ya la he molestado bastante, creo que ya va siendo hora de emprender mi marcha. Siento haberle robado su tiempo…
—A mí no me has robado nada, sweetie, mi tiempo es mío y hago con él lo que yo quiero.
—Es usted muy amable. De verdad. Muy amable. Sí. Muchas gracias, de corazón —doblé las mantas y las dejé sobre el respaldo del sofá. Hundí los dedos en mi corta cabellera y sacudí la humedad. Me topé con mi rostro en el reflejo del cristal de una de las fotografías y dos lagrimones empezaron a rodar por mis mejillas. Dolly volvió a chasquear su lengua, me tomó del brazo y habló en un suspiró:
—Vamos —dijo—, te enseñaré tu habitación.
—Có… cómo… yo…
—Déjalo estar… Lo de los agradecimientos y todo eso está muy bien, eres una jovencita muy educada, por cierto. Pero dime, sweetie, ¿adónde pretendes ir a estas horas? —me agarró por las muñecas y arqueó el cuello hacia atrás para mirarme—. Es imposible que llegues a ningún lado esta noche, a estas alturas el camino será un riachuelo de barro. No podrás avanzar más de veinte pasos. La verdad es que no sé cómo has podido llegar hasta aquí sin quedarte atascada en el fango… Lo siento, pero hasta que la tormenta no pase de largo no creo que puedas salir de Hats. —Su explicación me sonó como una amenaza y mi cuerpo se entumeció—. Si salieras ahora ahí fuera, la montaña te atraparía y nadie podría salvarte. —Me soltó y empezó a encender todas las lámparas que había a nuestro alrededor. La luz transformó el lugar—. Créeme, sé de lo que hablo. El destino tendrá sus razones para haberte traído hasta aquí —hizo una simpática mueca—, aunque ya tendremos tiempo para descubrirlas. Ahora es hora de descansar. Ven conmigo, vamos a elegir tu habitación y mañana será otro día —me miró de arriba abajo—tendremos que encontrar algo de ropa seca si queremos mantenerte con vida…
—¡Mi ropa! —Corrí hacia la entrada y me abalancé sobre mi mochila, me abracé a ella y caminé detrás de Dolly.
Los peldaños de la escalera crujían a cada paso, al llegar a lo alto Dolly giró sobre sus talones y me mostró las puertas de las habitaciones distribuidas a lo largo del ancho pasillo. Una blanca sonrisa iluminó su rostro: elige una, exclamó. Contagiada de su entusiasmo, un cosquilleo sacudió el cansancio de mi cuerpo. Recorrí el pasillo y entreabrí cada una de las puertas. Dolly me observaba divertida, apoyada en la barandilla de madera. Cuando llegué a la última de todas caminé hasta la ventana, descorrí las cortinas y una luz gris bañó la habitación. Me quedaré aquí, exclamé en un grito silencioso.
—¿Cómo? —Su diminuta figura asomó por la puerta.
—Me quedaré en esta… Si te parece bien.
—Fantástico —exclamó—. Has elegido mi favorita. —Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y jugueteó con él—. Aquí tienes.
—Dolly, yo…
—De nada, sweetie. Bienvenida. —Atrapó mi mano entre las suyas y susurró—: Date un baño caliente, ponte cómoda y descansa. Ya verás qué buen día amanece mañana. Estas tormentas dejan el cielo tan limpio…
—Mañana…
—Mañana, Sophie, mañana… Buenas noches.
Oí sus pasos alejarse por la escalera y el silencio invadió la habitación. Pensé en los demás viajeros del autobús, no conocía a ninguno, ni siquiera hablé con ellos, pero fueron el último eslabón de la cadena que me unía a mi otra realidad, antes de adentrarme en aquel enigmático lugar. Observé mi rostro en el reflejo de la ventana, trazos confusos y desdibujados en el cristal, en los que no logré encontrarme. Hola, Sophie. La lluvia paró en seco, como un grifo cerrado, y la luna apareció entre las nubes. Intuí el mar más allá de la oscuridad. Me desplomé sobre el edredón y mi cuerpo se sumergió en las plumas, una descarga de placer me sacudió debajo de la ropa aún húmeda. Los diminutos cristales que colgaban de los brazos de la lámpara brillaban en el techo y formaron un universo de constelaciones. ¿Qué hago aquí?, ¿qué hago aquí? Mis pulmones empezaron a empequeñecerse. Es inevitable recordar sin recrearme en la sensación de pánico apoderándose de mí. Aquella noche está llena de lagunas y las escenas aparecen intermitentes en mi memoria. El silencio, la espuma creciendo dentro de la bañera, la luna en el cielo cubierto, el vapor de agua flotando en la habitación, la falta de aire y el aroma a vainilla. La soledad.
La distancia es respetuosa con el pasado, nos muestra los episodios distorsionados de lo que hemos vivido y disuelve el dolor a lo largo de los años. Nuestra historia cambia cuando la observamos desde una perspectiva lejana. Cuando pienso en aquella noche siento una pena que me conmueve, pero a medida que me recreo en los recuerdos, el sentimiento desaparece y una extraña sensación se apodera de mí y consigo desprenderme de esa pena. Y me siento libre.
Abandoné el vacío de aquella habitación, me escondí bajo el edredón y escapé de la soledad a toda prisa. Aterricé sobre mi propia huella en la arena húmeda, rodeada de naranjos y limoneros. La voz de mi madre me llamaba desde lejos, mamá dice que vayamos a comer, mi hermano también estaba allí, pero no pude verlo. Empecé a buscarlo entre los árboles. A gritar su nombre. No podía estar allí, ninguno de los dos debía estar allí, pero nadie tenía por qué saberlo. No puedes estar aquí. Olvídalo todo. Otra voz familiar me advertía desde un rincón de mi habitación. Olvídalo todo. Me quedé dormida con el sonido de esas palabras repetidas, y caí en un profundo sueño del que no desperté en dos días.
Los dos días que pasé soñando con amanecer en una casa que ya no existía.