Читать книгу El sonido de un tren en la noche - Laura Riñón Sirera - Страница 14

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—Baja de una vez, Jacobo, como te vea papá, te la vas a cargar.

Clementina, cada vez más enfadada, increpaba a su hermano mientras este ascendía con la mirada puesta en la copa del árbol.

—Baja, por favor —suplicaba sin apartar la vista de él y con los brazos extendidos para frenar su posible caída.

—¡Llegué! —Exclamó Jacobo desde lo alto. Alzó los brazos victorioso, las ramas empezaron a moverse por culpa de sus brincos y lo tambalearon hasta que perdió el equilibrio. Su pierna se quedó atrapada entre dos ramas y quedó suspendido en el aire, balanceándose boca abajo.

—¡Jacobo! —presa del terror, Clementina se abrazó al tronco y empezó a escalar con la agilidad de una lagartija.

—¡Socorro! ¡No quiero morir! —Berreaba. Su hermana trepó hacia él todo lo rápido que pudo, asegurando cada paso antes de avanzar. Lo agarró de la muñeca y Jacobo enmudeció de inmediato.

—Déjate caer —susurró Clementina con seguridad—. Yo te sujetaré. No tengas miedo.

—¿Pero no me soltarás?

—No te soltaré.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Jacobo se encaramó a la rama y se liberó de ella antes de soltarse de la mano de su hermana, y empezó a descender a la misma velocidad con la que había subido hasta la copa.

—¡Ya estoy! —gritó repitiendo el gesto de victoria con el que había celebrado la conquista de la cima—. Me has salvado la vida.

Su hermana lo miró desde lo alto, le sonrió y liberó la tensión de inmediato; se apoyó en una rama sin percatarse de que estaba rota y cayó al suelo como un peso muerto.

Clementina no derramó ni una lágrima, concentró el dolor en sus mandíbulas y, con la mirada fija en la rama que se había clavado en su tobillo, aguardó a que su hermano regresara con ayuda. Jaime llegó como una exhalación perseguido por su hijo que corría sin dejar de repetir: ¡La he matado! ¡La he matado! ¡La he matado! Clementina sintió un pellizco en el estómago al ver el rostro desencajado de su padre.

—Tranquila, hija, papá ya está aquí —dijo después de inspeccionar la herida. La pequeña volvió a casa abrazada al olor del perfume de su cuello. Papá la había rescatado. Él siempre estaba ahí para protegerla.

Pasó el resto del verano sentada en la mecedora de la pérgola, con el tobillo roto y trece puntos de cicatriz. Ninguno de los dos contó la verdad acerca de lo sucedido, pero Jacobo pasó sus últimas semanas de vacaciones cumpliendo los deseos de su hermana.

—¡No soy tu esclavo!—. Refunfuñaba casi a diario.

—Esto me lo hice por tu culpa, enano —le recriminaba ella—. ¿Quieres que le cuente a papá que subiste solo a ese árbol? ¿Te recuerdo por qué te prohibieron escalar a los árboles?

Y Jacobo se encogía dentro de su cuerpo y se alejaba murmurando entre dientes.

El sonido de un tren en la noche

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